Cuentos
La luz interior
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LA LUZ INTERIOR
I
UNA tarde de otoño, cuando las fealdades de Londres estaban veladas por una leve neblina azulada, y sus vistas y sus largas calles parecían espléndidas, el señor Charles Salisbury paseaba despacio por Rupert Street, aproximándose poco a poco a su restaurante favorito. Miraba hacia abajo estudiando el pavimento, y así fue como chocó, al pasar por la angosta puerta, con un hombre que subía del fondo de la calle.
—Le ruego que me disculpe; no miraba donde iba. ¡Toma, es Dyson!
—Sí, en efecto. ¿Cómo está usted, Salisbury?
—Muy bien. Pero ¿dónde ha estado, Dyson? No creo haberle visto en los últimos cinco años.
—No, me atrevería a decir que no. ¿Recuerda que me encontraba más bien apurado cuando vino usted a mi casa de Charlotte Street?
—Perfectamente. Creo recordar que me contó usted que debía cinco semanas de alquiler, y que se había desprendido de su reloj por una insignificante suma.
—Mi querido Salisbury, su memoria es admirable. Sí, estaba apurado. Pero lo curioso es que poco después de que usted me viera aumentaron mis apuros. Mi situación financiera fue descrita por un amigo como «sin blanca». No apruebo los vulgarismos, acuérdese usted, pero ésa era mi condición. ¿Qué tal si entramos? Podría haber otras personas igualmente interesadas en comer. Es una debilidad humana, Salisbury.
—En efecto, vayamos. Mientras paseaba me preguntaba si estaría libre la mesa de la esquina. Como usted sabe tiene respaldos de terciopelo.
—Conozco el lugar, está vacío. Sí, como le decía, llegué a estar más apurado todavía.
—¿Qué hizo entonces? —preguntó Salisbury, quitándose el sombrero y acomodándose al borde del asiento, mientras ojeaba el menú con vivo interés.
—¿Que qué hice? Pues me senté y reflexioné. Había recibido una excelente educación clásica y sentía una categórica aversión por cualquier clase de negocio: ése fue el capital con el que me enfrenté al mundo. Sabe usted, he oído a gente calificar a las aceitunas de desagradables. ¡Qué lamentable prosaísmo! A menudo he pensado, Salisbury, que podría escribir poesía sincera bajo la influencia de las aceitunas y el vino tinto. Pidamos Chianti; puede que no sea muy bueno, pero la botella es sencillamente encantadora.
—Se está muy bien aquí. También podemos pedir una botella grande.
—De acuerdo. Entonces reflexioné sobre mi ausencia de perspectivas y determiné embarcarme en la literatura.
—Realmente es extraño. Parece usted encontrarse en circunstancias bastante confortables, aunque…
—¡Aunque! ¡Qué sátira sobre tan noble profesión! Me temo, Salisbury, que no tiene usted una buena opinión acerca de la dignidad de un artista. Me ve sentado frente al escritorio —o al menos puede verme si se molesta en llamar— con pluma y tinta, y la pura nada ante mí, y si vuelve a las pocas horas con toda probabilidad encontrará una obra de creación.
—Sí, completamente de acuerdo. Tengo idea de que la literatura no es remunerativa.
—Está usted equivocado; sus recompensas son inmensas. Puedo mencionar, de paso, que poco después de verle a usted logré un pequeño ingreso. Un tío murió y resultó inesperadamente generoso.
—¡Ah!, ya veo. Debe haber sido oportuno.
—Fue agradable, innegablemente agradable. Siempre lo he considerado como una dotación para mis investigaciones. Le decía a usted que yo era un hombre de letras; quizás sería más correcto describirme a mí mismo como un hombre de ciencia.
—Mi querido Dyson, verdaderamente ha cambiado usted mucho en los últimos años. Pensaba, sabe usted, que era una especie de ciudadano ocioso, el tipo de hombre que puede encontrarse uno en la acera norte de Picadilly de mayo a julio.
—Así es. Aún entonces me estaba formando, aunque inconscientemente. Como usted sabe, mi pobre padre no tuvo los medios para enviarme a la universidad. En mi ignorancia solía quejarme por no haber completado mi educación. Locuras de juventud, Salisbury; Piccadilly era mi universidad. Allí empecé a estudiar la gran ciencia que todavía me ocupa.
—¿A qué ciencia se refiere?
—A la ciencia de la gran ciudad; la fisiología de Londres; literal y metafísicamente el tema más grande que puede concebir la mente humana. ¡Qué admirable asado de carne! Indudablemente el definitivo final del faisán. A veces me siento todavía absolutamente abrumado cuando pienso en la inmensidad y complejidad de Londres. París puede llegar a entenderse a fondo mediante una razonable dosis de estudio; pero Londres es siempre un misterio. En París se puede decir: «Aquí viven las actrices, aquí los bohemios y los ratés»; pero en Londres es diferente. Se puede señalar con bastante exactitud una calle como morada de las lavanderas; pero en el segundo piso puede haber un hombre estudiando los orígenes de los caldeos, y en el desván, un artista olvidado agoniza lentamente.
—Veo que es usted, Dyson, inconmovible e inmutable —dijo Salisbury sorbiendo lentamente su Chianti—. Pienso que le engaña su imaginación demasiado ferviente; el misterio de Londres únicamente existe en su imaginación. A mí me parece un lugar bastante aburrido. Rara vez se oye hablar en Londres de algún verdadero crimen artístico, mientras que, según creo, París abunda en este tipo de cosas.
—Sírvame más vino. Gracias. Está usted equivocado, mi querido compañero, realmente equivocado. Londres no tiene nada de qué avergonzarse en la senda del crimen. Si fracasamos es por falta de Horneros, no de Agámenones. Cómo usted sabe: Carent quia vate sacro.
—Recuerdo la cita. Pero no creo poder seguirle del todo.
—Bien, en lenguaje llano, no tenemos en Londres buenos escritores especializados en este género de cosas. Nuestros cronistas más comunes son torpes sabuesos; cada historia que cuentan la echan a perder al contarla. Su idea del terror y de lo que suscita terror es lamentablemente deficiente. Nada los contenta salvo la sangre, la vulgar sangre roja, y cuando la encuentran cargan las tintas, considerando que han producido un artículo eficaz. Es una pobre concepción. Y, por alguna curiosa fatalidad, son siempre los asesinos más comunes y brutales los que atraen mayormente la atención y consiguen las más de las veces que se escriba de ellos. Por ejemplo, ¿ha oído usted hablar tal vez del caso Harlesden?
—No, no. No recuerdo nada de él.
—Por supuesto que no. Y, sin embargo, la historia es muy curiosa. Se la contaré mientras tomamos café. Harlesden, como usted sabe, o más bien espero que no, es realmente un barrio en las afueras de Londres; curiosamente algo diferente de suburbios venerables y primorosos como Norwood o Hampstead, tan diferente como cada uno de ellos lo es del otro. Hampstead, quiero decir, es donde uno buscaría el culmen de una gran casa china con tres acres de terreno y varios pabellones, aunque recientemente hay un sustrato artístico; mientras que Norwood es el hogar de las prósperas familias de clase media que eligieron la casa «porque estaba cercana a palacio», y seis meses después se hartaron del palacio. Sin embargo, Harlesden es un lugar sin carácter. Es todavía demasiado nuevo para tener carácter. Hay hileras de casas rojas e hileras de casas blancas con brillantes celosías verdes, y portales descascarillados y pequeños patios traseros que llaman jardines, y unas pocas tiendas endebles, y luego todo se desvanece, precisamente cuando uno se cree a punto de captar la fisonomía del lugar.
—¿Qué diablos significa eso? ¡Supongo que las cosas no se desplomarán ante nuestros ojos!
—Bueno, no, no es eso exactamente. Pero como entidad, Harlesden desaparece. Sus calles se convierten en silenciosas callejuelas, y sus llamativas casas en olmos, y los jardines traseros en verdes praderas. Inmediatamente se pasa de la ciudad al campo; no hay transición como en una pequeña población rural, ni suaves graduaciones de césped y árboles frutales, con una densidad paulatinamente menor de casas, sino un cese repentino. Creo que la mayor parte de la gente que allí vive cabe en la City. Una o dos veces he visto un autobús repleto dirigiéndose hacia allá. Pero como quiera que sea, no puedo concebir una soledad mayor en un desierto a medianoche que la que allí existe a mediodía. Parece una ciudad muerta; las calles refulgen en su desolación, y al pasar descubre uno repentinamente que también ellas son parte de Londres. Hace uno o dos años vivía allí un médico. Había instalado su placa metálica y su lámpara roja en el mismo límite de una de esas calles relucientes, y a espaldas de la casa los campos se extendían a lo lejos hacia el norte. Desconozco la causa por la que se estableció en un lugar tan apartado; quizás el doctor Black, como le llamaremos, fuera un hombre precavido y mirara al futuro. Sus amistades, según se supo luego, le habían perdido de vista durante muchos años, e incluso no sabían que fuera médico y mucho menos dónde vivía. Sin embargo, se había establecido en Harlesden con los restos de una clientela y una esposa extraordinariamente bella. Al poco de llegar a Harlesden la gente solía verles paseando juntos en las tardes veraniegas, y, por lo que se podía observar, parecían una pareja muy cariñosa. Estos paseos continuaron durante el otoño y luego cesaron, pero, naturalmente, según los días se oscurecían y el tiempo refrescaba, podía esperarse que las callejuelas cercanas a Harlesden perderían muchos de sus atractivos. Terminado el verano, nadie volvió a ver a la señora Black; el doctor solía responder a las preguntas de sus pacientes que ella se encontraba «un poco indispuesta y que, sin duda, estaría mejor en la primavera». Pero la primavera llegó, y el verano, y la señora Black no apareció, y finalmente la gente comenzó a murmurar y a hablar entre ellos, y se dijeron todo tipo de cosas curiosas a la «hora del té», que como usted posiblemente sabrá es el único entretenimiento conocido en esos suburbios. El doctor Black empezó a sorprender miradas muy extrañas a él dirigidas, y la clientela, que era numerosa, disminuyó visiblemente. En suma, cuando los vecinos cuchicheaban sobre el tema, susurraban que la señora Black estaba muerta y que el doctor se había deshecho de ella. Pero éste no era el caso; la señora Black fue vista con vida en junio. Fue una tarde de domingo, uno de esos pocos días exquisitos que ofrece el clima inglés, y la mitad de los londinenses se había extraviado por los campos, en todas direcciones, para aspirar el perfume del florido mayo y comprobar si habían florecido ya las rosas silvestres en los setos. Aquella mañana había salido temprano y había dado un largo paseo, y de un modo u otro cuando iba de regreso a casa me encontré en el mismo Harlesden del que hemos estado hablando. Para ser exacto, tomé una jarra de cerveza en el General Gordon, el más floreciente establecimiento de la vecindad, y mientras deambulaba sin objeto vi un boquete extraordinariamente tentador en un cercado de arbustos y decidí explorar el prado. Después de la infernal gravilla esparcida por las aceras suburbanas la suave hierba es muy agradable de pisar, y luego de caminar un buen rato pensé que me gustaría sentarme en un banco y fumarme un cigarrillo. Mientras sacaba la petaca miré en dirección a las casas y según miraba sentí que se me cortaba la respiración y que mis dientes empezaban a castañetear, y el bastón que llevaba en una mano se partió en dos del apretón que le di. Fue como si una corriente eléctrica me bajara por el espinazo y, sin embargo, durante algún tiempo que me pareció largo, pero que debe haber sido muy corto, me contuve preguntándome qué diablos ocurría. Entonces comprendí lo que había hecho estremecer mi corazón y había helado mis huesos de angustia. Al mirar en dirección a la última casa de la manzana frente a mí, en la corta fracción de un segundo había visto un rostro en una de las ventanas superiores de la casa. Era un rostro de mujer, y, sin embargo, no era humano. Usted y yo, Salisbury, hemos oído hablar en nuestra época, cuando nos sentábamos en los bancos de la iglesia al sobrio estilo inglés, de una concupiscencia que no puede saciarse y de un fuego inextinguible, pero ni uno ni otro tenemos la menor idea de lo que esas palabras quieren decir. Espero que usted nunca la tenga, pues yo, al ver esa cara en la ventana, con el cielo azul sobre mí y el cálido viento acariciándome a ráfagas, comprendí que había penetrado en otro mundo: había mirado por la ventana de una casa ordinaria y flamante, y había visto el infierno abierto ante mí. Cuando me recuperé de la primera impresión, pensé una o dos veces que me había desmayado; mi rostro chorreaba sudor frío y mi respiración estallaba en sollozos, como si me ahogara. Al fin me las arreglé para levantarme y crucé la calle: allí vi el nombre «Dr. Black» en el buzón de la puerta principal. El destino o mi suerte quiso que la puerta se abriera y un hombre bajase las escaleras cuando yo pasaba. No tuve ninguna duda de que era el mismo doctor. Era de un tipo bastante corriente en Londres: alto y delgado, pálido de cara y con un deslucido bigote negro. Cuando nos cruzamos sobre el pavimento me dirigió una mirada, y aunque fue simplemente la ojeada casual que un peatón dedica a otro, mentalmente llegué a la conclusión de que era un tipo de trato peligroso. Como usted puede imaginar, seguí mi camino bastante perplejo y también horrorizado por lo que había visto. Después visité de nuevo el General Gordon, e hice acopio de la mayoría de los chismes que circulaban por el lugar en relación con los Black. No mencioné que había visto en la ventana un rostro de mujer; pero me enteré de que la señora Black había sido muy admirada por su hermosa cabellera dorada, y el rostro que me había impresionado con tan desconocido terror estaba rodeado por un vaho de flotantes cabellos rubios, como una aureola de gloria alrededor del rostro de un sátiro. Todo el asunto me incomodaba de manera indescriptible, y cuando volví a casa hice todo lo posible por convencerme de que la impresión recibida había sido una ilusión, pero de nada sirvió. Sabía muy bien que había visto lo que he intentado describirle; moralmente estaba seguro de haber visto a la señora Black. Además estaban los chismes del lugar, la sospecha de juego sucio, que sabía que era falsa, y mi propia convicción de que existía alguna malicia fatal o cualquier otra anomalía en esa casa de color rojo chillón de la esquina de Devon Road. ¿Cómo construir una teoría razonable con estos dos elementos? En resumen, me encontraba inmerso en un mundo de misterio; traté de descifrarlo y llené mis ratos de ocio atando los cabos sueltos de la especulación, pero no avancé ni un solo paso hacia la solución verdadera, y cuando llegó el verano el asunto parecía más nebuloso y confuso, y proyectaba un vago temor, como una antigua pesadilla. Supuse que en breve se habría desvanecido en el fondo de mi cerebro —no debería olvidarlo, pues semejante cosa nunca puede olvidarse—; pero una mañana cuando leía el periódico me llamó la atención un titular de unas dos docenas de renglones de letra pequeña. Las palabras que había visto eran simplemente: «El caso Harlesden», y sabía lo que iba a leer. La señora Black había muerto. Black había llamado a otro médico para certificar la causa de la muerte, pero algo o alguien despertó las sospechas del extraño doctor y hubo una investigación judicial con autopsia. El resultado, lo confesaré, me asombró considerablemente: fue el triunfo de lo inesperado. Los dos médicos que practicaron la autopsia se vieron obligados a confesar que no pudieron descubrir el menor rastro de cualquier tipo de engaño; sus ensayos y reactivos más exquisitos no consiguieron detectar presencia de veneno, ni aun en la más infinitesimal cantidad. La muerte había sido producida, descubrieron, por una especie de enfermedad cerebral, en cierto modo confusa y científicamente interesante. El tejido del cerebro y las moléculas de materia gris habían experimentado una extraordinaria serie de cambios; y el más joven de los dos médicos, que tenía cierta reputación, creo, como especialista en enfermedades mentales, hizo algunas observaciones al dar su testimonio que al momento me impresionaron profundamente, aunque entonces no comprendí su significado por completo.
»—Al comenzar mi examen —dijo— estaba asombrado de encontrar apariencias de una índole completamente nueva para mí, no obstante mi en cierto modo amplia experiencia. De momento no tengo necesidad de especificar estas apariencias; me bastará con manifestar que mientras ejecutaba mi tarea apenas podía creer que el cerebro que tenía delante fuera de un ser humano.
»—Esta declaración causó cierta sorpresa, como usted puede imaginar, y el juez preguntó al médico si quería decir que el cerebro se parecía al de un animal.
»—No —contestó él—, yo no diría tanto. He observado algunas apariencias que parecían apuntar en esa dirección; pero otras, todavía más sorprendentes, indicaban una estructura nerviosa de una índole completamente diferente a la del hombre o el más ínfimo de los animales.
»—La declaración causó extrañeza, pero el jurado, naturalmente, presentó un veredicto de muerte por causas naturales, y el caso se acabó para el público. No obstante, después de haber leído la declaración del doctor, resolví que me gustaría saber bastante más, y me puse a trabajar en lo que prometía ser una interesante investigación. Realmente tuve bastantes problemas, pero hasta cierto punto tuve éxito. Aunque entonces, mi querido compañero, no tenía ni idea del porqué. ¿Se ha dado cuenta de que hemos estado aquí casi cuatro horas? Pidamos la cuenta y vayámonos.
Los dos hombres salieron en silencio y permanecieron un momento en el frío ambiente viendo pasar frente a ellos el apresurado tráfico de Coventry Street, acompañado de los retumbantes timbres de los cabriolés y los gritos de los vendedores de periódicos: el intenso murmullo lejano de Londres agitándose una y otra vez por debajo de esos ruidos más estrepitosos.
»—Es un caso extraño, ¿no es cierto? —dijo Dyson finalmente—. ¿Qué opina usted?
—Mi querido colega, no he escuchado el final, por tanto me reservaré la opinión. ¿Cuándo me contará el resto?
—Venga a verme alguna tarde; digamos el jueves próximo. Aquí tiene mi dirección. Buenas noches; deseo descender hasta el Strand.
Dyson llamó a un cabriolé que pasaba, y Salisbury giró hacia el norte en dirección a su casa.
II
EL señor Salisbury, como puede haberse deducido de las escasas observaciones que había sido capaz de hacer en el transcurso de la tarde, era un joven caballero de intelecto singularmente sólido, recatado y retraído ante los misterios y lo insólito, y con una aversión temperamental por la paradoja. Durante el almuerzo en el restaurante se había visto obligado a escuchar casi en completo silencio un extraño tejido de inverosimilitudes ensartadas con la ingenuidad de un curioseador nato de intrigas y misterios, y se sentía cansado al cruzar Shaftesbury Avenue y zambullirse en las entrañas del Soho, pues su vivienda se encontraba en las proximidades del lado norte de Oxford Street. Mientras caminaba, especulaba sobre el probable destino de Dyson, dependiendo de la literatura, sin el amparo de algún pariente considerado, y no pudo menos de concluir que estaba tan sutilmente imbuido de una imaginación excesivamente brillante que, con toda probabilidad, sería recompensado con un par de tablillas para anuncios o una pancarta de comparsa. Absorto en este hilo de pensamiento, y admirando la perversa destreza capaz de transmutar el rostro de una mujer enfermiza y un caso de enfermedad mental en los toscos elementos de un romance, Salisbury se extravió entre las calles débilmente iluminadas, sin advertir el impetuoso viento que golpeaba con fuerza por las esquinas y elevaba en remolinos la basura dispersa sobre el pavimento, mientras negros nubarrones se acumulaban sobre la amarillenta luna. Ni siquiera la caída en su rostro de una o dos gotas aisladas de lluvia le sacó de sus meditaciones, y sólo comenzó a considerar la conveniencia de buscar algún refugio cuando la tormenta estalló de pronto en plena calle. Impelida por el viento, la lluvia descargó con la violencia de una tronada, salpicando al caer sobre las piedras y silbando por el aire, y pronto un verdadero torrente de agua corría por los arroyos y se acumulaba en charcos sobre los obstruidos desagües. Los escasos viandantes extraviados, que más que pasear por la calle holgazaneaban, echaron a correr como conejos asustados hacia algún invisible refugio, y aunque Salisbury silbó ruidosa y repetidamente en busca de un cabriolé, no apareció ninguno. Miró a su alrededor, como para descubrir lo lejos que podía estar del abrigo de Oxford Street, pero vagando indiferentemente se había apartado de su camino y se encontró en una zona desconocida con toda la apariencia de estar desprovista incluso de hoteles donde pudiera uno guarecerse por la modesta suma de dos peniques. Las farolas escaseaban y estaban muy espaciadas, y lucían, tras los sucios cristales, por el pálido flujo de aceite; a esta vacilante luz pudo vislumbrar Salisbury los sombríos e inmensos caserones de que se componía la calle. Al pasar junto a ellos, apresurado y encogido bajo la avalancha de lluvia, reparó en los innumerables tiradores de las puertas, cuyas inscripciones, grabadas en chapas de bronce, parecían desvanecerse de viejas, y aquí y allá un alero ricamente esculpido sobresalía de la puerta, ennegrecido por la mugre de cincuenta años. La tormenta parecía agravarse con furia creciente; Salisbury estaba completamente mojado y había echado a perder su sombrero nuevo, y con todo Oxford Street parecía tan lejana como siempre; con profundo alivio el empapado hombre alcanzó a ver una sombría arcada que parecía brindar protección de la lluvia, si no del viento. Salisbury tomó posición en la esquina más seca y miró en torno suyo; se encontraba en una especie de pasaje artificial bajo parte de una casa y tras él se extendía una estrecha acera que conducía entre blancas paredes a regiones desconocidas. Había permanecido allí algún tiempo, esforzándose vanamente por desembarazarse en parte de su superflua humedad, y alerta al paso de algún cabriolé, cuando le llamó la atención un ruido estrepitoso procedente del pasaje dejado atrás, y que aumentaba al acercarse. En un par de minutos pudo distinguir la voz ronca y chillona de una mujer, amenazando y repudiando, cuyos acentos resonaban en las mismísimas piedras mientras, de cuando en cuando, un hombre gruñía y protestaba. Sin embargo, contra toda apariencia exenta de romance, a Salisbury le agradaban las peleas callejeras y acababa de iniciarse en las más divertidas fases de la embriaguez; por consiguiente, se apaciguó y se dispuso a escuchar y observar con el aspecto de un abonado a la ópera. No obstante, para su fastidio, la tempestad pareció apaciguarse repentinamente, y pudo oír no más que los impacientes pasos de la mujer y el lento vaivén del hombre acercándose a él. Ocultándose en la sombra de la pared pudo ver cómo se aproximaban los dos; el hombre estaba evidentemente borracho, y tenía sus más y sus menos para evitar chocar con las paredes, a las que se agarraba a uno y otro lado como una barca golpeada por el viento. La mujer miraba al frente, con lágrimas en sus resplandecientes ojos, que volvieron a brillar cuando aquéllas desaparecieron, y finalmente estalló en una sarta de insultos dirigidos contra su compañero.
—Vil granuja, ruin, despreciable canalla —siguió ella diciendo, tras una incoherente avalancha de maldiciones—. ¿Piensas que voy a seguir toda la vida trabajando para ti como una esclava mientras tú persigues a esa chica de Green Street y te bebes cada penique que tienes? Te equivocas, Sam; de veras no lo soporto más. Maldito ladrón, estoy cansada de ti y de tu patrón, así es que ya puedes hacerte tus propios recados, y únicamente espero que te metan en apuros.
La mujer abrió su regazo y, sacando algo parecido a un papel, lo arrugó y lo tiró. Cayó a los pies de Salisbury. Luego se fue y desapareció en la oscuridad, mientras el hombre se tambaleaba en la calle, refunfuñando vagamente contra sí mismo con voz aturdida. Salisbury le siguió, viéndole hacer eses sobre el pavimento, detenerse de vez en cuando y ladearse indeciso, para luego tomar súbitamente un nuevo rumbo.
El cielo había aclarado, y blancas nubes aborregadas cruzaban fugaces frente a la luna, alta en el firmamento. La luz iba y venía intermitentemente, según las nubes pasaban, despejando y volviendo a cubrir el cielo. Cuando los blancos rayos alumbraron el pasaje, Salisbury divisó la bolita de papel arrugado que la mujer había tirado. Extrañamente, curioso por saber lo que podía contener, la recogió y se la metió en el bolsillo, poniéndose de nuevo en camino.
III
SALISBURY era un hombre de costumbres. Cuando llegó a casa, empapado hasta los huesos, colgándole la ropa, y con el sombrero impregnado de un lívido rocío, su único pensamiento fue acerca de su salud, de la que se ocupaba solícito. Por tanto, después de cambiarse de ropa y embutirse en un cálido batín, procedió a prepararse un sudorífico a base de ginebra y agua, calentada ésta en una de esas lámparas de alcohol, que mitigan las austeridades de la vida de un moderno ermitaño. Cuando se hubo administrado la preparación, y hubo calmado su excitación con una pipa de tabaco, Salisbury pudo irse a la cama en un alegre estado de ociosidad, sin pensar en su aventura en la sombría arcada, ni en las ominosas fantasías con que Dyson había sazonado su comida. Lo mismo ocurrió la mañana siguiente durante el desayuno, pues Salisbury insistió en no pensar en nada hasta terminar de comer. Pero cuando retiraron la taza y el plato, y encendió su pipa mañanera, recordó la bolita de papel y empezó a revolver en los bolsillos de su mojado abrigo. No recordaba en qué bolsillo la había puesto y, al meter la mano primero en uno y luego en el otro, experimentó una extraña sensación de temor a que no estuviera allí, aunque ciertamente no podría haber explicado la importancia que atribuía a lo que con toda probabilidad no era más que un desecho. Sin embargo, suspiró con alivio cuando sus dedos tocaron la arrugada superficie en su bolsillo interior, sacándola despacio y colocándola sobre el pequeño escritorio al lado de su sillón, con el mismo cuidado que si se tratara de una rara joya. Salisbury se sentó a fumar, y miró fijamente su hallazgo durante unos cuantos minutos, con la extraña tentación de arrojarlo al fuego, y evitarse con ello tanto la especulación acerca de su posible contenido como la razón por la que la ofendida mujer había arrojado un trozo de papel con tanta vehemencia. Como puede suponerse, el último sentimiento fue el que se impuso, y, finalmente, no sin algo de repugnancia, cogió el papel y lo desarrugó, colocándolo frente a él. Era un simple trozo de papel sucio, a todas luces arrancado de un bloc barato, y en el centro tenía escritas unas pocas líneas con letra curiosamente apretada. Salisbury inclinó la cabeza y por un momento clavó la vista en el papel con ansiedad, suspirando profundamente; luego volvió a su silla con la mirada perdida, hasta que finalmente en un cambio repentino estalló en carcajadas, tan prolongadas, sonoras y tumultuosas que el niño de la casera se despertó en el piso de abajo e imitó su hilaridad con espantosos alaridos. Pero él siguió riendo y cogió el papel para leer por segunda vez lo que parecía tan insensato disparate.
«Q. tiene que ir a París a ver a sus amigos», comenzaba. «Atravesar Handel’s. ‘Una vez alrededor del césped, dos veces alrededor de la amada, y tres veces alrededor del arce’.»
Salisbury cogió el papel y lo arrugó como hiciera la enojada mujer; luego apuntó en dirección al fuego. Sin embargo, no lo arrojó a él, sino que lo tiró descuidadamente en el interior del escritorio y volvió a reírse. El completo desatino de todo el asunto le ofendía, y estaba avergonzado de su propia especulación anhelante, como el que se quema las cejas con los altisonantes comunicados de los ecos de sociedad del periódico y sólo encuentra anuncios y trivialidades. Se dirigió a la ventana y contempló la lánguida vida matinal de su barrio; las criadas con desaliñados vestidos estampados fregando los escalones de entrada en la casa, el pescadero y el carnicero en sus rondas, y los comerciantes de pie junto a las puertas de sus pequeñas tiendas, abatidos por la falta de negocio y de emoción. A lo lejos una bruma azulada proporcionaba una cierta grandeza a toda la vista, pero en conjunto ésta era deprimente y sólo habría interesado a un estudioso de la vida londinense, que siempre encuentra algo exquisito y selecto en cada una de sus facetas. Salisbury se alejó disgustado y se aposentó en el sillón, tapizado en un tono verde brillante y adornado con tachones dorados, que constituía el orgullo y la atracción de sus aposentos. Volvió a su ocupación matinal: la lectura atenta de una novela que trataba de deporte y amor de tal forma que sugería la colaboración de un mozo de cuadra y un internado de señoritas. Sin embargo, en circunstancias normales Salisbury habría seguido interesándose por la historia hasta la hora del almuerzo, pero esa mañana se agitaba en su silla, cogía el libro y lo volvía a dejar, y finalmente juraba y maldecía de simple irritación. En realidad, la rima del papel hallado en la arcada «se le había metido en la cabeza», e hiciera lo que hiciese no podía menos de rezongar una y otra vez: «Una vez alrededor del césped, dos veces alrededor de la amada, y tres veces alrededor del arce». Se convirtió en un verdadero tormento, como el ridículo estribillo de una canción de music-hall, eternamente citada, cantada a todas horas del día y de la noche, y apreciada por los golfillos callejeros como un infalible recurso cada seis meses. Salisbury salió a la calle y trató de olvidar a su enemigo entre los empujones de la multitud y el rugido y el estruendo del tráfico, pero al instante se encontró a sí mismo alejándose silenciosamente y deambulando por parajes desiertos, devanándose los sesos en vano tratando de hallar algún sentido a frases que no lo tenían. La llegada del jueves fue un gran alivio, pues recordó que tenía una cita con Dyson. Los fútiles ensueños del que se hacía llamar hombre de letras parecían divertidos en comparación con esta incesante repetición, esta perplejidad de la que no parecía poder escapar. Dyson estaba domiciliado en una de las calles más tranquilas que llevan del Strand al río y, al pasar Salisbury por la estrecha escalera que conducía a la morada de su amigo, vio que el tío había sido de veras benéfico. El suelo resplandecía y flameaba con todos los colores del Oriente; era, como Dyson observó pomposamente, «un ocaso de ensueño», y sus cortinas extrañamente elaboradas, en las que brillaban hilos dorados aquí y allá, impedían ver el crepúsculo de las calles londinenses, con sus faroles encendidos. En los estantes de un armario de roble había vasos y platos de vieja cerámica francesa, y grabados en blanco y negro, de los que no pueden encontrarse en el Haymarket o Bond Street, destacaban esplendorosamente sobre papel japonés. Salisbury se sentó en el banco que había junto al hogar y aspiró y mezcló los humos de incienso y de tabaco, maravillado y atónito ante todo este esplendor del reps[1] verde y las oleografías, el espejo de marco dorado y el lustre de su propio apartamento.
—Me alegra que haya venido —dijo Dyson—. Es confortable este pequeño aposento, ¿no es cierto? No parece encontrarse usted muy bien, Salisbury. No le ocurre nada, ¿verdad?
—No; pero he estado bastante fastidiado estos últimos días. La verdad es que tuve una especie de extraña aventura, supongo que así podría llamarla, la noche que nos encontramos, y me ha preocupado bastante. Y lo más irritante es que se trata del disparate más simple; sin embargo, luego se lo contaré todo. Iba usted a referirme el resto de esa extraña historia que empezó en el restaurante.
—Sí. Pero me da miedo, Salisbury, es usted incorregible. Es usted esclavo de lo que llama evidencias. Sabe usted muy bien que en el fondo cree que la singularidad de este caso es creación mía únicamente, y que en realidad todo es tan natural como manifiesta la policía. Sin embargo, ya que he empezado, seguiré adelante. Pero primero beberemos algo y usted puede además encender su pipa.
Dyson se llegó hasta la alacena de roble y sacó del fondo una botella redonda y dos vasitos, pintorescamente dorados.
—Es Benedictine —dijo—. Tomará un poco, ¿no?
Salisbury asintió, y los dos hombres se sentaron, bebiendo y fumando reflexivamente durante algunos minutos antes de que Dyson comenzara a hablar.
—Veamos —dijo finalmente—, estábamos en la pesquisa judicial, ¿verdad? No, ya terminamos con eso. ¡Ah!, ya recuerdo. Le estaba contando que, en general, había tenido éxito en mi investigación, pesquisa, o como quiera llamarla, sobre el caso. ¿No fue ahí dónde lo dejé?
—Sí, así fue. Para ser preciso, creo que la última palabra que mencionó sobre el asunto fue «aunque».
—Exacto. Desde la otra noche he estado todo el tiempo pensando y he llegado a la conclusión de que ese «aunque» es de veras considerable. Hablando sin rodeos, tengo que confesar que lo que descubrí, o creí descubrir, no significa en realidad nada. Estoy tan lejos del meollo del asunto como siempre. Sin embargo, puedo igualmente contarle lo que sé. Como recordará le dije que estaba muy impresionado con algunas observaciones de uno de los médicos que testimonió en el juicio. Así pues, decidí que mi primer paso debía consistir en tratar de sacarle a ese doctor algo más definido e inteligible. De un modo u otro me las arreglé para ser presentado al hombre: me citó para ir a verle. Resultó ser un tipo simpático y afable, bastante joven y de ninguna manera como los típicos médicos, y comenzó la charla ofreciéndome whisky y cigarros. No creí que valiera la pena andar con rodeos, así que empecé diciéndole que parte de su declaración en la investigación del caso Harlesden me había impresionado por su peculiaridad, y le mostré el recorte impreso con las líneas en cuestión subrayadas. Echó sólo un vistazo al trozo de papel y me miró con extrañeza.
»—A sí que le impresionó por su peculiaridad, ¡eh! —dijo—. Bien, debe usted recordar que el caso Harlesden fue muy peculiar. De hecho, creo que felizmente puedo decir que en lo referente a algunos rasgos específicos fue único, verdaderamente único.
»—Completamente de acuerdo —repliqué yo—, y por eso es por lo que me interesa y quiero saber más de él. Y pensé que si alguien podía darme alguna información ése sería usted. ¿Qué opina usted?
»—Era un tipo de pregunta bastante categórica, y mi doctor pareció bastante desconcertado.
»—Bien —dijo—. Como me imagino que el motivo de su pregunta debe ser simple curiosidad, creo que puedo contarle mi opinión un poco libremente. Así que señor —¿señor Dyson?— si quiere usted saber mi teoría, ahí va: creo que el doctor Black mató a su mujer.
»—Pero el veredicto —contesté yo— se extrajo de su propia declaración.
»—Cierto; el veredicto se dictó de acuerdo con la declaración de mi colega y con la mía y, dadas las circunstancias, creo que el jurado actuó con mucha sensatez. De hecho, no veo qué otra cosa podían haber hecho. Pero yo me aferró a mi opinión, entiéndalo, y digo también esto: no me sorprendería que Black hubiera hecho lo que yo creo firmemente que hizo. Pienso que estaba justificado.
»—¿Justificado? ¿Cómo es eso? —pregunté. Estaba asombrado, como usted puede imaginar, por la respuesta obtenida. El doctor giró suavemente su silla y por un instante me miró resueltamente antes de contestar.
»—Supongo que no es usted un hombre de ciencia. Pues en ese caso no serviría de nada que yo le diera más detalles. Siempre me he opuesto firmemente a cualquier tipo de relación entre la fisiología y la psicología. Creo que ambas apuestan por el sufrimiento. Nadie reconoce más decididamente que yo la impracticable sima, el insondable abismo que separa al mundo consciente de todo cuanto rodea a la materia. Sabemos que cada cambio de consciencia suele venir acompañado de una nueva disposición de las moléculas de la sustancia gris; y eso es todo. Cuál es el vínculo entre ellos, o por qué coinciden, no lo sabemos, y la mayoría de los expertos cree que nunca podremos saberlo. Con todo, le diré que mientras hacía mi trabajo, con el escalpelo en la mano, tuve la convicción de que, a despecho de todas las teorías, lo que yacía frente a mí no era el cerebro de una mujer muerta, ni de ningún modo el cerebro de un ser humano. Por supuesto vi el rostro; pero estaba muy tranquilo, desprovisto de expresión. Debió haber sido, sin duda, un rostro hermoso, pero debo decir honestamente que no habría mirado ese rostro cuando todavía tenía vida ni por un millar de guineas, ni siquiera por dos veces esa suma.
»—Mi querido señor —dije—, me sorprende usted en extremo. Dice usted que no era el cerebro de un ser humano. ¿Qué era entonces?
»—El cerebro de un demonio —replicó—, y no me cabe la menor duda de que Black encontró alguna forma de acabar con él. Sea lo que fuese la señora Black, no estaba en condiciones de permanecer en este mundo. ¿Algo más? ¿No? Buenas noches.
»—Era una extraña opinión proviniente de un hombre de ciencia, ¿no? Cuando me dijo que no habría mirado esa cara mientras vivía por un millar de guineas, o dos millares de guineas, pensé en el rostro que yo había visto, pero no dije nada. Volví a Harlesden y fui de tienda en tienda, haciendo pequeñas compras y tratando de averiguar si les quedaba alguna propiedad de los Black, pero había poco que contar. Uno de los tenderos a los que me dirigí afirmó haber conocido bien a la difunta; solía comprarle todos los víveres que necesitaba en su pequeño hogar, pues nunca tuvieron sirvientes, aunque sí una asistenta ocasionalmente, la cual no había visto a la señora Black desde meses antes de que muriera. Según el tendero, la señora Black era «una dama agradable», siempre amable y considerada, y tan encariñada con su marido y él de ella, según todos opinaban. Y sin embargo, dejando a un lado la opinión del doctor, yo sabía lo que había visto. Por tanto, después de pensar en ello y atar cabos, me pareció que la única persona que probablemente podría ayudarme era el mismo Black, y decidí encontrarle. Por supuesto no se le podía encontrar en Harlesden; había abandonado el barrio, ya lo dije, inmediatamente después del funeral. Todo lo que contenía la casa había sido vendido, y un buen día Black tomó el tren con un baúl y se fue, nadie sabe dónde. Fortuitamente volví a oír hablar de él, y por pura casualidad le encontré finalmente. Un día paseaba por Gray’s Inn Road, sin ningún destino en particular, mirando a mi alrededor, como solía, y sosteniendo fuerte mi sombrero, pues era un día borrascoso a comienzos de marzo y el viento hacía que se mecieran y temblaran las copas de los árboles de la posada. Había subido desde el final de Holborn y casi había tomado Theobald’s Road cuando reparé en un hombre que caminaba frente a mí, apoyado en un bastón, y aparentemente muy débil. Había algo en su mirada que incitó mi curiosidad, no sé por qué, y comencé a caminar más rápido con la idea de alcanzarle, cuando de pronto su sombrero voló y, saltando sobre el pavimento, llegó a mis pies. Rescaté, por supuesto, el sombrero y le eché un vistazo mientras me dirigía hacia su propietario. Era toda una biografía: llevaba en su interior el nombre de un fabricante de Piccadilly, pero creo que ni un mendigo lo habría recogido del arroyo. Entonces levanté la mirada y vi al doctor Black de Harlesden esperándome. Cosa extraña, ¿no? Pero ¡qué cambio!, Salisbury. Cuando contemplé al doctor Black bajando las escaleras de su casa de Harlesden era un hombre erguido, que caminaba con firmeza sobre sus bien formados miembros; un hombre, diríamos, en la flor de la vida. Y ahora esta miserable criatura se inclinaba ante mí, encorvado y débil, marchitas las mejillas y el pelo prematuramente encanecido, los miembros temblorosos y renqueantes, y el sufrimiento en los ojos. Me dio las gracias por recoger su sombrero diciendo:
»—Creí que nunca podría alcanzarlo, no puedo correr mucho ahora. ¡Qué día más desapacible!, ¿verdad señor?
»—Y dicho esto se despidió; pero poco a poco procuré meterle en conversación y caminamos juntos en dirección este. Creo que el hombre se habría alegrado de librarse de mí, pero me propuse no abandonarle, y finalmente se detuvo frente a una miserable casa en una miserable calle. En verdad, creo que era uno de los barrios más pobres que jamás he Visto: casas que debían haber sido bastante sórdidas y horribles de nuevas, que habían acumulado porquería con los años, y ahora parecían desmoronarse y amenazaban con caerse.
»—Allá arriba vivo yo —dijo Black, señalando al tejado—, no en el frente, sino detrás. Aquí estoy muy tranquilo. No le pediré que suba ahora, pero tal vez algún otro día…
»—Le cogí la palabra y le dije que me alegraría mucho ir a verle. Me lanzó una extraña mirada, como si se preguntara por qué demonios yo o cualquier otro se preocupaban de él, y le dejé tanteando con su llavín en la cerradura. Supongo que me dirá usted que hice muy bien cuando le cuente que en unas pocas semanas me convertí en amigo íntimo de Black. Nunca olvidaré la primera vez que fui a su habitación; espero no volver nunca a ver una miseria tan abyecta y mugrienta. Un espantoso papel, en el que había desaparecido hacía tiempo cualquier dibujo o huellas de él, colgaba de las paredes en enmohecidos pendones, dominado y poseído por la mugre de la aciaga calle. Sólo era posible mantenerse en posición erguida al fondo de la habitación, y la visión de la miserable cama y el olor a corrupción que lo impregnaba todo me hizo sentir mareos y me puso enfermo. Allí le encontré mascando un pedazo de pan; parecía sorprendido al comprobar que había cumplido mi promesa, pero me ofreció su silla y se sentó en la cama mientras hablamos. Solía ir a verle a menudo y tuvimos largas conversaciones, pero nunca mencionó Harlesden o a su mujer. Imagino que él me creía ignorante del asunto, o pensaba que si había oído hablar de él, nunca relacionaría al respetable doctor Black de Harlesden con el pobre morador de una buhardilla en lo más apartado de Londres. Era un hombre raro, y cuando nos sentábamos a fumar, a menudo me preguntaba si estaría loco o cuerdo, pues creo que los más insensatos sueños de Paracelso y de los rosacruces parecerían hechos corrientes en comparación con las teorías que le oí exponer sinceramente en aquel mugriento cuchitril. En una ocasión me aventuré a insinuarle algo por el estilo. Sugerí que algo de lo que había dicho estaba en rotunda contradicción con la ciencia y la experiencia.
»—No —contestó él—, con toda la experiencia no, pues la mía también cuenta. Yo no comercio con teorías no comprobadas; lo que digo lo he probado por mí mismo, y a un costo terrible. Existe un área del conocimiento que usted siempre ignorará, y que los sabios que la contemplan desde lejos rehúyen como la peste mientras pueden, pero que yo he visitado. Si usted supiera, si pudiera siquiera soñar lo que es posible hacer, lo que uno o dos hombres han hecho en este tranquilo mundo nuestro, su propia alma se estremecería y desfallecería dentro de usted. Lo que le he dicho no es sino la más simple envoltura, la capa externa de la verdadera ciencia; esa ciencia que significa muerte y que es más espantosa que la muerte misma para aquellos que la adquieren. No, cuando los hombres dicen que en el mundo ocurren cosas extrañas, saben muy poco del terror y el espanto que siempre las acompaña.
»—Alrededor del hombre flotaba una especie de fascinación que me atraía hacia él, y sentí bastante tener que abandonar Londres durante uno o dos meses: me perdería su singular charla. Pocos días después de regresar a la ciudad pensé ir a verle, pero cuando pulsé dos veces el timbre que solía utilizar, no obtuve respuesta. Volví a tocar de nuevo y ya me iba cuando se abrió la puerta y una sucia mujer me preguntó qué quería. Por su aspecto supuse que me había tomado por un policía de paisano que buscaba a alguno de sus inquilinos, pero cuando pregunté si estaba el señor Black, me dirigió una mirada bien distinta.
»—Aquí no vive el señor Black —dijo—. Se fue. Murió hace seis semanas. Siempre creí que estaba un poco chiflado, o que lo había estado y se había metido en cualquier lío. Solía salir todas las mañanas desde las diez a la una, y un lunes por la mañana le oímos llegar, meterse en su habitación y cerrar la puerta, y pocos minutos después, cuando nos sentábamos a almorzar, oímos tal grito que pensé que se habría ido en seguida. Luego se oyeron pisadas y bajó enfurecido, maldiciendo espantosamente y jurando que le habían robado algo que valía millones. Después se cayó en el pasillo y creímos que había muerto. Le subimos a su habitación y le metimos en la cama, y me senté a esperar mientras mi marido fue a buscar a un médico. La ventana estaba abierta de par en par y había una cajita de hojalata, abierta y vacía, que él había dejado en el suelo, pero, por supuesto, nadie podía haber entrado por la ventana, y en cuanto a él es un disparate que tuviera algo de valor, pues frecuentemente se retrasaba varias semanas en el pago del alquiler, y mi marido le amenazaba muchas veces con echarle a la calle, pues, como él decía, tenemos una vida que proteger como el resto de la gente y, verdaderamente, eso es cierto; pero, de una forma u otra, no me gustaba hacerlo, aunque él era un tipo raro, y me imagino que hubiese sido mejor. Y luego llegó el doctor y le miró, y dijo que no podía hacer nada, y esa noche murió estando yo sentada junto a su cama; y puedo decirle que, entre unas cosas y otras, perdimos dinero con él, pues la poca ropa que tenía no valió casi nada cuando la llevaron a vender.
»—Le di a la mujer medio soberano por las molestias y me marché a casa pensando en el doctor Black y en el epitafio que ella había hecho de él, asombrándome ante la extraña idea de que hubiera sido objeto de un robo. Supongo que tenía muy poco que temer a ese respecto el pobre tipo; pero imagino que estaba realmente loco, y que murió en un acceso súbito de su manía. Su patrona dijo que una o dos veces que tuvo ocasión de entrar en su habitación (para apremiar al pobre desgraciado a pagar su alquiler, lo más probable) la tuvo en la puerta cerca de un minuto, y que cuando entró le vio guardar una caja de hojalata en la esquina junto a la ventana; supongo que estaría poseído con la idea de algún tesoro fabuloso, y se creería un hombre rico en medio de toda su miseria. Explicit, mi cuento se acabó, y, como verá usted, aunque conocí a Black, nada supe de su mujer o de la historia de su muerte. Así está el caso Harlesden, Salisbury, y creo que me interesa aún más profundamente porque no parece existir ni la más remota posibilidad de que yo o cualquier otro sepamos algo más sobre él. ¿Qué piensa usted?
—Bueno, Dyson, debo decir que creo que ha conseguido usted rodear a todo el asunto de un misterio de su propia creación. Voto por la solución del doctor: Black asesinó a su esposa, estando con toda probabilidad en un estado latente de locura.
—¿Qué? ¿Cree usted entonces que la mujer era demasiado espantosa, demasiado terrible para permitírsele permanecer sobre la tierra? Recordará que el doctor dijo que se trataba del cerebro de un diablo.
—Sí, sí, pero hablaba metafóricamente, por supuesto. Realmente es una cuestión simple si usted lo considera solamente así.
—¡Ah!, bueno, puede que esté usted en lo cierto; pero todavía no estoy seguro de que lo está. Muy bien, mejor es que no discutamos más. ¿Un poco más de Benedictine? Eso es; pruebe un poco de este tabaco. Decía usted que había estado preocupado por algo…, algo que sucedió la noche que cenamos juntos.
—Sí, había estado inquieto, Dyson, muy inquieto. Yo… la verdad es que es un asunto tan trivial, tan absurdo, que me avergüenzo de molestarle con él.