Cuarentena

Cuarentena


Sus ojos azules tardaron en acostumbrarse a la oscuridad de su cabaña cuando la presencia de su madre alertó sus agudizados sentidos. Su sueño ya estaba roto desde un buen principio. Su sintonía con la fuerza ya llevaba un tiempo advirtiendo que algo no iba bien, pero su carencia de entrenamiento le impedía asociar ese presentimiento a un mal presagio. Como mucho, a hambre. Ahora, esa sensación era mucho más fuerte y ponía todo su cuerpo en tensión, hasta el punto en que, al detectar la sombra de su madre, dio un respingo y se puso de pie en el acto. Esta, antes que dijera nada, taparía con su zarpa el morro del muchacho.


-No digas nada. -susurró. Algo no iba bien en su rostro. Tenía un corte lateral que le iba de punta a punta, y sangraba a borbotones. El muchacho, que acababa de despertar, no comprendía la gravedad del asunto. ¡Qué le ibas a pedir a un niño de doce años! La ulfet, en cambio, miró de mantener la calma y entender que el chico no comprendería lo que iba a suceder a continuación. Con delicadeza le dio un beso en la frente, le pegó un suave lametón en la frente y sonrió -Quédate en la habitación. No salgas. Si oyes a alguien venir, escóndete. Volveré, te lo prometo... Mi rubí azul.


Abbot no pudo replicar. Su madre se incorporó y dio media vuelta. El breve instante en que abrió la puerta le permitió deslumbrar una ola naranja de luz y fuego, pero la silueta de su madre tapaba el resto. Cerró detrás de sí, dejando al muchacho en la cabaña en el árbol, redonda, y con todas las ventanas con las persianas bajadas. A un lado tenía la cama, y al otro, su mesa de escritura. Sin embargo el impulso lo llevó hasta la puerta. Abrió sin más de par en par, y el horror que presenció al otro lado lo marcó para siempre.


Las lenguas de fuego consumían los altos árboles y orgullo de su comunidad. Las cabañas que se encontraban colocadas entre las fuertes ramas de la vegetación ardían como si nada, y algunos incluso llegaban a estallar por los varios líquidos que habían en su interior. El fuerte viento hacía que las olas de fuego se expandieran y se fueran contaminando entre los cruces de las ramas, haciendo la situación más insostenible. El ulfet se llevó una mano a los ojos para evitar que la ceniza entrara en ellos, contemplando su alrededor.


El sonido de un par de vehículos hizo que alzara la cabeza, reconociendo el símbolo de los jedi en una de las compuertas. Los gritos de su gente empezó a ser captado por sus orejas. Gritos de agonía, de gente que no entendía nada en absoluto. Él tampoco. Su planeta se encontraba en el extremo más lejano de la galaxia, y su gente hacía tiempo que había sido abandonada por los jedi, sus fronteras barradas, y su mundo aislado. Ahora podía ver como los suyos eran empujados a través de los puentes por varias unidades robóticas por un lado, y gente con ponchos en la otra.


Se acercó, con cierto horror, al extremo de su cabaña cuando escuchó la voz de su madre en la lejanía, gritando y pidiendo explicaciones. Igual que a los demás, no recibiría ninguna respuesta. Se aferró con las dos manos a la barandilla, alzando bien las orejas, contemplando como en el suelo habían acorralado a varios de los suyos. Algunas siluetas abajo llevaban armas. Otros, más elegantes, llevaban sables láser. Otso reconocería a uno de ellos, y tuvo la sensación que se quedaría grabado en la memoria del chico para siempre.


Nanka dio la vuelta, gritando algo así como "Eliminarlos". Abbot cerró los ojos, pero los gritos y los disparos fueron suficientes para él. No se había dado cuenta del grito que había dado, y al abrir los ojos de nuevo, se dio cuenta que aquel hombre lo estaba mirando fijamente. Retrocedió al instante, se introdujo en su habitación y cerró la puerta detrás de sí, con la respiración acelerada y sus oídos captando, en todo momento, los gritos y los disparos de otras concentraciones.


Era una purga a un nivel inhumano.


Se escondió, rápido y veloz, bajo la cama, llevándose las dos manos en el morro para evitar que lo encontrasen por la respiración. Suplicó varias veces que no le encontrasen, y rezó porque sus padres estuvieran bien, pese a ser consciente que no era así. Tardó unos segundos en escuchar la puerta se reventada de fuera a adentro. El pestillo y el pomo salieron disparados y se quedaron rodando por el suelo, muy cerca de donde estaba él escondido. Luego vinieron los pasos, que el muchacho podía contemplar desde ahí. Tragó saliva, mientras veía aquellas sandálias aproximarse hacia él.


Y el reflejo de la espada láser de aquel hombre, apuntando al suelo.


Fue un instante corto que a Abbot se le hizo eterno. Fuera podía oir los gritos, pero él no podía hacer nada que llorar en silencio y sufrirlo sin poder soltarlo fuera. Dentro de él, la agonía se hacía cada vez más grande, y las ganas de vomitar iban en aumento. Los pasos de Nanka se alejaron, pero dejó la puerta abierta, probablemente porque no le interesaba en absoluto cerrarla tal cual. Abbot contó hasta tres, se escurrió para salir fuera, y tan buen punto se puso de pie soltó toda la cena.


¿Qué debía hacer? El chico no tenía demasiado tiempo. Salió de la cabaña, y no pudo evitar echar un último vistazo a donde estaban sus padres. Ahora solo era un cúmulo de cadáveres amontonados y sangrando. Pese a que una parte de él quería quedarse y bajar, otra parte, la de supervivencia, le empujó fuera de ahí. O tal vez la fuerza. El caso es que corrió todo lo que pudo a través de los puentes, escondiéndose entre las ramas, y esperando a que la gente pasara para seguir avanzando, con la intención de perderse entre la maleza del bosque, más abajo.


Un grito de advertencia hizo que se diera la vuelta. Una jedi lo había visto. Sintió como alargaba la mano hacia él para agarrarlo, pero el ulfet pronto alzó las manos para evitar aquel intento de capturarlo. Sin saber como, replicó el efecto de vuelta y empujó a la mujer varios metros fuera. El chico dio un par de pasos hacia atrás, jadeando. Su mente, en blanco, le impedía pensar. Solo podía correr, huir, avanzar. Siguió escaleras abajo, mirando de pasar de una cabaña a otra.


Una vez en el suelo, se reposicionó bien, descalzo como iba. Sus ojos captaron al momento la escapatoria no muy lejos de ahí y echó a correr al momento, pero la trampa se activó al poco y dos jedi más aparecieron para interceptarlo. Frenando al momento, sus patas resbalaron y cayó al suelo, golpeándose fuertemente en la cola. Gruñó de dolor, pero la adrenalina le empujó a levantarse e ir en dirección contraria, donde se encontraría de nuevo con el mismo hombre que había ordenado la muerte de sus padres. Frenó en seco y jadeó. ¿Y ahora qué?


Estaba atrapado.


Las espadas se encendieron, y sus brillos se reflejaron en los ojos azules del muchacho. Miró a ambos lados, en busca de una escapatoria, pero no la encontraría. La muerte se aproximaba, paso a paso. Apretó los puños, haciéndose sangre con sus propias garras. ¿Iba a morir? Jadeó más fuerte. Quería gritar, quería suplicar, quería pedir explicaciones como habían hecho los demás. En su mirada interceptó el cúmulo de cadáveres de sus congéneres, todos acribillados.


Suplicó el fin, con silenciosas lágrimas en los ojos.


¿Alguien hizo caso? Tal vez la fuerza, que por una vez, actuaría. O tal vez fue totalmente inesperado. El caso es que el ulfet de los ojos azules no recibiría la ejecución de los otros. Los tres jedi sintieron, al momento, que sus espadas se apagaban al instante y dejaban de reaccionar. Por mucho que le diera al botón, ninguna de ellas parecía encenderse. Los tiroteos se detuvieron, y Abbot contempló como algunos de los que estaban ahí ni siquiera podían hacer uso de sus pistolas, porque se encasillaban. Otros, que incluso iban con armas más simple, las vieron desintegradas al momento.


Se produjo un silencio, roto por los murmuros de los jedi que veían, asombrados, como las espadas ya no respondían. Uno de ellos intentaría capturar al ulfet, cuyas marcas bajo los ojos brillaban con un verde intenso. Luego se miró la mano, dándose cuenta que la fuerza no actuaba bajo sus órdenes. Les había abandonado, como si de la noche a la mañana la misma dejase de existir en el universo.


Pero Nanka fue más listo. Golpeó al chico con la empuñadura en el morro. El intenso dolor y la sorpresa hicieron que Abbot cayera al suelo de espaldas, y el golpe en el suelo remató la faena. Su mirada emborronada le permitió ver a las otras dos siluetas aproximarse a él, agarrándolo. Pero la oscuridad lo absorbió en sus brazos y perdió la conciencia.

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