Crystal

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Capítulo 3

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TAL PARA CUAL

 

D

os días antes de que comenzara el curso escolar, estaba sentada fuera leyendo. Thelma quería que viese Urgencias médicas con ella. Era una teleserie nueva que emitían por las mañanas, ambientada en el servicio de urgencias del hospital de una gran ciudad. Intentó convencerme para que viese la serie con ella diciéndome que aprendería mucho de medicina.

—Además, crees que quieres ser médico algún día, Crystal —insistió—. Así que aprenderás un montón de cosas.

—Aprenderé más leyendo —le dije.

Advertí que se entristecía, pero estaba saturada de ver tantos culebrones y televisión en general. En el orfanato, solía ver como máximo dos programas a la semana. Sabía que la mayoría de los demás chicos de mi edad me consideraban un bicho raro porque prefería leer un libro o trabajar en el ordenador en lugar de ver un programa de televisión por la noche, pero yo era así.

Además, hacía un día precioso y no me apetecía desperdiciarlo encerrada en casa delante del televisor, con el resplandor de la pantalla dándome en los ojos. La verdad es que era mi época favorita del año. El verano llegaba rápidamente a su fin, y en la brisa se percibía ya el frescor vigorizante de los días otoñales que se acercaban. El aire era más fresco, más limpio. Sin la humedad y las altas temperaturas me sentía más llena de energía. Incluso estar sentada leyendo me producía desasosiego.

—Hola —oí decir a alguien, y al levantar la mirada vi a una chica de mi edad, con una larga melena rubia, frente a la verja de nuestra casa. Vestía unos pantalones cortos anchos y una camiseta con estampados de media luna. Llevaba unos pendientes plateados largos con piedrecitas azules y verdes que oscilaban levemente.

—Vivo ahí enfrente —me dijo, señalando una casa situada al otro lado de la calle.

—Hola —respondí al tiempo que intentaba recordar si la había visto por el barrio.

—Hace poco que has venido a vivir con Karl y Thelma, ¿verdad? Me he enterado —añadió antes de que yo pudiera responder. Se echó el pelo hacia atrás con un ademán despreocupado, como si estuviera tirando el envoltorio de un caramelo—. Me llamo Helga. Me parece que estaremos en la misma clase. Tú vas a ir a décimo, ¿verdad?

—Sí. Yo soy Crystal —repuse.

—Helga y Crystal. Pensarán que somos hermanas —dijo con una risita. Apoyó todo el peso del cuerpo en la pierna derecha. Desde donde yo estaba sentada, daba la impresión de apoyarse en un muro imaginario—. ¿Qué lees?

—El señor de las moscas. Está en la lista de las lecturas obligatorias del curso —le expliqué.

—¿Cómo lo sabes?

—Pregunté al matricularme, y me dieron la lista —contesté.

Ella torció el gesto, pasó el peso a la pierna izquierda y luego a la derecha otra vez; un ademán que luego, al conocerla más, descubriría que hacía habitualmente cuando estaba confusa o enfadada.

—¿Ya estás haciendo trabajo escolar? —dijo con voz quejumbrosa.

—¿Y por qué no? —Me encogí de hombros—. Me gusta ir adelantada.

—Seguro que eres una buena estudiante —afirmó sin apartarse de la verja. Parecía desilusionada.

—¿Tú no lo eres?

Ella encogió los hombros.

—Suelo sacar aprobados y, a veces, notables. Mientras que no suspenda, mis padres no me dan la lata. ¿El curso pasado vivías con otra familia? —inquirió rápidamente.

—No.

Me observó fijamente, como si estuviera reuniendo el valor necesario para hacerme otra pregunta.

—Vivía en un orfanato —le expliqué.

—Ah. ¿Tienes más hermanos a los que hayas tenido que dejar allí o que los hayan adoptado otras familias?

—No, pero conozco casos así, y no es agradable —le dije.

Ella sonrió.

—Espero que no te moleste que sea tan preguntona. Mi madre dice que es cosa de familia. En cuanto oímos o vemos algo que en realidad no es asunto nuestro, ponemos la oreja y metemos las narices. Mi madre dice que los primeros espías se inspiraron en nuestra familia.

Me eché a reír.

—¿Quieres que demos un paseo? Te enseñaré el barrio —me dijo.

—Bueno —contesté, levantándome. Titubeé un instante y miré hacia la puerta de la casa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No sé si debería decírselo a mi madre.

—¿A tu madre? Ah, ¿tienes que pedirles permiso?

—No.

—¿Entonces? Sólo vamos a dar una vuelta hasta el final de la calle.

Asentí con la cabeza. Como no pensaba estar fuera mucho rato, decidí no interrumpir a Thelma mientras veía el culebrón.

No me di cuenta de que Helga era casi diez centímetros más alta que yo hasta que me acerqué a ella. Tenía las mejillas salpicadas de pecas minúsculas, y parecía que alguien se las hubiera pintado de color jengibre con un bolígrafo de punta fina.

—Vaya cristales tan gruesos llevas en las gafas —observó.

—Tengo astigmatismo.

—Menudo latazo —comentó—. Deberías venir conmigo un día al centro comercial y comprarte una montura más bonita. Y también unas gafas de sol graduadas. Te sentarían mucho mejor.

—No las llevo para estar guapa. Las llevo para poder ver y leer mejor —le dije.

Ella se echó a reír.

—Sí, sí... hasta que alguien como Tom MacNamara te mire. Está como un tren, pero este año está en el último curso y lo más seguro es que ni siquiera se moleste en mirarnos. Da la casualidad de que también es el capitán del equipo de fútbol.

—De todas formas, no creo que me interesara ese chico —dije, y ella dejó de andar.

—Claro, seguro que no. —Desplazó el peso del cuerpo al otro pie—. ¿Tenías novio en el orfanato?

—No. La verdad es que nunca he tenido novio —admití.

Se me quedó mirando un momento y después, echó a andar otra vez.

—Yo tampoco —confesó—. Bueno, el curso pasado hice ver que me gustaba Jack Martin sólo para dar la impresión de que tenía novio. Pero ni siquiera llegué a besarle, y cuando él lo intentó giré la cara, así que me dio un beso en la mejilla. ¿Ves esa casa tan grande? —dijo deteniéndose—. Clara Seymour vive ahí. Está en el último curso este año y lo más seguro es que sea la reina del baile de graduación. Su padre es médico del corazón, un cardio no sé qué.

—Cardiólogo —dije.

—Sí, eso. —Ladeó la cabeza y me observó con los ojos entornados—. Eres lista.

—Estoy pensando en estudiar medicina.

—¡Medicina! —exclamó—. Eso es carísimo, por lo que he oído.

—Espero obtener becas.

—Yo me daré con un canto en los dientes si consigo acabar la secundaria. No tengo ni idea de lo que haré después. Pensé en ser actriz, pero ni siquiera me eligieron para la obra de teatro del colegio.

—¿Qué te gusta hacer?

—Pasármelo bien —repuso riendo— y ver la televisión. ¡Uy! —Se detuvo y me cogió del brazo—. Ten mucho cuidado con el perro de esa casa —me advirtió, señalando con la cabeza hacia una casita de madera con tejado a dos aguas—. La vieja lady Potter vive ahí, y tiene un rottweiler que es una fiera. El año pasado le mordió a un repartidor y se armó un lío impresionante, hasta vino la policía.

—Te aseguro que me mantendré bien alejada de ese jardín —le dije riendo—. Gracias por avisarme.

—Si tuerces por esa esquina a la derecha y recorres dos manzanas, encontrarás la Quick Shop. Allí puedes comprar revistas, chicle y demás. El colegio no está lejos, a unos tres kilómetros. ¿Irás en autobús?

—Supongo que sí. No creo que Karl quiera llevarme en coche cada día, y mucho menos si hay autobús.

—¿Lo llamas Karl? —preguntó al instante.

—De momento sí —contesté, apartando la mirada.

—Pero a Thelma le dices mamá, ¿no?

—Ella quiso que la llamara así desde el principio —repuse—. ¿Sabes una cosa? Tienes razón.

—¿En qué?

—Sí que eres preguntona.

Se echó a reír.

—Ven, te presentaré a Bernie Felder. Tengo el presentimiento de que vosotros dos os vais a llevar de maravilla. Bernie también es un genio.

—Yo no soy un genio —la corregí.

—Bueno, lo que seas.

Helga apretó el paso y caminamos hasta llegar a un chalet rústico con la fachada de ladrillos. Parecía una vivienda cara. El diseño del jardín era más rebuscado que los demás, y la casa era casi dos veces más grande que la de Karl y Thelma.

—¿A qué se dedican los padres de Bernie? —pregunté.

—Su padre es dueño de un taller de neumáticos para camiones —me dijo—. Bernie es hijo único, como tú.

—¿Y tú?

—Tengo un hermano pequeño al que ignoro —repuso—. Mis padres le pusieron William, pero lo llaman Buster.

—¿Buster? ¿Bruto?

—Cuando lo veas, entenderás por qué lo llaman así. Parece un bruto, y siempre está destrozando cosas. Vamos —añadió mientras se dirigía a la puerta principal.

—Quizá deberíamos llamar antes por teléfono —sugerí, pero ella pulsó el timbre.

—Prefiero hacerle una visita sorpresa —contestó—. Es más divertido.

Una doncella abrió la puerta y Helga preguntó por Bernie. Al cabo de un momento salió un chico pelirrojo con el cabello revuelto, de mi estatura y con ojos de color verde claro. Llevaba una camiseta que parecía dos tallas demasiado grande, pantalones vaqueros y unas zapatillas deportivas sin calcetines. Tenía la tez pálida, unos carnosos labios rojos y un hoyuelo en la barbilla.

—Hola, Bernie —le dijo Helga.

Él hizo una mueca.

—¿Qué quieres? —espetó.

—Vaya, ésa no es una manera muy agradable de saludar —comentó ella.

—Es que estaba ocupado —dijo en tono de disculpa.

—No estarás fabricando bombas, ¿verdad? Mi madre siempre cree que Bernie está fabricando bombas —me explicó.

Cuando Helga se volvió hacia mí, Bernie finalmente me miró, y en su rostro despuntó una expresión de interés.

—¿Quién es? —preguntó.

—Nuestra nueva vecina. Si no me hubieras recibido con uñas, habría podido presentártela.

—Lo siento —se disculpó, dirigiéndose a mí—. Hola.

—Hola. Perdona que te hayamos interrumpido, pero...

—No pasa nada. —Parecía turbado.

—Claro que no pasa nada. ¿Qué podría estar haciendo Bernie que no se pueda interrumpir? —terció Helga.

—Sea lo que sea, para él es importante —repliqué con sequedad. Ella torció el gesto, pero la expresión de Bernie se suavizó.

—¿Acabas de mudarte aquí? —me preguntó él.

—Si no tuvieras la nariz metida siempre en una probeta, habrías oído hablar de ella —dijo Helga—. Se llama Crystal, y los Morris la han adoptado.

—Ah —murmuró, y sus labios se curvaron hasta formar un pequeño círculo mientras me contemplaba aún con más interés.

—Era huérfana —añadió Helga, que dio un paso atrás para mirarme. Los dos me observaron fijamente, en silencio.

—Huérfana, no extraterrestre —dije, y Bernie sonrió.

—Lee un montón y es muy lista —prosiguió Helga—. Puede que hasta sea más lista que tú, Bernie. Por eso he pensado que teníais que conoceros.

—¿En serio? —musitó, con interés creciente hacia mí.

—Esto ha sido idea suya. Siento que te hayamos molestado. —Di media vuelta para marcharme.

—Oye, no te preocupes por eso —me dijo—. Pasad.

—Bernie nos invita a entrar —comentó Helga, enarcando las cejas—. ¿Vas a enseñarnos tu laboratorio, Bernie?

—Yo no tengo un laboratorio —replicó malhumorado. Ella se rió. El se volvió hacia mí, y añadió—: Helga y sus amigas siempre están inventándose historias sobre mí.

—No es verdad, Bernie —afirmó ella—.

Además, si lo hacemos, deberías sentirte alagado porque hablemos de ti.

—Menudo honor —refunfuñó Bernie, haciéndose a un lado para que pasáramos.

Helga me indicó con gestos imperiosos que la siguiera, y obedecí. Nada más entrar en la casa advertí que los padres de Bernie tenían mucho dinero. De las paredes colgaban numerosos cuadros y las habitaciones eran muy espaciosas y estaban repletas de muebles caros. En el pasillo que conducía al dormitorio de Bernie había una vitrina llena de figuritas. Todos los suelos estaban cubiertos con alfombras tan mullidas que tuve la sensación de estar caminando sobre algodón.

La habitación de Bernie era el doble o quizá el triple de grande que la mía. Tenía una mesa de estudio amplia, un ordenador y todo tipo de hardware. Vi un escáner y dos impresoras. Incluso disponía de su propio fax. Una pared estaba cubierta de láminas entre las que había una de la anatomía del cuerpo humano, otra de los planetas y de algunas galaxias, un esquema de la evolución a lo largo del tiempo y una relación cronológica de los presidentes y vicepresidentes de Estados Unidos con una lista de los principales acontecimientos históricos ocurridos durante sus mandatos.

A la derecha había estanterías con un microscopio, portaobjetos, placas, una balanza y hasta un mechero Bunsen. Vi varios juegos de experimentos de química y estantes llenos de libros de consulta. ¿Habría algo que Bernie no tuviera?, me pregunté.

—¿Lo ves? —dijo Helga—. Tiene un laboratorio en su cuarto.

—No es un laboratorio. Simplemente tengo unas cuantas cosas para profundizar en temas que me interesan —dijo a la defensiva—. Pienso dedicarme a la investigación genética algún día.

—Yo ni siquiera sé qué significa eso —afirmó Helga.

Él frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—¿Sabes qué es esto? —me preguntó, señalando lo que parecía un juego desmontable de varillas de madera de distintos colores.

—Sí, es una maqueta de ADN.

—¡Exacto! —dijo al tiempo que se le iluminaba el rostro por primera vez desde que lo conocía.

—¿Qué es ADN? —preguntó Helga.

—Tiene que ver con la genética —respondió rápidamente Bernie—. ¿Quieres echarle un vistazo? Lo he montado yo solo —me explicó, y me acerqué.

—¿No tienes aparato de compact disc o un equipo de música aquí? —inquirió Helga.

—No —contestó él a toda prisa.

—Entonces, ¿cómo escuchas música? —preguntó ella.

—Cuando me apetece, escucho música por el ordenador —le dijo, y le dio la espalda.

—Esto es como estar otra vez en el colegio —se quejó Helga—. No hay ni un solo cartel de ninguna película, ni un póster de alguna estrella de rock, sólo un montón de... cosas para estudiar.

—Está muy bien —comenté, observando la maqueta.

Él sonrió con orgullo.

—Vámonos, Crystal —dijo Helga—. Te enseñaré el resto del barrio. Puede que encontremos a Fern Peabody en su casa. Está saliendo con Gary Lakewood, y siempre tiene historias jugosas para contar.

—Tengo algunas muestras interesantes —me dijo Bernie, sin hacerle caso a Helga—. Las recibí ayer mismo. Son de embriones humanos.

—¿En serio? —pregunté.

—¡Puaj! —exclamó Helga—. ¿Huelen?

—Claro que no —replicó Bernie—. Deberías prestar más atención en la clase de ciencias.

—Vaya muermo —canturreó—. Yo me largo —amenazó.

Bernie puso la mano sobre el microscopio y me miró.

—Yo me quedo —afirmé. Sabía que probablemente debería irme con ella y conocer a más chicos del barrio, pero los proyectos de Bernie me tenían realmente intrigada.

—Lo sabía —comentó Helga—, sois tal para cual. Ya hablaré contigo después —me espetó mientras salía de la habitación de Bernie.

Él sonrió. Entonces llevó el microscopio a la mesa y empezó a prepararlo todo.

—Siéntate aquí —dijo, señalando su silla.

Fue colocando las muestras bajo la lente del microscopio y comenzó a hablarme de ellas mientras yo las miraba. Realmente era como asistir a una conferencia, pero no me molestaba. Ya sabía algunas de las cosas que Bernie me explicaba, pero la mayor parte las desconocía. Estaba tan ilusionado por tener a alguien que le escuchara que se entusiasmó hablando largo rato y después sacó más muestras. Me enfrasqué tanto que no me di cuenta de la hora hasta que miré el reloj que tenía sobre la mesita de noche.

—¡Oh, no! —exclamé—. Tengo que volver a casa. No le he dicho a mi madre que me iba. No pensaba estar fuera tanto rato, y ya pasan diez minutos de la hora de cenar.

—Bueno —dijo, desilusionado. Echó un vistazo al reloj—. Yo no ceno a una hora fija. Acostumbro a comer cuando tengo hambre.

—¿Y tus padres?

—Suelen salir por ahí o cenan a horas distintas —contestó.

—¿Nunca coméis juntos?

—A veces —repuso al tiempo que guardaba las muestras.

—Gracias por enseñarme todo esto —le dije mientras salía de la habitación.

—De nada —respondió. Me siguió fuera y me acompañó hasta la puerta.

—A lo mejor volvemos a vernos —dije, girándome para mirarlo antes de irme.

—Bueno —repuso—. Cuando quieras.

—Gracias otra vez —dije, y eché a andar.

—Oye —me llamó.

Me detuve.

—¿Sí?

—Se me ha olvidado tu nombre. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Crystal.

—Yo me llamo Bernie.

Me entraron ganas de decirle: «Ya lo sé, me acuerdo perfectamente de tu nombre. ¿Cómo no iba a acordarme de tu nombre?» Pero él cerró la puerta antes de que pudiera pronunciar palabra.

Caminé a toda prisa por la acera. Cuando llegué a la altura de la casa, vi que mi libro no estaba sobre el brazo de la hamaca donde lo había dejado. Sentí una oleada de pánico porque eso significaba que Thelma había salido a la puerta a buscarme. Apreté el paso y prácticamente entré corriendo en la casa.

—¿Ves? —dijo Karl, que salió de la sala de estar al oír que se cerraba la puerta—. Ya ha vuelto, y no le ha pasado nada.

Me asomé y vi a Thelma, con los ojos llorosos y la tez blanca como el papel. Se aferraba un trocito de la falda y retorcía la tela con nerviosismo.

—¡Oh, Crystal! Estaba convencida de que te había ocurrido algo espantoso. Cuando salí para decirte que entraras a cenar y vi que no estabas...

—Lo siento —les dije a Karl y a ella—. Una chica se acercó para presentarse, y entonces fuimos a dar una vuelta pero he tardado más de lo que pensaba. Pasamos por casa de Bernie Felder y...

—Cuando vi tu libro y la hamaca vacía —continuó Thelma, sin prestar la menor atención a lo que le explicaba—, no pude evitar pensar en Corazón roto, de Amanda Glass. Es la historia de aquella niña a la que secuestraron de pequeña y que la crió otra familia. Hay una escena que es calcada: encuentran el libro de su hija en el césped, junto a su sillita. Ella no vuelve con sus verdaderos padres hasta que ya es una mujer.

Me limité a mirarla fijamente.

—Bueno, a ella no la han secuestrado —comentó Karl en un tono de voz sosegado—, así que deja de pensar en desgracias, Thelma. —Entonces se volvió hacia mí—. La próxima vez, Crystal, haz el favor de decirnos adónde vas —me dijo con firmeza.

—Lo siento. No pensé que me entretendría tanto. Se me ha ido el santo al cielo mirando las muestras que me ha enseñado Bernie Felder. Nunca había visto tantos aparatos en la casa de alguien y...

—No pasa nada. Cenaremos un poco más tarde, pero no pasa nada. Olvidémonos, ¿de acuerdo, Thelma? —Miró el reloj—. No tiene sentido perder más tiempo hablando de esto.

—De acuerdo —repuso ella, aspirando profundamente—. No pasa nada —añadió con una sonrisa—. Me alegro de que hayas vuelto —me dijo, como si hiciera siglos que— no me veía—. Eso es lo que la madre le decía a su hija en Corazón roto. «Me alegro de que hayas vuelto.»

Me estrechó entre sus brazos como si temiera que al dejar de abrazarme, yo desapareciera. Me sentí muy desconcertada. Me alegraba de que alguien se preocupara tanto por mí, de que alguien se entristeciera y se angustiara con la mera idea de perderme, pero al mismo tiempo no pude evitar preguntarme: cuando Thelma me miraba, ¿a quién veía en realidad?

¿A mí o a la niña de Corazón roto?

 

 

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