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TERCERA PARTE - Terapia » 81

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Yo seguía en el interior de la iglesia cuando sonó mi móvil, y era que había pasado algo cerca de la capital. Recé una oración rápida por quienquiera que estuviese en peligro, y otra pidiendo que atrapáramos pronto al asesino y violador. Luego salí corriendo de San Antonio.

Sampson y yo fuimos a toda velocidad al barrio que se extiende detrás del edificio del Capitolio; íbamos en su coche, con la sirena a todo meter y las luces del techo parpadeando. Para cuando llegamos, se veía cinta amarilla de la usada para delimitar el escenario del crimen por todas partes. El contexto, telón de fondo de importantes edificios gubernamentales, no podía ser más dramático, pensé mientras Sampson y yo subíamos a la carrera los cuatro escalones de la entrada de un edificio de piedra rojiza.

¿Estaba montando un espectáculo para nosotros? ¿Lo hacía a propósito? ¿O simplemente había ocurrido así?

Me llegó la estridencia de una alarma de coche y me volví a mirar la calle. Qué curioso espectáculo, qué extraño: policía, periodistas, una multitud creciente de mirones.

En muchos de los rostros se reflejaba claramente el miedo, y no pude evitar pensar que ésa era la estampa, conocida ya, de los tiempos que corren, el miedo en la mirada, este estado de recelo en que todo el país parece atrapado; tal vez el mundo entero esté atemorizado ahora mismo.

Desgraciadamente, era aún peor dentro del edificio. El escenario del crimen estaba ya bajo el severo control de detectives y técnicos de Homicidios con expresión sombría, pero dejaron entrar a Sampson. Haciendo caso omiso de las objeciones de un sargento, me llevó consigo.

Entramos en la cocina.

El impensable escenario del crimen.

El taller del asesino.

Vi a la pobre Mena Sunderland donde yacía sobre el suelo de baldosas castaño rojizo. Prácticamente se le veía sólo el blanco de los ojos, que parecían fijos en un punto del techo. Pero no fueron sus ojos lo primero en que me fijé. Dios, menudo hijo de puta estaba hecho este asesino.

Mena tenía un cuchillo de trinchar clavado en la garganta, colocado como una estaca mortal. Había heridas múltiples en la cara, cortes profundos, innecesariamente crueles. Le habían arrancado la camiseta blanca que llevaba. Los vaqueros y las bragas se los habían bajado hasta los tobillos, pero no quitado. Llevaba puesto uno de los zapatos, el otro no: un zueco azul claro tirado sobre un costado en un charco de sangre.

Sampson me miró.

—¿Qué conclusiones estás sacando, Alex? Dime.

—Poca cosa. De momento. No creo que se molestara en violarla —dije.

—¿Por qué? Le bajó las bragas —quiso saber Sampson.

Me arrodillé sobre el cuerpo de Mena.

—La naturaleza de las heridas. Toda esta sangre. La desfiguración. Estaba demasiado cabreado con ella. Le dijo que no hablara con nosotros, y ella le desobedeció. De eso va todo este asunto. Eso pienso. Es posible que hayamos hecho que la mate, John.

Sampson reaccionó airadamente.

—Alex, le dijimos que no volviera aquí todavía. Le ofrecimos vigilancia, protección. ¿Qué más podíamos hacer?

Sacudí la cabeza.

—Dejarla en paz, a lo mejor. Coger al asesino antes de que llegara hasta ella. Alguna otra cosa, John; cualquier cosa menos esto.

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