Cross

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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 20

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Le prometí a Laurie Berger que volvería pronto a por el vehículo crossover; luego llevé a casa a los críos en el coche; estuvieron callados y enfurruñados todo el viaje. Lo mismo que yo. Hice la mayor parte del trayecto detrás de un monovolumen familiar con la pegatina de «Primero Irak, luego Francia». Últimamente venía viéndola por todo Washington.

Por el reproductor de CD sonaba Hoobastank a un volumen irritante, lo que ponía todo al borde del caos y las cosas en su sitio. Ellos eran los hijos; yo era el padre; los abandonaba para irme a trabajar. A ellos les daba igual que no tuviera más remedio que ganarme la vida, o que tal vez debiera hacerme cargo de responsabilidades importantes. ¿Qué coño estaría pasando en la esquina de Kentucky con la Quince? ¿Por qué había tenido que ocurrir hoy, fuese lo que fuese? ¡Nada bueno!

—Gracias por este magnífico sábado, papá —dijo Jannie al salir del coche en la calle Cinco—. Ha sido estupendo, de verdad. Inolvidable. —Su tono altivo y sarcástico hizo que no me disculpara como había pensado hacer durante la mayor parte del viaje.

—Os veo más tarde, chicos —opté por decir—. Os quiero. —Y así era: profundamente.

—Sí, papi, más tarde. La semana que viene, por ejemplo, con un poco de suerte —prosiguió Jannie, y me lanzó un saludo furioso. Que atravesó mi corazón como una lanza.

—Perdón —dije al fin—. Lo siento. Perdón, chicos.

Luego me dirigí a la avenida Kentucky, donde se suponía que había de reunirme con Ned Mahoney y su grupo de élite de Rescate de Rehenes, y enterarme con más detalle de qué emergencia estaba teniendo lugar allí.

Al final no pude ni siquiera acercarme a Kentucky con la Quince. La policía del D.C. había cortado todas las calles en diez manzanas a la redonda. Decididamente, la cosa parecía seria.

Así que acabé por bajarme del coche e ir caminando.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Ha oído usted algo? —pregunté de camino a un hombre que andaba merodeando, un tipo al que tenía visto de una panadería local, donde él atendía y yo compraba a veces donuts de gelatina para los críos. No para mí, por supuesto.

—Un festival de cerdos —dijo él—. Pasma por todas partes. No tienes más que mirar a tu alrededor, hermano.

Caí en la cuenta de que él no sabía que yo había sido detective de Homicidios y pertenecía ahora al FBI. Asentí con la cabeza, pero nunca te acostumbras a ese tipo de resentimiento y de rabia, aunque a veces esté justificado. Los «cerdos», los «maderos», como quiera que elijan llamarnos ciertas personas, nos jugamos la vida. Hay un montón de gente que no alcanza realmente a entender lo que eso supone. Distamos mucho de ser perfectos, y no pretendemos serlo, pero aquí fuera se corre peligro.

«A ver si te pegan a ti un tiro en tu trabajo, panadero», quería decirle al tipo, pero no lo hice. Sencillamente seguí andando, me tragué el sapo una vez más, volví a hacerme el guerrero feliz.

Al menos, ya me había calentado para cuando avisté por fin a Ned Mahoney. Saqué mi credencial del FBI para que me permitieran acercarme. Seguía sin saber qué diablos estaba pasando, más allá de que unos rehenes sin identificar estaban siendo retenidos en el laboratorio de un traficante, donde se elaboraban y cortaban las drogas. No sonaba tan mal como parecía a juzgar por el espectáculo. ¿Dónde estaba la trampa, entonces? Tenía que haberla.

—Dichosos los ojos que te ven —dijo Mahoney cuando me vio dirigiéndome hacia él—. Alex, no te vas a creer el pollo que se ha montado. Fijo, créeme.

—¿Nos jugamos algo?

—Diez dólares a que nunca te has visto en una como ésta. A ver esa pasta.

Cerramos la apuesta con un apretón de manos, y no quería perderla por nada del mundo.

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