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2 VIAJES AL PASADO » El reloj que marchaba hacia atrás

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El reloj que marchaba hacia atrás

Edward Page Mitchell

Aunque generalmente se acepta que H. G. Wells escribió la primera historia de viajes en el tiempo, la medalla pertenece por derecho a un periodista norteamericano casi olvidado y pionero de la ciencia ficción, Edward Page Mitchell (1852-1927). El investigador de la ficción fantástica americana Sam Moskowitz, quien fue el responsable principal de rescatar las historias en su mayoría anónimas de Mitchell en las páginas de la revista Scribner’s Monthly y el Sun de Nueva York, cree que si hubiese continuado con el estallido creativo que se produjo entre la década de 1870 y principios de 1880 bien podría haber entrado en la historia de la ciencia ficción como «el H. G. Wells americano».

En cualquier caso, sus historias pioneras de aquella época han resucitado y la reputación de su autor ha quedado garantizada. Esas historias incluyen: «The Tachypomp» (1874), sobre un computador humanoide; «The Man without a Body» (1877), sobre la transmisión de materia; «The Crystal Man» (1881), una historia sobre invisibilidad que se adelanta a la famosa novela de Wells EL HOMBRE INVISIBLE, publicada dieciséis años más tarde; y «The Balloon Tree» (1883), una de las primeras historias sobre un extraterrestre amistoso.

Mitchell nació en Bath, Maine, a unas pocas millas de la costa este americana hacia arriba desde Portland, donde, un siglo más tarde, vio por primera vez la luz del día el hoy gran escritor de ciencia ficción Stephen King. El joven Mitchell comenzó a escribir mientras estudiaba, para conseguir, en 1874, el trabajo de director del Lewiston Journal. Sin embargo, sólo llevaba unos meses como director cuando un trágico accidente de tren le cegó un ojo. Durante su recuperación, con el uso de un sólo ojo aprendió a escribir de nuevo, creando la primera de sus historias imaginativas, «The Tachypomp». La envió a Scribner’s, donde la aceptaron de inmediato. Más tarde comenzó a enviar historias al Sun de Nueva York, que impresionaron de tal forma al dueño del periódico que, en 1875, Mitchell recibió una invitación para unirse al equipo. Permaneció en el Sun durante el resto de su carrera como periodista, y aunque publicó varios cuentos revolucionarios de ciencia ficción en el periódico, la presión del trabajo detuvo el flujo a mediados de la década de 1880 y con eso cualquier posibilidad de fama contemporánea. Escribió «El reloj que marchaba hacia atrás» para el Sun en 1881; además de ser la primera historia de viaje en el tiempo[1], es también una de las primeras narraciones de paradojas temporales.

Frente a la casa de mi tía abuela Gertrude, a orillas del río Sheepscot, había una fila de chopos lombardos. En su apariencia personal, mi tía se parecía asombrosamente a uno de esos árboles. Tenía el aspecto de anemia intratable que los distingue de las personas llenas de sangre. Era alta, de rasgos severos, y extremadamente delgada. Su ropa habitual le colgaba del cuerpo. Estoy seguro de que si los dioses hubiesen considerado conveniente imponerle el destino de Dafne, ella habría ocupado con calma y naturalidad su lugar en la fila sombría, un chopo tan melancólico como el resto.

Algunos de mis recuerdos más tempranos se refieren a esa parienta venerable. Viva y muerta, formó parte importante de los acontecimientos que voy a relatar: acontecimientos que creo no tienen paralelo en la experiencia de la humanidad.

Durante nuestras visitas periódicas a la tía Gertrude en Maine, mi primo Harry y yo solíamos elucubrar sobre su edad. ¿Tenía sesenta años o seis veintenas? Carecíamos de información precisa; podría haber tenido cualquier edad. La vieja dama estaba rodeada de antigüedades. Parecía vivir por completo en el pasado. En su breve media hora de comunicación tomando la segunda taza de té, o en la piazza donde los chopos proyectaban sombras delgadas directamente al este, nos solía contar historias de sus supuestos antepasados. Digo supuestos, porque nunca creímos por completo que tuviese antepasados.

Una genealogía es un elemento estúpido. Aquí está la de mi tía Gertrude reducida a la mínima expresión:

Su tatarabuela (1599-1642) era una mujer holandesa casada con un refugiado Puritano, y que fue desde Leiden hasta Plymouth en el barco Ann el año de nuestro Señor 1632. Esta madre Peregrina tuvo una hija, la bisabuela de la tía Gertrude (1640-1718). Llegó al distrito oriental de Massachusetts a principios del siglo pasado, y se la llevaron los indios en las guerras Penobscot. Su hija (1680-1776) vivió para ver a las colonias libres e independientes, y contribuyó a la población de la naciente república con no menos de diecinueve hijos fornidos e hijas hogareñas. Una de estas últimas (1735-1802) se casó y marchó con un capitán de Wiscasset que se dedicaba al comercio con las Indias Occidentales. Sufrió dos naufragios, uno en lo que es ahora la isla Seguin y otro en San Salvador. La tía Gertrude nació en San Salvador.

Nos cansábamos mucho de oír la historia familiar. Quizá fuese la constante repetición y la despiadada persistencia con las que se taladraban en nuestros jóvenes oídos las fechas anteriores lo que nos volvió escépticos. Como ya he dicho, no confiábamos demasiado en los antepasados de la tía Gertrude. Parecían muy improbables. En nuestra opinión personal, las bisabuelas y abuelas y demás no eran más que un mito, y la propia tía Gertrude era la protagonista principal de todas las aventuras que se les atribuían, habiendo vivido siglo tras siglo mientras las generaciones de sus contemporáneos seguían el camino de toda carne.

En el primer rellano de la escalera cuadrada de la mansión se alzaba un alto reloj holandés. La caja tenía más de dos metros y medio de alto, de madera roja y oscura, que no era caoba, y estaba curiosamente taraceado en plata. No era un mueble muy común. Hace unos cien años floreció en la ciudad de Brunswick un relojero llamado Cary, un artesano trabajador y hábil. Muy pocas casas de buena familia de esta parte de la costa carecían de un reloj de Cary. Pero el reloj de la tía Gertrude había señalado las horas y los minutos de dos siglos antes del nacimiento del artesano de Brunswick. Ya funcionaba cuando William el Taciturno rompió los diques para aliviar a Leiden. El nombre del fabricante, Jan Lipperdam, y la fecha, 1572, seguían siendo legibles en anchas letras negras y cifras que atravesaban la esfera. Las obras maestras de Cary eran plebeyas y recientes comparadas con este antiguo aristócrata. La alegre luna holandesa, creada para mostrar las fases sobre un paisaje de molinos y pólderes, estaba exquisitamente pintada. Una mano habilidosa había tallado el adusto adorno en lo alto, una cabeza de la muerte atravesada por una espada de doble filo. Como todos los relojes del siglo dieciséis, no tenía péndulo. Un simple escape Van Wyck gobernaba el descenso de los pesos al fondo de la caja alta.

Pero los pesos jamás se movían. Año tras año, cuando Harry y yo regresábamos a Maine, nos encontrábamos las agujas del viejo reloj apuntando a las tres y cuarto, como estaban la primera vez que las vimos. La luna gruesa colgaba perpetuamente en el cuarto creciente, tan inmóvil como la cabeza de la muerte que tenía encima. Había un misterio con respecto al movimiento silenciado y las agujas paralizadas. La tía Gertrude nos había contado que el mecanismo no había realizado sus funciones desde que un rayo entró en el reloj; y nos mostró un agujero oscuro en un lateral de la caja, cerca de la parte alta, con una grieta que se extendía hacia abajo durante casi un metro. La explicación no nos satisfacía. No explicaba su absoluta negativa cuando propusimos traer a un relojero del pueblo, o su peculiar nerviosismo cuando se encontró a Harry subido a una escalera, con una llave prestada en la mano, a punto de comprobar por sí mismo la vitalidad suspendida del reloj.

Una noche de agosto, después de que hubiésemos abandonado la infancia, me despertó un ruido en el pasillo. Agité a mi primo.

—Hay alguien en la casa —susurré.

Nos deslizamos fuera de la habitación y llegamos a la escalera. Desde abajo llegaba una luz tenue. Contuvimos la respiración y descendimos sin hacer ruido hasta el segundo rellano. Harry me agarró el brazo. Señaló por encima del pasamano, mientras me obligaba a esconderme entre las sombras.

Vimos algo extraño.

La tía Gertrude se encontraba sobre una silla frente al viejo reloj, tan espectral vestida con el camisón blanco y el gorro también blanco como uno de los chopos cuando se encontraban cubiertos por la nieve. Sucedió que el suelo chirrió ligeramente por nuestro peso. Ella se volvió con un movimiento súbito, mirando fijamente a la oscuridad, y sosteniendo la vela hacia nosotros, de forma que la luz le caía por completo sobre el rostro pálido. Parecía muchos años más vieja que cuando le había dado las buenas noches. Durante unos minutos permaneció inmóvil, excepto por el brazo tembloroso que sostenía la vela en alto. Luego, evidentemente tranquilizada, colocó la luz sobre un estante y se giró de nuevo hacia el reloj.

Vimos cómo la vieja dama sacaba una llave de detrás de la esfera y procedía a enrollar los pesos. Podíamos oírla respirar, rápida e intensamente. Colocó una mano a cada lado de la caja y mantuvo el rostro cerca de la esfera, como si la sometiese a un exhaustivo escrutinio. Así se quedó durante un buen rato. La oímos emitir un suspiro de alivio, y medio se volvió hacia nosotros durante un momento. Nunca olvidaré la expresión de total alegría que en aquel momento transformaba sus rasgos.

Las manecillas del reloj se movían; se movían hacia atrás.

La tía Gertrude colocó los dos brazos alrededor del reloj y apretó la reseca mejilla contra él. Lo besó repetidamente. Lo acarició de un centenar de formas diferentes, como si fuese un objetivo vivo y amado. Lo toqueteó y le habló, empleando palabras que podíamos oír pero no comprender. Las manecillas seguían moviéndose hacia atrás.

A continuación la tía se echó hacia atrás girando de repente. El reloj se había detenido. Vimos su alto cuerpo bambolearse durante un instante sobre la silla. Alargó los brazos en un gesto convulsivo de terror y desesperación, llevó la aguja de los minutos a su vieja posición en las tres y cuarto y cayó con fuerza sobre el suelo.

El testamento de la tía Gertrude me dejaba sus acciones de banco y gas, propiedades, bonos de ferrocarril y demás, y le dejó a Harry el reloj. En su momento consideramos que se trataba de una división muy desigual, más sorprendente aún porque mi primo siempre había parecido ser el favorito. Medio en serio realizamos un examen completo del antiguo reloj, golpeando la caja de madera en busca de compartimientos secretos, e incluso sondeando el no muy complicado mecanismo con una aguja de tricotar para asegurarnos de que nuestra caprichosa pariente no hubiese ocultado algún codicilo u otro documento que transformase el aspecto del asunto. No descubrimos nada.

Había una provisión testamentaria sobre nuestra educación en la universidad de Leiden. Abandonamos la academia militar donde había aprendido un poco sobre la teoría de la guerra, y un montón sobre cómo permanecer de pie con el morro sobre los talones, y tomamos sin falta un barco. El reloj fue con nosotros. No muchos meses después estaba establecido en una esquina de una habitación en la Breede Straat.

El resultado del ingenio de Jan Lipperdam, de tal suerte restaurado a su aire nativo, siguió dando la hora a las tres y cuarto con extraña fidelidad. El autor del reloj llevaba bajo tierra casi trescientos años. La habilidad combinada de sus sucesores en el arte allá en Leiden no pudo hacerlo marchar ni hacia delante ni hacia atrás.

Con rapidez aprendimos suficiente holandés para hacernos entender con la gente de la ciudad, los profesores y aquellos de los ochocientos y pico de nuestros compañeros estudiantes con los que llegábamos a tener alguna relación. Esa lengua, que al principio parece tan difícil, no es más que una especie de inglés polarizado. La examinas durante un tiempo y de pronto te resulta comprensible como uno de esos criptogramas simples que se forman juntando todas las palabras de una frase y luego dividiéndola en los lugares incorrectos.

Con la lengua dominada y la novedad de nuestro entorno ya agotada, nos dedicamos a la consecución de logros regulares y tolerables. Harry se dedicó con asiduidad al estudio de la sociología, con referencia especial a las mozas de rostro redondeado y nada desconsideradas de Leiden. Yo me dediqué a la alta metafísica.

Fuera de nuestros estudios respectivos, manteníamos un interés inagotable y común. Para nuestro asombro, descubrimos que nadie en las veinte facultades o entre los estudiantes sabía nada, o siquiera le importaba, sobre la gloriosa historia de la ciudad, o incluso sobre las circunstancias bajo las que el príncipe de Orange había fundado la Universidad. En marcado contraste con la indiferencia general teníamos el entusiasmo del profesor Van Stopp, mi guía electo por entre las nieblas de la filosofía elucubrativa.

Ese distinguido hegeliano era un viejo hombrecito seco como el tabaco, con un solideo y unos rasgos que extrañamente me recordaban a los de la tía Gertrude. Si hubiese sido su hermano el parecido físico no hubiese podido ser mayor. Se lo comenté una vez, cuando estábamos juntos en el Stadthuis mirando el retrato de un héroe del asedio, el burgomaestre Van der Werf. El profesor se rió.

—Te mostraré una coincidencia aún más extraordinaria —dijo; y guiándome por la sala hasta el gran cuadro del asalto, obra de Wanners, me señaló la figura de un burgués que participaba en la defensa. Era cierto. Van Stopp podía haber sido el hijo del burgués; el burgués podía haber sido el padre de la tía Gertrude.

Parecía que al profesor le caíamos bien. A menudo íbamos a sus habitaciones en una vieja casa de la Rapenburg Straat, una de las pocas casas que quedaban anteriores a 1574. Paseaba con nosotros por entre los hermosos suburbios de la ciudad, atravesando caminos rectos alineados con chopos que en nuestras mentes nos retrotraían a Sheepscot. Nos llevó a lo alto de las ruinas de la torre romana en el centro de la ciudad, y en las mismas almenas desde las que, trescientos años antes, ojos ansiosos habían observado la lenta aproximación de la flota del almirante Boisot sobre los pólderes sumergidos, nos señaló el gran dique de Landscheiding, que fue cortado de forma que los océanos pudiesen traer a los Mendigos del mar de Boisot y romper el asedio y alimentar a los hambrientos. Nos mostró el cuartel general del español Valdez en Leyderdorp y nos contó cómo el cielo envió un violento viento del noroeste la noche del primero de octubre, haciendo que las aguas fuesen profundas allí donde habían sido poco profundas y barriendo la flota entre Zoeterwoude y Zwieten hasta los mismos muros del fuerte de Lammen, el último punto fuerte de los sitiadores y el último obstáculo en el camino de socorro para los habitantes hambrientos. Y luego nos mostró dónde, la misma noche de la retirada del ejército sitiador, los valones de Lammen causaron una enorme grieta en el muro de Leiden, cerca de la Koepoort.

—¡Vaya! —gritó Harry, emocionándose por la elocuencia de la narración del profesor—, ése fue el momento decisivo del asedio.

El profesor no dijo nada. Quedó en pie con los brazos cruzados, mirando intensamente a los ojos de mi primo.

—Porque —siguió diciendo Harry—, si no se hubiese vigilado ese punto o la defensa hubiese fallado y con ella hubiese triunfado la grieta realizada por el asalto nocturno de Lammen, la ciudad habría ardido, y el pueblo habría sido masacrado, bajo los ojos del almirante Boisot y la flota de alivio. ¿Quién defendió ese punto?

Van Stopp respondió lentamente, como si sopesase cada palabra.

—La historia registra la explosión de la mina bajo el muro de la ciudad la última noche del asedio; no ofrece la historia de la defensa ni da el nombre del defensor. Y, sin embargo, no ha vivido un hombre con una carga más tremenda que la que el destino arrojó sobre ese héroe desconocido. ¿Fue el azar el que lo lanzó a encontrarse con ese peligro desconocido? Considera algunas de las consecuencias si hubiese fallado. La caída de Leiden habría destruido la última oportunidad del príncipe de Orange y los estados libres. Se habría restablecido la tiranía de Felipe. El nacimiento de la libertad religiosa y el autogobierno del pueblo se habrían retrasado, ¿quién sabe por cuántos siglos? ¿Quién sabe si habría habido o habría podido haber una república de Estados Unidos de América si no hubiese habido una Holanda Unida? Nuestra universidad, que ha dado al mundo a Grotius, Scaliger, Arminius y Descartes, fue fundada a consecuencia de la exitosa defensa de nuestro héroe. Le debemos el presente del que disfrutamos. No, le debéis vuestra misma existencia. Vuestros antepasados venían de Leiden; esa noche, él se interpuso entre sus vidas y los carniceros del exterior.

El pequeño profesor se alzaba junto a nosotros, un gigante de entusiasmo y patriotismo. Los ojos de Harry empezaron a relucir y se le enrojecieron las mejillas.

—¡Id a casa, muchachos —dijo Van Stopp—, y agradeced a Dios que mientras los burgueses de Leiden miraban hacia Zoeterwoude y la flota, había un par de ojos vigilantes y un corazón valeroso en el muro de la ciudad justo tras la Koepoort!

La lluvia golpeaba las ventanas una noche de otoño de nuestro tercer año en Leiden cuando el profesor Van Stopp nos hizo el honor de una visita a la Breede Straat. Nunca le habíamos visto de tal humor. Hablaba incesantemente. El rumor de la ciudad, las noticias de Europa, ciencia, poesía, filosofía, tenían cada una su oportunidad y se las trataba a todas con la misma seriedad y buen humor. Intenté que hablase sobre Hegel, con cuyo capítulo sobre la complejidad e interdependencia de las cosas había estado peleándome.

—¿No comprendes el retorno del Ser sobre el Ser por medio del «ser otro»? —dijo sonriendo—. Bien, algún día lo harás.

Harry permanecía en silencio y preocupado. Su estado taciturno afectó gradualmente incluso al profesor. La conversación murió y nos quedamos sentados durante un buen rato sin decir palabra. De vez en cuando se producía el destello de un rayo seguido de un trueno distante.

—Vuestro reloj no anda —comentó de pronto el profesor—. ¿Funciona alguna vez?

—No desde que podemos recordar —contesté—. Es decir, sólo una vez, y en ese caso hacia atrás. Fue cuando la tía Gertrude…

En ese momento observé una mirada de amonestación por parte de Harry. Reí y tartamudeé:

—Es un reloj viejo e inútil. No se le puede hacer funcionar.

—¿Sólo hacia atrás? —dijo el profesor, con calma, y aparentemente sin haberse dado cuenta de mi vergüenza—. Bien, ¿y por qué no iba a andar hacia atrás un reloj? ¿Por qué no iba el tiempo mismo a dar la vuelta y retroceder sobre su curso?

Parecía estar esperando una respuesta. Yo no la tenía.

—Pensaba que eras lo suficientemente hegeliano —siguió diciendo— como para admitir que toda condición incluye su contraria. El tiempo es una condición, no un esencial. Visto desde el Absoluto, la secuencia según la cual el futuro sigue al presente y el presente al pasado es puramente arbitraria. Ayer, hoy, mañana; no hay razón en la naturaleza de las cosas que impida que el orden sea mañana, hoy, ayer.

El preciso repique de un trueno interrumpió las elucubraciones del profesor.

—El día lo forma la revolución del planeta sobre su eje de oeste a este. Imagino que puedes concebir condiciones bajo las que podría girar de este a oeste, desengranando, digamos, las revoluciones de eras pasadas. No es mucho más difícil imaginar al Tiempo deshaciéndose a sí mismo; el Tiempo en el reflujo, en lugar de en el flujo; el pasado desarrollándose a medida que se aleja el futuro; los siglos dando marcha atrás; ¿el curso de los acontecimientos procediendo hacia el comienzo y no, como ahora, hacia el final?

—Pero —propuse— sabemos que en lo que respecta…

—¡Lo sabemos! —exclamó Van Stopp con creciente desprecio—. Tu inteligencia no tiene alas. Sigue el camino de Comte y su camada viscosa de insectos. Hablas con asombrosa seguridad sobre tu posición en el universo. Pareces creer que tu desafortunada individualidad está firmemente anclada en el Absoluto. Sin embargo, esta noche irás a la cama y en tus sueños dotarás de existencia a hombres, mujeres, niños, bestias del pasado y del futuro. ¿Cómo sabes si en este momento tú mismo, con todas tus ideas del siglo diecinueve, no eres más que una criatura de un sueño del futuro, soñada, digamos, por algún filósofo del siglo dieciséis? ¿Cómo sabes que no eres más que una criatura de un sueño del pasado, soñada por algún hegeliano del siglo veintiséis? ¿Cómo sabes, muchacho, que no te desvanecerás en el siglo dieciséis o en el 2060 en el momento en que el durmiente despierte?

No había respuesta posible, porque era pura metafísica. Harry bostezó. Yo me levanté y me acerqué a la ventana. El profesor Van Stopp se acercó al reloj.

—Ah, mis niños —dijo—, no hay una progresión fija en los acontecimientos humanos. El pasado, el presente y el futuro están entretejidos en una única red inextricable. ¿Quién podría afirmar que este reloj no tiene derecho a marchar hacia atrás?

Un trueno agitó la casa. Teníamos la tormenta sobre nuestras cabezas.

Cuando el resplandor cegador hubo pasado, el profesor Van Stopp estaba de pie subido a una silla frente al reloj. Su rostro se parecía más que nunca al de la tía Gertrude. Se encontraba en la misma posición que ella en aquel último cuarto de hora cuando le vimos dar cuerda al reloj.

La misma idea se nos ocurrió a Harry y a mí.

—¡Aguarde! —gritamos, al ver que comenzaba a dar cuerda al reloj—. Podría significar la muerte si…

Los rasgos cetrinos del profesor relucían con el mismo extraño entusiasmo que había poseído tía Gertrude.

—Cierto —dijo—, podría significar la muerte; pero podría ser el despertar. Pasado, presente, futuro; ¡todo entretejido! La lanzadera se balancea de un lado a otro, hacia delante y hacia atrás…

Había dado cuerda al reloj. Las manecillas giraban alrededor de la esfera de derecha a izquierda con inconcebible rapidez. Nosotros mismos parecimos quedar atrapados en el giro. Las eternidades parecían contraerse en minutos mientras vidas enteras se consumían con cada segundo. Van Stopp, con ambos brazos extendidos, se tambaleaba en la silla. La casa se agitó de nuevo bajo un tremendo trueno. Al mismo instante una bola de fuego, dejando una estela de vapor sulfuroso y llenando la habitación de luz cegadora, pasó sobre nuestras cabezas y golpeó el reloj. Van Stopp estaba postrado. Las manecillas habían dejado de moverse.

El rugido del trueno sonó como un fuerte cañonazo. La luz del destello apareció como la luz firme de una conflagración. Con nuestras manos sobre los ojos, Harry y yo corrimos hacia la noche.

Bajo un cielo rojo la gente corría apresuradamente hacia el Stadthuis. Las llamas en dirección hacia la torre romana nos indicaron que el corazón de la ciudad estaba ardiendo. Los rostros de los que vimos estaban cansados y demacrados. De todas partes escuchábamos frases de queja y desesperación.

—Carne de caballo a diez chelines la libra —dijo una— y pan a dieciséis chelines.

—¡En efecto, pan! —respondió una anciana—: Ya han pasado ocho semanas desde la última vez que tomé un mendrugo.

—Mi nietecito, el tullido, murió anoche.

—¿Sabes lo que hizo Gekke Betje, la lavandera? Se moría de hambre. Se le murió el bebé, y ella y su hombre…

Un cañonazo aún más intenso interrumpió esa revelación. Vagamos en dirección a la ciudadela de la ciudad, dejando atrás a algunos soldados aquí y allá y a muchos burgueses con rostros sombríos bajo los sombreros de fieltro y alas anchas.

—Hay pan de sobra allí donde está la pólvora, y también el perdón total. Esta mañana, sobre los muros, Valdez proclamó otra amnistía.

Una muchedumbre ilusionada rodeó de inmediato al que hablaba.

—¡Pero la flota! —gritaban.

—La flota está atascada en el pólder de Greenway. Boisot puede volver su único ojo hacia el mar esperando el viento hasta que el hambre y la peste se hayan llevado al último hijo de las madres, y su arca no se encontrará ni a una cuerda más cerca. Muerte por la plaga, muerte por el hambre, muerte por el fuego y los mosquetes… eso es lo que nos ofrece el burgomaestre a cambio de la gloria para sí mismo y el reino para Orange.

—Nos pidió —dijo un ciudadano enérgico— aguantar sólo veinticuatro horas más y rogar que llegue el viento del océano.

—¡Ah, sí! —respondió con cara de desprecio el primer interlocutor—. Seguid rezando. Hay pan más que suficiente encerrado en el sótano de Pieter Adriaanszoon Van der Werf. Os garantizo que es eso lo que le dota de un estómago tan maravilloso para resistir al Muy Católico Rey.

Una joven, de pelo dorado en trenzas, atravesó la multitud y se enfrentó al descontento.

—Buena gente —dijo la muchacha—, no le escuchéis. Es un traidor con corazón español. Soy la hija de Pieter. No tenemos pan. Comimos tortas de malta y semillas de colza como el resto de vosotros hasta que se nos terminaron. Después arrancamos las hojas verdes de los limeros y sauces del jardín y las comimos. Incluso hemos comido los cardos y hierbajos que crecen entre las piedras junto al canal. El cobarde miente.

Sin embargo, la insinuación causó su efecto. La muchedumbre, ahora convertida en masa humana, salió en dirección a la casa del burgomaestre. Un rufián levantó la mano para apartar a la muchacha de un golpe. En un parpadeo el canalla se encontraba a los pies de sus camaradas, y Harry, jadeando y sudoroso, se encontraba junto a la muchacha, gritando desafíos en buen inglés a las espaldas de la multitud en retirada.

Con total franqueza, la muchacha pasó ambos brazos alrededor del cuello de Harry y le besó.

—Gracias —dijo—. Eres mi salvador. Mi nombre es Gertruyd Van der Werf.

Harry luchaba contra su vocabulario en busca de la frase holandesa correcta, pero la muchacha no se quedó para recibir cumplidos.

—Quieren hacer daño a mi padre —dijo, y nos llevó corriendo por entre varias calles estrechas hasta llegar a una plaza de mercado de tres esquinas dominada por una iglesia con dos agujas—. Ahí está —exclamó—, a los pies de St. Pancras.

Había un tumulto en el mercado. La conflagración más allá de la iglesia y las voces de los cañones españoles y valones más allá de los muros eran menos agresivas que el rugido de esa multitud de hombres desesperados que reclamaban el pan que una simple palabra de los labios de su líder les concedería.

—¡Rendíos al Rey! —gritaban—, o enviaremos nuestros cuerpos muertos a Lammen como prueba de la sumisión de Leiden.

Un hombre alto, más alto por media cabeza que cualquier burgués que se le enfrentaba, y de piel tan oscura que nos preguntamos cómo podía ser el padre de Gertruyd, escuchó la amenaza en silencio.

Cuando el burgomaestre habló, la muchedumbre le escuchó a pesar de todo.

—¿Qué me pedís, amigos? ¿Que rompamos nuestro juramento y que rindamos Leiden a los españoles? Eso es ofrecernos a un destino mucho más horrible que el hambre. ¡Debo mantener el juramento! Matadme, si lo deseáis. Sólo puedo morir una vez, ya sea bajo vuestras manos, las del enemigo o la mano de Dios. Muramos de hambre, si es lo que debemos hacer, dando la bienvenida al hambre porque llega antes que el deshonor. Vuestras amenazas no me hacen actuar; mi vida está a vuestra disposición. Tomad mi espada, clavádmela en el pecho, y dividid mi carne entre todos para calmar vuestra hambre. Mientras yo siga vivo no esperéis la rendición.

Se volvió a producir el silencio mientras la multitud flaqueaba. A continuación se oyeron murmullos a nuestro alrededor. Por encima de ellos se escuchó la voz clara de la muchacha cuya mano Harry seguía sosteniendo, innecesariamente, me parecía a mí.

—¿No sentís el viento del mar? Ha llegado al fin. ¡A la torre! Y el primer hombre que llegue verá bajo la luz de la luna las velas henchidas de las naves del príncipe.

Durante varias horas recorrí las calles de la ciudad, buscando en vano a mi primo y a su acompañante; el súbito movimiento de la multitud hacia la torre romana nos había separado. Por todas partes vi muestras del terrible castigo que había llevado a esa gente de corazón fuerte al borde de la desesperación. Un hombre con ojos hambrientos perseguía una rata delgada por el borde del canal. Una madre joven, con dos bebés muertos en brazos, estaba sentada en una entrada por la que pasaban los cuerpos de su marido y su padre recién muertos en las murallas. En medio de una calle desierta me crucé con los cadáveres a la intemperie en un montón dos veces más alto que mi cabeza. La pestilencia había llegado, más misericordiosa que los españoles, porque no ofrecía promesas traicioneras mientras golpeaba.

Cerca de la mañana el viento se convirtió en un vendaval. En Leiden no se dormía, ya no se hablaba de rendición, ya nadie pensaba o se ocupaba de las defensas. Estas palabras salían de los labios de todos los que me encontraba:

—¡La luz del día traerá la flota!

¿La luz del día trajo a la flota? La historia dice que sí, pero yo no fui testigo de ello. Sólo sé que, antes del amanecer, el vendaval se convirtió en una violenta tormenta y que al mismo tiempo una explosión apagada, más intensa que un trueno, agitó la ciudad. Yo me encontraba entre la multitud que, desde el montículo romano, buscaba señales del alivio próximo. El impacto borró la esperanza de todos los rostros.

—¡Su mina ha llegado hasta la muralla!

¿Pero dónde? Me adelanté hasta encontrar al burgomaestre, que se encontraba de pie entre el resto.

—¡Rápido! —susurré—. Está más allá de la Koepoort, y a este lado de la torre Borgoña.

Me miró con ojos inquisitivos, y luego se puso en marcha, sin realizar ningún intento por apaciguar el pánico general. Yo le seguí de cerca.

Fue una carrera de casi media milla hasta la muralla en cuestión. Cuando llegamos a la Koepoort esto fue lo que vimos:

Una gran abertura, donde había estado la muralla, abriéndose a los campos pantanosos del otro lado: en el foso, fuera y abajo, una confusión de rostros alzados, pertenecientes a los hombres que habían luchado como demonios para lograr la brecha, y que ahora ya tanto ganaban algunos centímetros como se veían obligados a retroceder; sobre la muralla destrozada un puñado de soldados y burgueses formando una muralla viva donde había fallado la piedra; quizás un puñado doble de mujeres y niñas, sirviendo piedras a los defensores e hirviendo agua en cubos, junto con brea, aceite y cal apagada, y algunas de ellas tejiendo lazos alquitranados y ardientes alrededor de los cuellos de los españoles en el foso; mi primo Harry guiaba y dirigía a los hombres; Gertruyd, la hija del burgomaestre, animaba e inspiraba a las mujeres.

Pero lo que me llamó la atención más que nada fue la frenética actividad de una pequeña figura vestida de negro, quien, con un enorme cucharón, hacía llover plomo fundido sobre las cabezas del grupo asaltante. Al volverse hacia la hoguera y el hervidor que le suministraba munición, sus rasgos quedaron visibles a la luz.

Lancé un grito de sorpresa: el que manejaba plomo fundido era el profesor Van Stopp.

El burgomaestre Van der Werf se volvió al oír mi súbita exclamación.

—¿Quién es? —dije—. ¿El hombre junto al hervidor?

—Ése —respondió Van der Werf—, es el hermano de mi esposa, el relojero Jan Lipperdam.

El asunto de la brecha terminó casi antes de que pudiésemos evaluar la situación. Los españoles, que habían derribado el muro de ladrillo y piedra, descubrieron que la muralla de vida era impenetrable. Ni siquiera pudieron mantener la posición en el foso; fueron expulsados hacia la oscuridad. Yo sentía un dolor agudo en el brazo izquierdo. Algún proyectil perdido debía haberme dado mientras contemplaba la lucha.

—¿Quién se ha encargado de esto? —exigió el burgomaestre—. ¿Quién ha mantenido la vigilancia hoy mientras el resto de nosotros dirigíamos ojos idiotas hacia el mañana?

Gertruyd Van der Werf se adelantó orgullosa, guiando a mi primo.

—Mi padre —dijo la muchacha—, él me ha salvado la vida.

—Eso significa mucho para mí —dijo el burgomaestre—, pero no es todo. Ha salvado a Leiden y ha salvado a Holanda.

Yo empezaba a marearme. Los rostros que me rodeaban me parecían irreales.

¿Por qué estábamos con esta gente? ¿Por qué el trueno y el rayo continuaban por siempre? ¿Por qué el relojero, Jan Lipperdam, vuelve siempre hacia mí el rostro del profesor Van Stopp?

—Harry —dije—, regresa a nuestras habitaciones.

Pero aunque me agarró la mano con cariño, su otra mano todavía sostenía la de la muchacha, y no se movió. A continuación la náusea se apoderó de mí. Me daba vueltas la cabeza, y la grieta y sus defensores se desvanecieron.

Tres días más tarde estaba sentado con el brazo vendado en mi asiento habitual en la sala de lectura de Van Stopp. El sitio junto a mí estaba vacío.

—Hablamos mucho —dijo el profesor hegeliano, leyendo de un cuaderno con su habitual tono apresurado y seco— de la influencia del siglo dieciséis sobre el diecinueve. Ningún filósofo, por lo que sé, ha estudiado la influencia del siglo diecinueve sobre el dieciséis. Si la causa produce el efecto, ¿el efecto nunca induce la causa? ¿Las leyes de la herencia, al contrario que todas las otras leyes de este universo de mente y materia, actúan exclusivamente en una dirección? ¿El descendiente lo debe todo a los antepasados y los antepasados nada al descendiente? ¿El destino, que puede apoderarse de nuestra existencia, y por sus propios futuros nos arrastra al lejano futuro, nunca nos lleva al pasado?

Regresé a mis habitaciones en la Breede Straat, donde mi único compañero era el reloj silencioso.

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