Cristal

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Cristal

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Papá era un hombre guapo. Poseía un bigotazo rubio y un mentón imponente, y caminaba de un modo apabullante: a quien, se cruzara en su camino más le valía apartarse. Supongo que ser imponente y apabullar a los demás eran el motivo de que estuviese donde estaba, es decir en lo más alto. Mamá era una mujer encantadora. Poseía unos ojos grises muy separados, una nariz respingona, un seno suntuoso y una personalidad difícil. Era propensa a los ataques de nervios y a las inhalaciones de vapor, leía el

Vogue en francés y no disfrutaba mucho conmigo cuando yo era pequeña. Papá era propenso a la acumulación, y cuando no estaba supervisando cadenas de producción y fundiciones, disfrutaba con el golf, la caza del faisán, el

New York Herald Tribune y los aparatos. Ocasionalmente, si mal no recuerdo, disfrutaba conmigo en las rodillas, jugando al caballito, empezando tranquilamente y acabando a un galope que una vez me hizo caer al suelo y sangrar por una herida en la cabeza. Este es, estoy convencida, mi primer recuerdo de Papá. Era un auténtico

sportsman, léase que no practicaba el deporte como mera variante de alguna otra cosa, al modo de Clarence, cuando practicaba ciertos deportes para luego poder escribir sobre ellos, bajando ríos feroces en botes de goma, cazando grandes animales o, una vez, saltando desde un aeroplano. Siendo tan guapos, tan encantadores y tan ricos como eran, tendrían que haber sido felices, supongo, pero no lo eran. Ese es el misterio de Mamá y Papá. Cuando miro fotos de los dos juntos al principio, sobre todo de cuando Mamá era muy joven, pienso en cómo acabó todo y parece casi imposible. Nuestra casa tenía un comedor espléndido a cuya mesa de caoba podían sentarse veinte invitados sin juntar los codos, aunque rara era la vez que teníamos invitados, por culpa, me dijo la Niñera, de los nervios de Mamá. En las comidas, Mamá y Papá se miraban de punta a punta de la larga mesa, y los ojos grises de Mamá le arrojaban furiosos silencios a Papá, que los capturaba en su enorme bigote. Su matrimonio era una alta columna de dolor, como un jarrón acanalado. Equilibrado precariamente en el punto fricativo en que la personalidad de Mamá entraba en contacto con el mentón de Papá, siempre estaba a punto de caer y hacerse pedazos. No se me animaba a hablar en la mesa, o quizá yo optase por no hablar, para no ser quien volcara el jarrón. Fuera cual fuera el motivo, cuando pienso en aquellas comidas me impresiona el silencio: ocupo una silla labrada y dorada, en el golfo entre mis padres y a gran distancia de ambos, disponiendo la comida en islas y océanos y apilando los océanos para hacer remolinos con ellos, mientras el respaldo de la silla se me clava en la escápula, haciéndome daño. Cuando se lo conté a Clarence, me dijo que sonaba a algo sacado de una película, lo cual interpreté en el sentido de suntuoso y elegante, pero también, quizá, no del todo real. A pesar de sus nervios, Mamá disfrutaba mucho más en las fiestas que Papá. Pensándolo mejor, ahora, imagino que sus nervios de hecho pueden haberla llevado a asistir a fiestas, para relajarse, si Papá se los había estado machacando un rato, porque a pesar de que lo intentaba al máximo nunca logró abstenerse de hacerlo, lo mismo que yo, imagino, era incapaz, aunque me

fuera la vida en ello, de dejar de alterarle los nervios a Clarence, y viceversa; y ello constituye, supongo, en general, el misterio de estar juntos, de permanecer juntos en la misma casa por mucho tiempo, aunque «la misma casa», tratándose de Clarence y yo, fuera toda una serie de casas distintas, una tras otra, durante años, cada vez más grandes y luego cada vez más pequeñas, pero nosotros siempre juntos. Al principio de juntarnos le dábamos a la tecla en la misma habitación, a la misma mesa, en el sitio en que vivíamos al inicio, que fue mi apartamento de Nueva York, pero luego le dábamos a la tecla en habitaciones distintas siempre que podíamos, si teníamos otras habitaciones, y si no hacía en ellas demasiado frío, como pasaba en Francia. En aquellos días iniciales teníamos un montón de amigos escritores y pintores. Estábamos convencidos de que todos íbamos a ser famosos, pero el caso es que ninguno lo fue, con excepción de Clarence hasta cierto punto. El modo en que se hizo famoso fue entre personas que leían relatos de caza y aventuras en las revistas y se fijaban en el nombre de quien los había escrito, la misma gente que luego compró su novela. Yo tenía escrito casi un libro entero cuando nos conocimos, pero no se lo había enseñado a nadie, y luego intenté escribir otro, no tan completo, aunque mejor escrito, y cuando le enseñé a alguien fragmentos de este libro nadie lo entendió; todo el mundo quería saber qué era lo que me proponía. Cuando vivíamos en Filadelfia le dábamos a la tecla en pisos distintos, reuniéndonos para comer y para recibir amigos o para salir todas las noches, y nos leíamos uno al otro lo que habíamos escrito. Traté de escribir novelas, pero no me salían, aunque Clarence siguiera leyéndome la suya, y yo le sugería cosas y le copiaba a máquina lo que escribía, y ese fue el periodo en que empecé a reescribir constantemente. Nos decíamos el uno al otro que lo nuestro era el plazo largo.

Cuando me llevaron al jardín de infancia aquel primer día —por «llevaron» entiéndase, como ya he dicho, la Niñera y Mamá—, les eché un vistazo a los niños mientras las numerosas cabezas, que recuerdo descomunalmente enormes, se volvían en mi dirección; se volvían, quiero decir, como cañones, aunque, claro, las cabezas humanas, sobre todo tratándose de cabezas infantiles, no se parecen en nada a ningún cañón. Eché una mirada y me tiré de espaldas al suelo y me puse a gritar, y estuve haciendo lo mismo todos los días hasta que renunciaron. Habían llegado a la conclusión de que debía relacionarme con niños de mi edad, dando por supuesto que sería bueno para mí de alguna oscura manera; lo consideraban socialización, imagino, aunque, claro, nunca habrían utilizado esa palabra. Seguramente esperaban que el jardín de infancia me mejoraría el carácter, que era execrable. Cuando estaba en casa me tiraba al suelo boca abajo y me ponía a gritar, igual que haría ahora, supongo, si me diera por tirarme al suelo boca abajo y gritar, a no ser que me atropellara un coche —como estuvo a punto de ocurrir, otra vez, esta misma mañana, por ir por la calle con las orejeras puestas— y me dejase tirada boca arriba, y en tal caso lo más probable es que no me molestara en darme la vuelta y ponerme sobre el estómago —suponiendo que aún pudiera darme la vuelta tras ser atropellada por un coche— antes de empezar a gritos. Sospecho que si me tiré boca arriba aquel primer día del jardín de infancia fue para poder ver el efecto que producía en los demás niños, aunque ahora no recuerde cuál fue. En aquel momento había tenido tan poca experiencia con otros niños que quizá fuera incapaz de discernir cuál era exactamente el efecto, habiendo como hay, a fin de cuentas, apenas un pelo de diferencia —qué comparación— entre un niño riéndose y un niño burlándose. Los únicos niños que veía en aquellos días, antes de ir a la escuela en Connecticut, dejando aparte algún que otro primo y los que veía fugazmente por la ventanilla del coche cuando la Niñera me sacaba por ahí, eran los irlandesitos e italianitos que se aventuraban a trepar por la colina para quedarse ahí como tontos, mirando nuestra casa. Todos aquellos niños iban pelados al rape —por los piojos, me explicaron— y las orejas les salían del cráneo de un modo increíblemente perpendicular. Las lanzas de hierro de nuestra reja estaban espaciadas de modo tal que a veces se les atascaba la cabeza entre ellas, a los chicos, por culpa de las orejas, y ahí se quedaban, gimiendo unas veces a todo pulmón, otras tan solo gimoteando, hasta que el jardinero lograba sacarlos apoyándoles firmemente una bota en la sesera, tras lo cual invariablemente salían corriendo con las manos en las orejas. Yo le decía a la gente que Papá había ideado la reja para atrapar niños, pero no creo que fuera rigurosamente cierto. Es cierto, creo, que a ninguno de los dos, Papá y Mamá, les gustaban los niños. Envíenos un capítulo, me contestaron de Grossman, y ya veremos. Al leer aquello pensé: «¿Desde cuándo la vida funciona por capítulos?» Clarence hablaba a veces de empezar un nuevo capítulo. O quizá fuera pasar página.

Me gustaría salir, salir de este piso, al cine o al parque. Hace muchísimo que no voy al cine, varios meses, seguramente, porque fue en invierno. El parque no es un sitio verde para pasear, como cabría deducir de que lo llamen parque: «parque de bolsillo» es exactamente como lo llaman. Es un triángulo vallado, casi todo él de cemento, formado por dos calles que confluyen en ángulo, con un árbol, cuatro bancos y flores en un estrecho arriate justo a un lado de la valla; pensamientos y narcisos, ahora. La acacia que plantaron en otoño aún no ha empezado a echar hojas este año. Quizá haya muerto en el transcurso del invierno. Hace dos años plantaron un arce en el mismo sitio y se murió. Junto a la puerta trasera de la casa de mis padres había una acacia negra. Estaba toda ella cubierta, incluso el tronco, de espinas largas y malas, pero el árbol del parque no tiene ninguna espina. El alcaudón, también llamado pájaro carnicero, clava a su presa en una espina. Captura insectos, lagartos y pájaros pequeños, se los come cuando puede, y deja los restos colgando de una espina, para más tarde. Estábamos mirando las ramas desnudas de una acacia espinosa cuando Clarence me habló de las costumbres alimenticias que practicaban los alcaudones. Estábamos en Misuri. La acera que teníamos a los pies estaba cubierta de una espesa alfombra de pequeños panfletos. Fue hace mucho tiempo. No hay pájaros así en este parque, solo gorriones y palomas. Si voy hoy tendré que llevar paraguas.

Hace páginas y páginas, cuando conté lo de extraer la máquina de escribir del armario, mencioné que la cinta se había secado —lo mencioné y luego seguí hablando de otras cosas, como tiendo a hacer, y no expliqué lo que hice al respecto. He descubierto que ya no hay muchos sitios en que vendan cintas para máquina de escribir; ninguna de las tiendas de mi zona de la ciudad las tenía para mi máquina, de modo que siguiendo el consejo de un dependiente cogí el autobús, dos autobuses, de hecho, y crucé el río hasta llegar a un distrito en el que nunca había estado antes, donde había un montón de edificios bajos que tomé por almacenes, y luego pasé por una parte de la población enteramente habitada por negros, de modo que mirando por la ventanilla que la lluvia emborronaba pensé que estaba en otro país, y luego anduve varias manzanas bajo la llovizna hasta llegar a una tienda que según mi informador se especializaba en máquinas de escribir. Me pregunté si el hombre no se habría equivocado, porque cuando al fin llegué a la dirección me encontré con una tiendecita que, dejando aparte un póster como de los años cincuenta que había en el escaparate, en el que se veía a una chica joven, con falda de tablas y collar de perlas sentada ante una máquina de escribir, desde fuera parecía más bien una tienda de ultramarinos de las de toda la vida que cualquier otra cosa. Debajo del póster dormía un gato sobre algo que parecía ser una sudadera plegada. Empujé la puerta y me quedé parada un momento, esperando que el señor de detrás del mostrador apartara los ojos de su revista —un hombre mayor, más bien rechoncho, envuelto en un grueso jersey—. Seguramente llevaba debajo del jersey una camisa con cosas grandes y abultadas en los bolsillos, porque era todo protuberancias y salientes, o sufría alguna terrible enfermedad. Cuando al fin levantó la vista vi lo cansado que parecía. Después de mirarla me dijo que no tenía la cinta para mi máquina. Lo más que podía hacer era venderme una para otra marca, pero de la misma anchura que la mía, porque la anchura es en realidad lo único que importa. Solo tenía que desenrollar las cintas nuevas de los carretes en que venían y volver a enrollarlas en los carretes de mi máquina, dijo. No era una tienda, en realidad, o no del todo una tienda: más que ninguna otra cosa era un taller de reparación de máquinas de escribir. En estanterías metálicas, contra la pared de detrás del mostrador, se alineaban diez o doce máquinas que la gente había traído a reparar, cada una de ellas con una etiqueta color manila colgando de un alambre retorcido. Mientras el señor estaba en la parte trasera buscando una cinta que le valiera a mi máquina, me incliné por encima del mostrador, estirando el cuello, pero casi todas las etiquetas estaban demasiado altas, o del revés, de modo que no pude distinguir los nombres. Me interesaban los nombres porque no conozco a nadie que siga teniendo máquina de escribir —entiéndase teniendo y utilizándola para darle a la tecla, no tirada por ahí en el garaje o en el sótano, como imagino que hace una gran cantidad de gente— y sentí una especie de compañerismo. Solo pude leer dos etiquetas. Una estaba prendida a una enorme IBM eléctrica de color verde pálido, de las que al final se veían por todas partes —léase en todas partes en las oficinas, no en las casas, nunca en las casas, según mi experiencia—. Me impresionó lo enorme que era. Quizá hubiera podido levantarla del suelo, a duras penas, pero desde luego no habría sido capaz de subirla un solo piso, suponiendo que viviera en un piso alto. De hecho vivo en un piso alto, y lo que quiero decir es que si viviera en un piso alto y fuera dueña de una máquina tan gigantesca nunca sería capaz de subirla a mi casa, y entonces lo que me vendría bien sería cambiarla por otra más pequeña, seguramente. No sería terriblemente difícil, imagino, porque las IBM son de las mejores máquinas de escribir, de las consideradas mejores, diría yo, porque no quiero dar a entender que las conozco por experiencia propia. Supongo que siempre podría contratar a algún forzudo que me la subiera a casa, si no había más remedio, aunque claro, ello significaría hacer lo mismo cada vez que necesitara reparación, aunque siendo una IBM Selectric ello no ocurriría muy a menudo, si es que ocurría alguna vez, aunque por otra parte alguna vez sí que ocurre, porque si no ¿qué estaba haciendo allí esa máquina? Era, según la etiqueta, propiedad de un tal Henry Poole. Cuando digo que no conozco por experiencia propia este modelo de máquina, quiero decir que de hecho no he pulsado las teclas de ninguna de ellas durante una cantidad apreciable de tiempo, es decir el tiempo suficiente para valorar su fiabilidad, pero Brodt tenía una igual en la oficina, la que usaba para pasar a máquina los informes a última hora del día, y un par de veces, mientras él andaba de patrulla por los pisos superiores, me acerqué y escribí en ella un poco. Di por sentado que en la etiqueta vería un nombre masculino, dada la magnitud de la máquina, aunque evidentemente también habría podido ser de una mujer fuerte o de una mujer con un amigo fuerte, o incluso un amigo de fortaleza media, ahora que lo pienso, porque bien podían subir la máquina por la escalera entre los dos. Potts y yo seríamos capaces de subirla por la escalera entre las dos, una a cada lado, igual que hicimos con el helecho, parándonos de vez en cuando para recuperar el aliento. La otra etiqueta que pude leer estaba puesta en una máquina verdaderamente antigua, una máquina tan evidentemente antigua que hube de preguntarme si alguien seguiría utilizándola para escribir, aunque sí, alguien debía de hacerlo, puesto que la habían traído a reparar. El nombre Underwood iba pintado a lo largo del frontal en letras ornamentales de color dorado, tan desportilladas y tan desgastadas que no sabiendo que ese era el nombre de un fabricante de máquinas de escribir de gran fama en sus tiempos no habría habido modo de saber lo que ponía ahí. Esta máquina era propiedad de alguien con un nombre largo que ahora no recuerdo. Era Poniatowski, quiero decir, aunque bien pudiera ser otro nombre largo que recuerdo de algo. Mientras yo miraba las máquinas y pensaba las cosas que acabo de mencionar —aunque evidentemente no con esas mismas palabras, porque en aquel momento no estaba dándole a la tecla, sino solo pensando vagamente mientras intentaba leer los nombres de las etiquetas, dejándolo de intentar al cabo de dos minutos, mirándolas sin entusiasmo—, el de la tienda, como ya he dicho, estaba en la trasera revolviéndolo todo en busca de una cinta que le valiera a mi máquina. Lo oía cambiar cosas de sitio ahí al fondo. No era un hombre de aspecto agradable, pero hice un esfuerzo para que no me cayera mal desde el principio, por mor de las máquinas de escribir. Tenía los ojos pequeños y los mofletes grandes y una rapidez de movimientos que me recordaba a algún animal desagradable, tal vez un hámster. Era calvo, no obstante, y eso es algo que nadie espera de un hámster, a no ser que padezca alguna enfermedad. Pero el hombre no parecía enfermo, parecía contrariado, como tanta gente, claro, de modo que eso no lo distinguía especialmente. En un informe policial, por ejemplo, nadie se molestaría en mencionarlo. Si te anda buscando la policía, ¿qué otra pinta vas a tener? Pinta de asustado, supongo.

Cabría haber pensado que el mero hecho de acudir a la tienda y pedir una cinta para máquina de escribir, algo que muy pocas personas considerarían de alguna utilidad hoy en día, tendría que haber establecido una relación. Yo, estoy segura, emitía tanta afabilidad como se puede emitir durante una transacción de este tipo, llegando incluso a exclamar «maravilloso» varias veces mientras él me enseñaba cómo enganchar la nueva cinta a mis viejos carretes. Más bien murmuré que exclamé, en realidad. No soy una persona efusiva, justo lo contrario, y exclamar «maravilloso» está más allá de mis fuerzas. Estaba, sin embargo, por mor de las máquinas de escribir, dispuesta a que me cayera bien aquel hombre, a pesar de su poco atractivo aspecto de roedor, si hubiera él hecho el menor esfuerzo en mi dirección —que me cayera bien, quiero decir, con la distancia que puede caernos bien la gente a quien siempre estamos comprando cosas—. Antes disfrutaba de antemano con la idea de ir a comprar leche y huevos a mi pequeña tienda, por la señora gruesa de la caja registradora, a quien conocía desde hacía años, aunque de hecho nunca le hubiera dicho nada más allá de «hola» y «gracias», y no siempre, de manera que quizá

conocía no es la palabra: tratándose de personas, evidentemente

conocer no es nunca la palabra. Se llama Elvie, la buena mujer, me enteré oyendo cómo se dirigían a ella, y se crió en una granja lechera, se lo contó a un cliente mientras yo estaba en la cola. Era otra cosa lo que esperaba cuando vi el póster del escaparate y traspuse el umbral y vi las máquinas de escribir con aquellas etiquetas a la antigua usanza colgando de ellas y el cartel de la pared que decía SE REPARAN TODOS LOS MODELOS; esperaba encontrar una persona de las de máquina de escribir. Estudié la cara de aquel hombre mientras me preparaba la factura, y no percibí el menor barrunto de ello. La impresión que me llegó fue de un hombre amargado, alicaído, que estaba, hube de suponer, desilusionado de su vida. Ello era de esperar, claro, en alguien que ha consagrado su existencia a las máquinas de escribir, un objeto que estaba ahora descomponiéndose ante sus ojos a pesar de todos sus esfuerzos por detener el proceso, invirtiendo en el asunto todos sus ahorros, sacrificando a su mujer enferma, no pagando los costes médicos, y etcétera, e hice lo que pude para que me cayera bien. A fin de cuentas, yo también había dedicado mi vida a las máquinas de escribir, aunque no exactamente del mismo modo. Pero aún no había abandonado ante aquel hombre. Pedí dos cintas. Dije que era de suponer que me duraran cosa de un año, y añadí, haciendo un esfuerzo:

—Así que hasta el año que viene.

Me forcé una sonrisa. Éramos personas de máquina de escribir, al fin y al cabo, ¿cómo podía él no darse cuenta? Hice, me temo, un rictus complaciente.

—Si viene usted el año que viene, señora —dijo él—, tendrá que arreglarse el pelo.

Notó mi desconcierto. Creo que levanté la mano y me toqué el pelo, que estaba desordenado por el viento, desordenado y muy gris, con estrechas franjas más oscuras aún presentes por algún motivo.

—Van a convertir la tienda en salón de belleza —explicó él.

Me sentí como una tonta y me metí la mano en el bolsillo del abrigo.

—¿Va usted a cerrar?

—Sí —dijo rotundamente. Sonaba a enfadado.

—No mucha demanda, supongo —dije yo, porfiando en el intento.

—Caballo y calesa.

—¿Perdón?

—Las máquinas de escribir —dijo— son como el caballo y la calesa.

Me habría gustado saber si se había fijado en lo sucios que estaban los escaparates de su tienda, aunque fue solo en ese momento, habiendo ya fracasado por completo en mis débiles intentos de que me cayera bien, cuando me di cuenta de lo sucio que estaba todo aquello. Las propias máquinas de escribir de las estanterías estaban cubiertas de polvo, como si quienes las habían dejado allí no fueran a volver nunca más. He estado a punto de poner: «Las propias máquinas de las estanterías estaban

de pronto cubiertas de polvo», captando así mejor la sensación del momento, el modo en que las cosas habían cambiado abruptamente entre nosotros, pero temí que no se me entendiera, bien si ponía eso. Vemos una cosa cuando nos sentimos de determinada manera, y luego, más tarde, cuando nos sentimos de otra manera, la misma cosa puede parecer muy distinta. Puede cambiar ante nuestros propios ojos, como en un número de magia. En mis días malos, cuando no me queda más remedio que salir de casa, y acabo saliendo, tengo la sensación de estar poniendo pie en un planeta completamente distinto del planeta de mis días buenos; las propias hojas de los árboles son de otro color. En los días malos no digo «hola» ni «gracias» a la señora del mercado, y tampoco puedo mirarla, de pura rabia que le tengo. Lo que estoy tratando de manifestar es que sí, que observé que las máquinas de escribir estaban de pronto cubiertas de polvo. Pedí otras dos cintas. No sé en qué me basaba, pero había decidido que con cuatro tendría suficiente. En aquel momento ni siquiera habría podido decir para qué serían suficientes. Metí las cuatro cajas en el bolso, a la fuerza, y reventé el cierre. Había dejado de llover, pero el viento venía frío y me daba en plena cara en el camino de vuelta a la parada de autobús. Andaba con el bolso agarrado contra el pecho. Estaba cansada, tras haber visitado varias tiendas y haber tomado dos autobuses, y cogí un taxi para volver a casa, aunque ya no pueda permitirme coger taxis. En París tomábamos taxis en todas partes y nunca nos paramos a pensarlo. Los taxis de aquella época eran casi todos Citroën, negros, con la puerta del pasajero abriéndose hacia delante, lo cual facilitaba la entrada y la salida. Si tuviera que describir mi estancia en París en una sola frase, sería: «Subiendo y bajando de taxis.» Dicho así, suena como si hubiera llevado una existencia glamurosa allí, cuando de hecho pasamos en París menos de un mes y estuve de los nervios todo el rato.

Estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo un crucigrama. Acababan de dar las nueve y el estrépito de la ciudad aún llegaba desde fuera de la casa, pero se estaba más tranquilo en la cocina, lejos de la calle. Tenía puestas las gafas de montura dorada, las de lentes rectangulares y estrechas que antes consideraba mis gafas de leer y que ahora, habiendo dejado de leer, considero mis gafas de hacer crucigramas. Estaba inclinada sobre el crucigrama, golpeando de vez en cuando con el lápiz el borde de la mesa, nerviosamente, imagino, porque esa es mi costumbre cuando estoy haciendo crucigramas —una costumbre mía que a Clarence le encantaba calificar de molesta cuando él intentaba escribir y yo daba golpecitos—, cuando la chicharra de la puerta sonó, haciéndome dar un respingo. Pensé que tenía que ser Giamatti, dada la hora, y lo imaginé en mi rellano, pasado de kilos y con la cara roja y sin aliento, pero era otra vez Potts, luciendo un resplandeciente pijama negro, descalza y con pinta de ir a echarse a llorar en cualquier momento. Apresada en el rectángulo de luz que le caía encima por mi puerta abierta, estaba ahí, con los brazos abiertos, las palmas hacia arriba: supongo que pretendía ofrecer una actitud de súplica —es una devota católica—, aunque a mí más bien me hizo pensar en alguien a quien está a punto de llegarle por el aire una pelota de playa.

—Edna —me dijo—, Edna

querida. Tengo que pedirte un favor

enorme. Me fastidia muchísimo pedírtelo. Ya sabes cuánto me fastidia, y de ningún modo te molestaría si pudiera acudir a alguna otra persona.

Me quité las gafas y quedó enfocada, haciéndome pensar en un basset con los ojos húmedos, esperando contra toda esperanza el milagroso descenso de una pelota de playa color rojo golosina. Abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Un favor? —dije, haciéndole eco. Quizá arqueara las cejas. No sé. Tengo tendencia a hacerlo, sobre todo la ceja derecha, pero no siempre soy consciente de estar haciéndolo. «No alcanzo a imaginar un gesto más irritante», dijo una vez Clarence refiriéndose a mis cejas. Pero yo no lo llamaría gesto. La palabra, creo, es arrogante. Potts se dio cuenta y pestañeó.

—No viene a recoger a Nigel —gimoteó—. Dijo que lo haría, pero no va a venir.

Arrastró el

no hasta dejarlo convertido en un quejido bajo y plano, luego de pronto dio un bandazo hacia delante y me agarró una mano entre las suyas:

Ayúdame, Edna.

Yo, sorprendida, di un paso atrás, liberando mi mano de entre las suyas.

—Vale, vale —le dije. Me sorprendió que mi voz sonara tan seca y cortante, tan arrogante, e hice un esfuerzo por ablandarla—: No te preocupes —dije—, ya pensaremos algo.

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