Criminal

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Capítulo treinta

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Capítulo treinta

Miércoles 15 de julio de 1975

Definitivamente se oía un ruido. Un golpe. Una serie de golpes. Amanda no estaba segura. La casa estaba llena de hombres yendo de un lado a otro con sus pesadas botas y gritando por las habitaciones. Bajaron las escaleras del ático. Alguien estaba inspeccionando el interior. Vieron el haz de una linterna a través de las tablas del suelo de madera.

Amanda se quedó en el pasillo.

—¡Silencio! —gritó—. Que todo el mundo se calle.

Los hombres la miraron sin saber qué hacer.

Amanda volvió a oír el ruido. Procedía de la cocina.

Evelyn se abrió paso entre la multitud, intentando llegar hasta la parte trasera de la casa.

—¡Cuidado! —la alertó alguien.

Amanda la siguió hasta la cocina. Los armarios eran de metal. La encimera laminada de color blanco tenía un dibujo dorado en forma de remolinos. Los electrodomésticos eran de los años treinta. La luz del techo era una simple bombilla, al igual que en el resto de las habitaciones.

—¿Lo oyes? —dijo Evelyn con la mandíbula tensa. El bulto había adquirido un color rojo oscuro y le cubría la mitad de la cara.

Amanda cerró los ojos y escuchó. No se oía ningún golpe, nada. Finalmente, negó con la cabeza y Evelyn soltó un prolongado suspiro.

Los hombres habían perdido la paciencia. Empezaron a hablar en voz baja, pero fueron incrementando el tono a medida que llegaban más colegas a la escena. La puerta principal estaba abierta de par en par. Amanda podía ver la calle. Llegó una ambulancia. El médico saltó de la parte de atrás y fue hacia la casa. Un agente patrulla le detuvo y le señaló la entrada.

James Ulster aún estaba vivo. Amanda lo oía gemir a través de la ventana abierta.

—El interior del ático está despejado —dijo una voz—. Que alguien me ayude a salir de aquí.

—Tú lo has oído, ¿verdad? —preguntó Evelyn.

—Sí —respondió Amanda apoyándose en la encimera.

Ambas se quedaron inmóviles, atentas. Y entonces lo oyeron de nuevo. Era como si estuviesen arrugando papeles; luego, un golpeteo. Venía de debajo del fregadero.

Evelyn aún tenía la pistola. La sostuvo delante de ella. Amanda puso la mano en el asa y, en silencio, empezó a contar: «Una… dos… y tres…». Abrió la puerta.

Nadie salió. Ni se disparó ninguna bala.

Evelyn negó con la cabeza.

—Nada.

Amanda miró dentro del armario. Se parecía mucho al suyo. En un lado estaban los típicos utensilios de limpieza: lejía, trapos, limpiamuebles. En el otro, un gran cubo de basura. Estaba metido a presión debajo del fregadero, pues era demasiado grande.

Amanda estuvo a punto de cerrar la puerta, pero el cubo se movió.

—Dios santo —susurró. Se puso la mano en el pecho—. Seguramente será una rata.

Ambas miraron al pasillo. Por lo menos había treinta hombres en la casa.

—Las ratas me horrorizan —dijo Evelyn.

A Amanda tampoco es que le gustasen mucho, pero no pensaba ensombrecer todo lo que habían conseguido aquella noche pidiéndole ayuda a un hombre.

El cubo de basura volvió a moverse. Oyó un ruido parecido a una tos.

—Dios mío —dijo Evelyn dejando el arma en la encimera. Se arrodilló y trató de sacar el cubo de basura—. ¡Ayúdame!

Amanda cogió el borde superior del cubo de plástico y tiró con todas sus fuerzas hasta que lo sacó. Vio dos ojos mirándola fijamente.

Eran de color azul y tenían forma almendrada. Sus párpados eran tan finos como el papel de seda.

El bebé parpadeó. Su labio superior dibujó un triángulo perfecto cuando sonrió a Amanda. Ella sintió una enorme ternura, como si se estuviese creando un lazo invisible entre ellos dos. Miró sus diminutas manos, los nudillos pequeños y regordetes de los dedos de sus pies.

—Dios mío —susurró Evelyn. Metió los dedos entre el cubo de basura y el armario para intentar doblar el plástico—. Dios mío.

Amanda tocó al bebé. Le puso la mano en la cara. Tenía las mejillas tibias. El niño giró la cabeza para apoyarse en la palma de su mano y le acarició las suyas. Levantó los pies y los dobló como si estuviese apretando una pelota invisible. Era realmente pequeño. Demasiado perfecto y demasiado hermoso.

—Ya lo tengo —dijo Evelyn dando un último tirón y sacando por fin el cubo. Cogió al niño y lo estrechó contra su pecho—. Pequeñín —murmuró poniéndole los labios en la cabeza—. Pobre pequeñín.

En ese momento, Amanda tuvo un ataque de celos. Los ojos se le llenaron de tantas lágrimas que nublaron su visión hasta cegarla.

Luego apareció la rabia.

De todos las cosas horrorosas que había visto la semana anterior, esa era la peor. ¿Cómo había sucedido? ¿Quién había tirado a ese niño a la basura?

—¿Amanda?

Era Deena Coolidge. La cicatriz alrededor de su cuello tenía un tono azulado. Llevaba una bata blanca de laboratorio.

—¿Ev? ¿Qué sucede? ¿Os encontráis bien?

Los pies descalzos de Amanda golpearon contra el suelo cuando salió a toda prisa de la cocina. Al llegar a la puerta principal, ya iba corriendo. Estaban subiendo a Ulster a la ambulancia. Ella corrió hasta la calle y apartó a los sanitarios.

Estaba atado con correas a la camilla y le habían esposado las manos a las barras de metal. Le habían cortado la ropa. Tenía un vendaje manchado de sangre en el costado, y otro en la pierna. La mano también la llevaba envuelta con una gasa y tenía el cuello tan rojo como la mejilla de Evelyn.

—Tenemos que hacerle una traqueotomía. No respira bien —dijo uno de los sanitarios.

—Lo hemos encontrado —le dijo Amanda a Ulster—. Y te hemos derrotado. Yo te he vencido.

Los labios húmedos de Ulster esbozaron una sonrisa de satisfacción. Apenas podía respirar, pero seguía riéndose de ella.

—Amanda Wagner, Evelyn Mitchell, Deena Coolidge, Cindy Murray, Pam Canale y Holly Scott. Recuerda todos esos nombres. Recuerda los nombres de las mujeres que te derrotaron.

Ulster resolló por la boca, pero se estaba retorciendo de risa, no de miedo. Ya había visto antes esa mirada, en su padre, en Butch, en Landry y en Bubba Keller. Se estaba divirtiendo. Se estaba riendo de ella.

«De acuerdo, muñeca. Y ahora lárgate».

Amanda estaba encima sobre la camilla; podía haberse echado encima de Ulster, como él un rato antes.

—No lo verás nunca.

Ulster parpadeó cuando ella le escupió a los ojos.

—Jamás lo verás. Y te juro por Dios que nunca sabrá lo que hiciste.

La sonrisa de Ulster no desapareció. Respiró profundamente. Con voz ahogada, dijo:

—Ya lo veremos.

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