Criminal

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Capítulo veintidós

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No se sentía así, en efecto. ¿Iría una Mandy a prisión para poner nervioso a un proxeneta? ¿Se enfrentaría una Mandy a los más chulos y los llamaría de todo?

—¿Sabes una cosa? Cuando Hodge nos envió por primera vez a ese sitio, te temía.

Amanda no tuvo que preguntarle los motivos. Si había aprendido algo esa semana, es que el nombre de Wagner no jugaba a su favor.

—Pero eres fantástica. Si hay algo bueno que he sacado de todo esto, es nuestra amistad.

Amanda llevaba toda la noche evitando llorar, así que se limitó a asentir.

Evelyn le apretó la mano.

—Yo no tengo muchas amigas. Amigas de verdad.

—Cuesta trabajo creerlo.

—Solía tenerlas. —Se pasó los dedos por el pelo—. Bill y yo íbamos a muchas fiestas los fines de semana. Dos o tres. A veces incluso cuatro. —Soltó un prolongado suspiro—. Todo el mundo pensó que era muy divertido que ingresase en el cuerpo, pero, cuando vieron que no estaba dispuesta a darme por vencida, nos dejaron de hablar. No quería dedicarme a intercambiar recetas ni a organizar ventas de tartas. No podían entender que quisiera realizar el trabajo de un hombre. Deberías oír hablar a mi suegra sobre el tema. —Se rio con arrepentimiento—. Este trabajo te cambia. Cambia tu forma de pensar, el modo de ver el mundo. No me importa lo que digan. Nosotras somos policías, y vivimos y sentimos este trabajo tan intensamente como ellos.

—No creo que veas a Butch y a Landry en la calle a estas horas.

—No, probablemente estarán en su casa con su familia.

Amanda lo puso en duda.

—Yo más bien diría con sus queridas.

—Mira, ahí está.

Vieron a Ulster cerrando la puerta principal del edificio. La oscuridad no le favorecía. Era un hombre enorme. Amanda no podía imaginar a nadie resistiéndose a semejante fuerza.

Miró hacia la calle. Amanda y Evelyn se agacharon, pero él no pareció ver la camioneta roja. Si lo hizo, no le prestó demasiada atención. Hasta cierto punto, el coche, con los juguetes del niño en el asiento trasero y las ceras aplastadas en la alfombrilla, era el escondite perfecto.

Amanda contuvo el aliento mientras esperaba que volviera a aparecer. Parecieron horas, pero solo transcurrieron unos minutos cuando Evelyn dijo:

—Aquí viene.

La furgoneta verde giró en Juniper. Siguieron agachadas mientras pasaba por su lado. Evelyn giró la llave de contacto. El motor petardeó, y luego arrancó. Le dio a la manecilla para asegurarse de que las luces frontales estaban apagadas, luego sacó el morro a la calle y, lentamente, se colocó en el carril contrario.

—Vas mejorando —dijo Amanda.

—Gracias —masculló Evelyn.

En la calle Juniper no había farolas, pero bastaba con la luz de la luna; cuando no podía ver, lograba descifrar el camino.

Ulster giró a la izquierda en Piedmont Avenue, y luego se dirigió hacia Bedford Pine. El hedor de Buttermilk Bottom invadió el coche, pero, aun así, dejaron las ventanillas abiertas.

—¿Adónde va? —preguntó Evelyn.

Amanda negó con la cabeza. No tenía la menor idea.

La furgoneta frenó en el último minuto y giró bruscamente en Ralph McGill.

—Corta por Courtland —dijo Amanda.

Evelyn tuvo que dar marcha atrás para girar.

—¿Crees que nos ha visto?

—No lo sé. —Aún llevaban las luces apagadas; el interior del coche estaba a oscuras—. Puede que solo esté tomando precauciones.

—¿Por qué iba a tomarlas? —preguntó Evelyn conteniendo la respiración. La furgoneta verde estaba delante de ellas—. Ahí está.

Siguieron al vehículo por Courtland. Era una carretera completamente recta, por lo que Evelyn se mantuvo a unos cien metros. Cuando la furgoneta torció en Pine, las luces del Crawford Long Hospital iluminaron el interior. Vieron el inconfundible cuerpo de Ulster. Evelyn redujo la velocidad, mirando hacia la calle antes de girar para seguirle. Las luces de la autopista dificultaban el seguimiento. Ulster giró en Spring Street.

—Evelyn —dijo Amanda.

—Ya lo he visto.

Lo siguieron por North Avenue, dejaron atrás el Varsity y pasaron por encima de la autopista. Se dirigía a Techwood.

—Coge mi radio —dijo Evelyn.

Amanda encontró el bolso de Evelyn en el asiento trasero. Notó el frío metal del revólver. Se lo dio a Evelyn, quien condujo con una mano mientras se colocaba el arma debajo de la pierna.

Amanda encendió la radio.

—¿Central?

No hubo respuesta.

—Central, es la unidad dieciséis. ¿Me oyen?

La radio hizo clic.

—Unidad veintitrés a unidad dieciséis —dijo una voz de hombre—. ¿Necesitáis ayuda?

Amanda sostenía la radio en la mano. Había llamado a comisaría, no a un cateto que estaba de patrulla.

—¿Me oye, dieciséis? —preguntó el hombre—. ¿Cuál es su localización?

Amanda habló con los dientes apretados.

—Techwood Homes.

—Repita, por favor.

Amanda separó las sílabas.

—Tech. Wood. Homes.

—De acuerdo. Perry Homes.

—Dios santo —exclamó Evelyn—. Cree que es una broma.

Amanda aferró la radio con todas sus fuerzas, deseando estampársela en la cabeza a aquel hombre. Puso el dedo en el botón, pero no lo pulsó.

—Amanda —masculló Evelyn en tono de advertencia.

La furgoneta verde no redujo para girar en Techwood Drive, sino que siguió recto, adentrándose en el interior del gueto.

—Esto no me gusta —dijo Evelyn—. No hay razón para que venga hasta aquí.

Amanda no se molestó en mostrar su acuerdo. Estaban en una parte de la ciudad en la que nadie, ya fuese blanco, negro, policía o delincuente, se atrevía a entrar de noche.

La furgoneta volvió a girar. Evelyn redujo la velocidad y tomó la curva, asegurándose de que no las viese. Vieron brillar un poco las luces traseras de la furgoneta. Ulster sabía adónde iba. Se movía lenta y estudiadamente.

Amanda lo intentó de nuevo con la radio.

—Central, la unidad dieciséis dirigiéndose al norte por Cherry.

El hombre de la unidad veintitrés respondió:

—¿Qué dices, dieciséis? ¿Que quieres que te desvirgue?

Se oyeron más clics; la radio tenía interferencias.

La operadora cortó el parloteo.

—Diez-treinta-cuatro, todas las unidades. Dieciséis, repita su diez-veinte.

—Es Rachel Foster —dijo Evelyn. Las mujeres de la central eran las únicas que podían poner fin a las estupideces. Evelyn cogió la radio—. Dieciséis dirigiéndose al norte por Cherry. Posible treinta-cuatro en una furgoneta Dodge color verde. Matrícula de Georgia… —Miró a la furgoneta y añadió—: Charlie, Victor, William, ocho, ocho, ocho.

—¿Verificado diez-veinte, unidad dieciséis? —dijo Rachel.

Amanda cogió la radio para que Evelyn pudiese conducir con ambas manos.

—Verificado Cherry Street, operadora. Dirigiéndonos al norte.

—¿Me estáis tomando el pelo? —dijo Rachel con tono seco. Conocía las calles mejor que la mayoría de los policías que estaban de patrulla—. ¿Dieciséis?

En el interior del coche se hizo el silencio. Ambas miraron la furgoneta verde que se adentraba en el gueto. ¿Acaso Ulster pretendía tenderles una trampa?

—¿Dieciséis? —repitió Rachel.

—Verificada dirección norte por Cherry.

Durante unos segundos, solo se oyó el ruido de la estática.

—Dadme cinco minutos —dijo Rachel—. Mantened vuestra localización. Repito, mantened vuestra localización.

Amanda puso la radio sobre su regazo. Evelyn continuó conduciendo.

—¿Por qué dijiste que la furgoneta posiblemente era robada? —preguntó.

—Porque lo que menos necesitamos es que el vaquero ese que está en la unidad veintitrés venga aquí con las luces y las sirenas encendidas.

—Quizá fuese lo más conveniente.

Amanda jamás había estado en esa parte de la ciudad, y dudaba que ninguna mujer blanca lo hubiese hecho. No había placas con el nombre de las calles, ni luces en el interior de las casas que alumbrasen ambos lados de la calle. Hasta la luna parecía brillar con menos intensidad en esa zona.

La furgoneta volvió a girar a la izquierda. El aire era de lo más denso. Amanda tuvo que respirar por la boca. En la calle había una hilera de coches hechos una chatarra. Si Evelyn seguía a Ulster, no habría forma de evitar que viera la camioneta. Al final, no lo necesitaron. Las luces de freno centellearon cuando se detuvo delante de una casa de madera. Al igual que en las demás, no se veía ninguna luz dentro. La electricidad era un lujo en esa parte de la ciudad.

—¿Están abandonadas? —preguntó Evelyn refiriéndose a las casas.

Algunas parecían entablilladas, y otras en tan mal estado que el techo se había caído.

—No lo sé.

Permanecieron sentadas en el coche. Ninguna de las dos sabía qué hacer. No podían echar la puerta abajo y entrar con las armas en la mano.

—Rachel debería habernos llamado por radio —dijo Amanda.

Evelyn continuaba con las manos en el volante. Ambas miraban la casa de Ulster. Una luz se encendió en una de las habitaciones de atrás, dibujando una línea blanca en la parte delantera de la furgoneta verde que estaba en la entrada.

—¿Pensarías que soy una cobarde si te digo que deberíamos llamar a la unidad veintitrés? —susurró Evelyn.

Amanda se había estado preguntando cómo hacerle esa misma pregunta.

—Él tipo le podría decir a Ulster que la furgoneta era robada.

—Y pedirle si podía mirar en el interior de la casa.

Y recibir un tiro en la cara. O en el pecho. O un puñetazo. O una puñalada. O recibir una paliza.

—Hazlo —dijo Evelyn.

Amanda presionó el botón de la radio.

—¿Veintitrés? —Solo se oía la estática. Incluso los clics habían desaparecido—. ¿Operadora?

—Joder —maldijo Evelyn—. Probablemente estemos en una bolsa. —Había puntos sin cobertura por toda la ciudad. Evelyn metió la marcha atrás—. Funcionaba en la última manzana. Vamos a…

Un gritó rompió el silencio. Fue un grito salvaje, terrorífico. El cuerpo de Amanda se estremeció y empezó a recorrerla un sudor frío. Todos los músculos se tensaron. El sonido despertó el primitivo instinto de salir huyendo.

—Dios santo —exclamó Evelyn—. ¿Ha sido un animal?

Amanda aún podía oír el grito retumbándole en los oídos. Jamás había oído algo tan aterrador en su vida.

De pronto, la radio empezó a funcionar.

—¿Dieciséis? Aquí la unidad veintitrés. ¿Reconsideran mi oferta?

—Gracias a Dios —susurró Evelyn. Presionó el botón, pero no tuvo tiempo de hablar.

El segundo grito atravesó el corazón de Amanda como un cuchillo. No era un animal. Era el grito desesperado de una mujer pidiendo ayuda.

—¿Qué demonios ha sido eso? —dijo una voz por la radio.

El bolso de Amanda estaba en el suelo. Lo agarró y sacó el revólver. Luego cogió la manecilla de la puerta.

El pie de Evelyn soltó el freno.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Para el coche. —Se estaba moviendo hacia atrás—. Páralo.

—Amanda, no puedes…

La mujer gritó de nuevo.

Amanda abrió la puerta. Se cayó al salir del coche y se golpeó la rodilla contra el asfalto. La media se le rasgó. Pero no había tiempo que perder.

—Llama a la unidad veintitrés. Llama a quien te dé la gana.

Evelyn le gritó que esperase, pero ella se quitó los zapatos y echó a correr.

La mujer volvió a gritar. Estaba en la casa. En la casa de Ulster.

Amanda aferró el revólver con fuerza mientras bajaba a toda prisa por la calle. Agitaba los brazos. Su visión se estrechaba. Se agazapó al girar en la entrada de la casa. La media se le había bajado hasta el talón. Se detuvo. La puerta principal estaba cerrada. La única luz procedía de la parte trasera.

Trató de recuperar el aliento, abriendo la boca y respirando profundamente. Pasó al lado de la furgoneta. Se puso en cuclillas para que nadie pudiera verla. La casa bloqueaba la luz de la luna y lo cubría todo de sombras. Apuntó con el revólver hacia delante, con el dedo en el gatillo, no en el lado, como le habían enseñado: pensaba dispararle a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Se volvió a oír otro grito. No era tan fuerte, pero sí más desesperado, más aterrador.

Amanda se irguió al aproximarse a la ventana. La luz atravesaba unas cortinas negras y gruesas. Podía oír los gemidos de la mujer cada vez que respiraba. Parecía maullar. Con suma cautela miró entre las cortinas. Vio un lavabo viejo, un fregadero y una cama. La mujer estaba allí, sentada. Su pelo rubio con vetas rojas. Estaba escuálida, salvo por su henchido vientre. La piel de los brazos y los hombros estaba cubierta de sangre. Tenía los labios y los párpados desgarrados de haberlos intentado abrir. La sangre le goteaba por cada centímetro de su cuerpo: la cara, el cuello, el pecho.

La chica gritó de nuevo, pero no antes de que Amanda oyese algo a su espalda.

Un zapato arrastrándose por el cemento.

Amanda empezó a girarse, pero una enorme mano la aferró por detrás.

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