Credo

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I. Dios Padre: Imágen de Dios y creación del mundo

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Dios Padre:

Imágen de Dios y creación del mundo

En clara disposición en seis capítulos trataré de mostrar cómo se pueden entender los doce artículos del credo tradicional: ese credo que, indudablemente, no se remonta a los apóstoles pero que está inspirado en el mensaje apostólico. El nombre de Symbolum Apostolorum y la historia de sus orígenes apostólicos sólo aparecen en los alrededores del año 400. No existe una versión completa hasta el siglo V, y fue sólo en el siglo X cuando el emperador Otón el Grande lo introdujo en Roma como símbolo del bautismo en sustitución del credo niceno-constantinopolitano. Pero debido a su carácter narrativo, de sencillo resumen de la fe cristiana sobre la base de la predicación apostólica, ha podido mantenerse hasta hoy tanto en la Iglesia católica como en las Iglesias de la Reforma. Por eso tiene también una función ecuménicamente relevante. Y, sin embargo, al hombre de hoy le viene inmediatamente la pregunta: «¿Es posible creer todo eso?».

1. ¿Es posible creer todo eso?

La vieja pregunta del bautismo es directa y personal: «¿Cree usted en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?». Ya esta primera frase del símbolo de la fe espera de nosotros que «creamos» en muchas cosas. «Dios» - «Padre» - «todopoderoso» - «creador» - «cielo y tierra»: nada de lo que expresan estas palabras es obvio hoy en día. Cada una de ellas necesita ser explicada, traducida a nuestro tiempo.

Ahora bien, el hombre no vive sólo a base de conceptos e ideas, sino de las imágenes que quedaron profundamente grabadas en él desde su juventud. Y la fe del hombre tampoco se mantiene viva a base sólo de dogmas, declaraciones y argumentos, sino de cada una de las grandes imágenes que le fueron inculcadas como verdades de la fe, y que no sólo se dirigen al intelecto y al discurso crítico-racional sino a la imaginación y a las emociones. La fe sería algo a medias si afectara sólo al entendimiento y a la razón del hombre y no al hombre completo, incluido el corazón.

Muchos hombres de hoy asocian la palabra Dios, Dios creador, no tanto a un concepto o una definición, sino a una imagen, una gran imagen clásica de Dios y del mundo, de Dios y del hombre. Los frescos, por ejemplo, que Miguel Ángel Buonarroti, a los treinta y cinco años escasos y habiendo trabajado hasta entonces únicamente como arquitecto y escultor, pintó, por encargo del papa Julio II della Rovere, en la gigantesca bóveda de la capilla del palacio papal, entre 1508 y 1512. Son unas imágenes únicas las que aparecen allí ante nosotros: únicas no sólo por la inaudita intensidad de la concepción artística total, por la aparente arquitectura que sustenta el conjunto, por la atrevida perspectiva y el monumentalismo de las figuras y por el fulgor de los recién restaurados colores. Únicas también por su contenido teológico: fue el mismo Miguel Ángel quien quiso representar —en lugar de los apóstoles que, sobre elevados tronos y en pintura de paños geométricos, deseaba el papa— la historia de la creación y la primitiva historia de la humanidad.

Lo que surgió carecía de precedentes. Si los primitivos pintores cristianos se habían limitado a representar a Dios mediante signos y símbolos, Miguel Ángel se atreve a lo que nadie se atreviera antes que él: a pintar, de manera directa y sugestiva, el proceso de la creación y el acontecer del primer día de la creación.

Dios Padre flotando en el espacio infinito y separando con majestuoso ademán la luz de las tinieblas.

Luego, en el inmenso fresco siguiente, Dios acercándose impetuosamente y creando en un solo instante el sol y la luna, de tal manera que en la misma escena se le ve ya de espaldas, alejándose vertiginosamente.

Después —tras la separación del mar y la tierra en la cuarta escena central (Miguel Ángel nunca se interesó por las plantas y los animales)— Dios se acerca volando, llevando en medio de un coro de ángeles la gentil figura de una Eva adolescente. Del dedo índice derecho de Dios salta la chispa de la vida a la mano inerte que le ofrece Adán.

Nadie, ni antes ni después, ha osado pintar tales imágenes, que aún no han sido superadas. Y sin embargo, aquí surgen de golpe las preguntas del escéptico hombre de hoy: «¿Hemos de creer todo eso así? ¡Sobre todo esos legendarios relatos de la Biblia sobre una creación que se llevó a cabo en seis días, sobre un Dios allá arriba, en los cielos, super-hombre y super-padre, de aspecto perfectamente masculino y, además, omnipotente! ¿No exige de nosotros la profesión de fe que nos despojemos del pensamiento crítico al entrar en la Iglesia?».

Concedido: no vivimos ya en la época de Miguel Ángel, quien, por cierto, en sus años tardíos relativizó extraordinariamente el arte en aras de la religión; no vivimos tampoco en los tiempos de Lutero y Melanchton, quienes tuvieron en sus manos el libro verdaderamente revolucionario del canónigo católico Nicolás Copérnico, sobre el sistema heliocéntrico del universo y —por contradecir claramente a la Biblia— lo rechazaron, aunque sin procesar a Copérnico, como procesaron los papas más tarde a Galileo. Aproximadamente 400 años después de Copérnico, 300 años después de Galileo, 200 años después de Kant y 100 años después de Darwin (todos ellos condenados por un «magisterio» romano incapaz de aprender) tengo clara conciencia de que cada palabra, literalmente, del «Símbolo de los Apóstoles» tiene que ser traducida al mundo postcopernicano, postkantiano, y también postdarwinista y posteinsteiniano, del mismo modo que cada vez que hizo su irrupción una nueva época —Alta Edad Media, Reforma, Ilustración— otras generaciones pasadas tuvieron que comprender ese mismo credo de una forma nueva. Y desgraciadamente: cada una de las palabras del credo —empezando por la palabra «creo» y por la palabra «Dios»— ha sido también mal entendida, mal aplicada e incluso profanada en el transcurso de los siglos.

Y sin embargo ¿hemos de desechar por eso las palabras del credo? ¡Fuera eso, al montón de basura de la historia! ¡No! Lo que debemos hacer es renovar teológicamente, pieza por pieza, los fundamentos y tomar en serio las preguntas escépticas del hombre contemporáneo. Porque el credo da por supuesto, con excesiva obviedad, lo que bajo las condiciones modernas habría que demostrar: que hay una realidad trascendental, que Dios existe. ¿Pero demostrarlo? ¿Es que «creer» quiere decir «probar»?

2. ¿Qué significa «creer»?

Admitido: los enunciados de la fe no tienen el mismo carácter que las leyes matemáticas o físicas. Su contenido no puede ser demostrado, ni como en las matemáticas ni como en la física, por evidencia directa o por el experimento ad oculos. Pero la realidad de Dios tampoco sería la realidad de Dios si fuese tan visible, aprehensible, comprobable empíricamente, si fuese verificable experimentalmente o deducible matemática y lógicamente. «Un Dios que existe no existe», dijo una vez con razón el teólogo evangélico y miembro de la Resistencia Dietrich Bonhoeffer. Pues Dios —entendido en lo más profundo y último— no puede ser nunca simple objeto, cosa. Si lo fuese, no sería Dios. Dios sería entonces el ídolo de los hombres. Dios sería un existente entre existentes, y el hombre podría disponer de él, aunque sólo fuese intelectualmente.

Dios es por definición el indefinible, el ilimitable: una realidad literalmente invisible, inconmensurable, inaprehensible, infinita. Es más: Dios no es una dimensión de nuestra realidad pluridimensional sino que es la dimensión «infinito», recónditamente presente en todos nuestros cálculos diarios, aunque no la percibamos…, excepto en el cálculo infinitesimal que, como es sabido, forma parte de las matemáticas superiores.

La dimensión «infinito», no sólo matemática, sino también real, ese campo de lo inaprehensible e inconcebible, esa invisible e inconmensurable realidad de Dios, no es racionalmente demostrable, por más que lo hayan intentado los teólogos y a veces también los científicos, contrariamente a la Biblia hebrea, contrariamente al Nuevo Testamento y contrariamente al Corán, libros todos ellos en los que la existencia de Dios no se demuestra nunca de modo argumentativo. Desde una perspectiva filosófica, Immanuel Kant tiene razón: nuestra razón pura, teórica, no llega tan lejos. Ligada al espacio y al tiempo no puede demostrar lo que está fuera del horizonte de nuestra experiencia espacio-temporal: ni que Dios existe ni —y esto suelen pasarlo por alto los ateos— que Dios no existe. Tampoco ha aportado nadie hasta ahora una prueba convincente de la no-existencia de Dios. Indemostrable no es sólo la existencia de Dios, sino también la existencia de la nada.

Por eso rige lo siguiente: nadie está obligado racional-filosóficamente a suponer la existencia de Dios. Quien quiera suponer la existencia de una realidad meta-empírica «Dios», no puede hacer otra cosa que aceptarla sin más, prácticamente. Para Kant, la existencia de Dios es un postulado de la razón práctica. Yo prefiero hablar de un acto del hombre entero, del hombre dotado de razón (Descartes) y de corazón (Pascal), más exactamente: de un acto de confianza razonable que, si no tiene pruebas rigurosas, sí dispone de buenas razones; del mismo modo que esa persona que, tras ciertas vacilaciones, acepta con amor a otra persona, sin tener, en rigor, pruebas estrictas de esa confianza suya, pero sí —salvo en los casos de un fatídico «amor ciego»— buenas razones. Mas la fe ciega puede tener consecuencias tan desastrosas como el amor ciego.

La fe del hombre en Dios no es, por tanto, ni una demostración racional ni un sentir irracional ni un acto de decisión de la voluntad, sino una confianza fundada y, en ese sentido, razonable. Ese confiar razonadamente, que no excluye el pensar, preguntar y dudar y que concierne a un mismo tiempo al entendimiento, a la voluntad y al sentimiento, es lo que se llama, en sentido bíblico, «creer». No una simple aceptación de la verdad de ciertas proposiciones, sino un compromiso del hombre, del hombre entero, primariamente no con esas proposiciones sino con la realidad misma de Dios. Es la distinción que ya hizo el gran Doctor de la Iglesia latina Agustín de Hipona: no sólo un «creer algo» (aliquid credere), ni sólo un «creer a alguien» (credere alicui), sino «creer en alguien» (credere in aliquem).

Es eso lo que significa la palabra «credo»: «creo»

no en la Biblia (digo esto contra el biblicismo protestante), sino en aquel de quien da testimonio la Biblia;

no en la tradición (digo esto contra el tradicionalismo ortodoxo oriental), sino en aquel que es transmitido por la tradición;

no en la Iglesia (digo esto contra el autoritarismo católico-romano), sino en aquel que es objeto de la predicación de la Iglesia; —o sea, y ésta es nuestra confesión ecuménica:

credo in Deum

: creo en Dios.

Ni el símbolo de la fe es tampoco la fe misma sino sólo expresión, formulación, articulación de la fe; por eso se habla de «artículos de la fe». Y sin embargo el hombre contemporáneo me preguntará: «Quien sigue creyendo hoy en Dios ¿no invalida el espíritu de la Ilustración? ¿No vuelve a caer, lo quiera o no, en la Edad Media o, por lo menos, en la época de la Reforma? ¿No se olvida, no se reprime así toda la crítica de la religión que ha llevado a cabo la modernidad?».

3. ¿Sigue siendo válida la crítica de la religión de la época moderna?

No, no la he olvidado, esa crítica de la religión: la he estudiado durante años, con apasionamiento y, en verdad, no sin simpatía por los grandes representantes de esa corriente, desde Feuerbach, pasando por Marx, hasta Nietzsche y Freud. Tenían y tienen todos ellos demasiada razón en muchas cosas como para que hoy se los siga ignorando (o se los ignore de nuevo) impunemente. Pues si se analiza el perfil de la personalidad de ciertos piadosos «creyentes» —y desde luego no sólo creyentes cristianos— no será posible negar, con Ludwig Feuerbach, que la fe en Dios puede alienar y atrofiar al hombre al haber provisto el hombre a Dios de todos los tesoros interiores que él mismo posee. ¡Esos hombres que creen en Dios son demasiado poco humanos, demasiado poco hombres como para que los que no creen se contagien de esa fe en Dios! Sí, se puede comprender al republicano que fue Feuerbach cuando quería que los hombres, en lugar de candidatos al más allá, fuesen estudiantes de este mundo terrenal: en lugar de ayudas de cámara, religiosos y políticos, de la monarquía y de la aristocracia celestial y terrenal, ciudadanos conscientes de su propio valor.

Por otra parte, desde Feuerbach hemos aprendido dos cosas:

El hecho de que Dios sea solamente el reflejo, personificado y proyectado al exterior, del hombre, un reflejo sin contenido real, es algo que Feuerbach nunca pudo probar, sólo afirmar. Hoy hay un número incontable de personas que son ciudadanos de la tierra, libres y conscientes de sí mismos, precisamente por creer en Dios como fundamento y garantía de su libertad y de su emancipación.

El humanismo-sin-Dios también ha tenido con harta frecuencia consecuencias inhumanas, y en las terribles experiencias de nuestro siglo —dos guerras mundiales, Gulag, Holocausto, bomba atómica— muchas veces ha resultado ser bien corto el camino que lleva del humanismo sin Dios a la bestialidad.

Pero a esto cabe preguntar: lo dicho sobre esos hombres libres y conscientes de sí mismos que creen en Dios ¿no es aplicable todo lo más a las sociedades prósperas de occidente, pero no a un continente como Latinoamérica? ¿No se ha recurrido allí, y con razón, a las ideas de Karl Marx para analizar esas condiciones de vida inhumanas, imputables en buena parte a la religión y a la Iglesia? Marx quiso transformar la crítica del cielo en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política. Quien conozca las condiciones de vida inhumanas que imperan en los países latinoamericanos apenas podrá negar que el Dios de los cristianos, allí imperante, ha sido en gran parte el Dios de los que imperan: consolando con la esperanza en la otra vida, perturbando la lucidez de conciencia, adornando con flores las cadenas, en lugar de romperlas.

Entretanto, sin embargo, incluso los más doctrinarios se han rendido ante el hecho evidente de que, pese a lo acertado de sus análisis, las soluciones marxistas —supresión de la propiedad privada y socialización de la industria, la agricultura, la educación y la cultura han desembocado en una explotación sin precedentes de los pueblos y en una destrucción de la moral y de la naturaleza. Y, por otra parte, en una perspectiva de conjunto, esa desaparición automática de la religión que preveía Marx no ha llegado a realizarse. En lugar de la religión, ha sido la revolución, durante algún tiempo, el opio del pueblo: desde el Elba hasta Vladivostock, y también en Cuba, en Vietnam, en Camboya y en China. Pero ahora se ha visto que, desde Europa Oriental y la RDA, a través de Sudáfrica y hasta Sudamérica y las Filipinas, la religión no sólo puede ser un medio de consolación y de vanas promesas sino también —así fue ya en el movimiento norteamericano en pro de los derechos cívicos— un catalizador de la liberación social: y ello sin emplear la violencia revolucionaria, cuya consecuencia es el círculo vicioso del aumento de la violencia.

«Cierto», dirán, llegados a este punto, algunos coetáneos, «la fe en Dios puede catalizar la liberación exterior, social. ¿Pero la liberación, más urgente aún, interior, psíquica, la liberación del miedo, de la falta de madurez y libertad?». Lo admito: tenía plenamente razón Sigmund Freud cuando criticaba la prepotencia, el abuso de poder de las Iglesias, cuando criticaba las formas aberrantes de la religión, la ceguera ante la realidad, el autoengaño, las tentativas de evasión y la represión de la sexualidad, y cuando también criticó muy directamente la imagen autoritaria tradicional de Dios. Detrás de la ambivalencia de esa imagen de Dios se trasluce muchas veces la imagen, que se remonta a la primera infancia, del padre o de la madre, proyectada a la esfera metafísica, al más allá o al porvenir. E incluso todavía hoy, en familias religiosas, los padres siguen sirviéndose a veces de un justiciero Padre-Dios como método educativo para disciplinar a los hijos, lo que entraña a largo plazo consecuencias negativas para la religiosidad de los adolescentes. La fe en Dios aparece así como un retorno a las estructuras infantiles, como regresión a los deseos de la infancia.

Desde entonces, por otra parte, se ha comprobado que no sólo cabe reprimir la sexualidad sino también la religiosidad; que los deseos más remotos, más intensos, más urgentes, de la humanidad, deseos que, según Freud, constituyen la fuerza de la religión, no deberían ser descalificados como meras ilusiones; que en una época de desorientación general, en que muchos no le ven sentido a la vida, es precisamente la fe en Dios lo que puede ayudar a dar su pleno y definitivo sentido a la vida y a la muerte, y también, por otra parte, a encontrar normas éticas absolutas y una patria espiritual.

De ese modo, la fe en Dios puede tener, precisamente en el plano psíquico, una función no esclavizante sino liberadora, no perjudicial sino curativa, no debilitadora sino estabilizante.

De todo esto resulta claramente que quien hoy cree en Dios —definido por lo pronto, de manera general, como la realidad más real, trascendental-inmanente, que todo lo abarca y todo lo gobierna, en el hombre y en el mundo— no tiene por qué retroceder a la Edad Media ni a la Reforma ni a la propia infancia, sino que puede ser perfectamente un hombre de hoy entre hombres de hoy: justamente en la actual transición, dolorosamente lenta, a la postmodernidad.

He aquí, pues, resumida, mi respuesta a la crítica moderna de la religión:

La fe en Dios muchas veces ha sido y es, sin duda, autoritaria, tiránica y reaccionaria. Puede producir miedo, inmadurez, estrechez de miras, intolerancia, injusticia, frustración y abstinencia social, puede llegar a legitimar y a inspirar inmoralidad, abusos sociales y guerras en un pueblo o entre los pueblos. Pero:

La fe en Dios ha resultado ser otra vez, precisamente en los últimos años y de manera creciente, liberadora, humanitaria y orientada hacia el futuro. La fe en Dios puede propagar confianza en la vida, madurez, magnanimidad, tolerancia, solidaridad, compromiso creativo y social, puede fomentar la renovación espiritual, las reformas sociales y la paz mundial.

«¿Pero y esos puntos concretos de nuestro credo cristiano? ¿Cómo hay que entender, bajo las condiciones de la crítica moderna de la religión, que Dios es “creador” del cielo y de la tierra? ¿No se oponen los descubrimientos de la cosmología moderna a la fe en un creador?». Así preguntan muchos coetáneos.

4. Fe en la creación y cosmología: ¿una contradicción?

«En el inicio creó Dios el cielo y la tierra», así reza la primera frase de la Biblia. Este mundo tuvo, pues, un comienzo, fijado por un acto de Dios. Hay también muchos científicos que parten hoy del hecho de que el mundo no es eterno, que no carece de principio, sino que tuvo un inicio en el tiempo, un inicio que posiblemente coincidió con una explosión inicial. Pero ya estoy oyendo la objeción: «¿Quiere usted demostrar científicamente la afirmación bíblica de que Dios creó el mundo? El momento en que tuvo lugar ese Big Bang que, a juicio de relevantes investigadores, fue el inicio de nuestro universo, ¿lo identifica usted quizás con la creación del mundo a partir de la nada y por obra de la omnipotencia divina?».

El «modelo standard» (S. Weinberg) cosmológico sobre el origen del mundo, modelo basado en la teoría del Big Bang, se ha visto confirmado muy recientemente de manera espectacular. Ya en 1929, el físico norteamericano Edwin P. Hubble, basándose en los corrimientos hacia el rojo, hallados por él, de las líneas espectrales de las galaxias (sistemas de vías lácteas), había concluido que nuestro universo seguía expansionándose. Según eso, las galaxias que están fuera de la Vía Láctea se alejan de nosotros con una velocidad proporcional a la distancia que las separa de nosotros. ¿Desde cuándo? Desde la eternidad no es posible. Tiene que haber habido un inicio en el que toda radiación y toda materia estuvieran comprimidas en una casi indescriptible bola de fuego primigenia, de proporciones mínimas y de densidad y calor máximos. Con una gigantesca explosión cósmica, el Big Bang —a una temperatura de 100 000 millones de grados Celsius y una densidad aproximadamente 4000 millones de veces mayor que la del agua— debió comenzar hace casi 15 000 millones de años la expansión isomorfa e isótropa, que dura hasta hoy, del universo.

Ya en los primeros segundos debieron formarse, a partir de fotones sumamente ricos en energía, partículas elementales pesadas (protones, neutrones) y otras ligeras (electrones, positrones), los elementos constitutivos de los átomos. Más tarde, mediante procesos nucleares, fueron surgiendo, de protones y neutrones, núcleos de helio y, otros cientos de miles de años después, átomos de hidrógeno y de helio. Fue sólo mucho más tarde —al ceder la presión de los cuantos de luz, en su origen altamente energéticos, y tras el posterior enfriamiento cuando, mediante la gravitación, el gas pudo condensarse en masas compactas y, finalmente, tras lenta y progresiva densificación, en galaxias y constelaciones… La radiación de radio en un espacio de decímetros y centímetros (radiación cósmica de microondas o de fondo), descubierta por A. A. Penzias y R. W. Wilson en 1964, no sería, según eso, sino el residuo de aquella radiación cósmica, extraordinariamente caliente, ligada al Big Bang, que mediante la expansión del universo pasó a ser una radiación de muy baja temperatura, un eco del Big Bang, por así decir. En abril de 1992 se consiguió por primera vez, con ayuda del COBE, el satélite norteamericano de investigación, medir en un sistema espacio-temporal las huellas de aquellas diminutas y primitivas estructuras, salidas del primer proceso explosivo y de las cuales se formaron finalmente las galaxias: o sea, las estructuras más grandes y más antiguas (oscilaciones de densidad en la primitiva sopa cósmica energética) surgidas 300 000 años después del Big Bang.

¿Anda Miguel Ángel tan descarriado, entonces? ¿Y no tendrá razón la Biblia? «Y dijo Dios: Hágase la luz. Y se hizo la luz. Y Dios vio que la luz era buena… un primer día» (Gn 1,3 s.): ¿No demuestra inequívocamente la teoría de la explosión inicial que es verdad la creación del mundo? ¿No tiene ese súbito acto creador algo semejante a una explosión inicial, infinitamente más grandiosa de lo que pudieron imaginar en su época los escritores bíblicos e incluso Miguel Ángel? Según aquella teoría, el Big Bang tuvo lugar hace mucho tiempo, pero tiempo finito. El mundo tendría, pues, un comienzo, una edad determinada: unos 15 000 millones de años. Y nuestro planeta, por su parte, estaría formado a base de nebulosas de polvo cósmico, en el extremo de uno de los 100 millones de sistemas galácticos, hace aproximadamente 5000 millones de años. Así es, las últimas mediciones fijan la edad del sistema solar, nacido de una nebulosa espiral, condensada, de gas y polvo, de la que también surgió nuestra prototierra, en 4500 millones de años [1].

Esta teoría, sin embargo, tiene un pero: aún no se ha podido aclarar si la expansión del universo continuará indefinidamente o si cesará una vez para iniciar después otra vez un proceso de contracción. Esto sólo se decidirá a partir de otras observaciones, por las que también sabremos si el universo es abierto o cerrado, es decir, si el espacio cósmico es infinitamente grande o si tiene un volumen limitado. Como es sabido, con anterioridad a la teoría del Big Bang Albert Einstein había desarrollado un nuevo, pero todavía estático modelo del universo que divergía totalmente de la física clásica de Newton: a partir de las ecuaciones de su teoría general de la relatividad, la gravitación se entiende como consecuencia de una curvatura del (no-accesible a los sentidos) «continuo espacio-tiempo», es decir, de un espacio numérico tetradimensional, formado, con geometría no euclídea, de coordenadas espacio-tiempo. Un universo curvado en el espacio, que tiene que ser concebido como ilimitado, pero que tiene un volumen limitado, de la misma manera que en el espacio tridimensional la superficie de una esfera tiene una superficie de contenido limitado, siendo sin embargo ilimitada.

Ya pronto, por razones de fe, representantes del materialismo dialéctico condenaron por «idealista» el modelo de Einstein de un universo espacial y temporalmente finito, pues parecía no confirmar su dogma de la materia infinita y eterna. Cuando más tarde, en los escritos apologéticos cristianos, se intentó cada vez más identificar el momento de la explosión inicial con la creación divina del mundo, los científicos no marxistas también empezaron a inquietarse: «Algunos investigadores más jóvenes —escribió el astrónomo alemán Otto Heckmann— se irritaron tanto por esas tendencias teológicas que decidieron sin más cegar su fuente cosmológica, creando la Steady State Cosmology, la cosmología del universo que se dilata pero que no cambia[2]». Mas esa teoría del universo estacionario presuponía una generación espontánea de materia y se presentaba como contradictoria; y, después del descubrimiento de la radiación cósmica de microondas, pero también, en los años sesenta, de los quásares y púlsares, esta teoría no tiene posibilidades de éxito.

Sin embargo, estoy oyendo otra vez la pregunta de los escépticos: «¿Así que usted está sosteniendo, de hecho, que las ciencias ratifican la afirmación bíblica de que el mundo fue creado por Dios?». No, eso no lo sostengo. Tienen razón los científicos cuando echan en cara a los teólogos el haberse servido tantas veces de Dios para suplir lagunas cósmicas, con el fin de explicar lo que aún no tenía explicación, contribuyendo así, por otra parte, a lo que el zoólogo Ernst Haeckel llamó cáusticamente, a principios de siglo, «el problema de la vivienda» de Dios. En efecto: con cada nueva explicación científica ¿no se vuelve Dios cada vez más superfluo y muere al cabo —como apuntó el filósofo inglés Anthony Flew— la muerte de mil reducciones?, ¿y van a replegarse los creyentes al resto aún no aclarado del mundo, para probar desde allí la existencia de un creador? No, el teólogo no puede hacer depender esa verdad de la fe que es la creación del mundo del estado casual de la física de partículas o de la biología molecular.

Pero también hay que decir, a la inversa, lo siguiente: a ningún filósofo o científico —por muy Premio Nobel que sea— le es lícito querer confirmar, partiendo de descubrimientos físicos o biológicos, su posición atea (la cual, por otra parte, tiene perfecto derecho a defender). En este punto le falta competencia, más aún, en este punto se traspasan los límites, observados por Kant, de la razón pura. En este contexto, tiene que dar que pensar el hecho de que la física atómica y la astrofísica aún no hayan resuelto o quizá no puedan resolver («Origins», una serie de entrevistas a relevantes cosmólogos publicada con este título en 1990, lo demuestra[3]) enigmas bien elementales de los orígenes: ¿por qué comienza el cosmos no con un caos sino con un estado inicial de asombroso orden?, ¿por qué vienen dadas ya desde la explosión inicial, a la que debemos energía y materia, pero también espacio y tiempo, todas las constantes de la naturaleza (por ejemplo la velocidad de la luz) y determinadas leyes de la naturaleza?, ¿por qué reinan en todo el cosmos las mismas condiciones físicas (temperatura)?, ¿por qué el cosmos no pasa ya al principio, conforme a la ley física de la entropía, de un estado de relativo orden al caos?

En lugar de ponerse de malhumor por no poder explicar el instante preciso de la creación (la primera billonésima de segundo, por así decir), los cosmólogos deberían afrontar, con toda racionalidad, la siguiente pregunta: ¿Qué había «antes» del Big Bang? Más exactamente: ¿Cuál fue la condición que hizo posible el Big Bang: de energía y materia, de espacio y tiempo? Aquí, evidentemente, la pregunta cosmológica se convierte en pregunta teológica, situada más allá de los límites de la razón pura, pasando a ser, también para el cosmólogo, la pregunta decisiva. Por eso, volvemos a plantear la pregunta, que ahora puede tener una respuesta constructiva:

5. ¿Creer en un Dios creador en la era de la cosmología?

Cuando preguntamos por la causa de las causas, por la causa primera y creadora que llamamos Dios, Dios creador, no sólo preguntamos por un acontecimiento único inicial, sino que estamos planteando la pregunta de cuál es la relación básica de Dios y mundo. La creación continúa, el acto creador de Dios continúa. Y sólo cuando desechamos ideas modernas, ya superadas, sobre un «Dios sin vivienda» o un «universo absurdo», podemos barruntar algo de la grandiosidad de esa creación continua. En cuanto a ese comienzo del mundo de que habla la Biblia y que el Símbolo de los Apóstoles da por supuesto, puedo ahora, respaldado por la actual exégesis bíblica, resumir mi respuesta en pocas frases:

1- Para nuestra comprensión del mundo y para nuestra propia autocomprensión (también desde un punto de vista teológico) no tiene escasa importancia el hecho de que (desde una perspectiva científica) nuestro universo esté posiblemente limitado en el espacio y en el tiempo; ello confirma la evidencia de la limitación de todo lo que existe. Pero también es válido, a la inversa, lo siguiente: si el mundo fuese infinito, tampoco podría poner límites al Dios infinito, que está en todas las cosas. Es decir: la fe en Dios es compatible con distintos modelos del universo. Y los apologistas teológicos van tan errados como sus adversarios antiteológicos.

2- Sin embargo, la pregunta de cuál es el último origen del mundo y del hombre —¿qué había antes de la explosión inicial y antes del hidrógeno?— sigue siendo una pregunta que el hombre no puede soslayar y que lleva directamente a la pregunta fundamental (según Leibniz y Heidegger) de la filosofía: ¿Por qué hay algo y no, al contrario, nada? El científico, que carece de competencia más allá del horizonte de la experiencia, no puede responder a ella; pero —porque le resulte molesta (como también muchas veces al filósofo)— no debe rechazarla por inútil o incluso absurda. ¿Quién podría demostrar que no tiene sentido preguntar justamente por el sentido de la totalidad?

3- El lenguaje de la Biblia no es un lenguaje científico, que describe hechos, sino un lenguaje metafórico. La Biblia no quiere dar fe de determinados hechos científicos, quiere interpretarlos. Los dos relatos bíblicos sobre la creación —el primero escrito hacia el año 900 y el segundo hacia el 500 a. C.— no informan sobre los orígenes del universo en el sentido moderno, científico. Pero, eso sí, dan un

testimonio

de fe sobre su origen último, que las ciencias de la naturaleza no pueden ni confirmar ni refutar. Y ese testimonio reza: en el inicio del mundo no hay azar ni arbitrariedad, no hay demonio ni energía ciega, sino Dios mismo, sus buenos designios para con el mundo. Ese Dios no debe ser entendido ni como el gran arquitecto ni como el hábil relojero que todo lo ensambla desde fuera a la perfección, determinando totalmente su orden.

4- La afirmación de que Dios ha creado el mundo «

de la nada

» no es un enunciado científico sobre un «falso espacio vacío» con «fuerza de la gravedad negativa», pero tampoco implica la autonomía de la nada (un espacio negro y vacío, por así decir) antes o al lado de Dios, sino que es la expresión teológica de que el mundo y el hombre, junto con el espacio y el tiempo, se deben sólo a Dios y a ninguna otra causa.

5- El testimonio de fe de los relatos bíblicos de la creación y asimismo los frescos de Miguel Ángel responden, con imágenes y metáforas de su tiempo, a preguntas que también para el hombre de hoy son irrecusables, unas preguntas a las que las ciencias de la naturaleza, con su método y su lenguaje, no pueden dar respuesta. Y éste es el mensaje de la primera página de la Biblia:

El Dios bueno es el origen de todo lo que existe.

Dios no compite con ningún principio contrario malo o demónico.

El mundo, en su conjunto y en detalle, incluida la noche, la materia, los animales inferiores, el cuerpo humano y la sexualidad, son fundamentalmente buenos.

La creación del Dios bueno implica de por sí la benigna dedicación de Dios al mundo y al hombre.

El hombre es, pues, la meta del proceso creador, y precisamente por eso tiene a su cargo el cuidado del mundo que le rodea, de la naturaleza.

Con esto ha quedado claro que creer en un Dios creador del cielo y de la tierra, o sea, del universo entero, no significa decidirse por uno u otro modelo del universo, por una u otra teoría cósmica (ya sean verdaderas o falsas). Pues cuando hablamos de Dios estamos tratando de la condición previa a todos los modelos del universo y al universo mismo. Por tanto, creer en Dios, creador del cielo y de la tierra, no significa creer en unos mitos de tiempos remotos, ni tampoco significa aceptar la actividad creadora de Dios tal y como la pintó Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. Aquí no hay cabida para la imaginación. Y las imágenes no son ni más ni menos que imágenes.

Creer en el creador del mundo significa aceptar, con esclarecida confianza, que el mundo y el hombre no quedan sin explicar en su causa última, que el mundo y el hombre no han sido arrojados absurdamente de la nada a la nada, sino que, en su totalidad, están plenos de sentido y de valor, que no son solamente caos sino cosmos: porque tienen en Dios —su causa última, su autor, su creador— una primera y última seguridad. Y esta idea capital también se ve expresada en las imágenes del gran Miguel Ángel. Respecto al principio de todos los principios, al origen de todos los orígenes, podemos, por tanto —pues aquí se trata de Dios mismo—, servirnos de esa palabra aplicada tan abusivamente por los teólogos a todo lo irracional: la palabra mysterium: «Dios como misterio del mundo» (Eberhard Jüngel).

Sin embargo, es importante saber que nadie me impone por la fuerza esa fe. Yo puedo decidirme por ella con toda libertad. Pero, una vez que me he decidido, esa fe transforma mi posición en el mundo, transforma mi posición frente al mundo: fortalece mi confianza básica en esta tan ambivalente realidad y concreta mi confianza en Dios. No obstante, la pregunta por el Deus creator et evolutor está necesitada de una respuesta más detenida, sobre todo con vistas a los últimos resultados de la biología. No es posible soslayar la siguiente pregunta, tan importante para el hombre de hoy: «¿Cómo fue el origen de la vida?».

6. La transición a la vida: ¿una intervención del Dios creador?

Dios, hombre y mundo tienen que ser vistos hoy —la teología escolar ha allanado exteriormente, pero no solventado, el conflicto con las ciencias de la naturaleza— a la luz de la evolución. Todavía en 1950, en la encíclica Humani generis, Pío XII quería obligar a la Iglesia y a la teología a afirmar que la humanidad entera había salido de una primera pareja humana, con el fin evidente de mantener la interpretación literal del relato bíblico del pecado original. Estado original perfecto-pecado-redención: ¿tres etapas históricas? Como si no hubiera que distinguir aquí también entre expresión lingüística, símbolos, formas de expresión y la cosa en sí. Como si el capítulo tercero del Génesis (el relato sobre la caída del hombre) no se refiriese, en lugar de a una sola primera pareja de hombres, al hombre en general. Como si hubiese habido alguna vez un mundo sin instintos y sin muerte, sin devorar y sin ser devorado.

De la cosa en sí, de la implicación de todos los hombres en la culpa y en el pecado, se hablará más tarde. Pero la idea —que no se halla ni en la Biblia hebrea ni en el Nuevo Testamento, sino que fue propagada por el Padre de la Iglesia san Agustín— de un pecado original hereditario[4] transmitido mediante procreación sexual (por lo que deberían ser bautizados los recién nacidos) ya no se puede mantener, aunque sólo sea por el hecho de que nunca existió una pareja humana que pecase por toda la humanidad. El teólogo Karl Schmitz Moormann, especialista en Teilhard de Chardin, tiene razón cuando dice: «La teoría clásica de la redención es prisionera de una visión estática del mundo en la que al principio todo era bueno y en la que el mal no llegó al mundo sino a través del hombre. Esa visión tradicional de la redención como reconciliación y rescate de las consecuencias de la caída de Adán es absurda para todo aquel que conozca el trasfondo evolutivo de la existencia humana en el mundo actual[5]».

Por otra parte, a muchos coetáneos les causa menos dificultades el relato bíblico de la creación, el trabajo de seis días (entendido ya muy metafóricamente), que la ulterior historia de la salvación (que Miguel Ángel sólo trató someramente) y los milagros bíblicos. He aquí sus dificultades: ¿no es la historia del mundo, desde el principio hasta el fin, una evolución coherente, lógica, en la que todo se rige por la ley —terrenal— de causa y efecto y cada paso sigue claramente al anterior?, ¿dónde queda ahí la posibilidad de una intervención especial, de un «entrometimiento de Dios?».

Precisamente en lo relativo a los orígenes de la vida, la biología de las últimas décadas se ha apuntado tan sensacionales éxitos que hoy se puede afirmar que la teoría de la evolución de Darwin está fundamentada físicamente —no sólo en el plano de la célula viva, sino de la molécula— y comprobada experimentalmente: mediante la biología molecular, que viene a ser, desde mediados de siglo, como la nueva base de la biología. Darwin ya manifestó su esperanza de que un día se pudiese comprobar que el principio de la vida es parte o resultado de una ley general. Pero lo que parecía un sueño hace pocos decenios se ha convertido en realidad: la biología molecular de nuestros días parece haber hallado esa ley. La biología sufrió así una revolución como poco antes la física con la mecánica cuántica.

Hoy sabemos que los portadores elementales de vida son dos clases de macromoléculas, a saber, ácidos nucleicos y proteínas. Las cadenas de moléculas de los ácidos nucleicos (ADN, ARN), sobre todo en el núcleo de la célula, constituyen la central que todo lo dirige. Contienen, en cadena, todo el plan de formación y de funcionamiento de cada uno de los seres humanos, un plan que está en clave (un «código genético» que consta de sólo cuatro letras) y es trasmitido de célula a célula, de generación en generación. Por su parte, las proteínas (estructuras múltiples de aminoácidos) reciben esa «información»: ellas son las que cumplen las funciones de la célula viva, funciones que les fueron encomendadas a través de esas instrucciones de formación y de funcionamiento. Así funciona, pues, así se propaga la vida: un mundo maravilloso en el plano más elemental, un mundo en que, en un espacio reducidísimo, las moléculas llevan a cabo los cambios ya muchas veces en una millonésima de segundo.

Pero, sea cual fuere la explicación que se dé a la transición a la vida, esa transición se basa en una autoorganización de la materia, de la molécula. Pues ésa es en realidad la causa del «ascenso» de la evolución, de formas primitivas a formas cada vez más elevadas, por lo que en lugar de teoría de la descendencia tendría que haber recibido el nombre de teoría de la ascendencia: ya a nivel de la molécula impera el principio, que Darwin comprobó por primera vez en el mundo de las plantas y de los animales, de la «selección natural» y de la «supervivencia de los más aptos», un principio que impulsa inconteniblemente hacia arriba la evolución a costa de las pocas moléculas aptas. Tras estos últimos descubrimientos de la biofísica, a la vista de esa materia que se organiza a sí misma, de una evolución que se regula a sí misma, no se ve por qué razón haría falta la intervención de un Dios creador: con esas condiciones materiales previas, el surgimiento de la vida es un acontecer que se desarrolla enteramente conforme a unas leyes internas; el paso de lo no vivo a lo vivo tuvo lugar de manera continua, o, más exactamente, de manera casi continua.

Se pone aquí de manifiesto la misma problemática que en la mecánica cuántica: falta de precisión, de nitidez, casualidad en los procesos aislados. Así, se echa de ver una curiosa ambivalencia: el proceso total de la evolución biológica está determinado, dirigido, por leyes, es necesario. Pero, sin embargo, muchas veces la evolución hacia formas más elevadas se ha hallado ante una encrucijada y muchas veces la naturaleza ha recorrido ambos caminos (por ejemplo, a un mismo tiempo, el que lleva a los insectos y el que lleva a los mamíferos). Es decir: los sucesos aislados son indeterminados, «casuales» en la sucesión temporal. Es decir: los caminos que sigue la evolución en cada caso individual no están fijados de antemano. Son casuales los súbitos y microscópicos cambios transmitidos por herencia (mutaciones), que, mediante un crecimiento o una elevación brusca, producen también en el terreno macroscópico cambios súbitos y nuevas formaciones. La vida se desarrolla, pues, según «el azar y la necesidad» (Demócrito). Ése es el título que Jacques Monod, biólogo y Premio Nobel francés, dio a su libro más conocido (1970), en el que el autor concede la prioridad decididamente al azar: «El puro azar, sólo el azar, la libertad ciega, absoluta, como base del maravilloso edificio de la evolución[6]». ¿Todo es, pues, casualidad? ¿Y por eso no existe la necesidad de un creador y conservador de ese edificio, como piensa Monod?

El biofísico alemán Manfred Eigen, también Premio Nobel, formuló la tesis contraria, compartida hoy en gran medida por los biólogos, en su libro El juego (1975), que lleva el subtítulo «Las leyes naturales dirigen el azar[7]». O, como escribe Eigen en el prólogo de la edición alemana de Monod: «Por mucho que la forma individual deba su origen al azar, el proceso selectivo y evolutivo es una necesidad ineludible.» Y no más. O sea, no una misteriosa «propiedad vital», inherente, de la materia, que determinará finalmente el curso de la historia. Pero tampoco menos: no «sólo azar[8]». ¿Así que Dios juega a los dados? «Ciertamente», responde, enlazando con Eigen, el biólogo de Viena Rupert Riedl, «pero siguiendo sus reglas de juego. Y sólo la distancia que media entre ambos extremos nos da sentido y libertad al mismo tiempo[9]». Entonces, continúa Riedl, como explicación de la evolución, de la «estrategia de la génesis», azar y necesidad, indeterminación y determinación, y hasta materialismo e idealismo son falsas alternativas.

La «teoría del caos» —las ciencias abstractas (y los medios de comunicación) sienten inclinación por los nombres dramáticos— tampoco cambia mucho en todo esto (pues, como es sabido, esa teoría también presupone un orden), la pregunta «¿Juega Dios a la ruleta?» (así se titula en alemán el ingenioso libro de Ian Stewart) debe recibir por tanto una respuesta análoga. La respuesta de ese matemático británico da qué pensar, sin embargo: «Un ser infinitamente inteligente con sentidos perfectos.» —Dios, el «entendimiento profundo» o Deep Thought— podría, en efecto, estar en situación de predecir exactamente cuándo se desintegrará un átomo y cuándo abandonará su órbita un determinado electrón. Pero nosotros, con nuestras limitadas facultades e insuficientes sentidos, jamás seremos capaces de dar en el quid[10]».

Pero aunque Dios juegue a los dados ajustándose a unas reglas, el hombre de hoy se sigue planteando la pregunta: «¿Juega aquí Dios a los dados? La materia que se organiza a sí misma, la evolución que se regula a sí misma, ¿no convierte en superflua la hipótesis de la existencia de Dios?».

7. ¿Fe en el creador en la era de la biología?

Ante todo, hay que puntualizar: —Una hipótesis sin fundamento sería —y en esto hay que dar la razón a Monod y a otros biólogos— postular la existencia de Dios a causa de la transición de la materia inerte a la biosfera o a causa de la indeterminación molecular; sería éste otra vez ese pobre Dios que sirve para rellenar lagunas. Pero una hipótesis sin fundamento es también excluir la existencia de Dios a causa de esos resultados de la biología molecular. Las ciencias de la naturaleza, lo mismo que no aportan pruebas de la existencia de Dios, tampoco postulan que el hombre «no necesita creer en Dios».

Por eso podemos ahora responder constructivamente a la pregunta «¿Creer en Dios creador en la era de la biología?». Al igual que el cosmólogo, el biólogo se halla ante una alternativa existencial:

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