Creatividad, S.A.
Epílogo: El Steve que nosotros conocimos
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Epílogo El Steve que nosotros conocimos
A finales de 1985 la división informática que yo dirigía en Lucasfilm andaba corta de pretendientes y, al parecer, se había quedado sin opciones. No había puesto los ojos en nosotros nadie que tuviera el mínimo interés en las imágenes generadas por ordenador. Habíamos recibido una prometedora oferta de General Motors, pero al final, esta nos dejó en la estacada. Entonces apareció Steve Jobs. Como ya he relatado anteriormente, fue más o menos por aquella época cuando uno de sus abogados nos llevó aparte durante una reunión y, en plan de broma, nos dijo que estábamos a punto de subirnos a la montaña rusa de Steve Jobs. Y vaya si lo hicimos. Realizamos con él un viaje apasionante, con sus correspondientes subidas y bajadas.
Trabajé estrechamente con Steve Jobs durante veintiséis años. Con respecto a todo lo que se ha escrito sobre él hasta la fecha, no creo que nada de ello haya logrado captar al hombre que yo conocí. Me molesta que todas las historias que circulan sobre él tiendan a centrarse en los rasgos extremos y en los aspectos difíciles y negativos de su personalidad. Irremediablemente todos los perfiles que se trazan de Steve lo describen como testarudo y autoritario, un hombre que se aferraba firmemente a sus propios ideales, negándose a rendirse o a cambiar, y que a menudo intimidaba a los demás para que se plegaran a sus deseos. Aunque muchas de las anécdotas que la gente relata sobre su conducta cuando era un joven ejecutivo probablemente sean ciertas, la imagen general está muy desenfocada. La realidad es que Steve cambió profundamente en los años en que yo le conocí.
Hoy en día se utiliza mucho la palabra genio, demasiado en mi opinión, pero aplicada a Steve, creo que estaba justificada. Y, sin embargo, al principio, cuando lo conocí, se comportaba frecuentemente de modo despectivo y brusco. Este es el aspecto de Steve sobre el que le gusta escribir a la gente. Soy consciente de que es difícil entender a las personas que se apartan tan radicalmente de la norma como lo hacía Steve, y sospecho que quienes se concentran en sus rasgos más extremos lo hacen porque en cierto modo resultan divertidos y reveladores. Pero hacer de ellos la clave de la personalidad de Steve es perderse lo más importante de la historia. Durante el tiempo en que trabajé con Steve no solo adquirió la experiencia práctica necesaria para dirigir dos empresas exitosas y dinámicas, sino que también aprendió a discernir cuándo había que dejar de apretar a la gente y cuándo seguir apretándola, sin destruirla. Se volvió más justo y más sabio y también comprendió mejor lo que significaba colaborar, en parte gracias a su matrimonio con Laurene y a su relación con sus hijos, a los que adoraba. Este cambio no le indujo sin embargo a abandonar su famoso compromiso con la innovación; más bien lo reforzó. Al mismo tiempo se fue transformando en un líder más amable y autoconsciente. Y creo que Pixar desempeñó un papel importante en esa transformación.
Recuerde que a finales de los años ochenta, cuando se fundó Pixar, Steve estaba dedicando la mayor parte de su tiempo a crear NeXT, la empresa informática que había puesto en marcha cuando le echaron de Apple. En Pixar ninguno de nosotros, ni siquiera Steve, sabía lo que estábamos haciendo. Steve se extralimitaba en las conversaciones iniciales con los clientes, que a veces funcionaban y otras no. En NeXT, por ejemplo, firmó un contrato de 100 millones de dólares que permitía a IBM utilizar el software de NeXT. La enorme cantidad de dinero, combinada con el hecho de que Steve no concedió a IBM derechos para obtener las siguientes versiones del software, induciría a pensar que NeXT había conseguido un acuerdo decisivo. Pero la verdad es que Steve se había extralimitado, su conducta provocó hostilidad y más tarde me dijo que había aprendido la lección.
En aquellos primeros días Steve presentía que en Pixar pasaba algo especial, pero le fastidiaba no ser capaz de averiguar qué era. Y mientras tanto, él seguía perdiendo dinero. Poseía un grupo de personas muy caro que estaba adelantado a su tiempo. ¿Podría seguir aguantando hasta que ese potencial floreciera? El problema era que no sabía si llegaría a hacerlo alguna vez. ¿Qué tipo de persona se arriesga a ello? ¿Lo haría usted?
Tendemos a considerar las emociones y la lógica como dos campos que se excluyen mutuamente. Pero no Steve. Desde el comienzo, cuando tomaba decisiones la pasión era una parte clave de sus cálculos. Al principio lo hacía de una manera desmañada, lanzando afirmaciones extremistas o escandalosas y desafiando a la gente para que respondiera. Pero en Pixar, aunque todavía nos faltaba mucho para ser rentables, esa agresividad se veía atemperada porque reconocía que nosotros sabíamos cosas sobre gráficos y sobre cómo contar historias que él desconocía. Respetaba nuestra determinación de ser los primeros en realizar un largometraje animado por ordenador. No nos decía cómo teníamos que hacer nuestro trabajo ni venía a imponernos su voluntad. Aunque no supiéramos cómo alcanzar la meta, nuestra pasión era algo que Steve reconocía y valoraba. Eso es lo que en última instancia nos unió a Steve, a John y a mí: la pasión por la excelencia; una pasión tan ardiente que estábamos dispuestos a discutir, pelear y permanecer juntos, incluso cuando las cosas se ponían terriblemente incómodas.
Recuerdo haberme quedado asombrado por la respuesta de Steve a la pasión cuando estábamos trabajando en nuestra segunda película, Bichos. Existía un desacuerdo interno en cuanto a la relación de aspecto de la película: la relación proporcional entre su anchura y su altura. En los cines las películas se proyectan en formato de pantalla panorámica, en el que la anchura de la imagen es más del doble de la altura; en las televisiones de la época, en cambio, la anchura de la imagen era solo un tercio mayor que la altura, más bien una forma cuadrada. Cuando haces una versión de vídeo de una película pensada para pantalla panorámica, que será proyectada en un monitor de televisión, o bien terminas con bandas negras en la parte superior e inferior de la pantalla, o bien cortas los lados de la imagen completamente, con lo cual ninguna de las dos proyecciones hace justicia a la película original.
En Bichos la gente de marketing estaba enfrentada a los realizadores. Estos optaban por el formato de pantalla panorámica porque en su opinión era lo adecuado para el visionado de la película en los cines, que consideraban más importante que la experiencia del visionado casero. Por considerar que los consumidores no estarían muy inclinados a comprar un vídeo con bandas negras en la parte superior e inferior de la pantalla, los de marketing sostenían que el formato panorámico supondría una reducción de las ventas de DVD. Steve, que no era un cinéfilo, coincidía con la gente de marketing en que saldríamos económicamente perjudicados si estrenábamos la película en pantalla panorámica. El debate en torno a la cuestión seguía sin resolverse cuando, una tarde, decidí llevar a Steve a recorrer las oficinas para que pudiera ver en acción algunos de los departamentos de Pixar, y terminamos en una sala llena de gente trabajando en la iluminación de una escena de Bichos. El diseñador de producción de la película, Bill Cone, estaba mostrando algunas imágenes en unos monitores que por casualidad eran de formato panorámico.
Al verlas, Steve intervino a su manera diciendo que era «de locos» hacer una película para pantalla panorámica. Bill tuvo el valor de volverse hacia él y explicarle por qué el formato panorámico era absolutamente fundamental desde un punto de vista artístico. A lo cual siguió un intenso tira y afloja. Yo no lo llamaría discusión, pero fue sin lugar a dudas una conversación acalorada que quedó inconclusa. Steve y yo continuamos nuestra ronda de visitas.
Más tarde Bill vino a verme con aspecto nervioso. «Oh, Dios mío —dijo—. He estado discutiendo con Steve Jobs. ¿La he fastidiado?»
«Al contrario —le dije—. Has ganado.»
Yo veía algo que Bill era incapaz de percibir: Steve había reaccionado a la pasión de Bill respecto a la cuestión. El hecho de que Bill estuviera dispuesto a defender lo que creía de forma tan convincente y bien expresada demostró a Steve que las ideas de Bill merecían respeto. Steve nunca más volvió a plantear la cuestión del formato.
No es que la pasión superara a la lógica en la mente de Steve. Era muy consciente de que las decisiones nunca deben estar basadas únicamente en emociones. Pero también sabía que la creatividad no era lineal, que el arte no era comercio y que insistir en aplicar la lógica del dinero era poner en peligro aquello que nos distinguía de los demás. Steve era consciente del valor de ambos términos de la ecuación, lógica y emoción, y la manera en que mantenía el equilibrio entre ambos era la clave para comprenderle.
A mediados de los años noventa se hizo evidente que Pixar, que llevaba alojada mucho tiempo en unos cuantos edificios atestados y decadentes de Point Richmond, en California, iba a necesitar un nuevo hogar. Había llegado el momento de construir una nueva sede, un lugar propio y adecuado a nuestras necesidades. Steve se dedicó a diseñarlo en persona y el magnífico edificio que ocupamos hoy es el resultado de todo ese trabajo. Pero no fue una tarea sencilla.
Los primeros bocetos de Steve estaban basados en algunas ideas peculiares que tenía sobre cómo forzar la interacción entre la gente. Durante una reunión del personal fuera de las instalaciones de la empresa convocada en 1998 para discutir estos planes, varias personas protestaron contra su intención de construir un único servicio para mujeres y otro para hombres. Steve cedió, pero estaba claramente decepcionado de que la gente no comprendiera lo que trataba de hacer: que la gente se conociera por necesidad. Al principio, Steve luchó por posibilitar esa experiencia mutua.
A continuación concibió un edificio independiente para cada película en producción; la idea era que cada equipo se beneficiaría de contar con su propio espacio delimitado, libre de distracciones. Yo no estaba tan seguro de ello, de modo que le pedí que me acompañara en un viaje por carretera.
Con Steve era mejor mostrar que decir, y por esa razón le convencí de que fuéramos al sur, a Burbank, a visitar el edificio de cuatro pisos de vidrio y aluminio de la avenida Thornton conocido como Northside. Disney Animation lo había ocupado en 1997, utilizándolo para alojar al equipo de su primera película animada en 3D, Dinosaurio, entre otros proyectos.
Pero el edificio era más conocido por haber albergado en los años cuarenta del pasado siglo a la Skunk Works, la división de alto secreto de Lockheed, que diseñaba aviones de combate a reacción, aviones espía y al menos un caza invisible. Me gustaba esa historia y el hecho de que el nombre de Skunk Works (Talleres Mofeta) proviniera de la tira cómica Li'l Abner que Al Capp publicaba en un periódico. En esa tira había una broma continua sobre un lugar misterioso y maloliente situado en lo más profundo del bosque llamado «los talleres de la mofeta» donde se fabricaba una potente bebida a partir de mofetas, zapatos viejos y otros extraños ingredientes.
Steve sabía que mi intención aquel día no era hablar sobre tiras cómicas ni sobre la historia de la aviación, sino enseñarle el edificio, un espacio agradable en el que trabajaban varios cientos de animadores en proyectos múltiples al mismo tiempo, bajo un único techo. Me gustaba la sensación que transmitían aquellos vestíbulos abiertos. Recuerdo que Steve fue crítico con muchas facetas de la distribución del edificio, pero después de una hora más o menos de dar vueltas por el lugar, me di cuenta de que había captado el mensaje: crear edificios separados para cada película provocaría el aislamiento. Vio directamente la manera en que la gente de Disney se beneficiaba de la distribución abierta de las plantas, compartiendo información e intercambiando ideas. Steve creía firmemente en el poder de los encuentros fortuitos; sabía que la creatividad no era una labor solitaria. Pero nuestro viaje a Northside contribuyó a aclarar esa idea. En una empresa creativa, separar a la gente en distintos departamentos, el proyecto A aquí, el proyecto B allí, etcétera, puede resultar contraproducente.
Después de ese viaje se reunió de nuevo con sus arquitectos y expuso los principios para construir un edificio único. Asumió la creación de la nueva sede de Pixar como una responsabilidad personal.
Ya conocerá usted el dicho: «Sus empleados son el activo más importante». Para la mayoría de los ejecutivos este dicho son simples palabras que se sacan a relucir para hacer que la gente se sienta bien y aunque se considere que son verdad, pocos líderes alteran su conducta o toman decisiones de acuerdo a ellas. Pero Steve lo hizo, asumiendo dicho principio y construyendo nuestra sede basándose en él. Todo el lugar estaba pensado para animar a la gente a mezclarse, reunirse y comunicarse, para apoyar nuestro trabajo cinematográfico mejorando nuestra capacidad de trabajar juntos.
En resumen, Steve se ocupó de todos los detalles de la construcción de nuestro nuevo edificio, desde los puentes de acero abovedados que atraviesan el patio central hasta el tipo de sillas de nuestras salas de visionado. No quería que se percibieran barreras, de manera que las escaleras eran abiertas y acogedoras. Quería que hubiera un único acceso al edificio para que todos nos viéramos cuando entrábamos. Teníamos salas de reuniones, servicios, una sala de correo, tres cines, una zona de juegos y otra de restaurantes, todo ello en el patio central (donde, hasta la fecha, todo el mundo se reúne para comer, jugar al ping-pong o ser informado por los líderes de Pixar sobre la marcha de la empresa). Todo ello dio como resultado un tráfico de personas que se tropezaban cada día, involuntariamente, lo cual producía un aumento de la comunicación y de los encuentros fortuitos. El edificio emanaba energía. Steve había concebido todo ello con la metalógica de un filósofo y la meticulosidad de un artesano. Creía en los materiales sencillos, magistralmente aplicados. Quería todo el acero visto, no pintado. Quería puertas de cristal al mismo nivel que las paredes. No es de extrañar que cuando se inauguró en el otoño de 2000, después de cuatro años de planificación y construcción, la gente de Pixar, que normalmente trabajaba durante cuatro años en cada película, le diera por llamar al edificio «la película de Steve».
Admito que hubo momentos en que me preocupaba que Pixar cayera presa de ese «complejo del edificio» por el que las empresas construyen relucientes sedes que son meras extensiones del ego de sus ejecutivos. Pero esa preocupación resultó completamente infundada. Desde el día en que nos mudamos, durante la semana de Acción de Gracias de 2000, el edificio se convirtió en un hogar extraordinario y fértil. Además, la imagen de Steve cambió en la mente de nuestros empleados; de ser siempre nuestro defensor se convirtió en parte integrante de nuestra cultura interna. El entorno estaba tan claramente relacionado con Steve que todo el mundo podía apreciar su singular aportación y su comprensión de la manera en que trabajábamos.
Esa apreciación fue una evolución positiva porque, como he dicho antes, al conocer a Steve, la gente normalmente tenía que acostumbrarse a su estilo. Brad Bird recuerda que en una reunión durante la realización de Los Increíbles, poco después de entrar a trabajar en el estudio, Steve hirió sus sentimientos al decir que el estilo gráfico de Los Increíbles se parecía al de «los sábados por la mañana», una referencia a las historietas de bajo presupuesto que Hanna Barbera y otros producían. «En mi mundo, eso es como decir “tu madre se va a la cama con cualquiera” —recuerda Brad—. Yo estaba furioso. Cuando terminó la reunión fui donde Andrew y le dije: “Tío, Steve acaba de decir una cosa que realmente me ha cabreado”. Y Andrew, sin preguntar siquiera qué había sido, contestó: “¿Solo una?”.» Brad logró comprender que Steve no estaba hablando como un crítico sino como un apasionado defensor. Con demasiada frecuencia, los superhéroes animados habían sido hechos con pocos medios y tenían un aspecto así; en eso Steve y Brad podían estar de acuerdo. Lo que él estaba diciendo es que Los Increíbles tenían que apuntar más alto. «Simplemente estaba diciendo que debemos demostrar que esto es algo más grande —dijo Brad—. Y eso resumía a Steve.»
Aunque fuera de Pixar nadie lo sabía, Steve desarrolló un vínculo sólido con nuestros directores. Al principio pensé que se debía a que él apreciaba sus capacidades creativas y de liderazgo y ellos, a su vez, apreciaban el apoyo y la visión que él les proporcionaba. Pero cuando me fijé mejor, me di cuenta de que compartían algo muy importante. Cuando los directores exponen una idea, por ejemplo, se implican totalmente, aunque una parte de ellos sepa que al final puede que no funcione en absoluto. Exponer ideas es una manera de probar el material, tomarle las medidas y, sobre todo, fortalecerlas, al observar cómo reacciona el público. Pero si la idea no funciona, son extremadamente aficionados a abandonarla y a pasar a otra cosa. Esta es una rara capacidad que Steve también poseía.
Steve tenía una notable tendencia a desechar cosas que no funcionaban. Si estabas discutiendo con él y le convencías de que tú tenías razón, instantáneamente cambiaba de idea. No se aferraba a ella porque antes la hubiera considerado brillante. Su ego no se aferraba a las sugerencias que él hacía, aunque las apoyara con todas sus fuerzas. Cuando Steve vio a los directores de Pixar hacer lo mismo, reconoció en ellos a almas gemelas.
Uno de los peligros de este planteamiento es que si estás exponiendo algo apasionadamente, tu propia exuberancia puede hacer que los demás se sientan reacios a responder con franqueza. Cuando alguien tiene una fuerte personalidad, los demás a veces se desaniman frente a la intensidad de su carácter. ¿Cómo se puede impedir que suceda esto? En una reunión, el truco consiste en desviar la atención del origen de la idea hacia la propia idea. La gente suele conceder demasiada importancia a su origen, y la acepta (o no la critica) porque proviene de Steve o de un director respetado. Pero Steve no estaba interesado en este tipo de reafirmación. Le recuerdo incontables veces lanzando ideas, algunas bastante estrafalarias por cierto, simplemente para ver el efecto que causaban. Y si no gustaban, sencillamente las desechaba. Esto es, en efecto, una manera de contar historias, buscando la mejor forma de encuadrar y comunicar una idea. Quienes no conocían a Steve malinterpretaban ese flujo de ideas como una defensa de las suyas propias. Y percibían equivocadamente su entusiasmo o insistencia como intransigencia u obstinación. Lejos de ello, lo que hacía era calibrar las reacciones ante sus ideas para ver si debía o no defenderlas.
Steve no suele ser descrito como un contador de historias y siempre tenía mucho cuidado en decir que no sabía nada acerca de hacer cine. Sin embargo, parte de esa relación con nuestros directores provenía del hecho de que conocía lo importante que era construir una historia que conectara con la gente. Esa era una cualidad que utilizaba en sus presentaciones en Apple. Cuando se ponía en pie frente al público para presentar un nuevo producto, comprendía que sería un comunicador más eficaz si contaba una historia, y cualquiera que le haya visto alguna vez podrá decir que eran actuaciones extraordinarias y cuidadosamente preparadas.
En Pixar Steve tenía la posibilidad de participar en la elaboración de las historias de otras personas, y creo que este proceso le ayudó a comprender mejor la dinámica humana. Había algo en el hecho de aplicar su intelecto a la emoción de una película —¿tenía sentido?, ¿resultaba creíble?— que le liberaba, y llegó a comprender que el éxito de Pixar dependía de que sus películas conectaran profundamente con el público. Teniendo en cuenta cómo se ha descrito su conducta en el pasado, se diría que hacer comentarios constructivos a un director vulnerable sobre una película todavía sin terminar no era algo que Steve pudiera hacer con delicadeza. Pero, de hecho, con el tiempo llegó a hacerlo muy bien. Pete Docter recuerda que Steve le dijo una vez que en su próxima vida regresaría como director de Pixar. No me cabe ninguna duda de que si lo hiciera sería uno de los mejores.
A medida que el verano daba paso al otoño de 2003, cada vez resultaba más difícil localizar a Steve. Era conocido por responder a sus correos electrónicos en cuestión de minutos, a cualquier hora del día y de la noche. Pero ahora le llamaba o le mandaba un e-mail y no obtenía respuesta. En octubre apareció por Pixar, lo cual era inusual a menos que hubiera una reunión de la junta directiva, ya que nos comunicábamos por teléfono. Cuando John y yo nos reunimos con él, Steve cerró la puerta y nos dijo que había tenido un dolor en la espalda que no se le iba. Su doctor le había mandado hacerse un TAC que reveló la existencia de un cáncer de páncreas. El noventa y nueve por ciento de las personas a las que se diagnostica este cáncer no están vivas al cabo de cinco años, nos dijo. Steve estaba dispuesto a luchar, pero sabía que podía no ganar.
En los siguientes ocho años, Steve probó una variedad aparentemente interminable de tratamientos, tanto tradicionales como experimentales. Mientras su energía iba decayendo, nuestra comunicación se volvió más escasa, aunque seguía llamando cada semana para ponerse el día, ofrecer consejos y expresar sus inquietudes. Durante este período John y yo fuimos en coche hasta Apple para almorzar con él. Después de comer, Steve nos llevó a una sala de seguridad donde Apple guardaba los productos más secretos y nos mostró un primer prototipo de una cosa llamada iPhone. Tenía una pantalla táctil que interactuaba con el usuario, haciendo que la navegación resultara no solo sencilla sino divertida. Al instante nos dimos cuenta de que los teléfonos que llevábamos en el bolsillo eran unos trastos antiguos. Estaba especialmente entusiasmado con él, dijo, porque su objetivo no era simplemente crear un teléfono para que la gente lo usara sino uno del que la gente se enamorara; un teléfono que mejorara sus vidas, tanto en la cuestión funcional como en la estética. Pensaba que Apple había logrado crear un dispositivo así.
Mientras salíamos de la sala de seguridad, Steve se detuvo en el pasillo y dijo que había elaborado una lista con tres cosas que quería hacer «antes de zarpar» —recuerdo que esas fueron las palabras que utilizó—. Una meta que le importaba mucho cumplir era lanzar el producto que nos acababa de enseñar junto con algunos otros que, en su opinión, garantizarían el futuro de Apple. La segunda era asegurar que Pixar siguiera teniendo éxito. Y la tercera y más importante era poner a sus tres hijos en el buen camino. Le recuerdo diciendo que esperaba estar presente cuando su hijo Reed, entonces en octavo curso, terminara el bachiller. Escuchar a este hombre, antes imparable, reducir sus esperanzas y ambiciones a un puñado de últimos deseos resultaba desgarrador, desde luego, pero recuerdo a Steve diciéndolo con total naturalidad. Parecía haber aceptado la inevitabilidad de su desaparición. Al final consiguió cumplir los tres objetivos.
Un domingo por la tarde de febrero de 2007 mi hija Jeannie y yo salimos de un coche y avanzamos por una larga alfombra roja donde nos dimos de bruces con Steve Jobs. Faltaban pocas horas para la 79 edición de los Oscars de la Academia, y para llegar hasta nuestros asientos los tres tuvimos que abrirnos paso a través de la multitud que se había congregado frente al Teatro Kodak de Hollywood. Cars había sido nominada como mejor película de animación y, como todos los aspirantes al premio, estábamos nerviosos. Pero mientras los tres tratábamos de caminar entre la muchedumbre, Steve miró todo aquel circo, los hombres y mujeres elegantemente vestidos, la melé de los entrevistadores de televisión, la legión de paparazzi, los mirones que chillaban, la fila de limusinas aparcadas en la acera, y dijo: «Lo que esta escena necesita en realidad es un monje budista prendiéndose fuego».
Es difícil ser objetivo. Trabajé con Steve durante más de un cuarto de siglo, más tiempo, creo, que ninguna otra persona, y presencié una trayectoria en su vida que no se corresponde con ninguno de esos retratos esquemáticos de incansable perfeccionismo que he leído en revistas, periódicos e incluso en su biografía autorizada.
El implacable Steve, el tipo grosero, brillante pero emocionalmente analfabeto que conocimos al principio, se convirtió en un hombre diferente durante las dos siguientes décadas de su vida. Todos los que conocimos a Steve nos dimos cuenta de esa transformación. Se volvió más receptivo no solo a los sentimientos de los demás, sino también a su valor como participantes en el proceso creativo.
Su experiencia con Pixar contribuyó a ese cambio. Steve aspiraba a crear cosas prácticas que también proporcionaran alegría; era su manera de hacer que el mundo fuera un lugar mejor. También eso formaba parte del orgullo que sentía por Pixar: porque creía que el mundo era mejor gracias a las películas que hacíamos. Solía decir que por muy brillantes que fueran los productos de Apple, todos terminarían en el vertedero. Pero las películas de Pixar vivirían para siempre. Creía, al igual que yo, que nuestras películas perdurarán porque tratan de profundizar en la vida, y encontraba belleza en esa idea. John habla de la «nobleza de entretener a la gente». Steve comprendió perfectamente esta misión, sobre todo hacia el final de su vida, y sabiendo que el entretenimiento no formaba parte de sus principales competencias, se sintió afortunado por haber participado en su proceso.
Pixar ocupó un lugar especial en el mundo de Steve, y su papel fue evolucionando a lo largo del tiempo que pasamos juntos. Durante los primeros años fue nuestro benefactor, el que pagaba las facturas para que no nos cortaran la luz. Más tarde se convirtió en nuestro protector, en un crítico constructivo a nivel interno pero nuestro más fiero defensor de puertas afuera. No hay duda de que pasamos juntos tiempos difíciles, pero gracias a esas dificultades logramos forjar un vínculo excepcional. Siempre he pensado que Pixar fue como un hijastro amado para Steve, concebido antes de que él entrara en nuestras vidas, tal vez, pero cuidado por él durante nuestros años de formación. En la década anterior a su muerte, fui testigo de cómo Steve cambió Pixar tanto como Pixar le cambió a él. Digo esto sabiendo que ningún segmento de una vida puede separarse del resto; por descontado que Steve siempre aprendió de su familia y de sus colegas de Apple. Pero había algo especial en el tiempo que pasaba con nosotros, intensificado contraintuitivamente por el hecho de que Pixar era una actividad secundaria. Su mujer y sus hijos fueron, sin lugar a dudas, lo más importante, y Apple, su primer y más conocido logro profesional; Pixar era un lugar en el que podía relajarse un poco y jugar. Aunque nunca perdió su vehemencia, vimos cómo desarrollaba su capacidad de escuchar. Cada vez sabía expresar más empatía, afecto y paciencia. Se convirtió en un auténtico sabio. El cambio que experimentó fue real y profundo.
En el capítulo 5 he mencionado que, por iniciativa mía, Steve no asistía a las reuniones del Braintrust. Pero a menudo presentaba comentarios escritos después de que las películas fueran visionadas por la junta directiva de Pixar. Una o dos veces por película, cuando se cernía una crisis sobre nosotros, aparecía indefectiblemente y decía algo que ayudaba a cambiar nuestra percepción y mejorar la película. Siempre que presentaba un comentario escrito, empezaba de la misma manera: «En realidad no soy un realizador de cine, así que pueden pasar por alto todo lo que digo…». Luego procedía, con asombrosa eficacia, a diagnosticar el problema con precisión. Steve se centraba en el problema, no en los realizadores, lo cual hacía que sus críticas fueran aún más valiosas. Si se detecta que la crítica ha sido formulada por motivos personales, es fácil de desechar. Pero no se podía ignorar la opinión de Steve. Cada película que él comentaba se beneficiaba de su perspicacia.
Y aunque al principio sus opiniones podían oscilar descontroladamente, y sus comentarios, resultar bruscos, se fue volviendo capaz de expresarse mejor y de ser más considerado con los sentimientos de los demás a medida que pasaba el tiempo. Aprendió a captar el ambiente, demostrando tener facultades que años antes yo no pensaba que poseyera. Algunas personas han dicho que se dulcificó con la edad, pero no creo que esa sea una descripción adecuada de lo que pasó; es demasiado pasivo, como si se hubiese limitado a soltar las riendas. La transformación de Steve fue activa. Siguió comprometiéndose; simplemente cambió la forma de hacerlo.
Hay una frase que muchos han utilizado para describir el don que tenía Steve para conseguir lo imposible. Steve, dicen, empleaba un «campo de distorsión de la realidad». En su biografía de Steve, Walter Isaacson le dedicó todo un capítulo a esto, citando a Andy Hertzfeld, miembro del equipo Mac original en Apple, que decía: «El campo de distorsión de la realidad era una confusa mezcla de estilo retórico carismático, una voluntad férrea y un ansia por adaptar cualquier hecho al objetivo de ese momento». También oí la frase muy a menudo en Pixar. Algunas personas, tras escuchar a Steve, pensaban haber alcanzado un nuevo nivel de conocimiento para darse cuenta a continuación de que no podían reconstruir las etapas de su razonamiento; los conocimientos se evaporaban y las personas se rascaban la cabeza mientras pensaban que habían sido engañadas. Un caso claro de distorsión de la realidad, vaya.
No me gustaba la frase por el punto de negatividad que tenía, dando a entender que Steve trataría de hacer real su mundo de fantasía por puro capricho, sin importarle que su rechazo a afrontar los hechos supusiese que todo el mundo a su alrededor tuviera que pasar la noche en vela y trastocar sus vidas a fin de satisfacer sus inalcanzables expectativas. Se ha hablado mucho del rechazo de Steve a cumplir reglas —realidades— que se aplicaban a otros; es muy conocido, por ejemplo, que no llevara matrícula en su coche. Pero centrarse demasiado en esto es pasar por alto algo importante. Él reconocía que muchas reglas eran en realidad arbitrarias. Sí, es verdad que desafiaba los límites y que a veces se pasaba de la raya. Como rasgo de conducta eso puede ser considerado antisocial, pero si resulta que cambia el mundo, te puede acarrear la etiqueta de «visionario». A veces secundamos la idea de traspasar los límites en teoría, ignorando las molestias que ello puede causar en la práctica.
Antes de que Pixar se llamara Pixar, su objetivo era alcanzar algo que no había sido hecho nunca antes. Para mí, había sido el objetivo de mi vida, y mis colegas de Pixar, Steve entre ellos, también estaban dispuestos a dar ese salto, antes de que los ordenadores tuvieran la suficiente velocidad o memoria para hacerlo realidad. Una característica de las personas creativas es que imaginan hacer posible lo imposible. Ese imaginar —soñar, improvisar, rechazar audazmente lo que (de momento) se considera la verdad— es la manera de descubrir lo nuevo o lo importante. Steve comprendió el valor de la ciencia y la ley, pero también entendía que los sistemas complejos responden de forma no lineal e impredecible. Y que la creatividad, en su mejor expresión, siempre nos sorprende.
Para mí la distorsión de la realidad tiene un significado diferente. Proviene de mi convicción de que nuestras decisiones y acciones acarrean consecuencias y que esas consecuencias conforman nuestro futuro. Nuestras acciones cambian nuestra realidad. Nuestras intenciones tienen importancia. La mayoría de la gente cree que sus acciones tienen consecuencias, pero no consideran detenidamente las implicaciones de esa creencia. Pero Steve sí lo hacía. Creía, al igual que yo, que podemos cambiar el mundo precisamente si obramos de acuerdo con nuestras intenciones y permanecemos fieles a nuestros valores.
El 24 de agosto de 2011 Steve renunció a su cargo de consejero delegado de Apple, ya que era incapaz de afrontar las tareas del trabajo que tanto amaba. Poco después, una mañana temprano en que yo estaba haciendo ejercicio en casa, sonó el teléfono. Era Steve. A decir verdad, no recuerdo exactamente lo que dijimos, aunque yo sabía que el fin estaba cerca y era un hecho increíblemente difícil de abordar. Pero mientras hablaba de todos los años que habíamos trabajado juntos y de lo agradecido que se sentía por haber tenido esa experiencia, recuerdo que su voz sonaba firme, más firme de lo que debiera, teniendo en cuenta por lo que estaba pasando. Recuerdo que dijo sentirse orgulloso de haber sido parte del éxito de Pixar. Le dije que yo también estaba orgulloso, y agradecido por su amistad, su ejemplo y su lealtad. Cuando colgamos, me dije a mí mismo: «Ha llamado para decir adiós». Tenía razón: vivió seis semanas más pero nunca volví a escuchar su voz.
Un lunes por la mañana, cinco días después de su muerte, todos los empleados de Pixar se reunieron en el gran patio cubierto del edificio que Steve había construido, para llorarle y recordarle. A las once de la mañana el patio se llenó de gente; era el momento de empezar. Yo estaba en pie a un lado, pensando en el hombre que había sido el más firme defensor de Pixar y un amigo íntimo. Me tocó a mí hablar en primer lugar.
Había tantas cosas que contar de Steve: cuando en 1986 le compró a George Lucas la división que se convertiría en Pixar, salvándonos de la extinción; cómo nos animó a iniciar nuestro primer largometraje, Toy Story, tres años más tarde, cuando la idea de hacer una película animada por ordenador parecía todavía fuera de nuestro alcance; cómo consolidó nuestro futuro vendiéndonos a Disney y garantizando luego nuestra autonomía organizando una fusión que constituiría una auténtica asociación; cómo nos ayudó a pasar de los 43 empleados a los 1.100 hombres y mujeres que permanecían ahora ante mí. En retrospectiva, recordaba los primeros momentos de nuestra relación, él sondeando y husmeando, y yo puliendo y reforzando mis ideas. Me hizo ser más centrado, más flexible, más inteligente, mejor persona. Con el tiempo, llegué a confiar en su exigente idiosincrasia, que nunca dejó de agudizar mi propio pensamiento. Podía sentir el peso de su ausencia.
«Recuerdo el día de un febrero de hace veinticinco años, que se creó Pixar», empecé yo, evocando cuando nos reunimos en una sala de conferencias en Lucasfilm para firmar los documentos que transferían la propiedad mayoritaria a Steve. Estábamos agotados por haber pasado meses buscando posibles pretendientes antes de que él apareciera. Para aquellos que no estaban entonces en Pixar, rememoré cómo Steve nos llevó aparte a Alvy Ray Smith y a mí, nos rodeó con sus brazos y dijo: «Como vamos a pasar juntos por esto, hay una cosa que pido encarecidamente: que seamos leales los unos con los otros». Les aseguré a mis colegas que Steve siempre cumplió esa promesa. «Con los años, Pixar y Steve pasaron por un montón de cambios y por muchos apuros —dije—. Fueron tiempo duros. Pixar estuvo a punto de quebrar. Cualquier otro inversor o capitalista de riesgo hubiera renunciado. Pero no Steve. Se exigía a sí mismo lo que nos había pedido a nosotros: lealtad.»
«No sé lo que sucederá en el futuro —dije para concluir mi intervención mientras el sol entraba a raudales por las claraboyas—. Pero creo que la pasión y el empeño de Steve por la calidad nos llevarán a lugares que nosotros no podemos percibir todavía. Y le estoy profundamente agradecido por ello.» En aquel momento fui más consciente que nunca de lo importante que era comprender y proteger aquello de lo que Steve había estado tan orgulloso. Siempre había sido mi meta crear una cultura en Pixar que sobreviviera a sus líderes: Steve, John y yo. Ahora, uno de nosotros se había ido demasiado pronto, y la labor de fortalecer esa cultura —garantizando que fuera autosostenible— nos correspondía a John y a mí.
Cuando terminé ofrecí el micrófono a otras personas que habían tenido una estrecha relación con Steve y, una por una, fueron subiendo a la tribuna. Andrew Stanton describió a Steve como «el cortafuegos creativo». Cuando teníamos a Steve por aquí, los de Pixar «éramos como pollos criados en libertad», dijo, suscitando las risas. «Steve hizo todo lo posible para que pudiéramos crear en libertad.»
El siempre observador Pete Docter se puso en pie a continuación y recordó una de las imágenes más entrañables que tenía de Steve. Durante una de las reuniones de hace años, Pete advirtió que Steve tenía dos pequeños agujeros idénticos en una de las perneras de sus Levis 501. Steve se movió en el asiento, y Pete observó los dos mismos agujeros en la otra pierna, en el mismo lugar, justo por encima del tobillo. Mientras Pete trataba, sin lograrlo, de imaginar la razón de esos agujeros simétricos, Steve se agachó para subirse los calcetines agarrándolos a través de los pantalones, metiendo los dedos por donde estaban los agujeros.
«Steve era millonario, pero al parecer comprarse un par de pantalones nuevos no era algo importante para él —dijo Pete—. O quizá necesitaba nuevos calcetines con mejores elásticos. De cualquier forma, era algo que hacía humano a un tipo tan legendario.»
Brad Bird recordó que cuando comenzó a hablar con Pixar para hacer Los Increíbles no estaba seguro de si aceptaría la oferta: seguía considerando la posibilidad de quedarse con Warner Bros., que había estrenado su anterior película, The Iron Giant. «Pero me llevó un mes conseguir una entrevista con la administración del estudio para el que acababa de hacer una película —añadió Brad—. Y mientras tanto, Steve se aprendió el nombre de mi mujer, preguntó cómo estaban mis niños llamándoles por su nombre; había hecho bien los deberes. Así que pensé: ¿qué demonios estoy haciendo al hablar con Warner Bros.? Aquello me ayudó a decidirme.»
«Steve mantenía alto el listón de la calidad —continuó Brad—. Siempre pensaba a largo plazo. Se sentía atraído por el budismo, pero creo que era algo más que una persona espiritual. He llegado a pensar que creía en algo después de esto —titubeó, abrumado por un momento—, y allí es donde le veremos de nuevo. Donde solo se encuentran los mejores. ¡Va por ti, Steve, hasta siempre!»
Ahora le correspondió el turno a John. La sala se quedó en silencio, pero se podía sentir la corriente de emoción que nos embargaba a todos los presentes. Al subir a la tribuna habló del honor que había sido ser amigo de Steve mientras iba cambiando a mejor, algo a lo que todos aspiramos.
«Cuando Steve compró nuestra empresa —dijo John— derrochaba confianza. Algunas personas lo llamaban arrogancia; yo lo llamo confianza. Pero básicamente consistía en la convicción de que podía hacer el trabajo de cualquiera mejor que nadie. La gente odiaba entrar en un ascensor de Apple con Steve porque creían que para cuando llegaran al piso de arriba estarían despedidos.» Una vez más, todos los congregados prorrumpieron en risas. «Pero a medida que Pixar se iba convirtiendo en un estudio de animación, comenzó a fijarse en el trabajo que hacíamos y se quedó asombrado. Se dio cuenta de que no podría ni de lejos hacer lo que nosotros hacíamos. Me gusta pensar que cuando él estaba creando Pixar, cuando él y Laurene se casaron y tuvieron los niños, el darse cuenta de lo brillante que era la gente de Pixar, todo ello lo ayudó a convertirse en el increíble líder que llegó a ser.»
Tres semanas antes John había visitado a Steve por última vez. «Estuvimos hablando durante una hora de los próximos proyectos en los que estaba tan interesado —dijo John con voz trémula—. Le miré y me di cuenta de que ese hombre me había dado, nos había dado, todo aquello que yo hubiera podido desear. Le di un fuerte abrazo. Le besé en la mejilla en nombre de todos vosotros —ahora John estaba llorando— y le dije: “Gracias. Te quiero, Steve”.»
La sala prorrumpió en aplausos, que solo se acallaron cuando uno de los Pixar Singers subió al escenario. En un tono bajo anunció que dado que el coro de Pixar siempre había cantado en las fiestas de final de película, ahora iban a cantar para Steve. En pie en el edificio al que llamábamos «la película de Steve», no pude evitar pensar que a él le habría gustado; era un final adecuado para la producción que fue Steve Jobs.
La montaña rusa se había parado y un buen amigo se había apeado de ella, pero el viaje que habíamos hecho juntos estaba ahí. Y había sido un viaje fabuloso.