Creatividad, S.A.
Segunda parte: Proteger lo nuevo » 8. Cambio y azar
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8 Cambio y azar
Es difícil describir lo que se siente cuando uno está a punto de ponerse en pie frente a toda la empresa para decir algo que puede resultar desagradable. El día de 2006 en que Steve, John y yo convocamos a todos los empleados a una reunión para anunciar nuestra decisión de vender Pixar a Disney fue sin la menor duda una de esas situaciones. Sabíamos que la perspectiva de que nuestro pequeño estudio fuera absorbido por una entidad mucho mayor preocuparía a mucha gente. Aunque nos habíamos esforzado por proteger nuestra independencia, seguíamos esperando que los empleados temieran que la fusión afectara negativamente a nuestra cultura. Diré más sobre las medidas específicas que tomamos para proteger Pixar en un capítulo posterior, pero aquí quiero tratar de lo que ocurrió cuando, en mi ansia por aliviar los miedos de mis colegas, me levanté y les aseguré que Pixar no iba a cambiar.
Fue una de las cosas más estúpidas que he dicho en mi vida. Más o menos durante todo el año siguiente, siempre que queríamos probar algo nuevo o replantear una forma establecida de trabajar, por mi oficina desfilaba un auténtico reguero de gente alarmada y disgustada. «¡Prometiste que la fusión no iba a afectar nuestra forma de trabajar! —exclamaba—. Dijiste que Pixar no iba a cambiar nunca.»
Sucedía tan a menudo que convoqué otra reunión general para explicarme. «Lo que quise decir era que no íbamos a cambiar porque fuéramos adquiridos por una empresa más grande. Pero seguiremos experimentando los cambios por los que hubiéramos pasado en cualquier caso. Además, siempre estamos cambiando, porque el cambio es algo bueno.»
Me alegró haber podido explicarme. Pero no lo solucioné. Después de todo, antes de que por fin fuera asimilado, tuve que repetir tres veces el discurso de «desde luego seguiremos cambiando».
Lo que me resultó interesante fue que los cambios que habían producido tantas preocupaciones no tuvieran nada que ver con la fusión. Eran los ajustes normales que hay que realizar cuando una empresa se amplía y evoluciona. Es un disparate pensar que, por mucho que lo desees, se puede evitar el cambio. Pero, en mi opinión, tampoco habría que desear evitarlo. Sin cambio no se puede crecer ni tener éxito.
Por ejemplo, mientras se realizaba la fusión estábamos evaluando cómo encontrar el equilibrio entre las películas originales y sus secuelas. Sabíamos que el público al que le gustaban nuestras películas estaba dispuesto a ver más historias relacionadas con esos mundos (y, desde luego, el departamento de marketing y productos de consumo quiere películas que sean fáciles de vender, y sus secuelas siempre lo son). Sin embargo, si solamente hiciéramos secuelas, Pixar se marchitaría y moriría. Consideraba las secuelas como una especie de quiebra creativa. Aun sabiendo que las películas originales son más arriesgadas, necesitábamos un flujo constante de nuevas ideas. Reconocíamos que las secuelas, con posibilidades de funcionar bien en taquilla, nos dejaban margen para asumir esos riesgos. Por lo tanto, llegamos a la conclusión de que la combinación de una película original al año con una secuela cada dos, o tres películas originales cada dos años, parecía una forma razonable de mantenernos saludables tanto financiera como creativamente.
Hasta entonces Pixar solo había realizado una secuela, Toy Story 2. De modo que, como tomamos la decisión tan inmediatamente después de la fusión, muchas personas pensaron que Disney nos estaba presionando para que hiciéramos más secuelas. Eso no fue lo que pasó. De hecho, Disney nos dio mucha libertad. Aunque así lo dijimos en aquel tiempo, nuestras palabras fueron recibidas con escepticismo.
Hubo un malentendido similar en lo relativo a la cuestión del espacio para oficinas. A medida que contratábamos más gente para hacer frente a mayores exigencias de producción, el edificio principal de Pixar se quedó pequeño. Al necesitar más espacio, alquilamos un anexo unas cuantas manzanas más lejos para albergar la siguiente producción que estábamos desarrollando, Brave, así como a los ingenieros del grupo de herramientas de software que estaban trabajando en una nueva generación de nuestro software de animación. Poco después la gente volvió a presentarse en mi oficina. Querían saber por qué estábamos separando a nuestros ingenieros de herramientas de todos los artistas de producción salvo los que estaban trabajando en Brave. ¿Por qué estábamos separando a los departamentos artístico y de guiones tan acostumbrados a estar cerca?
En resumen, parecía que cualquier cuestión, fuera grande o pequeña, que surgiera en aquellos tiempos debía ser achacada a la fusión: «¡Dijiste que las cosas no iban a cambiar! ¡Estás incumpliendo tu palabra! ¡No queremos que desaparezca el viejo Pixar!». Debo decir que estas protestas se produjeron a pesar de que las medidas adoptadas para proteger la cultura de Pixar estaban resultando eficaces y a pesar de que, a mi parecer, fuéramos un modelo de cómo mantener la integridad de una cultura después de una fusión. Con todo, la gente se sentía vulnerable y eso alimentaba las sospechas. Empecé a pensar cada vez más que muchos de nuestros empleados consideraban cualquier cambio una amenaza para la cultura de Pixar (y por consiguiente, para nuestra capacidad de tener éxito en adelante).
La gente desea aferrarse a las cosas que funcionan: historias, métodos y estrategias demostrados. Concibes algo que funciona y sigues repitiéndolo; eso es lo que hacen las organizaciones comprometidas con el aprendizaje. Y como nosotros hemos tenido éxito, nuestros métodos salen reforzados y nos convertimos en más resistentes al cambio si cabe.
Además, debido precisamente a la inevitabilidad del cambio, la gente lucha por aferrarse a lo que conoce. Lamentablemente a veces no somos capaces de distinguir entre lo que funciona y merece la pena conservar y lo que nos está refrenando y deberíamos descartar. Si se hiciera una encuesta a los empleados de cualquier empresa creativa, estoy seguro de que la inmensa mayoría diría que cree en el cambio. Pero mi experiencia tras la fusión me enseñó algo muy diferente: el miedo al cambio —innato, pertinaz y resistente a la razón— es una fuerza poderosa. En muchos sentidos me recordaba a las sillas musicales: nos aferramos todo el tiempo que podemos al lugar percibido como «seguro» y que ya conocemos, negándonos a soltarlo hasta tener la certeza de que nos aguarda otro lugar seguro.
En una empresa como Pixar los procesos de cada persona están profundamente interconectados con los de los demás y es casi imposible conseguir que todo el mundo cambie de la misma manera, al mismo ritmo y a la vez. Con frecuencia, tratar de forzar un cambio simultáneo no suele merecer la pena. En tanto que directivos, ¿cómo podemos diferenciar entre lo probado y lo desconocido que puede —o no— ser mejor? Todo lo que sabemos en el fondo, aunque no nos guste, es lo siguiente: queramos o no, los cambios sucederán. Algunas personas consideran los acontecimientos imprevistos y fruto del azar como algo que hay que temer. Yo no soy una de ellas. Creo que el azar no solo es inevitable; es parte de la belleza de la vida. Reconocerlo y apreciarlo nos ayuda a dar una respuesta constructiva cuando nos vemos sorprendidos por él. El miedo hace que la gente busque la certidumbre y la estabilidad, aunque ni la una ni la otra garanticen la seguridad que implican. Prefiero adoptar una actitud diferente. En lugar de temer al azar, creo que podemos tomar decisiones para apreciar su auténtica naturaleza y dejar que trabaje a nuestro favor. Lo imprevisible es el terreno en el que surge la creatividad.
Nuestra décima película, Up, se convertiría en uno de nuestros films más originales y emocionalmente complejos, aunque también fue un estudio de caso sobre el cambio y el azar. Concebida y dirigida por Pete Docter, fue saludada por los críticos como una sentida aventura impecablemente aderezada de ingenio e intensidad. Pero puedo jurar que no dejó de cambiar durante su desarrollo.
En la primera versión había un castillo flotando en el cielo, completamente desconectado del mundo de abajo. En ese castillo vivían un rey y sus dos hijos; estos competían entre sí por heredar el reino. Los hijos eran totalmente opuestos y no se podían ver. Un día, ambos cayeron a la tierra. Mientras deambulaban por ella tratando de regresar a su castillo en el cielo, se encontraron con un ave de gran tamaño que les ayudó a comprenderse.
Esta versión era interesante, pero no lográbamos hacerla funcionar. Cuando hicimos una presentación, quienes la vieron eran incapaces de empatizar con esos príncipes mimados o comprender las reglas de ese extraño mundo flotante. Pete recuerda que tuvo que esforzarse mucho por aclararse a sí mismo lo que estaba tratando de expresar. «Yo estaba buscando un sentimiento, una experiencia de la vida —dice—. Hay días en que el mundo me resulta abrumador, sobre todo cuando estoy dirigiendo un equipo de trescientas personas. Así que a veces sueño despierto que huyo. Sueño muchas veces que me quedo aislado en una isla tropical o que recorro solo y a pie América. Creo que todos podemos identificarnos con la idea de desear huir de todo. Una vez que fui capaz de comprender lo que buscaba, pudimos retocar la historia para comunicar mejor ese sentimiento.»
Solo dos cosas sobrevivieron de aquella versión original: el ave zanquilarga y el título: Up.
En la siguiente etapa, Pete y su equipo introdujeron a un viejo, Carl Fredricksen, cuya relación amorosa de toda una vida con su novia de la infancia, Ellie, fue resumida en un brillante prólogo que determinaba el tono emocional del resto de la película. Después de la muerte de Ellie, un apesadumbrado Carl sujeta su casa a un enorme haz de globos que la va elevando lentamente hacia el cielo. Pronto descubre que le acompaña un polizón (y entusiasta explorador) de ocho años llamado Russell. La casa aterriza por fin en un dirigible espía de la era soviética que está camuflado para parecer una nube gigante. Gran parte de esta versión se desarrollaba en esta aeronave hasta que alguien observó que aunque funcionaba bien con respecto a la historia, esta mantenía un ligero parecido con una idea relacionada con nubes de la que Pixar había comprado los derechos. Aunque Pete no se había inspirado en absoluto en esa idea, el parecido se dejaba sentir con demasiada fuerza. Así que el equipo regresó a la mesa de dibujo.
En la tercera versión, Pete y su equipo desecharon la nube pero mantuvieron al viejo Carl, de setenta y ocho años, su compinche Russell, el ave zanquilarga y la idea de la casa elevada por el aire mediante globos. Carl y Russell llegaban volando en la casa hasta la cima plana de una montaña de Venezuela, de esas que allí se conocen como tepuyes, donde encontraban a un famoso explorador llamado Charles Muntz, al que Fredricksen había leído y admirado en su juventud. La razón de que Muntz siguiera vivo era que el ave mencionada ponía huevos que tenían el efecto mágico de rejuvenecer a quien los comía. Sin embargo, la mitología relacionada con los huevos era complicada y estorbaba para el desarrollo de la historia principal; tenía demasiado peso como subhistoria. Así que Pete la revisó de nuevo.
En la cuarta versión desaparecieron los huevos rejuvenecedores. Pete los suprimió. Pero ello nos procuró un problema cronológico: aunque la línea argumental emocional funcionaba bien, la diferencia de edad entre Muntz y Carl (que lo había admirado desde su infancia) era tal que sobrepasaba los cien años. Pero era demasiado tarde para arreglarlo y, al final, sencillamente decidimos dejarlo tal cual. Con los años hemos descubierto que si la gente disfruta del mundo que has creado, te perdonará las pequeñas incoherencias, si llegan a detectarlas. En este caso nadie se dio cuenta y, si alguien lo hizo, no le importó.
Up hubo de pasar por todos esos cambios —cambios que se produjeron no durante meses sino durante años— para encontrar su razón de ser. Lo cual significa que la gente que trabajó en Up tuvo que ser capaz de asumir esa evolución sin sentir miedo, bloquearse o descorazonarse. También ayudó que Pete comprendiera lo que sentían.
«Hasta que no terminé de dirigir Monstruos S. A. no me di cuenta de que el fallo es una parte saludable del proceso —me dijo—. Durante la realización de esa película yo me lo tomaba como una cuestión personal; creía que mis errores eran debidos a carencias personales y que si fuera mejor director no los cometería.» Hoy en día, dice, todavía «tiendo a descontrolarme y bloquearme si me siento abrumado. Cuando esto sucede, se suele deber a que siento que el mundo se está derrumbando y todo está perdido. Un truco que he aprendido es obligarme a mí mismo a hacer una lista de las cosas que están mal. Por lo general, en cuanto hago la lista, descubro que puedo agrupar la mayor parte de las cuestiones en dos o tres problemas más importantes. Así que las cosas no están tan mal. Tener una lista concreta de problemas es mucho mejor que tener el sentimiento ilógico de que todo va mal».
También ayudó que Pete nunca perdiera la perspectiva de cuál era su misión en Up, es decir, llegar hasta el meollo emocional de sus personajes y construir a continuación la historia en torno a ello. He oído decir a gente que ha formado parte del equipo de Pete que estarían dispuestos incluso a barrer el estudio si con ello podían trabajar con él de nuevo. La gente le quiere. Pero el camino que siguió en Up era difícil e impredecible; al comenzar la película nada indicaba dónde podría terminar. No se trataba de sacar a la luz una historia que permanecía oculta; al principio no había ninguna historia.
«Si empiezo a dirigir una película y ya conozco la estructura desde el comienzo (hacia dónde va, cuál es la trama) no me fío —dice Pete—. Creo que la única forma de poder encontrar esas ideas y personajes únicos, esos giros de la historia, es explorando. Y, por definición, “explorar” significa que no conoces la respuesta cuando empiezas. Puede que se trate de mi educación luterana y escandinava, pero creo que la vida no debería ser fácil. Se supone que estamos hechos para esforzarnos y probar cosas nuevas, lo cual, lógicamente, nos hace sentir incómodos. Experimentar unas cuantas catástrofes ayuda. Una vez que la gente sobrevivió a Bichos y a Toy Story 2 se dio cuenta de que la presión produce algunas ideas nuevas y estupendas.»
Pete tiene unos cuantos métodos que utiliza para ayudar a la gente a gestionar los miedos producidos por el caos de la preproducción. «A veces, en las reuniones, detecto que la gente está agarrotada y no desea hablar siquiera sobre cambios —cuenta—. Así que trato de engañarles. Digo: “Esto sería un gran cambio si realmente fuéramos a hacerlo, pero vamos a ver, solo como ejercicio, qué pasaría si…” O: “No estoy diciendo que hagamos esto en realidad, pero imaginad conmigo durante un minuto…”. Si la gente anticipa las presiones de la producción se cerrará en banda ante las nuevas ideas, de modo que debes pretender que en realidad no vas a hacer nada, que simplemente estamos hablando, jugando con la propuesta. Si luego das con alguna nueva idea que funciona claramente, la gente se entusiasma con ella y está más dispuesta a asumir el cambio.»
Otro truco es animar a la gente a participar. «Algunas de las mejores ideas aparecen mientras hacemos bromas, lo cual solamente sucede cuando tú (o el jefe) te permites hacerlo —dice Pete—. Tal vez parezca una pérdida de tiempo ver vídeos en YouTube o contar lo que sucedió el fin de semana pasado, pero en realidad puede resultar muy productivo a largo plazo. He escuchado a personas describir la creatividad como “conexiones inesperadas en conceptos o ideas inconexos”. Si fuera verdad, tienes que encontrarte en un estado de ánimo particular para hacer esas conexiones. De modo que cuando detecto que no estamos llegando a ninguna parte, simplemente mando parar. Pasamos a otra cosa. Más tarde, cuando el humor ha cambiado, ataco de nuevo el problema.»
Esta idea —que el cambio es nuestro amigo porque la claridad solo surge de la lucha— incomoda a mucha gente y entiendo por qué. Tanto si estás concibiendo una línea de moda como una campaña publicitaria o el diseño de un coche, el proceso creativo es una empresa costosa y los callejones sin salida y las meteduras de pata imprevistas disparan inevitablemente los costes. Lo que nos jugamos es tanto, y las crisis que se producen tan imprevisibles, que tratamos de ejercer el control. El coste potencial del fallo se nos aparece como algo mucho más perjudicial que el de microgestionar. Pero si rechazamos esa necesaria inversión —imponiendo controles más estrictos porque nos asusta el riesgo de que descubran que hemos apostado mal—, nos convertimos en esa clase de pensadores y gestores rígidos que obstaculizan la creatividad.
¿Qué es exactamente lo que teme la gente cuando dice que no le gusta el cambio? Puede ser el malestar de sentirse hecho un lío o el trabajo extra y el esfuerzo que exige el cambio. Para muchas personas cambiar de rumbo también es un signo de debilidad, algo similar a admitir que no sabes lo que estás haciendo. Esto me resulta particularmente extraño, ya que, en mi opinión, la persona que no puede cambiar de idea es peligrosa. Steve Jobs era famoso por cambiar de parecer instantáneamente cuando aparecían nuevos hechos, y no conozco a nadie que piense que era débil.
Los gestores a menudo consideran el cambio como una amenaza para su modelo de negocio y, evidentemente, es cierto. A lo largo de mi vida la industria informática ha pasado de los procesadores centrales a los miniordenadores, a los terminales de trabajo, a los ordenadores de sobremesa y ahora a los iPads. Cada máquina tenía una organización técnica, de ventas y de marketing construida en torno a ella y, por lo tanto, el paso de una de ellas a la siguiente exigía cambios radicales en la organización. En Silicon Valley he visto a vendedores de muchos fabricantes de ordenadores luchar por mantener el statu quo, aunque su resistencia al cambio provocara que la competencia les quitara cuota de mercado; una visión a corto plazo que provocó el hundimiento de muchas empresas. Un buen ejemplo es Silicon Graphics, cuyos vendedores estaban tan acostumbrados a vender máquinas grandes y caras que se opusieron encarnizadamente a aceptar modelos más económicos. Silicon Graphics todavía existe, pero apenas oigo hablar de ellos.
«Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.» Muchas personas están de acuerdo con este refrán. Los políticos dominan cualquier sistema que les sirva para ser elegidos y, una vez que lo han conseguido, sienten pocos deseos de cambiarlo. Empresas de todo tipo contratan grupos de presión para impedir que el gobierno cambie cualquier cosa que obstaculice su forma de actuar. En Hollywood hay montones de agentes, abogados y los llamados talentos (actores y otros artistas) que reconocen que el sistema tiene graves fallos, pero no tratan de cambiarlo porque salirse de la norma podría afectar negativamente a sus ingresos, al menos a corto plazo. ¿Por qué querría nadie cambiar un sistema de forma que su trabajo se viera en peligro, o incluso se perdiera?
El interés propio guía la oposición al cambio, pero la falta de conocimiento de uno mismo lo estimula todavía más. Una vez que conoces a fondo un sistema normalmente dejas de ver sus fallos; y aunque pudieras verlos, resultan demasiado complejos e interrelacionados para plantearte cambiarlo. Pero permanecer ciego es arriesgarse a que te pase como a la industria de la música, en la que el interés personal (tratar de proteger los beneficios a corto plazo) pudo más que el conocimiento de lo que estaba pasando (pocas personas se dieron cuenta de que el viejo sistema estaba a punto de ser derrocado). Los ejecutivos de la industria se aferraron a su desfasado modelo de negocio —vender álbumes— hasta que fue demasiado tarde y los archivos compartidos en internet en combinación con iTunes lo habían puesto todo patas arriba.
Que quede claro que no estoy defendiendo el cambiar por cambiar. A menudo hay muy buenas razones para dejar las cosas tal como están. Un cambio equivocado puede hacer peligrar nuestros proyectos y, por ello, quienes se oponen al cambio tienen razón cuando dicen que solamente quieren proteger las empresas para las que trabajan. Cuando las personas que dirigen la burocracia son reacias al cambio, por lo general pretenden defender lo que consideran correcto. Muchas de las reglas que para la gente son rígidas y burocráticas se establecieron para hacer frente a auténticos abusos, problemas e incoherencias, o para gestionar entornos complejos. Pero aunque las reglas hayan sido establecidas por buenas razones, al cabo de un tiempo se desarrolla tal maraña de normas que, vistas en conjunto, pueden carecer de sentido. El peligro es que su empresa se sienta abrumada por reglas bienintencionadas que solo consiguen una cosa: acabar con el impulso creativo.
Ya hemos hablado del cambio. ¿Dónde encaja entonces el azar? Una vez, cuando estaba en una reunión en Marin, escuché una historia deliciosa, y probablemente apócrifa, sobre lo que sucedió cuando los británicos introdujeron el golf en India en los años veinte del siglo XIX. Después de construir el primer campo de golf allí, el Royal Calcutta, los británicos descubrieron un problema: los monos indígenas se sentían intrigados por las pequeñas bolas blancas, por lo que bajaban de los árboles para recogerlas y llevárselas consigo. Evidentemente era un trastorno, por no decir otra cosa. Como respuesta, los encargados del golf levantaron vallas para evitar que los monos entraran, pero estos las escalaban fácilmente. Trataron de capturar y llevarse lejos a los monos, pero estos seguían volviendo. Probaron con emitir fuertes sonidos para alejarlos. Nada funcionó. Al final, encontraron una solución: añadir una nueva regla al juego: lanza la bola desde donde el mono la haya dejado.
El azar forma parte de la historia y la literatura; ha sido ampliamente estudiado por matemáticos, científicos y estadísticos; está profundamente embebido en todo lo que hacemos. Somos conscientes de él en sentido abstracto, con lo que quiero decir que hemos desarrollado métodos para reconocer su existencia. Hablamos de golpes de suerte, de buenos y malos días, de coincidencias increíbles, de que la suerte nos sonríe o de encontrarnos en el lugar inadecuado en el momento inoportuno; sabemos que un conductor borracho puede aparecer en cualquier momento o, como se suele decir, nos puede caer una teja en la cabeza y acabar con nosotros. Y, sin embargo, el azar continúa siendo obstinadamente difícil de entender.
El problema es que nuestro cerebro no está preparado para pensar en él. En cambio, sí lo está para crear modelos o pautas en lo que vemos y oímos, o en las interacciones y eventos del mundo. Este mecanismo está tan enraizado que vemos pautas incluso donde no existen. Ello se debe a una sutil razón: podemos almacenar pautas y conclusiones en nuestra cabeza, pero no podemos almacenar el azar. El azar es un concepto que desafía cualquier categorización; por definición, surge de improviso y no se puede prever. Aunque intelectualmente aceptemos que existe, nuestro cerebro no puede comprenderlo del todo, de manera que tiene menos impacto sobre nuestra conciencia que las cosas que podemos ver, medir y categorizar.
Veamos un ejemplo sencillo: usted sale tarde de casa pero consigue llegar a tiempo a la reunión que tiene a las nueve de la mañana. Se felicita por ello sin saber que dos minutos después de que pasara por la autopista alguien pinchó una rueda y produjo un atasco de media hora. Usted no lo sabe, pero estuvo a punto de llegar tarde. Quizá haya sacado la conclusión de que mañana puede permitirse dormir un poco más. Pero en caso de haber estado en aquel atasco la conclusión que hubiera sacado sería la contraria: no volver a salir nunca tarde de casa. Dado que tendemos a conceder gran importancia a las pautas que vemos, ignoramos las cosas que no podemos ver y hacemos deducciones y predicciones de acuerdo con ellos.
Aquí radica el problema de tratar de comprender el azar: las pautas reales están mezcladas con sucesos aleatorios de manera que es extraordinariamente difícil diferenciar entre suerte y competencia. ¿Llegó pronto al trabajo porque salió a tiempo de casa, lo planificó con antelación y condujo con cuidado? ¿O se encontraba simplemente en el lugar y el momento adecuados? La mayoría de las personas se inclinaría por la primera respuesta sin pensarlo, sin reconocer siquiera que la segunda también era una opción. Mientras tratamos de aprender del pasado creamos pautas de pensamiento basadas en nuestras experiencias sin darnos cuenta de que las cosas que sucedieron tienen una ventaja injusta sobre las que no sucedieron.
En otras palabras, no podemos ver las alternativas que también podrían haber sucedido de no haber sido por algún evento fortuito. Cuando sucede algo malo la gente piensa que se puede deber a una conspiración o a fuerzas que actúan contra ella o, al contrario, si sucede algo bueno se debe a que son personas brillantes y se lo merecen. Pero este tipo de percepciones erróneas terminan por engañarnos y ello tiene consecuencias sobre los negocios y sobre la manera en que los gestionamos.
Cuando las empresas van bien, es natural suponer que es resultado de que quienes las dirigen, toman decisiones muy acertadas. Estos líderes llegan incluso a pensar que han encontrado la clave para dirigir una empresa próspera. De hecho, el azar y la suerte desempeñaron un papel fundamental en ese éxito.
Si usted dirige una empresa que suele aparecer en los medios con cierta frecuencia puede que se enfrente a otro reto más. Los periodistas tienden a buscar pautas que puedan explicarse con un número relativamente pequeño de palabras. Si usted no ha hecho la labor de separar lo que es azar de lo que ha realizado intencionadamente, se verá fuertemente influido por el análisis de observadores ajenos, que suele ser excesivamente simplificado. Cuando se gestiona una empresa que sale a menudo en las noticias, como Pixar, debemos tener cuidado de no creernos todo el bombo publicitario. Lo digo sabiendo lo difícil que es resistirse a él, especialmente cuando te están halagando y te sientes tentado a pensar que somos fantásticos. Pero la verdad es que resulta imposible tener en cuenta todos los factores implicados en cualquier éxito, y en cuanto conozco uno más, tengo que revisar lo que pienso. No se trata de un punto débil ni de un fallo. Es la realidad.
La física es una disciplina que trata de encontrar los mecanismos mediante los cuales funciona nuestro mundo. Una idea muy influyente en física es el famoso principio conocido como la navaja de Ockham, atribuido a Guillermo de Ockham, lógico escolástico inglés del siglo XIV. Básicamente el principio dice que, en igualdad de condiciones, cuando dos teorías tienen las mismas consecuencias la más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja. Cuando, por ejemplo, los astrónomos del Renacimiento trataban de explicar el movimiento de los planetas se las tenían que ver con teorías muy complejas. Según la creencia aceptada, las órbitas eran círculos perfectos, o epiciclos, pero a medida que la observación planetaria se perfeccionó los modelos basados en círculos tenían que adquirir una enorme complejidad para poder funcionar. Entonces Johannes Kepler dio con la idea, comparativamente simple, de que la órbita de cada planeta era una elipse, estando el Sol situado en uno de los dos focos que contiene esta. La sencillez de la explicación parecía la prueba de que era la correcta, y dicha simplicidad implicaba un gran poder.
A diferencia de algunas ideas teóricas, la navaja de Ockham se adapta bien a la naturaleza humana. En general buscamos explicaciones sencillas para los acontecimientos de nuestra vida porque creemos que cuanto más sencillo sea algo, más verdadero y, por lo tanto, más fundamental será. Pero cuando se trata del azar nuestro deseo de simplicidad puede inducirnos a engaño. No todas las cosas son sencillas, y tratar de que lo sean puede tergiversar la realidad.
Creo que la aplicación inadecuada de reglas y modelos sencillos a mecanismos complejos perjudica cualquier proyecto que se tenga entre manos e incluso a la empresa en su conjunto. Deseamos tanto una explicación sencilla que a veces la aceptamos aunque sea totalmente inadecuada.
¿Qué pasa si simplificamos demasiado en nuestro día a día? ¿Qué pasa si nos aferramos a ideas familiares que nos dan las respuestas que esperamos? ¿Tiene alguna importancia? En mi opinión, sí. Tiene mucha importancia. En los trabajos creativos debemos enfrentarnos a lo desconocido. Pero si nos ponemos anteojeras, si nos negamos a ver la realidad con el fin de simplificar las cosas, nunca sobresaldremos. Desde antes de que nuestros antepasados se enfrentaran con palos a los tigres dientes de sable, tenemos programados dentro de nosotros los mecanismos que nos mantienen a salvo de amenazas desconocidas. Pero cuando se trata de creatividad, lo desconocido no es nuestro enemigo. Si le damos cabida en lugar de apartarlo, lo desconocido nos puede aportar inspiración y originalidad. Entonces ¿cómo nos congraciamos con el azar y lo desconocido? ¿Qué hacer para sentirnos más cómodos con la falta de control? Algo que resulta útil es simplemente comprender la omnipresencia del azar.
Un concepto matemático que todo el mundo entiende (aunque no conozcan su nombre) es el de linealidad: la idea de que las cosas transcurren por el mismo rumbo o se repiten de forma predecible. El ritmo del día o del año es siempre el mismo; es un ciclo repetitivo. El sol sale. El sol se pone. El lunes va seguido del martes. Febrero es un mes frío. Agosto es cálido. Nada de lo anterior trasluce cambio o, por lo menos, si lo trasluce es un cambio predecible y comprensible. Es lineal y, por lo tanto, reconfortante.
Un concepto ligeramente menos obvio es el de la distribución normal o campana de Gauss, aunque muchos comprendamos intuitivamente su significado. En el colegio nos suelen calificar de acuerdo con una campana de Gauss: unas pocas personas sacan malas notas, otras pocas sacan notas excelentes y el resto queda amontonado en el centro. Si trazamos estos resultados en un gráfico, poniendo las notas en un eje y el número de personas que las recibieron en el otro, el resultado tiene forma de campana. La altura de los seres humanos funciona de la misma forma; la mayoría de los adultos se sitúa entre 1,65 m y 1,82 m mientras un número más pequeño de personas queda en los extremos. Los profesionales, como los médicos o los fontaneros, tienen una distribución similar en cuanto a sus habilidades: algunos son extraordinarios y a otros usted no les dejaría ni que le atasen los cordones de los zapatos, pero la mayoría se sitúa en el rango ubicado entre los excelentes y los torpes.
Somos bastante buenos trabajando con eventos que se repiten y en comprender la varianza de la campana de Gauss. Sin embargo, dado que no se nos da bien hacer modelos de los eventos aleatorios, tendemos a utilizar los dispositivos mentales que dominamos y los aplicamos a nuestra visión del mundo, aunque se demuestre que esa aplicación es equivocada. El azar, por ejemplo, no se produce de manera lineal. En primer lugar, los procesos aleatorios no evolucionan únicamente en una dirección; por definición, son indeterminados. Así que, ¿cómo desarrollamos formas de comprender la aleatoriedad? O lo que es lo mismo, ¿cómo podemos analizar con claridad los acontecimientos inesperados que nos acechan y que no encajan en ninguno de los modelos existentes?
Existe un tercer concepto, procedente también del ámbito matemático, que nos puede ayudar: la autosimilaridad estocástica. Estocástico significa simplemente aleatorio o por azar; autosimilaridad describe el fenómeno de pautas que se asemejan cuando se contemplan en diferentes grados de ampliación y que encontramos, por ejemplo, en las fluctuaciones del mercado de valores bursátiles, en la actividad sísmica o en el nivel de precipitaciones. Si rompemos la rama de un árbol y la ponemos vertical, se parecerá mucho a un árbol en pequeño. Un tramo de costa tiene forma escarpada tanto si se contempla desde un ala delta como si se ve desde el espacio exterior. Si examinamos al microscopio una pequeña sección de un copo de nieve, nos recordará una versión en miniatura del todo. Este fenómeno se produce continuamente en la naturaleza, en las formaciones de nubes, en el sistema circulatorio humano, en las cadenas de montañas, en la forma que adquieren las frondas de helechos.
Pero ¿qué tiene que ver la autosimilaridad estocástica con la experiencia humana? En nuestra vida nos enfrentamos cada día a cientos de dificultades. La mayoría ni siquiera merece ser denominada así: uno de nuestros zapatos ha desaparecido bajo el sofá, se ha terminado el tubo de pasta de dientes, la luz del refrigerador se ha fundido. Unas cuantas, pero menos, son más perturbadoras, si bien siguen siendo relativamente poco importantes: te tuerces un tobillo mientras corres o el despertador no suena y te hace llegar tarde al trabajo. Un número aún menor de ellas produce trastornos más serios: no te tienen en cuenta para un ascenso tal como habías esperado; riñes acaloradamente con tu cónyuge. Las menos: tienes un accidente de coche; se rompe una cañería de agua en el sótano; tu bebé se rompe un brazo. Y por último están esos sucesos aún más infrecuentes, como guerras, enfermedades o ataques terroristas cuyo efecto perturbador no tiene límites. Así que por lo general conviene que cuanto más impacto tenga un acontecimiento, más raro sea. Pero al igual que la rama parece un árbol en miniatura, esos retos, aunque sean de diferentes magnitudes, tienen más en común de lo que piensa la gente.
Recuerde que mientras asignamos rápidamente pautas y causas a un acontecimiento después de que se produzca, ni siquiera somos capaces de verlo venir con antelación. En otras palabras, aunque más tarde podamos atribuirlo a una pauta, los eventos aleatorios no se producen puntualmente o según un programa preestablecido. La distribución y la naturaleza de los problemas varían considerablemente según las personas: mis problemas se parecen a los suyos, pero no son exactamente los mismos. Además, la aleatoriedad no se produce en el vacío. Se superpone a las pautas regulares y repetibles de nuestras vidas y, por lo tanto, suele estar oculta.
A veces tiene lugar un acontecimiento de gran magnitud que lo cambia todo. Cuando esto sucede acostumbra a afirmar la tendencia humana a tratar los grandes acontecimientos como algo fundamentalmente diferente de los de menor magnitud. Dentro de las empresas eso es un problema. Cuando colocamos los contratiempos en dos bandejas diferentes —la bandeja de las cosas «como de costumbre» y la bandeja de las cosas «¡Ay, Dios mío!»— y les damos tratamientos diferentes, nos estamos buscando problemas. Nos vemos tan inmersos en los grandes problemas, que pasamos por alto los pequeños, y no nos damos cuenta de que algunos de ellos tendrán consecuencias a largo plazo. Son, por lo tanto, grandes problemas en potencia. Pienso que lo que hay que hacer es abordar los problemas grandes y pequeños con los mismos valores y emociones porque, de hecho, son autosimilares. En otras palabras, es importante que no nos dejemos llevar por el pánico ni culpemos a alguien cuando se alcance cierto umbral y penetramos en la bandeja del «¡Ay, Dios mío!» que he mencionado antes. Tenemos que ser lo suficientemente humildes para reconocer que se pueden producir imprevistos y que no es culpa de nadie.
Un buen ejemplo de lo anterior ocurrió durante la realización de Toy Story 2. Anteriormente, mientras describía la evolución de esa película, expliqué que nuestra decisión de replantearla cuando ya estaba tan avanzada produjo un cataclismo en nuestro personal. Ese cataclismo fue el evento inesperado de gran magnitud, y la respuesta que le dimos se ha convertido en parte de nuestra mitología. Pero unos diez meses antes de que se diera orden de comenzar de nuevo, en el invierno de 1998, nos vimos sacudidos por una serie de tres eventos aleatorios de menor importancia, el primero de los cuales puso en peligro el futuro de Pixar.
Para comprender el primer evento, es necesario saber que confiamos en máquinas Unix y Linux para almacenar los miles de archivos informáticos correspondientes a las tomas de cualquier película. En esas máquinas hay un comando —«/bin/rm - r - f *»— que lo elimina todo del sistema de archivos con gran rapidez. Probablemente ya se imagina usted lo que pasó: alguien pulsó accidentalmente ese comando en los discos donde se almacenaban los archivos de Toy Story 2. No solo algunos de los archivos, sino todos los datos que componían las imágenes, desde objetos hasta fondos, y desde la iluminación hasta el sombreado. Todo había sido borrado del sistema. Primero desapareció el sombrero de Woody. Luego, sus botas. Y, por último, todo él desapareció por completo. Uno a uno, todos los personajes empezaron a esfumarse: Buzz, el señor Patata, Hamm, Rex. Secuencias enteras —¡zas!— fueron borradas del disco.
Oren Jacobs, uno de los principales directores técnicos de la película, recuerda haberlo presenciado en tiempo real. Al principio no podía dar crédito a lo que veía. Después comenzó a marcar frenéticamente el número de teléfono de sistemas. «¡Desconecta el masterizador de Toy Story 2!», chilló a alguien. Cuando el tipo que estaba al otro lado de la línea preguntó, lógicamente, por qué, Oren gritó aún más fuerte: «¡Por el amor de Dios, desconéctalo lo más rápido que puedas!». El tipo de sistemas actuó con rapidez, pero así y todo, dos años de trabajo —el 90 por ciento de la película— se habían esfumado en cuestión de segundos.
Una hora más tarde, Oren y su jefe, Galyn Susman, se encontraban en mi oficina tratando de pensar qué íbamos a hacer ahora. «Todo va a salir bien», nos dijimos unos a otros para tranquilizarnos —Restauraremos los datos a partir del sistema de seguridad esta misma noche. Lo único que habremos perdido será medio día de trabajo—. Pero entonces sucedió el evento aleatorio número dos: descubrimos que el sistema de seguridad no había estado funcionando correctamente. El mecanismo que habíamos instalado para que, llegado el caso, nos ayudara a recuperar datos, también había fallado. Toy Story 2 había desaparecido y, en aquel momento, todo apuntaba a que nos dejaríamos llevar por el pánico. Volver a montar la película habría exigido el trabajo de treinta personas durante todo un año.
Recuerdo que mientras comenzábamos a asimilar este hecho devastador los jefes de la empresa se reunieron en una sala para discutir las opciones que teníamos, que parecían ser ninguna. Entonces, cuando ya llevábamos una hora hablando, Galyn Susman, directora técnica y supervisora de la película, se acordó de algo: «Esperad —dijo—. Puede que tenga una copia de seguridad en el ordenador de mi casa». Seis meses antes, Galyn había tenido su segundo hijo, con lo cual tuvo que pasar la mayor parte del tiempo trabajando en casa. Para que el proceso fuera más cómodo, había montado un sistema que una vez a la semana copiaba automáticamente toda la base de datos de la película en el ordenador de su casa. Este tercer evento aleatorio sería nuestra salvación.
Un minuto después de esa revelación, Galyn, acompañada de Oren, conducía su Volvo a toda prisa en dirección a su casa, en San Anselmo. Cogieron su ordenador, lo envolvieron en sábanas y lo colocaron cuidadosamente en el asiento trasero. Luego regresaron por el carril lento de la autopista a la oficina, donde la máquina fue transportada hasta Pixar «como si fuera un faraón egipcio», según la descripción de Oren. Gracias a aquellos archivos de Galyn, Woody, junto con el resto de la película, volvió a nosotros.
En este caso tuvimos dos fallos y un éxito en rápida sucesión, todos ellos fruto del azar y todos ellos imprevistos. La auténtica lección de este evento, sin embargo, fue nuestra forma de afrontarlos. En resumen, no malgastamos tiempo echando las culpas a nadie. Después de perder la película nuestra lista de prioridades era, por este orden: (1) restaurar la película; (2) arreglar nuestros sistemas de seguridad; (3) instalar medidas de precaución mucho más estrictas para que fuera mucho más difícil acceder al comando de borrado directo.
Pero había algo que no estaba en la lista: encontrar a la persona responsable que le dio a la tecla que no debía y castigarla por ello.
Algunas personas cuestionarán esa decisión, aduciendo que por muy valioso que sea crear un entorno de confianza, asignar responsabilidades sin la obligación de tener que rendir cuentas puede socavar las expectativas de excelencia. Yo estoy a favor de la rendición de cuentas. Pero, en este caso, mi razonamiento fue el siguiente: nuestra gente tiene buenas intenciones. Pensar que se pueden controlar o evitar los problemas fruto del azar cargándole las culpas a alguien es simplista y poco acertado. Además, si dices que es importante dejar que la gente con la que trabajas resuelva sus propios problemas, tienes que ser consecuente. A posteriori habrá que analizar la situación en profundidad, desde luego, para asegurarse de que todo el mundo comprenda la importancia de esforzarse por evitar ese tipo de problemas en el futuro. Pero siempre —siempre— hay que practicar lo que se predica.
¿Qué tiene esto que ver con la autosimilaridad estocástica o aleatoria? En pocas palabras, cuando comienzas a darte cuenta de que los grandes y pequeños problemas están estructurados de manera similar, eso te ayuda a tomarte las cosas con más tranquilidad. Te ayudará además a permanecer abierto a una importante realidad: si a pesar de toda nuestra cuidada planificación no se puede evitar que surjan contratiempos, nuestro mejor método de respuesta será permitir que los empleados de cualquier nivel se hagan responsables de los problemas y confíen en sí mismos para solucionarlos. Queremos gente capaz de tomar medidas para resolver problemas sin pedir permiso. En este caso, la necesidad de Galyn de seguir trabajando con un recién nacido en casa la obligó a improvisar y a descargar una versión de la película una vez a la semana. Si no hubiera resuelto el inconveniente de esa manera, Pixar no habría podido terminar a tiempo Toy Story 2, lo cual hubiera sido catastrófico para una sociedad que cotiza en bolsa. La gente que actúa sin un plan autorizado no debería ser castigada «por ir por libre». Una cultura que permite a todos, sea cual sea su puesto, detener la cadena de producción, tanto figurativa como literalmente, aumenta el compromiso creativo de la gente dispuesta a ayudar. En otras palabras, debemos afrontar problemas inesperados con respuestas inesperadas.
Estas últimas tienen que ver con nuestra interpretación de la línea existente entre lo grande y lo pequeño y, en realidad, entre lo bueno y lo malo, lo importante y lo no importante. Tendemos a pensar que existe una demarcación —una línea clara— entre los problemas menores, esperados y los cataclismos imprevistos. Eso nos impulsa a creer, equivocadamente, que deberíamos abordar esos dos fenómenos —esas dos bandejas, como las he llamado antes— de manera diferente. Pero no existe una línea clara. Los problemas grandes y los pequeños son, en lo esencial, lo mismo.
Aquí aparece un concepto crucial y, sin embargo, difícil de entender. La mayoría de las personas comprende la necesidad de establecer prioridades; sitúan los grandes problemas arriba del todo seguidos de los problemas menos importantes. Sencillamente hay demasiados problemas pequeños para poder tenerlos en cuenta todos. De modo que trazan una línea horizontal por debajo que no traspasarán, canalizando todas sus energías hacia los que quedan por encima de esa línea. Creo que existe otra manera de enfocarlo: si permitimos que más gente resuelva problemas sin permiso, y si toleramos (y no les echamos en cara) sus errores, permitiremos que se solucione una mayor cantidad de problemas. Cuando surja en estas circunstancias un contratiempo imprevisto, no se propagará el pánico, porque el miedo al fallo ha sido erradicado. La persona o la organización responde de la mejor manera posible porque no está bloqueada ni temerosa, ni espera la autorización. Se seguirán cometiendo errores, pero, según mi experiencia, serán menos, estarán más espaciados en el tiempo y se detectarán en las primeras etapas.
Como he dicho, no siempre se descubre la magnitud del problema cuando aparece. Tal vez parezca pequeño, pero también puede ser la gota que colma el vaso. Si se tiende a colocar los problemas en bandejas, quizá no se sepa en qué lugar colocarlo. La dificultad radica en priorizar problemas por tamaño e importancia, ignorando a menudo los pequeños debido a su abundancia. Pero si se traslada la responsabilidad de los problemas a todos los niveles de una organización, todo el mundo se sentirá libre (y motivado) para intentar resolver el problema que se le presente, ya sea grande o pequeño. No puedo predecir todo lo que harán o cómo responderán nuestros empleados a los apuros, y eso es algo bueno. La clave es crear una estructura de respuesta que se adapte a la estructura del problema.
La parte positiva de un gran cataclismo es que permite a los directivos enviar señales claras a los empleados acerca de los valores de la empresa en función del papel que cada persona debe desempeñar en ella. Cuando, ante los fallos de una película que se está realizando, respondemos borrándola y comenzando todo de nuevo, estamos diciendo a la gente que valoramos la calidad de nuestras películas por encima de cualquier otra cosa.
Hasta ahora me he referido al azar en el contexto de los acontecimientos. Pero el potencial humano también puede ser imprevisible. He conocido algunos genios con los que era tan horrible trabajar que tuvimos que dejar de contar con ellos; y a la vez, algunos de nuestros empleados más brillantes, encantadores y eficaces fueron descartados por otros patronos por no ser ninguna de esas cosas. Sería estupendo si hubiera alguna píldora mágica para convertir a las personas difíciles en seres tratables, pero no la hay. Sencillamente, existen demasiadas características personales desconocidas e inconmensurables para pretender que sabemos hacerlo. Todo el mundo dice que quiere contratar gente excelente, pero la verdad es que, al principio, no sabemos realmente quién destacará. Creo que conviene establecer un marco para encontrar personas con talento y fomentar luego la excelencia; sabemos que muchas sobresaldrán, pero, por más que prometieran, no todos lo harán.
Cuando Walt Disney vivía, tenía un talento tan singular que a todo el mundo le resultaba difícil concebir qué sería de la empresa sin él. Efectivamente, tras su muerte no hubo nadie capaz de reemplazarlo. Durante años los empleados de Disney trataron de mantener vivo su espíritu preguntándose constantemente: «¿Qué haría Walt en este caso?». Quizá pensaban que si se hacían esa pregunta darían con algo original, seguirían siendo fieles al espíritu pionero de Walt. De hecho, esta forma de pensar solo consigue el efecto contrario. Dado que impulsaba a mirar hacia atrás en lugar de hacia delante, mantenía la empresa aferrada al statu quo. Se había apoderado de ella el miedo al cambio. Steve Jobs estaba muy al tanto de esta historia y solía repetirla a la gente de Apple, añadiendo que él no quería que la gente se preguntara: «¿Qué haría Steve?». Nadie —ni Walt, ni Steve, ni la gente de Pixar— logró nunca el éxito creativo aferrándose simplemente a lo que antes había funcionado.
Cuando echo la vista atrás, hacia la historia de Pixar, tengo que reconocer que muchas de las buenas cosas que pasaron podrían fácilmente haber sido diferentes por completo. Steve podría habernos vendido, y lo intentó más de una vez. Toy Story 2 se podría haber borrado para siempre, lo que habría acabado con la empresa. Durante años, Disney estuvo tratando de llevarse de nuevo a John y podrían haberlo logrado. Soy totalmente consciente de que el éxito de Disney Animation en los noventa dio a Pixar su oportunidad con Toy Story y también de que sus problemas posteriores nos permitieron unir fuerzas y fusionarnos en última instancia.
Sé que muchos de nuestros éxitos se debieron a nuestras buenas intenciones y a un gran talento, y a que hicimos muchas cosas bien, pero también creo que atribuir nuestros éxitos únicamente a nuestra propia inteligencia, sin reconocer el papel de los eventos aleatorios, no dice mucho en nuestro favor. Debemos reconocer los eventos aleatorios que nos sucedieron, porque reconocer nuestra buena suerte —y no limitarnos a decir que todo lo que hicimos era fruto de nuestro genio— nos permite hacer análisis y tomar decisiones más realistas. La existencia de la suerte también nos recuerda que nuestros actos no son tan repetibles. Dado que el cambio es inevitable, la pregunta es: ¿tus acciones están encaminadas a impedirlo y a tratar de protegerte de él o, al contrario, a controlar el cambio aceptándolo y estando abierto a él? Lo que creo es que la creatividad consiste precisamente en saber trabajar con el cambio.