Crash

Crash


II. La crisis mundial » Capítulo 11. El G20

Página 25 de 61

Capítulo 11 EL G20

Las medidas de estímulo chinas beneficiaron a todos sus socios comerciales, desde Australia hasta Brasil.1 La cuota de comercio de China aumentó en todo el mundo.2 Sin embargo, tras haber reconocido la magnitud y la trascendencia de las iniciativas chinas, es importante no caer en la trampa de permitir que eclipse todo lo demás. Si sustituimos una visión occidental estrecha por una centrada en China, no podemos comprender el dramatismo y la complejidad de la transición a un mundo realmente multipolar. Diez años después de las crisis de deuda de los mercados emergentes, en 1997-1998, lo impresionante de 2008 fue la respuesta política en las economías emergentes. En la sesión de la Asamblea General de la ONU celebrada en Nueva York en septiembre de 2008, los latinoamericanos fueron quienes más levantaron la voz. Pero en la respuesta a la crisis, fue la «emergente Asia» la que marcó el ritmo.

I

La crisis financiera asiática había empezado en el verano de 1997 en Tailandia y desde allí se había extendido por el Sureste Asiático hasta Indonesia, Malasia y Singapur antes de recorrer 3.000 kilómetros hacia el noreste para desatar el caos en Corea del Sur. Tras un año de grave recesión, Tailandia, Indonesia, Malasia y Corea volvieron a crecer en 2000. De un PIB combinado en 1997 de 2,3 billones de dólares en términos de paridad de poder adquisitivo (PPA), en 2008 la producción de estas cuatro economías prácticamente se había duplicado hasta los 4,4 billones.3 Esto les otorgó peso en la economía mundial comparable en términos de PPA a Francia e Italia juntas o a California más Texas. En cuanto a la política económica, las economías del este de Asia fueron estudiantes ejemplares. Tras aprender las lecciones comúnmente recomendadas tras las crisis de los años noventa, adoptaron políticas de austeridad y acumularon enormes reservas de divisas. Indonesia, donde la crisis de 1998 había desencadenado la caída de la dictadura de Suharto, llegó incluso a adoptar una camisa de fuerza fiscal inspirada en los criterios de Maastricht de la UE.4 Aunque esta disciplina era restrictiva, especialmente para una economía en desarrollo necesitada de inversiones públicas, cuando la crisis golpeó en 2008, las regiones del sureste y el este de Asia tenían margen de maniobra.5 Y lo necesitaban. Aunque la crisis no tuvo su origen en Asia, esta era muy vulnerable a las perturbaciones mundiales.

Más riesgo corría en 2008 Corea del Sur, cuyos famosos líderes empresariales de la exportación, los chaebol (Daewoo, Hyundai, Samsung), y sus enormes acerías, astilleros y fábricas de automóviles sufrieron un brusco golpe. «Somos daños colaterales en una crisis que no es obra nuestra. Vivimos en un mundo injusto», comentó un profesor de la Universidad de Corea en Seúl.6 Sin embargo, por muy real que sea esta sensación de victimización, no refleja la compleja realidad de Corea del Sur. Lo que distinguió a Corea del Sur en Asia, y ocasionó al país una vulnerabilidad similar a la del este de Europa o Rusia, fue la integración global de su sistema financiero.7 Tras la crisis de los años noventa, el banco central surcoreano se había asegurado de acumular amplias reservas de divisas, 240.000 millones de dólares en el verano de 2008, pero esto no acabó con las vulnerabilidades del sistema financiero coreano. A diferencia de lo que ocurrió en Europa, las hipotecas de alto riesgo no fueron el problema. La tenencia de títulos hipotecarios estadounidenses tóxicos ascendía únicamente a 850 millones de dólares.8 El problema no estaba en los activos del balance, sino en la financiación. Desde principios de los años 2000, Seúl se había promocionado como un centro financiero regional para el noreste de Asia. Había liberalizado los flujos de divisas y capitales. Una gran parte de la banca surcoreana era propiedad de inversores extranjeros y los bancos de Corea habían adoptado el nuevo e inestable modelo de la financiación mayorista, pidiendo prestado a corto plazo en los mercados mundiales de dólares para realizar inversiones a largo plazo con tipos de interés más elevados en Corea. El éxito de las exportaciones surcoreanas y la constante apreciación del won frente al dólar hicieron que el país resultara aún más atractivo. El problema para los chaebol era proteger sus ingresos en dólares por las exportaciones contra la devaluación. Una forma de hacerlo fue solicitar préstamos en dólares e invertir en activos coreanos, reembolsando los préstamos en dólares a unos tipos de interés más favorables en el futuro.9 La operación era rentable si la financiación en dólares a corto plazo seguía siendo barata y los tipos de interés continuaban variando según lo esperado. En junio de 2008, como consecuencia de esta táctica de cobertura, las empresas surcoreanas tenían 176.000 millones de dólares en préstamos en dólares a corto plazo, un aumento del 150 % desde 2005. El sector bancario debía 80.000 millones de dólares, que se tenían que reembolsar para el verano de 2009.

Cuando los mercados de préstamos en dólares a corto plazo cerraron en todo el mundo y el dólar repuntó, la lógica del arbitraje de tasas de interés entre el won y el dólar se invirtió abruptamente. Mientras las empresas coreanas se apresuraban a cubrir su exposición al dólar, se desató un ciclo desastroso. La compra preventiva de dólares provocó un desplome inmediato del valor del won. Cuando las tenencias de divisas nacionales se acercaron peligrosamente al umbral psicológico de los 200.000 millones de dólares, aumentó el pánico.10 Entre el verano de 2008 y mayo de 2009 el won cayó de 1.000 a 1.600 con respecto al dólar, incrementando un 60 % los costes locales de los préstamos estadounidenses en dólares. Únicamente la pequeña Islandia en bancarrota sufrió una depreciación más drástica. El coste de asegurar bonos en dólares contra impagos (primas de CDS) para los prestatarios coreanos se disparó de los 20 puntos básicos (el 0,2 % del valor del préstamo) en el verano de 2007 a los 700 en octubre de 2008.11 Añadir un 7 % a la carga de interés de un bono bancario descartaba préstamos adicionales en el futuro inmediato. Incluso los bancos con respaldo estatal, como Woori, se encontraron con los mercados de repos cerrados.

Ningún otro país de Asia experimentó simultáneamente la caída drástica de las exportaciones, la devaluación y la restricción de liquidez a gran escala que afectó a Corea del Sur en 2008. No obstante, el impacto en toda la región fue dramático. En Tailandia, el colapso financiero coincidió con la escalada de una crisis política que culminó en enormes manifestaciones, la ocupación del aeropuerto de Bangkok por manifestantes de clase media y, en diciembre de 2008, la destitución por vía judicial del gobierno presidido por el Partido del Poder del Pueblo, asociado al oligarca y ex primer ministro exiliado Thaksin Shinawatra. Las exportaciones de bienes y servicios, sobre todo el turismo, representaban casi el 70% de PIB, por lo que los disturbios civiles hicieron que la economía tailandesa fuera vulnerable.12 En el tercer trimestre de 2009, las exportaciones tailandesas se habían reducido un 25 % con respecto al mismo período del año anterior. En el caso de Malasia, la dependencia de las exportaciones era aún mayor: el 103 % de PIB.13 El hecho de que el valor de las exportaciones superara al PIB era posible porque Malasia, aún más que China, era un centro de ensamblaje para fabricantes mundiales abastecido por materias primas y subcomponentes importados. En el verano de 2008-2009, el sector manufacturero globalizado de Malasia se estaba contrayendo un 17,6 %. Las fábricas de montaje de productos electrónicos estaban registrando una contracción interanual del 44 %. A diferencia de Tailandia y Malasia, en Indonesia, el país más grande y pobre de la ASEAN (por sus siglas en inglés), las exportaciones solo representaban el 20 % de PIB, pero consistían en productos básicos, cuyos precios se desplomaron desde el verano de 2008.

En el caso de las economías asiáticas afectadas principalmente por la crisis de las exportaciones, la respuesta política fue sencilla: medidas de estímulo fiscal y monetario. Ninguna de las reacciones fue comparable a la de China, pero aun así fueron impresionantes. En Tailandia, tras el «golpe judicial» de diciembre de 2008, tomó posesión un nuevo gobierno estrechamente relacionado con la élite de Bangkok, la familia real y el ejército. Estaba presidido por Abhisit Vejjajiva, educado en Eton y Oxford. En vista del impacto de la crisis en la economía muy abierta de Tailandia y de su necesidad de lograr legitimidad, Abhisit puso en marcha de inmediato un programa de estímulo. La primera fase, anunciada en enero de 2009, ascendía a 116.700 millones de baht, o el 1,3 % del PIB, y daba prioridad al consumo popular, incluidos «cheques para salvar a la nación» distribuidos por la Administración de la Seguridad Social, bonificaciones para las personas mayores y subvenciones a la educación pública. Al mismo tiempo, el Banco de Tailandia redujo drásticamente los tipos de interés al 1,25 %, frente al 12,5 % que habían alcanzado durante la crisis de 1998, y ordenó a seis bancos estatales que se apresuraran a conceder préstamos, sobre todo a las pequeñas empresas. Pero el plan de enero solo era el comienzo. Cuando la gravedad de la crisis se agudizó, Abhisit incrementó la escala del estímulo a un notable 17% del PIB de 2009, 40.000 millones de dólares, que se desembolsarían a lo largo de los cuatro años siguientes. En 2009, el déficit presupuestario aumentó del 1 % al 5,6 % del PIB.14

En comparación con sus vecinos, que dependían enormemente de las exportaciones, Indonesia disfrutó de cierto grado de aislamiento de la perturbación mundial. Pero también era el Estado más grande con diferencia de la región y para su gobierno central era extremadamente difícil desplegar recursos de manera eficaz en sus vastos territorios insulares. Yakarta, con el ex ministro de Hacienda y gobernador del Banco de Indonesia Boediono a la cabeza como vicepresidente, optó por un estímulo basado en gran medida en la reducción de impuestos, en lugar de en el gasto público.15 Esto significaba que, de una población activa de 97 millones y su vibrante masa de 48 millones de pequeñas empresas, solo se beneficiarían los 10 millones de trabajadores y las 200.000 empresas que estaban dados de alta. No obstante, dentro del sector el impacto fue considerable. Los recortes fiscales ascendieron al 1,4 % del PIB ajustado a la PPA. Puede que no parezca mucho, pero en vista del modesto presupuesto del gobierno central indonesio, equivalía al 10 % del gasto público.

Como en el caso de Tailandia, la crisis afectó a Malasia en un momento de cambio político. El partido nacionalista gobernante estaba atravesando una crisis sucesoria. No fue una coincidencia que, cuando el Gobierno del primer ministro Abdullah Ahmad Badawi se desintegró, el hombre que pasara a sucederle fuera el enérgico ministro de Hacienda Najib Razak. No tardó en atribuirse el mérito de un estímulo de 16.400 millones de dólares que fue puesto en marcha en la primavera de 2009. Era «la mayor iniciativa de estímulo económico que Malasia haya emprendido jamás», la cual, cuando se incluían las reducciones fiscales y las garantías, ascendía al 9% del PIB.16 Se promocionó como un importante paso para rejuvenecer el Nuevo Modelo Económico, que supuestamente había orientado el desarrollo de Malasia desde la independencia. Malasia, impulsada por la inversión extranjera y el boom petroquímico, confiaba en catapultarse a la categoría de una economía plenamente desarrollada al nivel de Singapur, su envidiable vecino. Hubo reducciones fiscales y el banco central bajó los tipos de interés, pero los principales impulsores del programa fueron el Ministerio de Hacienda y el Khazanah Nasional, el fondo soberano malasio. Uno de los principales vehículos para la concesión de créditos fue el 1Malaysia Development Berhad (1MDB), un fondo concebido para canalizar los petrodólares del Golfo en el desarrollo nacional de Malasia y actuar como contraparte en los proyectos de desarrollo de infraestructuras de la red de suministro eléctrico de China, la State Grid Corporation. En el momento de su puesta en marcha, el programa de Najib obtuvo una amplia aclamación internacional. Malasia fue ascendida del puesto decimoctavo al décimo en la clasificación mundial de competitividad publicada por el International Institute for Management Development y atrajo grandes inversiones de Goldman Sachs y Citigroup. La oficina de Goldman en Singapur se mostró especialmente ansiosa por ayudar, con una enorme emisión de bonos por valor de 6.500 millones de dólares del 1MDB. Solo posteriormente, gracias a las investigaciones de The Wall Street Journal y The New York Times, saldría a la luz que 1MDB no era únicamente un vehículo para el desarrollo económico de Malasia y suculentos honorarios para Goldman. También sirvió para desviar miles de millones de dólares de la corrupción del primer ministro malayo.17

Toda Asia tuvo que hacer frente a la crisis de las exportaciones. Lo que diferenciaba a Corea del Sur era la emergencia en su sector financiero. Para ayudar a contrarrestar el cierre de los mercados de financiación en dólares, el Estado coreano se vio obligado a destinar en octubre de 2008 100.000 millones de dólares a garantías de préstamos extranjeros y al menos 30.000 millones a otras medidas de liquidez y apoyo. La movilización coreana para luchar contra la crisis en el otoño de 2008 no se limitó al gobierno. Los principales exportadores coreanos, como la siderúrgica Posco, Hyundai Motor y Samsung Electronics, vertieron centenares de millones de dólares en la bolsa de Seúl para aliviar la presión sobre el won.18 El sistema de pensiones del Estado coreano se ofreció a comprar bonos bancarios para mitigar los problemas de financiación. Entre tanto, el presidente de Corea, Lee Myung-bak, ex presidente de la división de construcción de Hyundai, pidió a sus ciudadanos que redujeran el consumo de combustibles fósiles importados y destinaran sus ahorros personales en dólares a salvar el won. Las colas en las casas de cambio eran una grata demostración de patriotismo y una señal alarmante de la gravedad extrema de la situación. Entre tanto, el Banco de Corea intervino activamente en los mercados de divisas, en un intento desesperado por frenar la caída del won. Sin embargo, lo más eficaz para detener el pánico fue la ayuda del exterior.19 El 30 de octubre, el Banco de Corea anunció la apertura de una línea de swap de 30.000 millones de dólares con la Fed, lo que permitía subastar dólares en cantidades abundantes. Con las bolsas ya libres del estado de pánico, Seúl podía dedicarse a restablecer el sector bancario. A principios de 2009, el Gobierno surcoreano inyectó otros 55.000 millones en liquidez para respaldar los préstamos interbancarios y apartó 23.000 millones para reestructurar los bancos y los préstamos no productivos. Después añadió un fondo de 7.800 millones para estabilizar el mercado de bonos y un fondo de 31.300 millones para reestructurar las empresas. Mientras tanto, el presidente Lee hizo honor a su apodo, «el Bulldozer», y empezó 2009 con un enorme programa de construcción, presupuestado en 94.000 millones de dólares durante un período de cuatro años.20 Entre los proyectos principales figuraban grandes inversiones en energía nuclear, mejoras del sistema ferroviario y el favorito del presidente, el proyecto de restauración de los cuatro grandes ríos, de 15.000 millones de dólares, para recuperar los lechos fluviales y construir un nuevo sistema de presas. 21 Lee prometió que Corea del Sur no solo alcanzaría un crecimiento del 7%, una renta per cápita de 40.000 dólares y lograría la séptima posición en la clasificación mundial de economías nacionales («7-4-7» era su lema), sino que se consolidaría como un pionero del «crecimiento verde».

En el este y el sureste de Asia, la respuesta a la crisis de 2008 marcó un hito histórico. Frente a su humillante dependencia del FMI y la administración Clinton en la crisis de 1997, países como Tailandia, Malasia y Corea del Sur habían alcanzado un nuevo nivel de autonomía. Al igual que en China o en Occidente, no se reducía únicamente a una cuestión de competencia tecnocrática, aunque tenían de sobra. Las grandes iniciativas de estímulo fueron totalmente políticas. Pero independientemente de los intereses locales que movilizaran en cada caso, las respuestas políticas de los mercados emergentes asiáticos fueron eficaces. Y esta nueva capacidad de recuperación fue reconocida en Washington. Una de las razones para que las autoridades de la Fed abogaran por una línea de swap para Corea del Sur fue que creían que Seúl ya no estaba dispuesto a recurrir al FMI. Era mejor dar la bienvenida discretamente a Corea del Sur a la mesa principal en lugar de arriesgarse a un enfrentamiento politizado que podría trastocar los mercados mundiales frágiles. 22 Las economías asiáticas se recuperaron con rapidez y no tardaron en atraer nuevos flujos de capital extranjero. Además, dos de ellas, Corea del Sur e Indonesia, salieron de la crisis siendo miembros de pleno derecho de una nueva organización específicamente concebida para reflejar la compleja realidad de una economía mundial multipolar.

II

El G20 le debía su existencia a una iniciativa puesta en marcha en diciembre de 1999 por el entonces secretario del Tesoro estadounidense Larry Summers y el primer ministro canadiense Paul Martin. Su idea era crear un foro para la gobernanza mundial que fuera más representativo que las instituciones de Bretton Woods, como el FMI y el Banco Mundial, pero no tan inmanejable como las Naciones Unidas. Veinte miembros parecían un número redondo. Según cuenta la historia, la lista la elaboraron Timothy Geithner, el ayudante de Summers (por entonces a cargo de los asuntos internacionales en el Tesoro), y Caio Koch-Weser, ex director gerente del Banco Mundial y después en el Ministerio de Hacienda alemán. Con los datos del PIB, la población y el comercio mundial a mano, fueron repasando la lista «marcando algunos países y tachando otros: Canadá sí, España no, Suráfrica sí, Nigeria y Egipto no, Argentina sí, Colombia no, etc.».23 Una vez que el G8 aprobó la lista, se enviaron invitaciones a los Ministerios de Hacienda y a los bancos centrales pertinentes. No hubo conversaciones ni consultas previas. Los países ricos decidieron crear un club más grande y pidieron a doce nuevos miembros que se unieran. Se simplificó la gobernanza mundial.

Durante los años 2000, el G20 funcionó como un foro al máximo nivel de expertos técnicos.24 Las reuniones solían ser superficiales y algunos ministros de Hacienda ocupados optaban por no asistir. Pero Paul Martin no cejaba en su empeño de conseguir que el G20 se convirtiera en una verdadera cumbre de dirigentes. No sorprendió a nadie que sufriera el bloqueo de la administración Bush, que prefería tratar bilateralmente con China o, si no, formar coaliciones elegidas ad hoc. Por tanto, distaba mucho de ser una conclusión inevitable que este foro intergubernamental ad hoc se llegara a convertir en la plataforma mundial a través de la cual las principales economías del mundo responderían a la crisis financiera. Cuando el presidente Sarkozy intervino en la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2008, pidió que se ampliara el G8 a un G13 o un G14, incorporando a China, India, Suráfrica, México y Brasil. Francia y Japón preferían un grupo más pequeño, ya que esto optimizaba su ventaja. Fue el primer ministro de Gran Bretaña, Gordon Brown, quien retomó la propuesta y, tras la reunión de la Asamblea General en septiembre de 2008, convocó una reunión imprevista en Nueva York para determinar una posición común sobre la Casa Blanca. Las cuestiones eran cómo conseguir que Estados Unidos se subiera a bordo y a quién incluir. Gran Bretaña prefería el formato del G20, al igual que Australia, Canadá y los latinoamericanos. Tras el caos descoordinado de los rescates bancarios de septiembre y principios de octubre, la administración Bush valoraba de un modo distinto la necesidad de cooperación. Lo que la Casa Blanca quería evitar era una asamblea mundial en Nueva York bajo los auspicios de la ONU, que sin duda estaría llena de detractores de la administración Bush. Los estadounidenses preferían una reunión en Washington, donde el FMI podía aportar un cariz solemne a los actos. Aunque, por tradición, el FMI estaba presidido por un europeo, el derecho a voto está ponderado en función de las aportaciones financieras, lo que otorgaba a Estados Unidos derecho a veto. Se trataba de un modelo mundial con el que la administración Bush podía vivir. La invitación a la primera reunión de jefes de gobierno del G20 se envió finalmente el 22 de octubre y convocaba una reunión el 14 de noviembre. En su etapa final, la administración Bush, que había dado mala fama al unilateralismo, inauguraría a regañadientes un nuevo capítulo del multilateralismo internacional.

Para los nuevos miembros del elitista círculo, como Australia, Brasil, Corea e Indonesia, el G20 era una novedad emocionante. Para Estados Unidos, auguraba al menos una coordinación mínima entre las grandes economías. Para China era un mecanismo práctico para conseguir influencia mundial sin tener que aceptar una carga excesiva de responsabilidad. Pero el G20 distaba mucho de contar con la aprobación universal. Según informó Der Spiegel, para el ministro noruego de Exteriores Jonas Gahr Støre, la formación de una oligarquía de Estados con relevancia mundial era uno de los mayores reveses a la organización internacional desde la segunda guerra mundial.25 Según sus palabras, «el espíritu del congreso de Viena [1814-1815], donde se reunieron las grandes potencias para gobernar eficazmente el mundo, no tiene cabida en la comunidad internacional actual. El G20 carece de legitimidad y debe cambiar». Eran palabras fuertes, pero en cierto modo estaban fuera de lugar. El congreso de Viena fue una convención reaccionaria para restablecer el Antiguo Régimen tras la Revolución Francesa y Napoleón. El G20 era un club exclusivo, sin duda, pero un club nuevo, con miembros nuevos, cuyo ascenso a la prominencia mundial bien podía molestar a un pequeño Estado europeo como Noruega. El principio rector del G20 no era la lógica del equilibrio de poder o la legitimidad tradicionalista del Antiguo Régimen, ni, para el caso, la lógica del globalismo que atrajo a los partidarios del New Deal de Roosevelt en 1945. El G20 era un reflejo del nuevo mundo que el crecimiento económico globalizado había creado desde los años setenta. Las naciones del G20 podían representar solo al 10 % de los países miembros de la ONU y al 60 % de la población mundial, pero eran responsables del 80 % del comercio y el 85 % de PIB mundiales, y esos porcentajes iban en aumento. No había ninguna pretensión de igualdad dentro del G20, y menos aún con los Estados ajenos al mismo. Pero los miembros del G20 al menos se reconocían entre sí como elementos del sistema económico mundial que eran demasiado importantes como para que no se los tuviera en cuenta. En la ONU, la exclusividad del G20 dio lugar a una especie de contramovimiento. Sin embargo, cuando la Asamblea General de la ONU convocó en 2009 a su propio comité sobre la crisis económica global, el G20 lo ignoró.26

Las críticas a la ONU eran que se trataba de un foro de debates vacíos o una tribuna para el pavoneo mundial. La creación de un consejo ampliado de los «20 grandes» con todos los protagonistas principales prometía un enfoque más pragmático. Pero ¿sería la gobernanza mundial al estilo del G20 distinta? La primera reunión del G20, celebrada en Washington el 15 de noviembre de 2008, no fue alentadora. Se asignó muy poco tiempo. Los dirigentes se fueron turnando pronunciando declaraciones preparadas. Después de que los veinte participantes hubieran utilizado cada uno sus quince minutos, las cinco horas asignadas se habían acabado. El nivel de firmeza, relevancia y sofisticación de las declaraciones varió de unas a otras. Los alemanes, los australianos y los canadienses estuvieron acertados. Sarkozy se pavoneó y exigió que se adoptaran medidas en la ronda de negociaciones comerciales de Doha, pese al hecho de que la defensa francesa de la agricultura europea era uno de los mayores obstáculos para avanzar en la liberalización del comercio mundial. El primer ministro italiano Berlusconi no tenía nada que decir sobre la economía, pero al menos deseó lo mejor al presidente saliente Bush. Para ser un foro «mundial», seguía habiendo demasiados europeos en la mesa. 27 Brasil y Argentina disfrutaron de su momento de fama. Tenían intereses personales y querían dedicar unas últimas palabras de despedida al presidente Bush.

En lugar de mantener un debate de fondo, los dirigentes dieron el visto bueno a una larga lista de 95 compromisos previos, incluido un acuerdo para celebrar un segundo encuentro en la primavera. Y tal vez lo más importante, se hablaba en términos enérgicos de la necesidad de mantener abierto el comercio mundial. No habría una barra libre proteccionista, como en los años treinta. También se acordó abandonar una visión estrecha de la idoneidad fiscal y no desincentivar los déficits, pero no se llegó a ningún acuerdo sobre un estímulo mundial coordinado. Al parecer, la importancia del G20 radicaba en que sería la vía a través de la que las «grandes potencias» establecerían el programa para el cambio en otras instituciones globales. En noviembre de 2008 el FEF (el foro mundial de reguladores bancarios) y el FMI llegaron a un acuerdo para que el FEF definiera nuevas normas para los reguladores principales, el FMI supervisara su aplicación y todas las organizaciones financieras ampliaran el número de miembros e incluyeran a las nuevas y enérgicas economías emergentes.

III

Una de las razones de que la primera cumbre del G20 no pudiera hacer más fue que se reunió diez días después de las elecciones estadounidenses. Tras ocho años de control republicano de la Casa Blanca, se esperaba que el presidente electo Barack Obama marcara un nuevo tono, pero Obama se negó a eclipsar al presidente en ejercicio. No estaba claro cómo iba a enfocar Obama los asuntos económicos internacionales cuando tomara posesión del cargo. Esto permitió a otros proyectar sus fantasías en la próxima administración estadounidense. Gordon Brown había presionado mucho para conseguir que la segunda cumbre del G20 se celebrara en Londres. Una vez que las consignas del Nuevo Laborismo de Tony Blair habían desaparecido, Brown y su equipo estaban desesperados por asociarse con el carisma del nuevo presidente y su promesa de esperanza.28 Pero Brown tenía una visión que iba más allá. En el verano de 1933, Londres había acogido la Conferencia Económica Mundial. Convocada para curar las heridas de la Gran Depresión, fracasó debido a la actitud de la Alemania nazi, las divisiones entre Gran Bretaña y Francia, y el giro aislacionista de los primeros tiempos del New Deal de Roosevelt. Londres había simbolizado en 1933 el declive hacia la desintegración y el nacionalismo económico que arruinaron el decenio siguiente. Brown estaba decidido a evitar un destino similar. En su lugar, Londres hizo todo lo posible por vender el G20 de 2009 como un nuevo Bretton Woods.29 Con los libros de historia en mente, Brown y su equipo consultaron a expertos en FDR y el New Deal. Sobre las mesitas de noche de Downing Street había biografías de John Maynard Keynes. Lo que Londres necesitaba para hacer realidad este romance histórico era que el resto del G20 le siguiera la corriente. Y las señales no eran buenas.

El nuevo equipo en la Casa Blanca no acogió de buen grado las alabanzas que le prodigaban los británicos. No tenía la paciencia para hablar de una «relación especial». La administración Obama estaba centrada en el Pacífico, no en Europa. El primer visitante extranjero en ser recibido en la Casa Blanca fue el primer ministro japonés Tarō Asō. Pero lo más importante de todo era la necesidad de centrarse en la política nacional. Obama tal vez ni siquiera se habría planteado asistir a la cumbre del G20 de no ser porque sus ayudantes habían anotado en su agenda que tenía que estar en Estrasburgo el 4 de abril para conmemorar el sexagésimo aniversario de la fundación de la OTAN. El equipo de Brown programó la cumbre del G20 de Londres dos días antes para que encajara con los planes de viaje del presidente.30 Con vistas a preparar el terreno, Gordon Brown llegó a Washington D. C. el 3 de marzo de 2009 para mantener reuniones con Obama y pronunciar un discurso triunfante en ambas cámaras del Congreso. Habló en un tono que pasaba de lo sublime a lo trivial de lograr un «gran pacto» en Londres y de sellar «un nuevo acuerdo mundial».31 Lo que tenía en mente era una «cumbre de 1 billón de dólares», un gigantesco estímulo orquestado para que la economía mundial saliera de la recesión. Por desgracia para la maquinaria de relaciones públicas del Partido Laborista, tan obsesionada con el control, el resto del mundo no estaba cooperando. El 14 de marzo de 2009, mientras los ministros de Hacienda del G20 se reunían en Londres para celebrar un encuentro previo a la cumbre, la canciller Angela Merkel apareció para hacer una visita. El resultado, para bochorno de Gordon Brown, fue un rechazo concertado orquestado entre Merkel y Christine Lagarde. Alemania y Francia no solo creían que un estímulo con el alcance que se rumoreaba no estaba justificado, sino que sospechaban que se estaba utilizando para dejar fuera de la agenda mundial asuntos más delicados. «A los franceses y los alemanes les preocupaba que se permitiera salirse con la suya al villano de la historia, el comportamiento de los mercados anglosajones, debido a que ahora la atención se centraba en la economía mundial.»32 Estados Unidos querría hablar de los superávits comerciales de otros y no de sus peligrosos bancos.

Aún más desconcertante fue la reacción de China. En la primavera de 2009, Pekín se estaba impacientando con la falta de disciplina de Occidente. En su opinión, los irresponsables déficits estadounidenses habían motivado los desequilibrios mundiales y, en lugar de reducir el gasto, Gran Bretaña y Estados Unidos estaban hablando de incrementarlo aún más. El 23 de marzo, cuando faltaba una semana para el G20, el presidente del banco central de China, Zhou Xiaochuan, sorprendió al mundo con su propia petición de un nuevo Bretton Woods.33 Los chinos habían estado en la reunión de 1944 y conocían su historia económica.34 Para Zhou, era el momento de revisar las decisiones fundamentales tomadas en 1944. Debido al desmesurado poder de Estados Unidos al finalizar la segunda guerra mundial, el dólar se había consolidado como la moneda de reserva mundial. Desde entonces, Estados Unidos había tenido libertad para gastar a voluntad mientras acumulaba enormes déficits. Para garantizar una verdadera estabilidad, como había defendido la propuesta de John Maynard Keynes para la delegación británica en 1944, el mundo necesitaba una unidad monetaria mundial independiente de cualquier moneda nacional. El candidato obvio, según Zhou, era la unidad contable y de crédito del FMI, el derecho especial de giro (DEG). Con esta moneda en vigor, habría una verdadera ancla de estabilidad que no estaría a merced de una única superpotencia. Sobre esta base, se podría hablar de normas obligatorias tanto para las naciones con déficit como con superávit, Estados Unidos y China.

Cabe preguntarse por qué querría el régimen chino cambiar un sistema del que se había beneficiado tan espectacularmente. Al fin y al cabo, era Pekín el que había vinculado su moneda al dólar desde los años noventa, creando lo que algunos economistas ya habían denominado «Bretton Woods 2».35 La lectura convencional en Washington era que China se estaba beneficiando a expensas de Estados Unidos. Pero eso sería ver la situación con una mirada occidental. China había fijado su tipo de cambio en 1994 como una medida defensiva en un momento en el que Estados Unidos estaba aplicando una política responsable. En opinión de Pekín, el hecho de que hubieran comenzado a producirse gigantescos desequilibrios desde el año 2000 tenía más que ver con la temeridad fiscal de Estados Unidos que con la manipulación china de la moneda. El superávit de las exportaciones chinas distaba mucho de ser una bendición absoluta. Para Pekín, el superávit afianzaba la senda del crecimiento chino, impulsado en exceso por las inversiones, y sumía al país en una relación aún más asimétrica con Estados Unidos. Una balanza comercial más equilibrada era un concomitante natural del intento de reenfocar el crecimiento económico y orientarlo hacia el consumo interno.36 Mientras tanto, la propuesta monetaria del Banco Popular de China eran un disparo de advertencia a la nueva administración y una señal de que a Pekín se le estaba agotando la paciencia con Estados Unidos.

La firme propuesta china atrajo más atención que los nostálgicos recuerdos de los años cuarenta de Gordon Brown, y con razón. China no había formulado una propuesta tan audaz sobre una cuestión fundamental de la gobernanza mundial desde los tiempos de Mao. La propuesta china concordaba con las declaraciones realizadas por Francia y Rusia, que también estaban cuestionando el modelo del dólar. También encajaba con los planes que estaba elaborando la ONU y encabezaba el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, quien propuso la idea de una moneda mundial basada en los DEG.37 En Washington causó sorpresa. Cuando los periodistas insistieron, el presidente Obama afirmó que no creía que el mundo necesitara una moneda mundial.38 Su nuevo secretario del Tesoro, Tim Geithner, no fue tan cauto. En un intento de apaciguar a los chinos, Geithner comentó informalmente que estaba «bastante abierto» a la idea de una «evolución» hacia un mayor uso de los DEG como activo de reserva mundial.39 Los mercados monetarios temblaron. El dólar perdió 1,3 céntimos frente al euro. Y sirvió de carnaza para el ala derechista de los republicanos y los comentaristas de Fox News, que escandalizaron a sus espectadores al afirmar que la administración Obama estaba planeando sustituir el dólar por una moneda mundial.40 Geithner aprendió una dura lección sobre las relaciones públicas. Se retractó de inmediato y acudió a las cadenas de televisión para afirmar que, en realidad, estaba de acuerdo con su jefe. El ancla de la economía mundial debía seguir siendo un dólar fuerte.

Quizá no sorprenda que la visión china de un Bretton Woods 2 no fuera incluida en la agenda del G20 de Gordon Brown. Tampoco se debatiría la realidad de la situación desde el otoño de 2008. Lejos de debilitar el dominio del dólar en las finanzas mundiales, la crisis lo había fortalecido.41 En los mercados monetarios, la demanda de títulos del Tesoro como inversión segura había provocado una subida del dólar. La Fed, a través del sistema de líneas de swap, estaba respaldando la liquidez de todo el sistema bancario mundial. Si el G20 de Londres hubiera sido realmente un segundo Bretton Woods, el sistema bancario basado en el dólar, las líneas de swap y el nuevo papel de la Fed como proveedor mundial de liquidez habrían ocupado el centro del debate. Esto habría puesto a los europeos en una situación difícil, ya que sus bancos figuraban entre los principales beneficiarios. Pero nadie tenía ningún interés en dar publicidad a estos frágiles acuerdos. Era mejor eliminar por completo de la agenda las cuestiones más generales sobre la arquitectura monetaria mundial.

IV

Era un acto de equilibrio delicado. Washington sabía que necesitaba cooperación, pero no estaba interesado en proclamar el papel clave que habían desempeñado la Fed y el Tesoro estadounidense desde el año anterior. Los británicos querían que el nuevo presidente se apuntara a su propia versión reducida de un G2, una relación especial recalentada. Pero esto estaba alejado de la realidad. La mañana del 1 de abril de 2009, después de que Brown y Obama hubieran desayunado juntos en Downing Street, el presidente habló con la prensa. Tras felicitar a Brown por la diplomacia que había hecho posible la reunión, Obama señaló: «Bueno, si se tratara simplemente de Roosevelt y Churchill sentados en una habitación con un brandy, sería una negociación más fácil [...] Pero ese no es el mundo en el que vivimos ni debería serlo».42 Esa misma mañana, en Londres, Merkel y Sarkozy hicieron hincapié en la cuestión. Habían llegado pronto a la ciudad para organizar su propio desayuno de trabajo y preparar una declaración conjunta. En palabras de Sarkozy, «Francia y Alemania hablarán con una sola voz».43 Lo que se necesitaba no era un estímulo fiscal, sino una verdadera ofensiva contra los mercados financieros mundiales. Sarkozy amenazó con marcharse si en la conferencia no se abordaba seriamente el tema de los paraísos fiscales. «Esto no tiene nada que ver con el ego, no tiene nada que ver con una pataleta —afirmó, adelantándose a la respuesta que los británicos iban a dar a cualquier crítica de Francia—. Esto tiene que ver con si vamos a estar a la altura o no de los desafíos que tenemos por delante.» Merkel, como de costumbre, dio una lección de moralidad: «Hay una tendencia a no abordar las raíces del mal. Tenemos que aprender algo de esta crisis».44

Cuando los líderes del G20 se reunieron esa tarde en el palacio de Buckingham, el encuentro se convirtió en un estrafalario espectáculo poblado de personajes desmesurados. Sarkozy, cuando no estaba pavoneándose, andaba ostentosamente ocupado con su teléfono móvil. Cristina Fernández de Kirchner, de Argentina, retomó la pose anticapitalista de Washington. El italiano Silvio Berlusconi intentaba ruidosamente atraer la atención de Obama. Cuando no, solía quedarse dormido. Merkel se mostraba imperturbable e inflexible. Los chinos se atrincheraron en su posición negociadora. Varios jefes de gobierno no eran capaces de comunicarse con soltura en inglés y la mayoría tenía poco dominio técnico de la materia. Gordon Brown falto de sueño y con un episodio maníaco de euforia excesiva del que pronto sufriría una terrible recaída, mantuvo el ceño fruncido durante toda la reunión. Como presidente de la sesión a puerta cerrada, Brown actuó, a decir de todos, de un modo prepotente y exaltado que a varios de los presentes les pareció que rayaba en lo inapropiado. Tuvo suerte de tener a Obama como su agradable y comprometido segundo de a bordo. Las negociaciones estuvieron a punto de fracasar en varias ocasiones, pero aunque el proceso entre bastidores fue desagradable y a veces extraño, al final del primer día de la conferencia, el 2 abril, el segundo G20 había dado resultados.

El comunicado empezaba y terminaba con declaraciones generales sobre el alcance de la crisis y los compromisos de trabajar conjuntamente para evitar el proteccionismo y tener en cuenta los intereses del conjunto de la población, los países menos desarrollados, etc. Ese era el texto modelo. La verdadera política empezaba en serio en la parte del comunicado sobre la reforma financiera. Habría un nuevo Consejo de Estabilidad Financiera mundial, que formularía una mejora de las regulaciones y disciplinaría a las ineficaces agencias privadas de calificación crediticia. Con ello el G20 confirmaba su papel como órgano rector de facto, que establecería la agenda del Comité de Basilea, el FMI y otros organismos de la gobernanza mundial. Como los franceses y los alemanes estaban dispuestos a bloquear las conversaciones acerca de un estímulo fiscal coordinado y había una especie de conspiración de silencio en torno al papel de la Fed en la inyección mundial de liquidez, Brown y Obama pondrían en marcha su impulso expansivo a través del FMI. El ambicioso director del FMI, Dominique Strauss-Kahn, estaba encantado de que el FMI fuera a desempeñar un papel principal. Pero en vista de los préstamos que había contraído desde el otoño anterior y la cuantía de sus compromisos en Europa del Este, el FMI necesitaba reponer sus recursos con urgencia. Un memorándum interno elaborado en enero de 2009 sugería que el FMI necesitaría en el peor escenario, si aumentaba su lista de clientes de dos a dieciséis, una aportación de nuevos recursos de al menos 300.000 millones de dólares.45 El secretario del Tesoro Geithner, fiel a su doctrina de la «fuerza abrumadora», presionó para que la cifra fuera mucho mayor. El escollo era que Asia y América Latina solo aceptarían un acuerdo para ampliar los recursos del FMI si se redistribuían los derechos de voto. En abril de 2008, los derechos de voto en el FMI ya se habían modificado como resultado de dos rondas de reformas un 5,4 %. Corea, Singapur, Turquía y China se beneficiaron de los mayores aumentos. Pero China seguía teniendo solo el 3,81 % de los votos e India el 2,34 %. En Londres se llegó a un acuerdo para una redistribución del 5 %, en gran parte a expensas de los europeos. Esto permitió conseguir suficiente apoyo para un aumento de los recursos del FMI realmente espectacular. El FMI recibiría de los miembros 250.000 millones de dólares de nueva financiación inmediata. Habría hasta 500.000 millones en Nuevos Acuerdos para la Obtención de Préstamos, con los que el FMI obtenía créditos de los Estados miembros bajo demanda. Y finalmente habría una emisión de 250.000 millones de DEG para todos los miembros del FMI.46 Brown conseguía con ello la «cifra global abultada y redonda de 1 billón de dólares» que tanto ansiaba.47 No era un estímulo keynesiano convencional, sino la culminación de las lecciones aprendidas desde el grave ciclo de crisis internacionales que comenzó en 1994 en México. El FMI contaba con las armas necesarias para hacer frente a las consecuencias de una crisis bancaria transnacional del siglo XXI.

Sin embargo, el G20 todavía no había llegado a buen puerto. El escollo en la última tarde fueron los paraísos fiscales. Tanto Sarkozy como Merkel insistieron en que se debía actuar para luchar contra los paradis fiscaux. Obama había incluido este asunto en su campaña. Gordon Brown, sensible a los intereses de la City de Londres, estaba menos interesado. Los chinos fueron los más inflexibles. Macao y Hong Kong actuaban como canales para la fuga de capitales desde la China continental. Pero, para Pekín, el cierre de esa puerta causaría graves peleas entre la oligarquía china. Además, habida cuenta de su defensa del nacionalismo antiimperialista, China no iba a permitir que sus antiguas posesiones coloniales fueran sometidas a nuevo régimen de supervisión internacional controlado por occidentales. La soberanía no era un asunto negociable. Cuando solo faltaban unos minutos para que los jefes de gobierno se dispersaran, el G20 de Brown estuvo a punto de descarrilar debido al enfrentamiento entre los franceses y los chinos. Brown estaba muy ocupado con sus obligaciones como presidente y no podía escaparse para negociar un acuerdo paralelo. Como había pocas probabilidades de que Francia o China se dejaran intimidar por los subordinados de Downing Street, ni siquiera por los más gritones, intervino Obama y convenció a ambas partes para que aceptaran un compromiso que salvara las apariencias, en virtud del cual el G20 «tomaría nota» de una lista negra de paraísos fiscales elaborada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), una organización de la época del Plan Marshall a la que China no pertenecía y a la que podía ignorar.

Sarkozy, satisfecho con el acuerdo, no tardó en recuperar el programa que había lanzado en la ONU el mes de septiembre anterior. Se marchó de la última sesión antes que el anfitrión para ser el primero en ponerse ante las cámaras. Durante unos instantes, al menos, el presidente francés posó como el líder de un G20 unido. Como precalentamiento de su actuación gaullista, anunció que se «había pasado una página» de la historia del «capitalismo anglosajón». La época de la desregulación había tocado a su fin. Era una señal del éxito de Brown que Sarkozy tuviera tantas ganas de robarle el protagonismo. Se habían evitado los desacuerdos y el fracaso. Brown, exhausto, se dirigió a una audiencia televisiva mundial de mil millones de personas, según sus optimistas cálculos, y comunicó la noticia de que las principales potencias del mundo habían aunado fuerzas. Habían acordado actuar de manera concertada. Obama estaba contento de afirmar que «[a] todas luces, la cumbre de Londres ha sido histórica».48 Las decisiones que habían tomado eran «más audaces que ninguna otra respuesta a una crisis que se recuerde [...] hay que esperar y ver si son suficientes». Angela Merkel se mostró menos entusiasta. Admitió que se trataba de un «compromiso muy muy bueno, casi histórico. Esta vez el mundo no reacciona como en los años treinta. Es una victoria de la cooperación internacional».49

La cumbre del G20 de Londres no fue puro teatro. La incorporación de un grupo clave de mercados emergentes a la política económica mundial fue una verdadera innovación. La ratificación del acuerdo del FMI demostraría ser especialmente importante. Paradójicamente, en los años siguientes resultaría ser un recurso vital para Europa. Pero si este era el futuro de la gobernanza mundial, entonces tal vez las mofas del congreso de Viena no estaban del todo desencaminadas. Para Londres era emocionante recibir al nuevo y glamoroso presidente de Estados Unidos y los desaparecidos elementos de la Cool Britannia de los años noventa tuvieron una presencia destacada. El mensaje de confianza que emanó de la reunión y el enorme impulso a los recursos del FMI eran buenas noticias, sobre todo para los mercados financieros de Londres, Nueva York, Tokio y Shanghái, los medios a su servicio y los inversores de todo el mundo, grandes y pequeños. Pero a la hora de hablar de las cuotas en el FMI o de los paraísos fiscales, ni a los británicos ni a los estadounidenses les gustaba la participación pública, y menos aún a los chinos o los saudíes. Como acto político, la cumbre fue un hermético conciliábulo de poder ejecutivo, celebrado en los cavernosos búnkeres del centro de conferencias ExCeL y protegido de las decenas de miles de manifestantes por una masiva movilización policial.50 Durante los enfrentamientos en la City de Londres, un vendedor de periódicos sin hogar resultó herido de muerte por la policía, lo que avivó las indignadas protestas contra las tácticas policiales represivas. En el interior de la sala de conferencias, Gordon Brown demostró al mundo que era idóneo para el cargo de secretario del Tesoro, aunque su posición como primer ministro de Gran Bretaña parecía cada vez más precaria. De hecho, a los asesores de Brown les preocupaba que su jefe, tras haberse acostumbrado a pensar en billones, pudiera estar perdiendo el contacto con la rutinaria realidad de un país de tamaño mediano que se adentraba en una profunda recesión.

Pese a que abogaba por un estímulo a escala mundial, en casa, Brown estaba acorralado. Una semana antes de la cumbre, el 24 de marzo de 2009, Mervyn King, el gobernador del Banco de Inglaterra, había declarado ante el Comité Selecto del Tesoro de la Cámara de los Comunes y sumado su voz a la de los alemanes, los franceses y los chinos en contra de cualquier estímulo fiscal sustancial. «En vista de lo grandes que son los déficits, creo que sería razonable ser prudentes a la hora de ir más lejos en el uso de medidas discrecionales para ampliar el tamaño de esos déficits», opinó.51 King contradijo abiertamente al primer ministro, que ese mismo día estaba interviniendo en el Parlamento Europeo en Estrasburgo para pedir a los gobiernos que hicieran «cuanto fuera necesario para crear el crecimiento y los puestos de trabajo que necesitamos». Fue una intervención política extraordinariamente arriesgada del gobernador del Banco de Inglaterra, que fue más allá de la política monetaria y se adentró en el ámbito de la política fiscal, y tuvo resonancia en los mercados. Al día siguiente el Tesoro se enfrentó a la primera subasta fallida de gilts desde 1995.52 Una oferta de 1.750 millones de libras en bonos a treinta años del Tesoro británico solo atrajo solicitudes de 1.670 millones de libras. La ratio de cobertura, de 0,93, era considerada la peor de la historia. La oposición apenas podía contener su schadenfreude. El portavoz de los tories Michael Gove dijo bromeando que King había «cancelado la tarjeta de crédito del primer ministro».53 Vince Cable, del tercer partido de Gran Bretaña, los Liberal Demócratas, habló en un tono bastante melodramático de un «golpe de Estado muy británico». El gobernador del Banco de Inglaterra había enviado «sus tanques a The Mall» para «poner bajo arresto domicilio al gobierno».54 Con el déficit presupuestario alcanzando los 118.000 millones de libras, y los mercados financieros nerviosos, el primer ministro Brown necesitaba la visión expansiva que ofrecía el G20 para ocultar su limitado margen de maniobra.

V

En vista de que la oposición de Francia y Alemania había excluido de la agenda del G20 en Londres cualquier compromiso firme sobre la política fiscal, fue toda una sorpresa que el comunicado final hablara en términos grandilocuentes de 5.000 millones de dólares de expansión fiscal que salvarían millones de puestos de trabajo y «acelerarían la transición a una economía verde».55 De dónde salió esa cifra enorme es un misterio. A lo largo de las semanas siguientes, organismos externos como el FMI se encargaron de recopilar datos sobre los programas de gasto de emergencia que se habían puesto en marcha en todo el mundo. Los resultados fueron sorprendentes.

Ir a la siguiente página

Report Page