Crash

Crash


IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 23. La amenaza populista

Página 50 de 61

Que el statu quo había sufrido un golpe era un hecho innegable. Si con ello se daría paso, en un futuro próximo, a algo más equilibrado y más próspero, eso ya era una cuestión distinta. El mar de fondo del sentimiento contrario a la Unión Europea se había estado levantando desde hacía décadas. Pero era una política de resentimiento y protesta, que no había formulado una visión alternativa en positivo. Ahora May y sus asesores personales tenían que plantear un programa. Para el asombro de muchos, parecía que el grupo estaba resuelto a hacer realidad un cambio radical. De la noche a la mañana, sustituyeron el programa de David Cameron, de modernización de la clase alta, por un modelo de bienestar nacional combinado con una dosis de autoritarismo blando.68 En el congreso del Partido Conservador de octubre de 2016, May pronunció un discurso determinante: «Hoy son demasiadas las personas que, desde las posiciones de poder, se comportan como si tuvieran más en común con las élites internacionales que con los que habitan en su misma calle [...] Pero quien cree ser un ciudadano del mundo, es un ciudadano de ninguna parte y no comprende qué significa la ciudadanía».69 May pasó por alto las medidas adoptadas por su propio partido desde 2010 y volvió a la crisis de 2008: «Tras el hundimiento financiero, quienes hicieron los mayores sacrificios no fueron los más ricos, sino las familias corrientes de clase trabajadora. Y si tú eres uno de los que ha perdido el trabajo, de los que lo ha conservado pero con menos horas, ha aceptado un recorte de salario mientras las facturas del hogar se disparaban, o alguien que se ha quedado sin trabajo o le pagan menos por la inmigración no cualificada, entonces la vida, sencillamente, no parece justa». Aunque May hablaba en tercera persona de las víctimas de 2008 y la austeridad tory, el momento Lehman sirvió como justificación retrospectiva para una reorientación fundamental. En adelante, ella pondría «el poder del gobierno al servicio directo de la gente corriente de clase trabajadora». Puso en la picota a los jefes que habían descuidado a sus empleados, a las empresas internacionales que eludían impuestos, a las compañías de internet que se negaban a cooperar en la lucha contra el terrorismo y a los directores corporativos que obtenían «dividendos colosales aun sabiendo que los fondos de pensiones de su empresa están a punto de quebrar». Con un lenguaje que uno esperaría más bien de Putin o un demagogo latinoamericano, amenazó: «Os lo advierto: esto no puede seguir así».70

El control, los límites a la inmigración y la justicia social tendrían prioridad sobre el crecimiento absoluto. No era una visión liberal. Implicaba un aparato completamente nuevo de regulación y control. Según apuntó un crítico, el empeño de May por excluir a los extranjeros de la población activa exigiría poner «en marcha un grado de interferencia gubernamental en el mercado laboral que haría sonrojarse incluso a un socialista de la vieja escuela. Margaret Thatcher se estará revolviendo en su tumba».71 Era un precio bajo para alguien con la experiencia de May en el Ministerio de Interior, lo que, con un eufemismo, podríamos describir como la «rama protectora» del gobierno. Pero dejaba abierta otra pregunta: ¿hasta dónde estaba dispuesta May a llegar para contener los excesos de la gran empresa? Una cosa era levantar barreras contra los trabajadores inmigrantes y los refugiados indeseados, y otra muy distinta lidiar con los grandes inversores extranjeros. Cuando Nissan amenazó con reconsiderar las inversiones en Sunderland, el «Estado muscular» se apresuró a invitar a la automovilística a Downing Street, para conversar.72 Más adelante, el gobierno negó que hubiera prometido indemnizar a Nissan por los costes de un mal acuerdo de salida de la Unión Europea. Pero Nissan fue un primer indicio de que «recuperar el control» tal vez no sería el valeroso acto de autonomía que algunos imaginaban.

Era muy posible que acabara siendo un proceso de negociación no poco oneroso ni humillante.

Y ¿qué pasaría con la City? Después del brexit, ¿podría seguir funcionando como el centro de contacto entre las finanzas globales y la zona euro? ¿Podría seguir siendo el núcleo principal de compensación de euros y derivados de euros? Los banqueros no cederían sin presentar batalla. La City utilizó toda su influencia para que el gobierno diera prioridad a los acuerdos de pasaporte existentes, con los cuales a los bancos que operaban en Londres se los reconocía, de hecho, como si operasen dentro de la eurozona.73 Si no se podía lograr un pacto al respecto, un estudio encargado por la City concluía que el hundimiento de los negocios con la zona euro podría resultar en pérdidas de ingresos por un valor de entre 32.000 y 38.000 millones de libras; de puestos de trabajo, cifrados entre 65.000 y 75.000; y de la recaudación fiscal, por valor de 10.000 millones de libras anuales.74 Se trataba, sin embargo, de la misma clase de cálculos que la campaña por la permanencia había puesto en circulación, sin gran fortuna. ¿Qué influencia tendrían ahora?

Justo después del referéndum pareció que Downing Street se prestaría a una solución acordada. Pero en enero de 2017, el estado de ánimo había cambiado. El Reino Unido hacía hincapié en su derecho a restringir la libertad de movimiento y la soberanía judicial, y esto comportaba que Londres no podía esperar concesiones de Bruselas. Ya no solo se saldría de la Unión Europea, pues, sino que se haría con plena exigencia. Discurso tras discurso, y también en conversación directa con los grandes jefes de las finanzas, May transmitió el mensaje de que habría brexit y sería un brexit «duro». Cuando Lloyd Blankfein, de Goldman Sachs, una de las empresas que más dinero había donado para la campaña por la permanencia, preguntó a May qué prioridad daba a la City entre su lista de intereses, la primera ministra esquivó la cuestión.75 Los banqueros comprendieron, con incredulidad, que habían dejado de ocupar el primer lugar. Los derechos de pasaporte eran ahora menos importantes que recuperar el «control» sobre los fontaneros polacos.76

En realidad, sin embargo, ¿quién determinaría el resultado del brexit? Durante el invierno de 2016-2017 empezó a calar la idea de que la libertad y el control que Gran Bretaña reclamaba para sí se aplicaba también a aquellos de los que se quería separar. Qué libertad se obtuviera, y a qué precio, dependería de la clase de convenio que la Unión Europea quisiera ofrecer, ahora que se había librado del problemático Reino Unido. Los defensores de salir de la UE insistían en que Alemania y otros países se verían obligados a ofrecer un buen acuerdo debido a sus intereses exportadores. El enorme déficit comercial británico sería su mejor carta, a la hora de negociar. Pero esta lógica simplista se ajustaba mal al funcionamiento de una organización compleja como la Unión Europea, en la que no se abordaría la cuestión del brexit sin toda una trama heterogénea de intereses e inquietudes.77

Con una rapidez considerable, y el liderazgo claro de Berlín, los Estados de la Unión Europea optaron por una posición de dureza, que hacía hincapié en que no se hablaría de acuerdos comerciales antes de fijar las condiciones del divorcio. Gran Bretaña debería comprometerse a cumplir con las obligaciones financieras adquiridas con la UE, que ascendían a decenas de miles de millones de euros. No habría acceso al mercado común sin libertad de movimiento. El mandato del Tribunal de Justicia de la Unión Europea seguiría vigente, en lo que respectara a los ciudadanos de la Unión. Cuando Gran Bretaña activara el artículo 50, que iniciaba el brexit, habría una cuenta atrás de dos años. Si no había acuerdo, Gran Bretaña abandonaría la UE para pasar a un limbo; incluso tendría que renegociar su posición en la Organización Mundial del Comercio. Según le explicó Juncker a May en una cena celebrada en Londres en mayo de 2017, los británicos se engañaban a sí mismos si imaginaban que el brexit redundaría en un «resultado positivo».78

Cuando Londres empezó a comprender la verdadera complejidad y dificultad de la situación, el gobierno de May tuvo una reacción típica: lanzó amenazas drásticas, burdas y contradictorias. En su discurso de octubre de 2016 ante el congreso del Partido Conservador, May había vinculado la exigencia de soberanía con una visión de solidaridad nacional. Pero cuando las posiciones negociadoras se endurecieron, quedó claro que también existía otra posibilidad. Ante los embajadores de la Unión Europea, en una reunión organizada en la Lancaster House londinense, May aseveró que si no les ofrecían un tratado comercial aceptable, se marcharían sin acuerdo. Si la UE optaba por el «castigo», Gran Bretaña replicaría abandonando el «modelo europeo» y fijando «los impuestos más competitivos y las medidas que atrajeran a los mayores inversores y las mejores compañías del mundo». El país se reconfiguraría —según recogieron los periodistas— como «el Singapur de Occidente, por su baja presión fiscal».79 Unos días después, el canciller Philip Hammond repitió la amenaza: personalmente, él confiaba en que el Reino Unido «[podría] continuar en la corriente principal del pensamiento social y económico europeo; pero si se nos obliga a ser algo distinto, entonces tendremos que convertirnos en algo distinto». Para recuperar competitividad Gran Bretaña quizá necesitaría reconsiderar su «modelo económico [...] Y pueden tener ustedes la seguridad de que haremos lo que tengamos que hacer».80 La campaña por la permanencia había insistido siempre en que salir de la UE ponía en peligro la economía en su conjunto. Con las amenazas que formularon cuando se aproximaban las negociaciones con la Unión, en enero de 2017, Hammond y May reconocían de hecho la fuerza de los argumentos unionistas. En vez de domeñar el capitalismo británico, el «Estado muscular» usaría como arma de asalto la City londinense y la posición offshore de Gran Bretaña.

Esta clase de bravuconadas quizá contribuían a enardecer a los partidarios del brexit, pero dejaba perplejos a los actores serios de los negocios globales. La City no había pedido que Gran Bretaña abandonara la «corriente principal del pensamiento social y económico europeo». A los banqueros les iba más que bien, en esa corriente; de hecho no tenían poco poder, a la hora de definirla. Las propuestas que habían preocupado a los tories en 2011 —en particular, el impuesto sobre las transacciones financieras— se habían evaporado. Ciertamente podían surgir desafíos, desde el BCE o Francia, al respecto de los negocios denominados en euros. Pero eso debía llevar a defender el propio terreno, no a abandonar la UE. La comunidad empresarial transnacional de Londres estaba integrada al máximo nivel en la red de la Unión Europea. El presidente del BCE era uno de los suyos.81 En el verano de 2016, cuando Barroso, el ex presidente de la Comisión, buscó un nuevo trabajo, se constató que su concepto del «modelo europeo» pasaba por sumarse a la sede operativa de Goldman Sachs en Londres.82 La idea de que Europa, de una forma u otra, era hostil a las empresas globales radicadas en Gran Bretaña pertenecía al reino de las fantasías del thatcherismo tardío. Por otro lado, la «libertad» del brexit significaba una incertidumbre radical. Ninguno de los grandes bancos estadounidenses quería ponerse a preparar planes de contingencia para sacar de Londres sus negocios en euros, pero ¿cuál era la alternativa? Aunque Londres tenía un atractivo enorme, su política nacional había dejado de responder como era debido. Los nudos subordinados de la red financiera transatlántica —París, Dublín, Fráncfort— daban señales de interés. Y si no, quizá los días del dólar deslocalizado al otro lado del Atlántico estaban contados. La City había comprendido en qué dirección soplaba el viento. Había una nueva frontera por explorar: Asia.

V

Ante el voto de los británicos a favor de abandonar la Unión Europea, esta concertó su posición con una celeridad asombrosa. La negociación de tratados complejos era el punto fuerte de Bruselas. Pero no se podía negar que se trataba de un terremoto. La UE había sufrido muchas crisis a lo largo de su historia. A Jacques Delors, el legendario padre del mercado único y el euro, le gustaba decir que «Europa avanza con la cara tapada». Pero el brexit coronaba una larga serie de reveses que ponían en duda esa teleología optimista. ¿Era este el «momento Lehman Brothers» de Europa, según se preguntó el ministro de Hacienda finlandés, Alex Stubb?83 A la hora de frenar a Syriza, la gran preocupación del sector conservador del Eurogrupo había sido el contagio político. El brexit reavivó ese temor. En palabras de una portavoz de Moody’s: «Los riesgos negativos para el crecimiento global no proceden de la posibilidad de una recesión en el Reino Unido, sino de la posibilidad de que el proceso británico incremente los riesgos políticos en otros puntos de la Unión Europea».84 Marine Le Pen celebró que el referéndum del brexit había sido una «espléndida lección de democracia».85 En los Países Bajos, el nacionalista de derechas Geert Wilders pidió un nexit: que su país abandonara también la Unión Europea. ¿Se extendería a toda Europa, desde Gran Bretaña, Polonia y Hungría, una oleada de nacionalismo eurófobo? Desde el referéndum, durante casi todo un año, el peligro pareció sumamente real. Y había mucho en juego. La estabilización económica de Europa requería que el mercado de títulos conservara la calma. Según un analista: «Nada garantiza que los inversores no vuelvan a descontrolarse si en la Europa continental se perciben signos más claros de un contagio político de lo ocurrido en el Reino Unido».86

Se sucedieron elecciones con rapidez. En diciembre de 2016, Italia votó en contra de una enmienda constitucional, lo que provocó la dimisión del primer ministro Renzi, un socialista moderado. En Austria, la extrema derecha impugnó la validez de las elecciones presidenciales. En los Países Bajos, Geert Wilders y su partido derechista eran cada vez más populares. En Gran Bretaña, con la intención de obtener una mayoría clara a favor de la salida de la Unión Europea, Theresa May convocó unas nuevas elecciones. Pero la situación más grave se daba en Francia. A tenor de la base electoral acumulada, y del éxito del Frente en las elecciones europeas de mayo de 2014, se daba por descontado que en las presidenciales de mayo de 2017, Marine Le Pen pasaría a la ronda definitiva. La cuestión era quién se enfrentaría con ella: ¿un conservador tradicional, un modernizador centrista (en la figura de Emmanuel Macron) o el auténtico terror de la clase dirigente, el izquierdista Mélenchon? Los mercados tenían pesadillas con la posibilidad de que la presidencia se decidiera entre Le Pen y Mélenchon.87 Por muy distantes que pudieran hallarse en muchos temas, compartían la antipatía hacia Alemania.

En la primavera de 2017, el mundo aguantó la respiración. El euro oscilaba con fuerza. Para los gestores de fondos, la incertidumbre política de Europa era todo un «riesgo de cola» que podía acarrear una catástrofe. La adquisición de títulos por parte del BCE era una fuente de estabilidad de primer orden. Por improbable que fuera el escenario, si Le Pen lograba imponerse en Francia, era difícil ver cómo incluso el programa más ambicioso del BCE habría evitado otra crisis de la deuda soberana. A la postre, el centro aguantó. En todo caso, el electorado votó en contra de la derecha populista. En Francia, Emmanuel Macron, el carismático ex ministro del gobierno de Hollande, sumó votos del centro-derecha y centro-izquierda y ganó primero las presidenciales y luego las elecciones a la Asamblea Nacional. Esto puso límites al espectro del populismo.88 Los líderes europeos acudieron con optimismo a la reunión del Consejo de junio de 2017. La Unión Europea había sobrevivido. Había sometido a la izquierda en Grecia y Portugal. Había contenido el auge de la derecha. Las negociaciones con Gran Bretaña serían difíciles, pero unilaterales. Europa había vuelto. En el verano de 2017, no obstante, se tuvo que enfrentar a un nuevo desafío a su identidad y su papel en los asuntos mundiales, un desafío que no procedía del interior, en esta ocasión, sino del exterior. El desafío se había anunciado un año antes, desde un campo de golf de Escocia, un día después del referéndum del brexit.

Aquel domingo soleado, fuera del club de golf de Turnberry Ayrshire, las cámaras enfocaban a un empresario estadounidense que peroraba con entusiasmo sobre el resultado del referéndum:89 «Básicamente han recuperado su país», declaró ante una escéptica audiencia escocesa. Obama no tendría que haberse metido donde no le llamaban. «No es su país, no es su parte del mundo, no tendría que haberlo hecho y en realidad pienso que quizá su recomendación ha hecho que fracase.» El personaje se identificaba sin reservas con el brexit. «La gente quiere recuperar su país, quiere tener independencia, en cierto modo, y lo ves con Europa, por toda Europa [...] Tendréis otros muchos casos en los que la gente quiera volver a disponer de sus fronteras, quiera volver a disponer de su monetaria [sic], quiera volver a disponer de un montón de cosas, quiera poder tener un país otra vez [...] La gente está enfadada, la gente de todo el mundo, están enfadados [...] Están enfadados por las fronteras, están enfadados por la gente que viene a su país y se lo queda, que nadie sabe siquiera quiénes son. Están enfadados por muchas, muchas cosas.»

El personaje se expresaba mal. Estaba mal informado. No parecía darle importancia al hecho de que su público escocés hubiera votado abrumadoramente a favor de continuar en la Unión Europea. Un día después de los resultados, con la conmoción, es evidente que la UE tenía otros temas por los que preocuparse. Pero lo que llamaba la atención, lo que convertía aquellas palabras en noticiables, era el hecho de que el hombre en cuestión, probablemente, sería elegido por el Partido Republicano como el candidato a sustituir a Barack Obama en la presidencia de Estados Unidos.

Ir a la siguiente página

Report Page