Cosmos

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—¿Cómo dice?

—¡Dos rusos!

 

* * *

 

Coulter, el Presidente; y los tres personajes que habían junto a él se dejaron caer sobre los respaldos de los sillones completamente desconcertados.

Hasta entonces, habían estado viendo el «paseo» del astronauta y su conversación con los científicos.

La máxima autoridad de los Estados Unidos, Coulter, palideció de tal manera que en pocos segundos su rostro adquirió la tonalidad de un cadáver.

—Es... es imposible... —balbuceó Cooley, el jefe de la Armada.

El Presidente se llevó una mano a la frente y apoyó el codo en una de las abrazaderas del asiento.

La escena era inenarrable.

Ninguno había tenido la más remota sospecha de que pudiese ocurrir aquello.

¿Qué hacer?

—¿Está seguro de que son soviéticos? —preguntó la temblorosa voz del operador.

—¡Segurísimo!

—Pero...

—¿Qué hago?

—No sé... No sé... —repitió el estupefacto hombre.

Owen debía de estar muy intranquilo.

—¡Digan algo rápido!

—Espere... Esto no es asunto que pueda resolver yo... Pediré órdenes a los mandos superiores. ¿Reaccionan pacíficamente?

—¡Los tengo encañonados!... ¡Por todos los diablos, hablen..., ordénenme lo que sea!

—Tómelo con calma, Owen. Esta situación es totalmente imprevista.

El diálogo cesó.

—Presidente... Presidente, ¿qué hacemos?

¿Qué hacer?

La pregunta flotaba en la estancia en que se hallaban reunidos los altos dignatarios del país...

¿Qué hacer?

 

* * *

 

En el Kremlin, la escena era parecida.

Y el momento angustiosamente grave.

—¿Por qué este silencio? —reclamó el jefe del gobierno comunista, intranquilo por la razón de que ninguno de los dos cosmonautas hablaba con la normalidad anterior.

—Algo debe de ocurrirles...

—Procuren establecer comunicación inmediatamente.

Los rostros estaban tensos. La transpiración había hecho acto de presencia y las palpitaciones cardíacas parecían haberse detenido indefinidamente.

Y aún les esperaba una mayor sorpresa.

Los altavoces que enlazaban con la base espacial emitieron unos murmullos incoherentes, que empeoraron todavía más la situación nerviosa de las personas que estaban escuchando.

—Americanos...

Nicolai Shvernik, el jefe del gobierno, se dejó caer en el asiento dando la impresión de que la palabra «americanos» había tenido el efecto de un balazo en la sien.

—¡Repita! —bramó, la angustiada voz del enlace en Novosibirsk.

—Americanos... Están aquí...

—¡Maldición!

—Uno solo. Está armado...

Valva fue la que habló ahora. Y añadió:

—No parece belicoso...

—¡Dice que está armado y que no parece belicoso! —soltó uno de los miembros del Partido, exasperado.

Un murmullo de voces se levantó en la estancia.

Los más fogosos eran los primeros en reaccionar.

—¡Es una grave ofensa!... ¡Demasiado grave! —arguyó uno.

¿Ofensa?

¿Por qué?

—¡Es un sabotaje! ¡Espías!

—No puede permitirse...

—¡Guerra total!

—¡No podemos acobardarnos!

Los gritos se siguieron sucesivamente. Las ilusiones de un principio se habían visto desbordadas ante aquel inesperado acontecimiento. Ahora, que las cosas se ponían feas, los más inconscientes pedían una lucha total...

Antes de la humillación, el exterminio total e implacable.

¿Por qué, Dios mío?

¿Acaso aquellas personas tenían derecho a hablar de aquella manera? ¿Pensarían del mismo modo si Alexiev fuese el que empuñara el arma y Steve Owen el indefenso?

Posiblemente no.

—¡Silencio! —clamó el jefe del gobierno.

Los compungidos rostros se volvieron hacia él,

—Dejemos de protestar como comadres.

—¿Qué sugiere, camarada Shvernik? —preguntó uno de los soliviantados.

—Paciencia.

—Los segundos son decisivos.

—¡Eso! ¿Quién nos dice a nosotros que los americanos no llevan allí el suficiente tiempo como para tener una Base Nuclear lista para el disparo?

—¡Quizá los proyectiles ya vengan en camino hacia nosotros!

—¡Silencio!

Callaron. Empero, las miradas siguieron expresando sus atemorizados pensamientos.

—Nuestro Sistema de Alarma para la Defensa de la U.R.S.S. nos habría puesto en alerta de ocurrir lo que ustedes dicen.

»Todos sabemos que en una guerra de proyectiles teledirigidos son infalibles los disparos y, así mismo, también deberían serlo los caza—proyectiles.

—¡Con una base en la Luna nosotros tenemos las de perder!

—Sí, camarada Novograd; lo sé. No existen defensas contra ataques del cosmos.

»Por eso mismo, recomiendo paciencia.

»¿Acaso no vale más una retirada a tiempo que una derrota total?

»Les recomiendo pensarlo detenidamente. No olviden que toda la Humanidad depende de nuestras conclusiones.

Las caras se tornaron inexpresivas, mientras los cerebros sopesaban las palabras del jefe de gobierno.

Había que pensar..., ¡mucho!

Mientras, Valya y Alexiev comenzaron a comunicar de nuevo.

Si en la Tierra la situación era embarazosa, no lo era menos en la Luna, donde tres personas, con idénticos méritos personales, se encontraban entre sí sin saber qué hacer.

Mejor sería que decidieran en la Tierra.

 

* * *

 

Valya Grigorieva era la más tranquila de los tres astronautas, pasados los primeros instantes de sorpresa, claro está.

Toda su perspicacia femenina estaba en acción. Estudiaba el rostro de Steve con detenimiento tratando de adivinar lo que decía por los gestos de sus labios.

Ella, como Alexiev, hablaban inglés; pero las ondas de la radio eran diferentes.

Tras unos minutos de estudio, la muchacha llegó a la conclusión de que el americano estaba en la misma situación que ellos, sin contar el arma con que les encañonaba.

Y así lo comunicó a su compañero:

—Alexiev, estoy segura de que acaba de llegar.

—¿Cómo puedes pensar eso?

—Él está tan asustado o más que nosotros. ¿No ves la bolsa y las banderas?

—Sí, es cierto...

Aquellas palabras sirvieron de alivio a los dirigentes del Kremlin, pues las estaban escuchando detenidamente.

El hombre o la ciencia, a la que también había que contar como elemento, podían tener un error de cálculo o de mente y las consecuencias serían apocalípticas.

—No parece mala persona —comentó Valva.

—¿No?... ¿Y la pistola?... —respondió Alexiev, sarcásticamente y con más dureza.

—No intentes atacarle, Alexiev... Por la fuerza no se consigue nada y nosotros estamos en peores condiciones.

—¡Maldita sea!

Ambos callaron.

Steve Owen se había dado cuenta de que los rusos hablaban entre sí y por su mente pasó la idea de que en Europa estarían escuchando la conversación, lo mismo que sus palabras en Cabo Kennedy.

Les hizo un gesto con el arma indicándoles que callasen y éstos obedecieron.

Steve estaba hecho un verdadero lío.

¿Qué debía hacer con el hombre y la mujer? No podía estar apuntándoles indefinidamente. Y en los Estados Unidos se habían quedado mudos del impacto que les produjo la noticia.

—«Caimán» llamando a la base...

—Le oímos, «Caimán».

—Necesito órdenes de inmediato.

—Espere, «Caimán».

Owen se salió de sus casillas.

—¿No comprenden que es una situación muy embarazosa?

—Manténgalos vigilados hasta que el Presidente nos diga lo que debemos comunicarle.

—¡Escuche, «Pez—espada»; llevo dos días sin dormir!

—Sí, comprendemos...

Steve no les dejó seguir.

—Dentro de un momento se me cerrarán los párpados.

—Lo sabemos, «Caimán»; pero ¿no pretenderá que destruyamos la Unión Soviética para que usted pueda dormir?

—¿...?

—¿Me oye?

—¡Váyase al diablo!

Steve estaba furioso. Las emociones habían sido muchas y su resistencia física estaba llegando al límite.

«¿Por qué siempre ha de haber rencillas, odio, ansias de poder y de mandar?», se preguntó.

Miró a los rusos.

La mujer parecía indicarle algo. Las armas de éstos habían quedado en el suelo lunar. Owen fue hacia ellas y las apartó con el pie a una distancia prudencial.

Luego, enfundó la suya.

El ruso le miró sin comprender.

¡Si por lo menos pudiesen hablar entre ellos!... De aquella forma, se entenderían mucho mejor.

Valya continuaba moviendo los brazos.

—¿Estás loca, camarada?

—No, Alexiev.

—Entonces, ¿qué pretendes?

—Hablar con él.

Alexiev ahogó un suspiro. Valya y él eran amigos, pero como hombre y mujer nunca se entenderían.

La joven señaló los auriculares y Owen asintió con la cabeza pareciendo comprender.

Valya llevaba los mandos del transmisor en el casco de vacío y Steve sobre el pecho del traje. Los dos a la vez manipularon en los aparatos, mientras Alexiev abría los ojos desmesuradamente.

Los dos iban a cortar sus comunicaciones con la Tierra.

Comprendió que no podía dejar que Valya hablase libremente con el otro, pues éste podía intentar un doble juego que en nada les favorecería a él y la joven.

El cosmonauta soviético se apresuró a seguir los movimientos de Valya por si ella y el americano lograban encontrar una onda idéntica.

De pronto, escuchó una voz en inglés:

—Hola...

¡Locos!... ¡Estaban rematadamente locos!

Alexiev parecía el más sensato de los tres, aunque su cordura alcanzaba un punto muy difícil de juzgar.

Quizá en la Tierra, los cohetes atómicos ya cruzasen los océanos en busca de las ciudades y los centros más importantes de cada país.

¡Y ellos hablando en completa enajenación!

 

 

V

 

—Me llamo Steve Owen.

—Yo Valya Grigorieva, y mi compañero Alexiev Glinka.

Ambos se miraron sin saber qué decir.

Era un poco risible aquella situación.

—Lamento haberles asustado.

—Nos hacemos cargo. Nosotros hubiésemos hecho lo mismo.

—Ya veo... Habla usted muy bien el inglés.

—Gracias.

Los tres estaban nerviosos y ninguno era capaz de ocultar su estado de intranquilidad.

—¿Hace mucho que llegaron?

Valya sonrió picarescamente.

—¿Es una pregunta «oficial» o «extraoficial»? Steve también forzó una mueca que quiso simular una sonrisa. Pero sólo consiguió que sus labios se juntaran en una fina línea.

—Extra oficial —respondió, por fin.

—Entonces, le diré que hace unas horas.

—¿Y usted? —inquirió Alexiev, todavía receloso del comportamiento del americano.

—Pues, más o menos al mismo tiempo.

—¿No es un poco cómico todo esto?

—Desde luego, Valya —corroboró Steve.

Los tres intercambiaron miradas. Luego, de una forma imprevista y hasta cierto punto comprensible, rompieron a carcajadas casi histéricas y que les obligaron a doblarse por la cintura.

¿Acaso el mundo no tenía algo trastornado?

Entonces, ¿por qué no habían de tomar ellos una parte de aquella locura? La situación no era, ni mucho menos, para reír; pero los nervios de los tres personajes necesitaban un merecido desasosiego.

Rieron con fuerza, casi con demencia.

El chasco había sido mutuo y enorme. ¿Qué pensarían los hombres del Kremlin y de Cabo Kennedy si pudieran verlos en aquellos instantes?

Valya, Steve y Alexiev se hicieron la misma pregunta y volvieron a reír sonoramente..., aunque fuese la suya una risa de fúnebres presagios.

¿Habían enloquecido?

No, de ninguna manera.

Los tres habían arriesgado sus vidas por la ciencia, por el saber y por el progreso. Juntos o por separado se habían embarcado en una aventura de sorprendentes consecuencias.

La rivalidad era mutua, cierto; pero ninguno de ellos era político. Steve y Alexiev eran militares, aviadores más concisamente, que habían nacido en diferentes partes de la Tierra.

¿Acaso sería diferente si Owen hubiese nacido en la Unión Soviética y Glinka en un rancho de Nebraska?

Las cosas no cambiarían en absoluto, los hombres eran los mismos.

¿Por qué no reír entonces?

Ellos pertenecían a clase de seres que arriesgan sus vidas por un constante adelanto y un imaginable bienestar para la Humanidad, no por los inconfesables deseos de otros hombres.

De pronto, dejaron de contorsionarse. Las respiraciones se habían alterado y el oxígeno existente dentro de sus trajes espaciales no correspondía a la demanda de los pulmones, esforzados por la risa.

—Valya —preguntó Steve bruscamente—, ¿qué pensó al verme?

—Al principio que era imposible, luego que nos habíamos retrasado y, así, perdido la carrera.

—Pues yo creí que ya habría una ciudad en la Luna. Los vi venir tan tranquilamente que no pude por menos que creerlo así.

—Si hace unas horas me hubiesen dicho que me iba a encontrar con semejante sorpresa no lo hubiera creído —intervino Alexiev.

—Ciertamente, que la situación nadie la podía prever.

—Aún tuvimos suerte de vernos al poco de llegar.

—¿Quién iba a decírnoslo?

—Nadie, Valya; son jugadas del destino.

—Yo no puedo establecer contacto con mi base —adujo Owen.

—Nosotros tampoco...

—¿Qué les parece si lo celebráramos?

Valya y Alexiev dudaron unos segundos.

—¿Cómo? —preguntó Glinka.

—No sé. Los científicos de mi nación no contaron con esto para añadir una botella de champaña.

—Ni los nuestros.

A fin de cuentas ambos gobiernos tenían muchas cosas en común.

—Podíamos acercarnos hasta nuestra astronave. Hay espacio suficiente para los tres y podemos graduar la atmósfera interior.

—Acepto su proposición, Grigorieva...

Alexiev avanzó un paso. A través del cristal transparente de su escafandra era fácil distinguir las arrugas que se habían formado en su frente.

—Esperad...

—¿Qué ocurre, Glinka?

—¿Qué dirán en la base?... No podemos olvidarnos de muchas cosas y que tampoco somos los dueños de los cohetes. Lo queramos o no, somos soldados y las circunstancias no favorecen nuestra amistad.

Las preocupaciones cundieron entre ellos.

¿Qué sucedería en la Tierra en aquellos precisos instantes?

Tanto Valya como Steve callaron ante las sensatas palabras del astronauta.

Éste añadió:

—Será mejor que nos separemos.

—Tiene razón, Glinka —asintió Owen—; no somos dueños de nuestros actos.

Valya, como mujer, se creyó obligada a suavizar las cosas y se interpuso entre los dos hombres.

—Tratemos de recordar la onda que une nuestras radios. Nunca estará de más el que podamos cambiar impresiones... ¿Quién sabe...?

Aquel «quién sabe» entrañaba muchas cosas, que todos ellos entendieron a la perfección.

En pocos instantes habían labrado una fuerte amistad pero...

Órdenes eran órdenes.

—Regresemos a nuestras naves —propuso Glinka.

—Recordaré la onda y les comunicaré las novedades. En caso de un apuro pueden llamarme libremente y contar conmigo. A pesar de lo fácil que ha sido hasta ahora, no debemos olvidar que estamos en un mundo completamente desconocido.

—De acuerdo, Owen; lo mismo le decimos.

Alexiev y Steve se estrecharon las manos; burdamente, porque el grueso de los trajes de vacío impedía hacerlo de otra forma.

Valya, que había tenido un papel muy importante en aquel primer contacto, siguió con su sonrisa a flor de labio y saludó al americano con simpatía:

—Hasta luego, Steve...

—Hasta pronto, señorita Valya.

El joven estadounidense lamentó no poder estrechar la mano de aquella muchacha, que, a pesar de su juventud, se había aventurado en un viaje lleno de riesgos sin fin.

Tras aquella simple despedida, se separaron y cada uno de ellos volvió a poner el transmisor en la onda normal.

Instintivamente, Valya y su compañero se inclinaron sobre las armas y las tomaron. Podían existir recelo, temor de que uno hubiese mentido en sus palabras de paz y amistad, pero ninguno se volvió para mirar lo que hacía el otro.

Aquel simple detalle demostraba que las palabras habían sido sinceras.

Los tres creían en la amistad, en las buenas palabras y en los buenos deseos, pero ¿hasta qué punto podían decidir ellos sobre sus propias personas?

La respuesta la daría el tiempo.

Mientras ellos conversaban con completa normalidad, en la Tierra habían sucedido muchas cosas.

La Tercera Guerra Mundial parecía a punto de estallar.

En los dos países en pugna vibraba una gran actividad, de muy malos augurios. Todos los permisos de personal militar y civil, de clase técnica y especializada habían sido suspendidos.

Los cientos de submarinos y aviones de ambas Defensas se dirigían a los puntos desde donde deberían disparar las fatídicas armas que habrían de asolar al mundo conocido.

Las tropas estaban en permanente alerta, pero la población civil no sabía absolutamente nada; estaban en una completa ignorancia.

Bastaría que dos hombres presionasen un simple botón y la catástrofe general se desencadenaría.

Todo consistía en eso: un botón electrónico y la mente de un hombre.

Un error, un pensamiento fatalista, una instintiva sensación de inferioridad y el mundo saltaría hecho pedazos.

A pesar de todo aquello, todavía esperaban muchas sorpresas más a los tres terrestres existentes en la Lima...

 

* * *

 

Los dos rusos procuraron poner sus radios en la onda anterior y disimular que las habían cambiado a propósito. Para ello hablaron entre sí como si nada hubiera sucedido.

—Volvamos, Valya.

—Sí, Glinka.

—¡Oigan...!

—Sí. Escucho —replicó Alexiev.

—¿Por qué han cortado la comunicación?... ¿Dónde está el americano?

—Ha vuelto a su nave y nosotros nos dirigimos a la nuestra. —Glinka omitió deliberadamente la primera pregunta.

—¿Cómo se encuentran?

—Perfectamente. Hemos averiguado que el americano ha llegado, poco más o menos, al mismo tiempo que nosotros.

—Parece increíble... ¿Están seguros de que no tienen ya bases instaladas?

—Completamente.

—Entonces ¿por qué les amenazó con un arma? —indagó, desconfiada, la voz del hombre que les hablaba.

—No nos reconoció de momento.

—Escuche, coronel Glinka; vuelvan al interior de la nave y permanezcan allí en espera de nuevas órdenes.

—¿Ocurre algo?

—No..., no, nada...

Glinka, siempre bajo la observación de la joven, bajó la cabeza meditabundo.

—Tenemos muestras de piedras y polvo lunar.

—De acuerdo. Guárdenlas en sus correspondientes lugares y no obren sin previo permiso. ¿Entienden?

—Desde luego.

A partir de aquel instante, la conversación se limitó a temas puramente científicos. Médicos, astrólogos y hombres de ciencia les llenaban de preguntas sobre sus reacciones a la atmósfera lunar.

Grigorieva y Alexiev miraron repetidas veces en derredor y se cercioraron de que todo seguía idénticamente al momento en que alunizaron.

Sólo que la Luna había entrado en su fase diurna y la potente iluminación proyectaba sombras de todos los objetos que sobresalían de la superficie.

Ahora todo tenía un color más vivo, más de Naturaleza, ya que antes el suelo reflejaba un tono grisáceo y tristón.

Sin embargo, ninguno de los astronautas se sentía contento. Intuían que algo no funcionaba bien allá abajo, en el Planeta Madre, y existía el temor de que hasta ellos llegasen sus consecuencias.

Valya y Glinka se introdujeron en la nave, cerraron la escotilla y graduaron la atmósfera para poder quitarse las escafandras.

Esperar...

Esperar ¿a qué?

Sintieron un indefinible temor a quedar como los únicos supervivientes de la raza humana. ¿Qué harían entonces?

También ellos quedarían condenados a muerte. A la Tierra no podrían regresar porque estaría contaminada de radioactividad y allí, donde estaban, no poseían recursos suficientes para vivir eternamente.

Además dos hombres y una mujer.

Mala combinación.

 

* * *

 

En Cabo Kennedy, tres hombres reunidos en la habitación secreta se miraron entre sí, expresando cada uno sus pensamientos de aquella indefinible manera.

El Presidente encendió un cigarrillo con manos nerviosas y aspiró el humo hasta la parte más recóndita de sus pulmones. Acto seguido, murmuró, casi sin despegar los labios:

—Y bien, señores, ¿puede saberse cuáles son sus opiniones al respecto?

El representante del Senado se levantó. Su cara estaba extremadamente pálida.

—Sugiero que se reúna al consejo y se actúe por libre votación —contestó.

—¿Y usted?

El aludido, Cooley, dio un respingo, pues hasta el momento parecía estar abstraído como ausente del problema que tenían presente, y se volvió hacia los hombres que habían frente a él.

—Es muy difícil dar una opinión, Presidente.

—¿Sí...? Entonces ¿quién debe decidir? Los he traído conmigo por juzgarlos como lo más sobresaliente de la nación. Ya saben que sus opiniones han pesado siempre en lo que yo decido.

—Ya... Pero este caso es diferente.

—¿Por qué lo dice?

—Se trata de todo o de nada. Aquí no puede existir término medio.

—¿Quiere decir que sólo podemos plantear la guerra total o retirarnos y quedar a merced del adversario?

—Exacto, señor Presidente.

—Ninguna de las dos soluciones es convincente —arguyó el senador.

Cooley enarcó las cejas y añadió:

—¿Piensa usted que existe alguna otra?

—No ciertamente, pero lo seguro es que, si pasamos al ataque, corremos el riesgo de perder la batalla y morir.

—¿Y si esperamos que sean ellos?

—Lo mismo. Nuestras defensas pueden detectar a tiempo la salida de sus proyectiles y destruirlos, con lo que nosotros tomaríamos una considerable ventaja. Pero no por ello deja de existir el riesgo de sucumbir.

»Yo a mi juicio, lo que puede decidir una baza muy importante está en la Luna.

—¿Allí? —inquirió el Jefe de la Armada, incrédulamente.

—Desde luego...

—Explíquese mejor, Riley —terció el Presidente, vivamente interesado en la conclusión del senador.

Éste carraspeó y dijo:

—Bien, repasemos los hechos. Sabemos que hay una pareja de rusos muy cerca de nuestro astronauta y que han conversado pacíficamente tal y como Owen nos lo ha comunicado, aunque, la verdad sea dicha, no ha derrochado detalles.

—Cierto —asintió Coulter.

—Yo pienso que podíamos intentar destruir la nave enemiga y retener a los ocupantes sin que los rusos se enteren.

El Presidente y el marino estiraron sus cuellos.

—Siga, Riley.

—Si logramos estropear el funcionamiento de esa nave sin que ellos crean que ha sido un sabotaje, tendremos la oportunidad de instalar las bases nucleares sin que nos molesten en absoluto.

—¡Cielos, es verdad! —exclamó Cooley, entrelazando los dedos de ambas manos nerviosamente.

Coulter meneó la cabeza en sentido afirmativo.

—Sí, es una buena solución; aunque no debemos menospreciar al adversario.

—Déjeme añadir algo más, señor Presidente —pidió Riley—, pues, aparte de lo que le he dicho que era mi opinión, considero que ésta tiene algo de sucio.

—¿Qué quiere decir?

—Que para llevarlo a cabo nuestro hombre ha de actuar como si fuese un delincuente.

»Según nos ha dicho, los cosmonautas soviéticos han puesto su confianza en él y atacarles a traición no es muy limpio o caballeresco.

—¿Acaso hay alguna guerra que sea limpia? —arguyó Cooley, demostrando que le seducía la idea del senador.

—Desde luego, no se lo discuto. Sin embargo, hay cosas que...

—¡No podemos detenernos en tonterías cuando todo el país está en peligro!

El marino gritó fuera de sí, al tiempo que daba un fuerte golpe en uno de los sillones. El Presidente proyectó su vista hacia él y le observó ceñudamente antes de decir:

—Cálmese, Cooley.

—Perdón... Tengo los nervios destrozados...

—Por esa razón sugiero que se reúna el Senado y se haga a votación. De esta forma, no recaerá sobre nuestras espaldas toda la responsabilidad de tan grave asunto.

—Cundirá el pánico, Riley.

—Es posible, señor Presidente; pero mi opinión es que se trata de demasiada responsabilidad para tres hombres.

El aludido soltó un suspiro.

—Si reunimos el Senado, al enterarse de la situación, se formará un escándalo y tardaremos horas en tranquilizar a los presentes para que puedan votar con libre responsabilidad.

—También existe otro inconveniente.

—¿Cuál, Riley?

—No sabemos cómo reaccionará el astronauta si recibe orden de pasar a la lucha. Recuerde que Owen no es un hombre de acción, sino simplemente el mejor piloto espacial de la nación.

—¿Cree que rehusará obedecer las órdenes?

—Es posible. Y ello acarrearía el peligro de que los rusos comprendiesen nuestros planes.

—El tiempo es lo que más me preocupa. Podríamos lanzar al espacio a dos hombres más para que ayudasen a Owen.

—Los derribarían los soviéticos.

—¿Sí?

—¿Qué haría usted si nuestros radares detectasen la salida de un cohete espacial del adversario?

Coulter asintió de nuevo. ¡Él ordenaría destruirlo!

Y con ello se declaraba la guerra total.

—Prefiero que decidamos nosotros —terminó diciendo el Presidente.

—¿Ahora? —inquirió Cooley.

—Sí, cada segundo que pasa puede cambiar la situación o precipitar el fin.

Ni Riley ni el marino contestaron. Se limitaron a rehuir la mirada del máximo personaje de la nación.

¡Decidir!

Las dudas, el temor y un sinfín de cosas más se mezclaron en las torturadas mentes de los tres hombres. Si algo salía mal, jamás en sus vidas, si sobrevivían, lograrían reconciliar el sueño.

¡Y aunque ganasen igual!

Muchos muertos, demasiados para tres conciencias.

—¿Riley?

La voz del Presidente sonó áspera, desagradable:

—Que Owen entre en acción.

—¿Cooley?

—Opto por el plan del senador Dennis Riley.

¡Ya estaba decidido!

El sudor perló los rostros de los tres al unísono. Cuatro ojos se clavaron inquietantes sobre los labios del Presidente.

¡Faltaba su opinión!

—Yo también voto por lo mismo...

 

 

VI

 

—Operador —llamó el Presidente.

—¿Señor?

—Quiero que se comunique inmediatamente con el astronauta Owen y le pase el siguiente mensaje...

—¿Tomo nota?

—Como guste...

 

* * *

 

—Deberá tomar por sorpresa la nave contraria y dejarla inutilizada totalmente.

—¿No lo dirá en serio?

—Desde luego, «Caimán»; las órdenes son concisas.

Silencio por parte de Steve.

—Mantendrá vigilados a la pareja rusa hasta que otras naves vayan en su ayuda en el momento preciso.

—¿Y si oponen resistencia?

—No puedo decirle nada sobre ello, «Caimán»; me limito a pasarle las órdenes que le han sido encomendadas.

—¿Algo más?

—Sí, deberá actuar e inutilizar la nave sin que los científicos soviéticos de la Tierra se den cuenta de ello. ¿Me comprende bien?

Owen esbozó una sarcástica sonrisa.

—Demasiado bien, «Pez—espada».

—Lamento que las órdenes no sean de su agrado, «Caimán»; pero todos somos soldados de la Patria.

Súbitamente, Steve pareció sufrir como un arrebato de cólera y cortó la comunicación con un gesto brusco e inopinado.

¡Al diablo las órdenes!

La respiración se alteró en el pecho de Owen. Lo que le mandaban era demasiado descabellado... ¿Y Valya y Glinka?

Jugada del destino. ¡Él mismo había pactado con ellos una alianza secreta, pero en la cual empeñó su palabra, su conciencia y los más innatos sentimientos de hombre!

¿Cómo podía echarse atrás y pasar a un ataque traicionero?

¿Cómo...?

Podían ocurrir mil cosas diferentes. Todavía llevaban muy pocas horas en el satélite. En su nave no cabían los tres y, de ocurrir algo extraño, condenaba a muerte a dos personas que habían puesto su confianza en él.

¿Habían sido sinceros?

Owen no podía asegurarlo hasta aquel punto, pero él sí.

Quizás estuviese equivocado; empero ¿cómo saberlo si él empezaba por quebrar su propia palabra?

¡Idiota!... ¡Mil veces idiota! Seguramente que de estar Valya o Glinka en su lugar no hubiesen titubeado como él... ¿O sí?

No debía olvidar que era estadounidense, que tenía la obligación de obedecer las órdenes, fuesen cuáles fuesen. Él no podía tomar una decisión propia.

Ambas opiniones chocaban en la mente del astronauta contradiciéndose entre sí.

Evocó la faz de Valya. Si algo irreparable llegaba a sucederles jamás se lo perdonaría. En la Tierra estarían pensando que había sido una equivocación el mandarlo a él, pero ellos ya tomaron sus decisiones.

¿Acaso ya nadie se acordaba de la conciencia?

Por un instante, Owen odió al mundo, a sí mismo, al progreso, a la loca ciencia que parecía llevar un camino imparable de desenfreno.

¡Lo odió todo!

Luego, tras un intervalo de unos quince minutos, en los que su furor simuló aplacarse, se hizo cargo de la pura y triste realidad.

Tenía que obedecer, no había otra opción.

¿Cuándo llegaría el hombre a vivir tranquilo, sin temores de sus propios congéneres e inquietudes que corroían el alma y la misma vida?

Se llamó idiota una vez más y miró la pistola, depositada por él sobre el tablero de mandos. De un manotazo, la tiró por el suelo de la cabina.

Luego se colocó la escafandra de vacío y salió. Le repugnaba horriblemente lo que debía hacer.

 

* * *

 

Steve Owen bordeó la llanura para no ser avistado por Valya o Alexiev y avanzó hacia la nave soviética, dando grandes rodeos. Había dejado atrás el arma y en uno de sus bolsillos únicamente llevaba unas tenazas especiales.

Había pensado en estropear algo que pudiese volver a repararse con relativa facilidad.

Tardó casi una hora en hacer el recorrido. La nave rusa surgió ante él y Steve se puso a cubierto de unas rocas de bastante altura. Sobre la proa del navío espacial había observado cómo unos aparatos muy parecidos a los periscopios de los submarinos se movían en derredor.

Eran cámaras de televisión.

Calculó el tiempo que tardaban en dar una vuelta completa y se dijo que tenía tiempo suficiente para alcanzar el costado de la astronave y pegarse a él.

Ni Glinka ni Grigorieva daban señales de presencia. Debían de estar dentro de su astronave, estudiando los datos de las calculadoras y enviándolos a la Tierra para una observación más perfecta.

Si tenía que luchar contra Glinka las cosas se pondrían más feas aún... y más desagradables.

De nuevo le invadió aquel indescriptible asco hacia sí mismo.

Las cámaras de televisión pasaron por el lugar que el ocupaba y comenzaron a describir un amplio círculo en derredor.

Steve no esperó a más. Saltó hacia adelante tratando de dar a sus piernas toda la velocidad posible.

El mal no estaba hecho aún, pero ya no había remedio.

¡El mundo estaba loco!

Miró hacia la escalerilla metálica y se acercó a ella. ¿Qué ocurriría cuando los que momentos antes habían sido sus amigos le vieron entrar de aquella manera y con tan insanos deseos?

Prefirió no pensarlo y puso toda su atención en los espías mecánicos de la proa de la astronave, ¡los mismos que debía destruir!

 

* * *

 

Unos kilómetros más al norte de donde estaba Steve, precisamente junto a su nave, se desarrollaba una escena que hubiese satisfecho bastante al americano.

Si los americanos habían encontrado aquella solución de destruir la nave adversaria como único camino de conseguir sus fines, ¿por qué no podían haberlo pensado igualmente los hombres reunidos en el Kremlin?

Y así era efectivamente.

La Humanidad estaba loca, pero el destino, con sus insospechados designios, parecía estar de acuerdo para ayudarle en su autodestrucción.

Valya y Alexiev estaban allí para destruir la nave de Owen, según las órdenes recibidas.

La joven se esforzaba inútilmente en establecer contacto por radio con Steve, pero éste, al ignorar la llamada, jamás sabría de los deseos de la ucraniana.

—¡Déjalo estar, Valya!

—¿Por qué, Alexiev?... Todavía estamos a tiempo.

—A tiempo, ¿de qué?

Los dos estaban junto a la nave. Grigorieva se interpuso entre su compañero y la escalerilla, más corta ésta que la de ellos.

—¡De evitar lo irreparable, Alexiev!... ¿No comprendes que sembraremos nuestra propia destrucción?

—¡No podemos olvidar nuestros nombres y el país al que pertenecemos!

—¿Por qué?...

—No comprendo cómo preguntas eso.

—¿Acaso no somos personas lo suficientemente formadas para saber lo que está bien y lo que está mal?... Tú mismo sabes que la orden es una locura.

—Sí, ¡es verdad!

—¿Entonces...?

Glinka abatió los brazos en señal de desesperación.

—Te entiendo, Valya; pero trata tú de comprenderme a mí. Yo no soy el que ha formado todo este embrollo.

—Lo sé, Alexiev; pero vas a ser el arma ejecutora. ¡Tú eres un hombre, un ser humano que piensa y razona!

—Sí, está mal... De acuerdo... Sin embargo, ¿quién te dice a ti que ellos no han pasado ya a la iniciativa y nuestro pueblo, nuestras familias son víctimas de la radioactividad?

—Y ¿quién será el culpable?

—Todos.

Hubo unos segundos de silencio.

Glinka, de pronto, se acercó a la escalerilla y ascendió un par de escalones.

—Espera, Alexiev.

—Aparta...

—Todavía estamos a tiempo.

—Es inútil...

Valya se aferró a la cintura de su compañero para impedirle la ascensión, pero éste giró bruscamente y la dio un empellón que la muchacha no fue capaz de resistir.

Estaban dominados por la misma satánica locura que habría de conducirles a los tres a una fosa espacial.

Morirían de inanición. Sus cuerpos se descompondrían en el interior de los trajes de vacío: unos ataúdes sádicos y demasiado fríos para un ser humano.

Valya se vio impulsada hacia atrás y la falta de gravedad amortiguó el golpe. Mentalmente, no culpaba a su compañero de lo que estaba haciendo.

Alexiev Glinka era un hombre sensato, desapasionado..., pero militar a fin de cuentas.

Con ojos inundados de terror, la joven vio cómo él penetraba en la nave. Esperó lucha, que Owen saliese al encuentro de Glinka y ambos se enzarzasen en una lucha a muerte.

Tenía que ser así, pues no creía que Steve se rindiese tan fácilmente y sin oponer resistencia.

Lo que Valya no sabía era que en aquellos instantes Steve Owen estaba destruyendo las instalaciones transmisoras de imágenes y sonido de su propia nave.

Alexiev tardó unos diez minutos en aparecer por la escotilla.

Valya se levantó y fue hacia él. Habían cambiado las ondas de la radio premeditadamente, aunque era innecesario, puesto que en aquellos instantes ya nada les enlazaba con la Tierra.

¡Lo inevitable se había cumplido!

—Ya está, Valya.

—¿Y él?

—No estaba dentro.

—¿No...?

—Así es. Debió de salir a estudiar el terreno. Ha sido mejor así.

La joven se apartó anonadada y apoyó su espalda en el fuselaje de la nave.

—Parece increíble...

—¿A qué te refieres?

—A nosotros. ¿Recuerdas la alegría de nuestra llegada?

—Sí...

—¿Y la conversación con Owen, después del espectacular encuentro en el centro de la llanura?

—También.

—¿Y no te parece que es de estúpidos estropearlo todo?

Glinka se desentendió de la pregunta y empezó a caminar, siendo seguido por la inquieta mirada de Valya.

—Vamos...

Ella le imitó y ambos anduvieron hacia su nave. Los miembros resultaban más pesados.

Era la conciencia lo que pesaba.

De pronto, vieron a Steve que se acercaba hacia ellos. Los dos rusos comprendieron instantáneamente lo que había sucedido, bastaba con observar la dirección que traía el americano para entenderlo.

Los tres se detuvieron con unos cincuenta metros de separación. La sangre huyó de sus rostros.

La trágica realidad se hizo latente.

Valya dio unos vacilantes pasos. Sus ojos brillaban. Miró a los dos hombres detenidamente, sin poder ocultar la rabia y la desesperación que tenía dentro de sí.

Los culpó por igual, con las pupilas expresando claramente sus pensamientos.

Llegó a situarse en el centro de ambos.

—¡Locos...!

Glinka y Owen empezaron a andar. Los brazos estaban caídos a los lados.

¡Estaban incomunicados con la Humanidad! ¡Condenados a una irremisible muerte!

Los dos hombres se situaron frente a frente y, al unísono, lanzaron sendos rugidos de animales heridos.

Los movimientos eran lentos por la carencia de gravedad, pero ello no fue impedimento para que el uno se abalanzase sobre el otro, sin armas, con las manos limpias.

Valya emitió un gemido y se apartó, al tiempo que se llevaba las manos a la escafandra en un gesto completamente natural en la Tierra.

Los dos hombres estaban como poseídos, desquiciados; sus mentes embotadas por la furia en un momento en que la sensatez parecía haberse esfumado.

Steve fue el primero en lanzar su puño hacia delante, aunque la efectividad del golpe fue casi nula.

Glinka le abrazó por el pecho y comenzó a apretar salvajemente, con intención de asfixiarlo en una presa mortal y muy difícil de eludir sin arma alguna.

—Alexiev, deténte...

Ninguno de ellos oía, cegados por la furia.

Y los dos iban a morir.

¿Marcaría aquello el principio del fin?

Owen logró impulsar su mano izquierda y colocar un directo en el hígado de su oponente.

Glinka emitió un grito de dolor y sus brazos se aflojaron. Steve no desaprovechó el momento y se proyectó hacia el otro, con ánimo de no permitirle que se recobrase.

Ambos rodaron por el árido suelo lunar.

Valya comprendió que las escafandras se romperían en uno de aquellos golpes y uno de ellos sucumbiría al faltarle el oxígeno necesario para sus pulmones.

—No debí confiarme desde un principio... —sintió ella que musitaba Glinka para sí.

—¡Alexiev...!

—De no haber escuchado tus palabras no nos veríamos en esta situación...

Glinka no pudo terminar la frase, pues Owen se le vino encima y tuvo que emplear todas sus fuerzas en las manos que trataban de aferrarse a su cuello.

Los deseos de ambos fueron bien claros: ¡romper la escafandra del contrario por la parte del cuello!

—¡Steve, por Dios!

Éste había logrado rodear con sus zarpas el borde del traje espacial de Alexiev y miraba obsesionado los débiles tornillos que unían el cuello con la escafandra.

¡Un esfuerzo más y lo conseguiría!

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