Cosmos

Cosmos


Octavo

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OCTAVO

Ludwik le dijo a Lena con voz somnolienta que le vendría bien dormir la siesta. Tenía razón. Después de estar de viaje desde la madrugada nos merecíamos un descanso.

Todos se levantaron de la mesa en busca de mantas.

—Tiru-liru-lá.

La eterna cantilena de León. Pero el tono era más violento que de costumbre, más provocador. Bolita, sorprendida, preguntó:

—¿Qué te ocurre, León?

Se había quedado solo en la mesa, cubierta ahora con los platos y los restos de la comida, su calvicie y sus pince-nez resplandecían; el sudor le perlaba la frente.

—¡Berg!

—¿Qué dices?

—¡Berg!

—¿Qué Berg, qué Berg?

—¡Berg!

Ni una pizca de bondad: un fauno, César, Baco, Heliogábalo, Atila. Después apareció una sonrisa bonachona desde atrás de los pince-nez.

—Nada, viejitilina, no te enojes, es un cuento de dos judíos que discuten… muy gracioso… ya te lo contaré en otra ocasión…

Todo terminaba, todo se diluía… La mesa abandonada y caótica, las sillas desparramadas en todas direcciones, los manteles, las camas en los cuartos vacíos, el embotamiento producido por la digestión, el vino, etcétera.

Después de la siesta, a eso de las cinco, salí de la casa.

La mayor parte del grupo aún dormía… No se veía a nadie. Una pradera cubierta de abetos, de pinos, de rocas, soleada, caldeada; a mi espalda la casa inflamada de sueño, de moscas, ante mí la pradera y más allá la montaña, los bosques, todo en mi derredor eran montañas escarpadas y cubiertas de bosques, montañas increíblemente boscosas en medio de aquel silencio. Aquel no era mi sitio, ¿para qué me servía?, igual que encontrarme allí podía estar, también, en cualquier otra parte. Todo era posible, sabía que detrás de aquel muro de montañas había otros lugares desconocidos, y que, sin embargo, no me eran más extraños que este: se había establecido entre el paisaje y yo ese género de indiferencia capaz de transformarse en severidad y también en algo peor.

¿En qué? En el sueño solitario de praderas y bosques que se levantaban en el fondo, desconocidos y poco interesantes, aislados, existía a pesar de todo la posibilidad de aprehender algo con violencia, de retorcer, de estrangular y de… ja, ja, ja… de colgar…

De cualquier manera era una posibilidad «otra», de «allá». Permanecí en la sombra, cerca de la casa, entre los árboles. Me picaba los dientes con una brizna de hierba. Hacía calor, pero el viento era agradable.

Volví la cabeza. A cinco pasos de mí estaba Lena.

Estaba allí. Cuando la vi, así, de improviso, me pareció sobre todo pequeñita —infantil— y me saltó a los ojos su blusa verde y sin mangas. Fue solo un instante. Miré hacia otra parte.

—Muy bello lugar, ¿verdad?

Habló, ¿por qué tenía que decir algo si estaba solo a cinco pasos? Yo continuaba sin mirarla, y ese no mirarla me asesinaba, habrá venido a mí —a mí— querrá comenzar algo conmigo… la cosa me aterrorizaba, no la miraba y no sabía qué hacer, no había nada que hacer, permanecí en pie sin mirarla.

—¿Ha perdido la lengua? ¿Tan extasiado le tiene el paisaje?

Era un tono lulesco, posiblemente aprendido de ellos.

—¿Dónde se encuentra el panorama del que tanto nos habló don León?

Era yo quien hablaba, solo por decir algo… Ella comenzó a reír… una risa ligera, deliciosa…

—¡Cómo voy a saberlo!

Otro silencio, pero esta vez menos irritante, considerando que todo se desarrollaba au ralenti, hacía calor, se ponía el sol, un guijarro, una mosca, la tierra. Cuando estaba a punto de expirar el tiempo destinado a mi respuesta le dije:

—Dentro de poco lo sabremos.

Y ella, inmediatamente:

—En efecto, papá nos llevará allá después de cenar.

Callé una vez más, observaba la tierra. Yo y la tierra… y ella a mi lado, a cinco pasos.

Me sentía a disgusto, es más, estaba enfadado, hubiera preferido que se marchara… Era necesario nuevamente decir algo, pero antes de hablar le lancé una mirada, breve, y vi en ese instante, apenas, apenas, que tampoco ella me miraba, tenía la mirada fija en otra parte, como yo… ese no mirarnos, el no mirarse de ambos, tuvo un sabor agradable y debilitado que era producto de la lejanía, de la distancia, no estábamos lo suficientemente aquí, ni yo ni ella; nos encontrábamos proyectados, quién sabe desde dónde, de «allá», enfermos, no suficientemente existentes, como los fantasmas que aparecen en los sueños, que no miran y dependen de algo diferente. ¿Continuaba acaso su boca «en relación» con aquel horrible escurrimiento del labio que se había quedado allá, en la cocina, o en las recámaras? Era necesario verificarlo. Miré furtivamente pero no vi bien la boca, aunque supe inmediatamente que sí, que la boca de aquí estaba en relación con aquella otra boca, como dos ciudades en un mapa geográfico, como dos estrellas en una constelación; ahora más que nunca, debido a la distancia.

—¿A qué hora debemos partir?

—Supongo que a eso de las once y media, pero no estoy segura.

¿Por qué le había hecho aquello?

Arruinar así todas las cosas… ¿Qué embrujo me había obnubilado aquella primera noche, en el corredor…? Para comenzar… nuestras acciones son de hecho caprichosas y oscuras… como grillos, después, poco a poco, cada vez que uno las repite asumen ese carácter convulsivo, se empecinan, no ceden, ¿pero qué sé yo de esto…? Aquella primera noche, cuando por primera vez se me ocurrió que su boca se mezclaba con la de Katasia. ¡Ah, capricho, fantasía, mezquindad, fugitiva asociación de ideas! Pero ¿y ahora? Ahora, Dios mío, ¿qué podía hacer ahora? Ahora que para mí estaba a tal grado corrompida que hubiera podido acercármele, agarrarla, escupirle en la boca. —¿Por considerarla a tal grado corrompida?—. Era peor que si hubiera violado a una niña y que el violado hubiera resultado yo. Me había violado «a mí mismo», y estas palabras evocaron de inmediato la imagen del cura, tuvieron el sabor del pecado, imaginé encontrarme en estado de pecado mortal, lo que me condujo al gato, y el gato apareció.

La tierra… los terrones… dos terrones separados por unos cuantos centímetros…

¿Cuántos centímetros…? Dos, tres… Estaría bien dar dos pasos… Claro que aquel aire…

Otro terrón… ¿a cuántos centímetros?

—Después de comer dormí una siesta.

Lo dijo con la boca que yo sabía (ahora era imposible no saberlo) corrompida por obra de otra boca.

—También yo dormí.

No era ella. Ella se había quedado «allá», en la casa, en el jardín con sus arbolillos encalados. Ni siquiera yo estaba aquí. Precisamente por eso nuestra presencia era cien veces más importante. ¡Éramos como símbolos de nosotros mismos! Tierra… terrones… hierba… sabía que debido a la lejanía era necesario hacer una caminata, ¿por qué entonces no me movía?, que debido a la lejanía el aquí y el ahora se volvían inmensos.

Y decisivos. Y esa inmensidad, ese poder, ¡oh, basta, dejemos todo por la paz, vámonos! La inmensidad, ¿qué pájaro habrá sido aquel? Inmensidad, el sol descendía ya, una caminata… Si había estrangulado y colgado al gato… sería necesario estrangularla y colgarla también a ella, tendría que ser yo quien lo hiciera.

En la maleza junto a la carretera él, el gorrión, estaba colgado, y en el muro también colgaba el palito, ambos pendían, pero la inmovilidad en esta inmovilidad superaba todo límite de inmovilidad, el primer límite, el segundo límite, el tercer límite, superaba el cuarto, el quinto, el sexto guijarro, la séptima piedrezuela, hierbajos… el aire era cada vez más fresco… Cuando volví la cabeza ella ya no estaba, se había marchado. Me retiré, es decir me retiré de ese lugar, caminé por la pradera, bajo el sol ahora menos ardiente… en el silencio de la montaña. Las pequeñas hondonadas del terreno absorbían toda mi atención, sobre todo las piedras en medio de la hierba que hacían tan difícil la marcha, ¡qué lástima que ella no me opusiera resistencia!, pero cómo podría resistir a alguien que se servía de la facultad de hablar solo como un pretexto para emitir la propia voz, ja, ja, ja, aquel «testimonio» que había hecho Lena después del asesinato del gato, bueno, qué diantres, no opone resistencia, no tiene posibilidad de oponer ninguna resistencia, qué triste nuestro encuentro tan sin rostro, sin mirarnos, un encuentro a ciegas; siempre más flores en medio de la hierba, azules y amarillas, macizos de abetos y de pinos, el terreno desciende en una pendiente, me había alejado bastante, incomprensible esencia de la diversidad y la lejanía, mariposas que revolotean en medio del silencio, una brisa que era una caricia, la tierra, la hierba, los bosques que se convertían en cumbres de montañas, y bajo un árbol un cráneo calvo, unos pince-nez: León.

Sentado en un tronco, fumaba un cigarrillo.

—¿Qué hace usted aquí?

—Nada, nada, nada, nada, nada, nada, nada —respondió, y sonrió beatíficamente.

—¿Por qué tan feliz?

—¿Cómo? Nada de eso; en verdad: ¡nada! Qué juego de palabras. Había uno que decía… estoy contento por nada, comprende señoritín mío, amigazo ilustre y picarón, en verdad «nada» y precisamente eso es lo que uno hace durante toda la existencia. El hombrecito se levanta, se sienta, habla, escribe… y nada. El hombrecito compra, vende, se casa, no se casa… y nada. Sentaditintín sobre un tronquitintín… y nada. Aire.

Sus palabras caían lentamente, con desenvoltura como si intentaran distraer mi atención de algo.

—Habla usted —dije— como si jamás en la vida hubiera trabajado.

—¿Trabajar? ¡Cómo no! ¡Ciertamente! ¡Nada más eso me faltaba! ¡Mi bancuturó! ¡El cancazoturó! ¡El bancón entero y yo dentro de su panzón! ¡Una verdadera ballena! ¿Qué se ha creído usted? ¡Treinta y dos años! ¿Pero después de todo que…? ¡Nada!

Permaneció pensativo, sopló en la palma de una mano.

—¡Y todo se escapó!

—¿Qué se le ha escapado?

Con voz ahogada, nasal y monótona, respondió:

—Los años se disuelven en meses, los meses en días, los días en horas, en minutos, en segundos y los segundos huyen. No los logrará atrapar, señoritingo de mi corazón. Se escurren. Se escapan. ¿Qué soy yo? Tan solo un número de segundos que se han escurrido. Y el resultado: nada. ¡Nada!

Se enfureció y aulló:

—Una estafa.

Se quitó los pince-nez con mano temblorosa, envejecido de golpe; semejante a los viejecillos indignados que protestan de vez en cuando en las esquinas, en el tranvía, frente al cinematógrafo. ¿Hablarle? ¿Hablar…? ¿Pero de qué? Yo continuaba vagando sin saber si ir a izquierda o a derecha, tantos eran los lazos, los ligamentos, las insinuaciones, si quisiera comenzar a contarlos desde el principio, el corcho, el platito, la mano temblorosa, la chimenea, me habría perdido, un torbellino de objetos y problemas esbozados, inconexos, tal y cual detalle se relacionaban, se complementaban, pero al mismo tiempo nacían nuevas combinaciones, otras direcciones… eso existía, si a eso se le puede llamar existir, un caos, un cúmulo de rechazos, extraía de todo ello lo que se me ocurría, observaba si era apropiado para la construcción de mi cabaña, la que, ¡pobrecilla!, adoptaba las formas más fantásticas… y así seguía, sin parar… ¿Y León?

Hacía tiempo que me asombraba verlo girar en torno a mí, seguirme, existía cierta semejanza, aunque fuera el mero hecho de que él se perdía en los segundos como yo en los detalles, ah, sí, es más, había también otros indicios que me daban en qué pensar, aquellas bolitas de miga, por ejemplo, durante la cena, otros detalles más, su tiru-liru-lá habitual, y, ahora, ni siquiera sabía por qué, se me ocurría que, aquel horrible «yoísmo» («cada quien en lo suyo») proveniente como un olor de la pareja número tres y del sacerdote, tenía quizá relación con él. ¿Qué podía perder con hacer ahora una alusión al gorrión y a todas las cosas extravagantes que habían ocurrido «allá» en la casa?

Presionarlo para ver si podía descubrir algo, me sentía, de hecho, como un vidente concentrado en su globo de cristal.

—Está usted nervioso, lo comprendo… Después de todas esas historias de los últimos días. Con el gato y… parecerán tonterías, pero son verdaderos rompecabezas, es difícil desembarazarse de todo eso, se siente uno como cubierto de insectos.

—¿El gatuperio? ¡Frusilerías! ¡Quién va a preocuparse de cadáveres gatúnicos, de gatometrajes! Mire, señoritingo, qué ruido hace ese miserable abejorro. Todavía ayer el gatuperio me irritaba el sistema nervioso con un cosquilleo penetrante… ¿Pero hoy?, ¡qué va!, ¿hoy, durante mi éxtasis en las montañas, en las fuentes primigenias? Sí, de acuerdo, hay una cierta tensión en mis nervios, pero es una tensión festiva, festival, festejadora, param-pararam-pararam, deliciosamente festiva, festivamente deliciosa, ja, ja, ja. ¡Una fiesta! ¡La fiesta! Usted queridindín, queridintintín, ¿no ha observadintín nada?

—¿Qué?

Me mostró la flor que llevaba en el ojal.

—Acerque gentilmente su graciosa narigueta, huela.

Oler aquello me atemorizó e inquietó más de lo que era legítimo esperar…

—¿Por qué? —le pregunté.

—Me he perfumado ligeramente.

—¿Se ha perfumado en honor de sus huéspedes?

Me senté en el tronco, un poco más allá. Su calvicie junto con los pince-nez constituía un conjunto en todo semejante a una cúpula de cristal. Le pregunté si conocía el nombre de aquellas montañas, no, no los conocía, le pregunté cómo se llamaba aquel valle, murmuró que en otro tiempo lo había sabido, pero que ya no lo recordaba.

—¿Qué importan las montañas y los nombres? Los nombres no tienen la menor importancia.

Estaba ya por decir, «¿De qué se trata entonces?», pero me contuve. Era mejor que él hablara sin presiones. Aquí, a esta distancia, tras los siete montes y los siete ríos… ja, ja, ja, cuando llegamos aquella vez yo y Fuks al muro, cuando descubrimos el palito, igual que entonces, me sentía en los confines del mundo… olores, tufo a orina, calor, el muro… ¿qué objeto tenía hacerle ahora preguntas?, era mejor dejar que hablara… no me cabía duda, una nueva combinación de elementos me rodeaba y dentro de poco algo iba a concretarse, a manifestarse… Era mejor permanecer en silencio. Estaba sentado, como si yo no existiera…

—Tiru-liru-lá.

Yo nada, seguí sentado.

—Tiru-liru-lá.

Silencio aún, la pradera, el celeste cielo, el sol cada vez más bajo, las sombras cada vez más largas.

—Tiru-liru-lá.

En esta ocasión su tarareo se hizo más fuerte, parecía una señal de ataque. E inmediatamente después:

—¡Berg!

Lo dijo con insistencia, en voz alta… para que no pudiera abstenerme de preguntarle qué quería decir.

—¿Eh…?

—¡Berg!

—¿Qué?

—¡Berg!

—Ah, sí, entiendo, hablaba usted de dos judíos, de un cuento sobre dos judíos.

—¡Ningún cuento! ¡Berg! ¡Bergar un berg con el berg!, ¿me entiende?, bembergar un berberg… Tiru-liru-lá —añadió malévolamente.

Movió las manos y también los pies, como si en su interior celebrara un baile, con aire triunfal. Repitió mecánicamente y con voz sorda, de una profundidad desconcertante:

—¡Berg…! ¡Berg! —calló. Esperaba.

—Está bien, iré a dar un paseo.

—Quédese aquí, ¿adónde quiere ir? Hace demasiado calor para pasear. Se está bien a la sombra. Se está mejor. Son nuestras pequeñas satisfacciones… las mejores. Sabrosas… las saboreamos.

—Sí, he observado que usted se complace con las pequeñas satisfacciones.

—¿Qué dice? Hable con más respeto… —barboteó una especie de risa interior—. Ah, ya comprendo, ¿se refiere usted a mis jueguitos sobre el mantel bajo la mirada de mi cónyuge? Discretamente, como es debido, sin provocar mayores escándalos. Solo que ella no sabe…

—¿Qué?

—Que se trata de un berg. ¡Se trata de bergar con mi bemberg y hacer todas las bembergerías posibles con mi bemberg!

—Ya comprendo… siga descansando, yo pasearé un poco.

—¿Pero por qué tanta prisa? Espere un momentirulingo, tal vez si le digo algo…

—¿Qué…?

—Lo que le interesa… Lo que está usted queriendo saber…

—Es usted un cochino. Un cochino miserable…

Silencio. Árboles. Sombra. La pradera. Silencio. Mis últimas palabras fueron dichas en un tono menos fuerte… ¿Tal vez podía amenazarme? En el peor de los casos se ofendería y me expulsaría de su casa. Y eso estaría bien, se rompería el hilo, me mudaría a otra pensión o en todo caso regresaría a Varsovia para enfadar a mi padre y desesperar a mi madre con mi presencia intolerable… Pero nada de eso… no se ofendía…

—Es usted un cochino cerdo —añadí.

La pradera, silencio, la única cosa que realmente temía era que León enloqueciera.

Cabía la posibilidad de que se tratara de un maníaco, de un trastornado, si fuera así todo dejaría de tener importancia, tanto él como todos sus posibles actos y confesiones, y entonces también mi historia aparecería sustentada en las locuras gratuitas de un pobre loco… sería una historia imbécil. Sin embargo, empujándolo hacia la pendiente de la porquería… de esa manera podría encontrar una solución, ahí de algún modo lo encontraría emparentado con Jadeczka, con el sacerdote, con mi gato, con Katasia… allí me sería tan útil como otra pequeña piedra para esa cabaña que con tanto esfuerzo construía en la periferia.

—¿Pero qué le ocurre? —exclamó sin ninguna convicción en sus propias palabras.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de extraño?

La calma reinaba en la naturaleza…

Por otra parte, si lo había ofendido se trataba siempre de una ofensa lejana… casi vista a través de un periscopio.

—¿Quiere ser tan amable de decirme por qué?

—¡Es usted un vicioso!

—¡Basta! ¡Basta! Por favor, se lo suplico, se lo ruego. El Tribunal Supremo de justicia oirá mi petición. Yo, señor juez, León Wojtys, padre de familia ejemplar, sin ningún antecedente penal, he trabajado toda la vida, he ganado el pan día tras día, salvo los domingos, de la casitina al Banco, del banconazo a la casitina, actualmente pensionado, pero no obstante un ejemplo de virtudes, me levanto a las seis y media, me duermo media hora antes de la medianoche (a menos que eche un partiditín de bridge, siempre con permiso de mi media naranja). Honorable señor, durante treinta y siete años no he jamás ejem… ejem… cómo se dice… con ninguna otra mujer… No la he traicionado. ¡Ni una sola vez! ¿Se da usted cuenta? Soy un buen marido, atento, tierno, magnánimo, gentil, alegre, el mejor de los padres, afectuoso, afable con los extraños, hombre de buena voluntad, dígame, ¿qué le hace pensar en esas acusaciones? Como si yo, ejem… ejem… hubiese tenido alguna aventurilla, como si yo, quién sabe por qué, como los perros, de modo ilegal, entre borracheras, lupanares, orgías, lujuria, los peores libertinajes con mujeres sacadas del arroyo, o tal vez como si organizara atroces bacanales con odaliscas, usted mismo lo ve, me quedo tranquilo, puedo bromear —aulló con aire triunfal, desafiándome—. Soy una persona decente y tutti frutti ¡Tutti frutti! ¡El canalla!

—Usted es un onanista.

—¿Qué dice? Excúseme, pero ¿cómo debo entenderlo?

—¡Cada quién en lo suyo!

—¿Qué quiere decir?

Acerqué mi rostro al suyo y exclamé:

—¡Berg!

Aquello dio en el blanco. Se quedó estupefacto por el hecho de que aquella palabra le llegara del exterior. Se sorprendió. Es más, mirándome fijamente a los ojos con odio, masculló:

—¿Qué sabe usted?

Pero inmediatamente lo sacudió una carcajada interior, parecía hincharse a efectos de la risa:

—Ja, ja, ja, perfectamente, tiene usted razón, un bergajo doble o triple con el berg, con el sistema específico silenciosabergamente y discretabergamente a cualquier hora del día y de la noche, y sobre todo en la mesa, en medio de los comensalupos y la familiupa, bajo la mirada de la esposupa y de la hijupa, ¡Berg!¡Berg! ¡Usted tiene ojos de lince! Sin embargo, mi notable señoritín…

Se quedó serio, pensativo, después recordó algo, se llevó las manos a los bolsillos, las sacó y me hizo ver los frutos: una bolsita de azúcar, dos o tres caramelos, el diente roto de un tenedor, dos fotografías indecentes, un encendedor.

—¡Fruslerías…! ¡Pequeñeces como los terrones de allá, las flechas, el palito, los gorriones! ¡Solo me fue necesario un instante para saber que él había sido!

—¿Qué tiene ahí?

—¿Esto? Dulcebergantes y castigobergantes para la instancia del Tribunal Supremo.

Castigobergantes para la sección penal y dulcibergantes para la sección de las pequeñodulzuras. El castigo y el premio.

—¿A quién quiere castigar? ¿A quién desea premiar?

—¿A quién? Precisamente…

Estaba sentado, erguido, con el brazo extendido y «se» miraba la mano… como el sacerdote que «se» acariciaba los dedos, o Jadeczka que «se» amaba a sí misma… y… y… como yo que «me» había envilecido… Desapareció el temor de que León enloqueciera. Me parecía, por el contrario, que entre los dos nos esforzábamos en una misma dirección.

Ah, sí, un trabajo arduo, un trabajo a distancia, «me» enjugaba la frente, sin que estuviera sudada.

Hacía calor, pero no demasiado…

Se humedeció el dedo con saliva, después con ademán severo se lo pasó por la mano, y comenzó a observarse atentamente una uña.

—¿Se trata de una broma? —le pregunté.

Se rio feliz, rio a todos los vientos, casi se puso a bailar, siempre sentado:

—Así es, perfectamente, eso es, palabra de honor, se trata de una broma formidable.

—¿Fue usted quien ahorcó al gorrión?

—¿Qué? ¿Quién? ¿El gorrión? No, ¡pero qué dice…!

—¿Quién fue entonces?

—¡Qué sé yo!

La conversación se apagó, y yo no sabía si debía continuar alimentándola en aquel terreno totalmente extinguido. Me comencé a quitar un poco de tierra seca del pantalón.

Estábamos sentados en el tronco como dos alegres compinches, solo que no sabía de qué conversar. Él dijo todavía una vez:

—¡Berg!

Pero lo dijo con voz más tranquila, más apagada; no me había equivocado, me miró con afecto, se golpeó una rodilla con la mano y exclamó fraternalmente:

—Berg, bergo, bergus, veo que es usted un buen bembergador.

Y preguntó con voz firme:

—¿Bemberga usted?

Luego soltó una carcajada.

—Señoritingo de mi vida. ¿Sabe usted, corazón, por qué lo he admitido en el bembergueo? Usted, quequeridintintín, ¿qué es lo que piensa con esa sabia molleronga? ¿Cree que Leoncito Wojtys es un absoluto imbécil por admitir en el bergbergusbembergeo al primer llegado? ¡Vaya broma! Usted ha sido admitido porque…

—¿Por qué?

—¡Curiosillo! Bueno, se lo voy a decir…

Me pellizcó suavemente la oreja y sopló.

—Dígamelo.

—Se lo voy a decir, ¿por qué no? Usted está bembergando con su berg, berg en berg, a mi hija, la joven Wojtys, la hija de Wojtys León, Elena, conocida como Lena. Así, a escondidillas. ¿Cree usted que no tengo ojos? ¡Bribón!

—¿Qué dice?

—¡Canalla!

—¿Yo?

—¡Mosca muerta! ¡Usted desea hacer berg con mi hija! Secretamente, clandestinabergamente, y le gustaría, señoritingo de mi alma, embembergarse bajo sus faldas a pesar del matrimonio, como el amanteberg número uno. ¡Tiru-liru-lá! ¡Tiru-liru-lá!

La corteza de un árbol, nudos, ¿así que lo sabía?, de cualquier modo se imaginaba… ¿así que mi secreto no era un secreto…? ¿Pero qué sabía? ¿Cómo debía hablarle? ¿Normal o… íntimamente?

—¡Berg! —dije.

Me miró con aprobación. Una nube redonda de mariposas blancas voló sobre la pradera, desapareció detrás de las matas al margen del arroyo (porque allí había un arroyo).

—¿Ha bembergado? Muy bien. ¡Usted no tiene nada de imbécil! También yo bembergo. ¡Ahora bembergaremos juntos!, y le aseguro, señoritín de mi corazón, que debe mantener cerrado el hocico, con un triple candado, ni una palabra a nadie, porque si le viniera en mente palabrear de esto con, por ejemplo, mi adorable esposucona, mi exótica orquídea, entonces me vería obligado de inmediato a hacerlo salir de mi casa.

¡Fuera! ¡Fuera! ¡Atentar contra el lecho de mi hija predilecta! ¿Nos comprendemos? Por eso mismo y después de comprobar que es usted una persona digna de confianza, de acuerdo con el decreto b… b… inciso 12,137 queda usted admitido a mi diaria ceremonia bembergante, estrictamente confidencial, a mi bergceremonia con flores y perfume. En otras palabras, ¿cree que los he arrastrado hasta este sitio solo para ver un panorama?

—Entonces… ¿para qué?

—Para un festejo.

—¿Qué festejo?

—Un aniversario.

—¿Qué aniversario?

Me miró por un rato y después, piadosamente, extrañamente solícito, me confió:

—El aniversario del placer más intenso de mi vida. Hace ya de eso veintisiete años.

Me miró de nuevo con expresión mística, de santo o de mártir. Y añadió:

—Fue con la sirvienta.

—¿Qué sirvienta?

—Con una que teníamos en aquella época. Querido. Solo una vez lo he logrado, en toda mi vida, sin embargo aquello se efectuó de acuerdo con todas las reglas. Llevo este placer conmigo como si fuera el santísimo sacramento. ¡Una sola vez en la vida!

Calló, mientras yo contemplaba las montañas circundantes, montañas, tantas montañas, bosques, tantos bosques, rocas, tantas rocas, árboles, tantos árboles. Se llevó un dedo a la boca, se untó saliva en una mano, la examinó con atención. Después comenzó a hablar, simplemente, lentamente, fatigosamente.

—Debe saber, señoritín, que mi juventud fue solo así, así. Vivíamos en una pequeña ciudad llamada Sokolow, mi padre dirigía una cooperativa, usted sabe cómo son esos pueblos, es necesario hacer todo con prudencia, la gente se entera rápidamente de todo, en una pequeña ciudad se vive como en una casa de cristal, todo paso, cualquier movimiento, una mirada, son ya del dominio público, ¡Dios mío, yo me crie ahí! Y a pesar de que nunca me distinguía por mi osadía… es más, era tímido, retraído… ¡qué se yo…!, bah, por supuesto también me tocó paladear algún bocadillo cuando la ocasión se presentó, cada uno se las arregla como puede, ya lo creo. Pero poca cosa. Demasiado vigilado. Después, ve, apenas entré en el Banco me casé y un poco… a fin de cuentas… poca cosa también entonces, así, así, vivíamos comúnmente en poblaciones pequeñas, por consiguiente tras paredes de vidrio, se ve todo, además, vivía aún más vigilado, porque en un matrimonio uno observa al otro de la mañana a la noche, de la noche a la mañana, usted podrá imaginarse cómo me sentiría bajo la mirada penetrante de mi mujer primero, y después de mi hija, no solo eso, en el Banco uno siempre es observado y yo inventé para las horas de oficina este entretenimiento: trazar una línea en el escritorio y luego, poco a poco ir excavándola con la uña, pero ¿qué quiere?, viene el jefe de sección, ¿qué diablos está usted haciendo con la uña?, paciencia, de cualquier modo y en consecuencia de todo esto debí recurrir a pequeñas satisfacciones, clandestinas, casi invisibles; en una ocasión, imagínese usted, en Drohobycz, llegó una actriz de gran lujo, ¡toda una fiera! Un día en el autobús por casualidad le acaricié la mano, oh, señoritín mío, qué delirio, qué frenesí, una excitación indescriptible, un deseo loco de volver a repetir aquel acto, ¿pero cómo?, ni hablar, imposible, hasta que finalmente, en mi amargura, se me ocurrió una idea astuta: ¿por qué has de buscar otra mano cuando tú mismo tienes dos?, no me lo va a creer, pero con cierto adiestramiento se llega a tal perfección que una mano puede excitar a la otra, por ejemplo, bajo la mesa, cuando nadie ve, y también si vieran, qué importa, las propias manos pueden tocarse y también tocar las caderas, uno puede tocarse una oreja con el dedo, el placer de hecho es cuestión de voluntad, de intención, si usted se las ingenia encontrará un mundo ilimitado de diversiones en el propio cuerpo, no pretendo que demasiadas, pero siempre es mejor algo que nada, claro que preferiría una odalisca…, pero como no la tengo…

Se levantó, hizo una reverencia y canturreó:

 

¡Cuando no tienes lo que amas, entonces ama lo que tienes!

 

Otra reverencia. Se sentó.

—Por consiguiente, no me puedo quejar. Algo me ha dado la vida. Otros han obtenido más, ¡qué se le va a hacer!, pero, veamos, ¿quién me garantiza que hayan tenido más? Cada uno cuenta historias, presume que si con esta, si con aquella, en realidad es algo que uno nunca sabe, de vuelta en la casa te quitas los zapatos, te acuestas contigo mismo, ¿entonces?, ¿a qué viene toda esa palabrería?, en vez de eso, yo me dedico a proporcionarme mis pequeños placercitos, no solo los eróticos, me divierto como un príncipe también con las bolitas de miga, o limpiando los pince-nez; por lo menos durante dos años he practicado esta diversión, los otros me llenan la cabeza con asuntos familiares, de trabajo, con la política, y yo, como si nada, limpio mis pince-nez… ¿qué decía?, ah, sí, no puede imaginarse cómo uno se agiganta gracias a esas pequeñeces, es increíble, el hombre se convierte en cíclope, se siente el país entero bajo la planta del pie y es como si estuviera a centenares de kilómetros de distancia, en las fronteras sudorientales, además el talón del pie puede proporcionar también algunas satisfacciones, todo depende de la intención, del punto de vista, ¿me entiende?, ¿si un callo puede producir dolor por qué entonces no ha de proporcionar también placer? ¿Y el deslizar la lengua por entre las ranuras de los dientes? Así, pues, decía… el epicureísmo, es decir, el placer, puede ser de dos tipos, primum: jabalí, toro, león, secundum: pulga, mosquito, ergo puede ser en grande y en pequeña escala; si se trata de este último tipo, entonces se requiere una capacidad especial para microscopiar, para disgregar, es necesaria una justa división, si come un caramelo las etapas pueden ser las siguientes: primum tomarlo, secundum desenvolverlo, tertium llevárselo a la boca, quartum jugar con la lengua, con la saliva, quintum tomarlo con la mano, observarlo, sextum triturarlo con los dientes… para quedarnos solo en el ámbito de esas cuantas etapas, como ve, uno puede pasarlo sin dancings, ni champagne, cenas íntimas, caviar, escotes, frufrús, medias de seda, pantaletas, senos, sin arquear el cuerpo, sin ayuntarse, ja, ja, ja, ay, ay, ¡cómo se permite usted!, ja, ja, ja, ay, ay, ay, jo, jo, jo, ju, ju, ju, acariciar una nuca. Me quedo en cambio en la casa, con la familia, cenamos, converso con los huéspedes, y no obstante disfruto en secreto de deleites dignos de un café cantante parisino, calladito, calladito. ¡Veremos si logran descubrirme! No, jamás me descubrirán, ja, ja, ja. Todo consiste en saber conformarse internamente con placercititos, con deseititos, que son como abanicos de plumas dignos de la corte de Solimán el Magnífico. Los golpes de cañón son importantes, pero también lo es el tañido de las campanas.

Se levantó, hizo una reverencia y canturreó:

 

¡Cuando no tienes lo que amas, entonces ama lo que tienes!

 

Otra reverencia. Se sentó.

—Con toda seguridad usted me considera un poco chiflado.

—Un poco.

—Muy bien, considéreme así, eso facilita las cosas. También yo juego un poco a estar loco, para facilitar las cosas. Si no me las facilitara todo se me volvería demasiado complicado. ¿Ama usted las satisfacciones?

—Sí.

—¿Y los placeres?

—También.

—¿Ha visto, hermoso señoritín, cómo al final hemos acabado por entendernos…? Es muy sencillo. El hombre… ama… ¿no es así? Ama. Amórulo. Amorúloberg.

—¡Berg!

—¿Qué dice?

—¡Berg!

—¿Cómo debo entenderlo?

—¡Berg!

—¡Basta! ¡Basta! No…

—¡Berg!

—¡Ja, ja, ja! ¡Cómo me ha desbembergado! ¡Qué mosca muerta! ¿Quién lo hubiera creído? Usted es un gran bembergador, un bembergador de pura sangre. ¡Fuera! ¡De prisa! ¡Prisamberg!

Yo observaba la tierra… de nuevo observaba la tierra, con los hilos de hierba… los terrones… ¡Millares y millares!

—¡Lamer!

—¿Qué?

—Digo que lamer, lamerbergberg, o tal vez escupir adentro.

—¿Pero qué dice usted?, ¿qué está diciendo? —grité.

—Escupir adentro con el bemberg en el berg.

Pradera. Árboles, el tronco. Una coincidencia. Una pura casualidad. Nada de alarmarse.

Era una mera casualidad el que hubiera hablado de «escupir adentro»… pero no en la boca… ¡Calma! ¡De cualquier manera no se trata de mí!

—Esta noche festejaremos.

—¿Qué cosa?

—Esta noche haremos una peregrinación.

—Usted es muy devoto —le dije, mientras él me miraba con la misma preocupación de poco antes. Luego añadió con fervor, pero también con modestia—: ¿Cómo podría no ser devoto?, ya que la devoción es ab-so-lu-ta-men-te, ri-gu-rosamen-te necesaria; sin ella no podría existir ni el más insignificante placer, ¿qué estoy diciendo? Yo nada sé, de vez en cuando me siento perdido, como si deambulara por un gran claustro, usted debe comprenderme, se trata de la religión y de la santa misa de mis placeres, amén, amén.

Se levantó, hizo una inclinación, murmuró:

Ite missa est!

Otra reverencia. Se sentó.

—El meollo está en el hecho —dijo en tono muy decidido— de que Leoncito Wojtys en su triste vida no ha tenido más que un solo espasmo, un espasmo que podría calificar de total… y eso ocurrió hace veintisiete años. Un aniversario. No completamente redondo, porque aún falta un mes y tres días. Ellos creen —se me acercó— que los he traído a contemplar un panorama. La verdad es que los he arrastrado hasta este lugar donde yo y aquella sirvienta… hace veintisiete años, menos un mes y tres días… En peregrinación. La mujer, la hija, el yerno, el sacerdote, los Lulos, los Tolos, todos en peregrinación a mi placer, a mi berg, bergante, deslizberg y a la medianocheberg los bembergaré hasta aquel lugar donde entonces con mi berg en el berg, bergamos berg con berg. ¡Que participen ellos también! Peregrinacionberg y placerberges, ¡ja, ja!, ¡ellos no lo saben! Solo usted.

Sonrió.

—¡No les debe decir nada!

Volvió a sonreír.

—¿Está bembergando? También yo bembergo. Así que podremos hacer una buena bembergada juntos.

Sonrió.

—¡Vaya, vaya! Ahora quiero permanecer solo, deseo prepararme devotamente para mi misa, quiero recordar todo con religiosa escrupulosidad, quiero rehacer la fiesta, la fiesta, la fiesta, la fiesta, la fiesta suprema, déjeme solo, para que en el recogimiento y la plegaria pueda purificarme y prepararme para la ceremonia del placer, el sagrado desliz de mi existencia en aquel día memorable… ¡Váyase, ahora, por favor! ¡Hasta luego!

La pradera… árboles… las montañas con el sol poniente.

—No crea que es un acto de senilidad… Finjo estar un poco loco solo para facilitar las cosas… En realidad soy un sacerdote y un obispo. ¿Qué hora es?

—Las seis.

Era evidente que la historia del «escupir adentro» había sido solo una coincidencia, no podía saber la presencia en mí de la boca de Lena, no, no sabía nada, a pesar de todo es extraño que las coincidencias resulten más frecuentes de lo que se pueda suponer, la viscosidad, las cosas, se buscan una a otra, los acontecimientos y fenómenos son como las bolitas magnéticas que se buscan y que cuando se encuentran cerca, ¡plaff!… se unen… el hecho de que hubiera descubierto mi deseo por Lena, bah, quería decir que se trataba de un verdadero experto, y por ello podía ser él quien había colgado el gorrión, las flechas eran obra suya, el palito, ¿acaso también la vara…?, era posible… sí, debía ser él… sin embargo, resultaba extraño, muy extraño, pues fuera o no él, el hecho no tenía la menor importancia, nada cambiaba el que fuera este o aquel, el gorrión y el palito estaban allá… con la misma intensidad, para nada debilitada, ¡Dios!, ¿no había pues salvación posible? Era muy perturbadora, demasiado perturbadora aquella coincidencia que nos unía, esos extraños engranajes, a menudo casi invisibles, como, por ejemplo, el que también él… amara lo pequeño, sus actos se encadenaban extrañamente a los míos, debía haber algo en común entre nosotros… pero ¿en qué consistía ese algo…? ¿Tal vez me acompañaba, me empujaba, me dirigía? A momentos tenía la impresión de colaborar con él, como si se tratara de un parto difícil —como si entre los dos debiésemos parir algo—, un momento, un momento, por otra parte (¿una tercera parte?, ¿cuántas partes van ya?), no podíamos olvidarnos de aquel «yoísmo», o sea el «cada quien en lo suyo», era posible que ahí se encerrara la clave del misterio, la clave de todo aquello que se mezclaba, se cocinaba, ah, aquel «cada quien en lo suyo» parecía convertirse en una marea creciente en torno a él, del cura, de Tolek, de Jadeczka, había en todo ello algo atrozmente fatigoso, aquel algo se me aproximaba como un bosque, decimos «un bosque», ¿pero qué sentido tiene ese término?, ¿de cuántos pequeños detalles se compone cada hojita de un árbol?, decimos «un bosque», pero esa palabra se apoya en el desconocimiento, en la ignorancia, en lo remoto. La tierra. Terrones. Guijarros. Se queda uno descansando en un día radiante en medio de cosas comunes, cotidianas, conocidas desde la infancia, la hierba, la maleza, el perro (o el gato), la silla, hasta descubrir que todos los objetos constituyen un ejército gigantesco, una multitud inagotable. Sentado en el tronco, como si fuera una valija, parecía estar a la espera de un tren.

—Esta noche haremos una peregrinación al sitio de mi deleite supremo, aquel de hace veintisiete años menos un mes y tres días —me levanté. Al parecer no quería dejarme ir sin darme una información precisa, tenía prisa—. Esta noche tendrá lugar un bembergum secreto y solemne. Habéis venido aquí para festejar mi Gran Espasmo con aquella sirvienta, de la que ya he hablado, la sirvienta en el refugio…

Gritaba, yo me alejaba… árboles… montañas… sombras que parecían buitres…

Caminaba, el aroma de la hierba amarillenta, rojiza, lleno de florecitas, aromas, aroma, que se parecía y no se parecía al de allá, jardincito, muro, Fuks y yo nos acercamos, seguimos la línea, seguimos la línea trazada por aquel pedazo de madera, nos acercamos, el fin de la lejanía después de haber pasado el terreno de los árboles blanqueados con cal y el mundo del patio trasero abandonado, zarzas y basura… después el olor de orina o de otra cosa, la orina en el calor y el palito que nos esperaba en medio de aquel calor nauseabundo y enloquecedor para combinarse más tarde, no inmediatamente, sino más tarde, con la vara tendida sobre la basura, la portezuela semicerrada, la vara que nos lanzaba al cuarto de Katasia, la cocina, la llave, la ventana, la hiedra y aquel claveteo ensordecedor, el martilleo de Bolita en el tronco, los golpes sobre la mesa del cuarto de Lena y yo, que de pronto me encontré sobre un abeto, ramas, agujas, fronda y encima de todo la tetera, la tetera que me lanzó contra el gato… el gato… el gato… yo y el gato… yo con el gato, allá, aquella vez, ¡qué horror!, algo como para vomitar, me liberaré… pensaba con calma, con sueño, la pradera, caminaba lentamente, mirando bajo los pies, contemplaba las florecitas, y de pronto me encuentro cogido en una trampa cuando menos lo esperaba.

Una trampa hecha de nada, banal… Frente a mí había dos piedras, de regular tamaño, una a la derecha, la otra a la izquierda, más allá, a la izquierda, se entreveía una mancha color café, un hormiguero, y todavía más a la izquierda una raíz negra, podrida —todo alineado bajo el sol, recocido por el calor, definido por la luz— atravesaba ya entre las piedras cuando en el último instante me desvié y pasé entre la piedra y el hormiguero, se trataba de una desviación mínima, una cosa de nada, habría podido pasar por ahí… sin embargo, esa insignificante desviación no se justificaba, lo que pareció desconcertarme… entonces, mecánicamente me volví a desviar una nueva vez para pasar como me lo había propuesto originalmente, es decir, entre las dos piedras, pero encontré una dificultad, mínima, sí, de acuerdo, surgida del hecho de que después de dos desviaciones mi primera intención asumía el carácter de una decisión, mínima también, pero, de cualquier manera, una decisión. Lo que no se justificaba, pues la perfecta indiferencia de esos objetos en la hierba no ameritaba el tener que tomar una decisión…

¿Cuál era la diferencia entre pasar por aquí o por allá? Además, el valle adormecido en medio de sus bosques, de sus moscas… Paz. Calma, somnolencia, sueño. Me sumerjo, miro intensamente, soy todo oídos. Decido en esas condiciones atravesar por en medio de las dos piedras… pero los pocos segundos transcurridos han transformado mi decisión en una decisión todavía más terminante, ¿cómo decidirse si no hay diferencia alguna…? Me detengo de nuevo. Esta vez furioso, muevo un pie para pasar como intentaba hacerlo al principio, entre la piedra y el hormiguero, pero pienso que si pasara entre la piedra y el hormiguero después de haber retirado el pie ya unas tres veces, no se trataría de un simple paso sino de algo mucho más serio… elijo, pues, el camino entre la raíz y el hormiguero… pero entonces advierto que pasar por ahí equivale a tener miedo…

Decido pues, otra vez, pasar entre la piedra y el hormiguero, ¡caramba!, qué me pasa, no voy a detenerme aquí, a mitad del camino, o sea… o sea… no voy a estar aquí combatiendo, ¡Dios mío!, contra fantasmas… ¿Qué ocurre? Una dulce somnolencia cálida y soleada rodea la hierba, las flores, las montañas, no se mueve una brizna de hierba. Ni siquiera yo me muevo. Estaba inmóvil, parado. Sin embargo, mi inmovilidad parecía cada vez más irresponsable, hasta demente, no tenía derecho a quedarme así…

¡Imposible! ¡Debía avanzar…! Pero no me movía. Y entonces en aquella inmovilidad, mi inmovilidad se identificó con la inmovilidad del gorrión «allá» entre la maleza, con la inmovilidad del conjunto que, inmóvil se inmovilizaba allá… gorrión-palito-gato, y con aquel otro conjunto inanimado, inagotable en el que la inmovilidad se acumulaba, como aquí en esta pradera mi inmovilidad creciente, mi incapacidad para moverme…

Entonces me moví. Desvanecí de golpe toda imposibilidad de moverme, sin ulteriores dificultades me fui sin siquiera darme cuenta qué camino elegía, tan carente de importancia era todo aquel asunto, pensaba en cambio en otra cosa, en que por estar en la parte alta de las montañas, el sol se ocultaba antes. Y de hecho ya a esa hora el sol había descendido. Caminé en dirección a la casa, silbaba, encendí un cigarrillo, no me quedaba sino un recuerdo brumoso de aquella aventura, casi el residuo subconsciente de algo que no había sucedido.

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