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CORE » ENCANTAMIENTO AMOROSO

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Existe una enfermedad para la que se ha venido buscando remedio desde hace siglos sin éxito: se llama amor. Sería inútil preguntarles a los médicos por su esencia. No encontrarás una descripción de los mecanismos que lo gobiernan, querido lector, en los sesudos tomos de medicina. Te será más fácil coger un librito de poesía, no te defraudará, también será fácil encontrarlo en el teatro, en las novelas, en la pintura… En una palabra, en el arte, pues hablar de amor es hablar de belleza y nadie escribió mejor sobre eso que Safo:

Dicen unos que una tropa de jinetes, otros la infantería

y otros una escuadra de navíos, sobre la tierra

oscura es lo más bello; mas yo digo

que es lo que uno ama.[329]

¿Para qué va a ocuparse del amor, pues, la medicina? Por supuesto que las flechas de Cupido también atraviesan a los médicos, pero no con mayor frecuencia ni de manera distinta al resto de los mortales. ¿No habrá desarrollado la medicina alguna herramienta específica, una especialidad que estudie el amor? Es lícito hacerse esa pregunta, teniendo en cuenta que existen ya cerca de cien especialidades médicas. Uno de los últimos ministros de salud polacos, que hizo descarrilar el sistema de salud imponiendo a la sociedad el uso del Fondo Nacional de Salud, tenía como especialidad médica la hipertensiología. Se decía entonces que tenía la intención de seguir dividiendo la especialidad en tensión sistólica y diastólica, pero que no le dio tiempo, pues tuvo que abandonar el ministerio a toda prisa.

Aunque la especialidad «amorosa» todavía no se ha descrito oficialmente, los médicos han acudido durante siglos a atender a personas que se estaban consumiendo de amor. En el siglo IV, Oribasio de Pérgamo se dedicó a curarlos. Escribió que los enamorados sufrían de insomnio y tristeza, aleteo de párpados y ojos caídos, síntomas que relacionó por su parecido con los de la melancolía. Consideraba que el amor pasional y ardiente, cuando no era correspondido, constituía una unidad nosológica, una enfermedad

sui generis que el médico debía saber reconocer y curar. Aconsejaba el vino, baños, ejercicio físico, teatro y música, al tiempo que declaraba que «la pasión que se apodera de los enamorados es extraordinariamente difícil de extirpar».[330] También inventó un nuevo método para distraer a los infelices que se habían visto sumidos en sufrimientos amorosos: había que asustarlos. Esta estrategia fue utilizada durante siglos, aunque—como alguien ya advirtió—recuerda más a ese violento e inesperado ¡uh! con el que asustamos a quien tiene hipo. Tras un período de olvido, resurgió en los siglos XVII y XVIII, cuando se empezó a aplicar a los enfermos mentales. El renacimiento de esta técnica se achaca a un incidente descrito en un entonces muy popular tratado de medicina. Un loco que estaba fuertemente atado y era transportado en una silla consiguió zafarse de los nudos, tras lo cual saltó a un lago. Tardaron en rescatarlo y cuando lo sacaron del agua pensaron que estaba muerto, pero recobró rápidamente el sentido y, al parecer, también el juicio. Después del incidente, el hombre vivió mucho tiempo sin volver a dar muestras de trastorno alguno. Fascinado con esta anécdota, hubo un médico que se dedicó a sumergir a los trastornados (entre ellos, a los locos de amor) en agua dulce o en el mar. Consideraba que «hay que coger a los enfermos desprevenidos, sumergirlos en agua y mantenerlos así durante un rato. No se debe temer por su vida».[331] Sin embargo, Safo y Ovidio pensaban que curarse del amor era algo imposible e incluso indeseable. Según cuenta la leyenda, al no poder soportar por más tiempo un amor no correspondido, Safo se tiró de un acantilado en Léucade, en lo que sería el primer suicidio por amor. Pero la comparación del amor con una patología la encontramos mucho antes: 1300años antes de Cristo, en la lírica amorosa, al amado se le llama «médico», y «medicina» a la enfermedad que es el amor, sobre todo el no correspondido.[332]

Para aplacar una imaginación exacerbada y acallar la locura amorosa también se ha echado mano de la terapia simbólica, sobre la que escribió en 1778 Bienville, en su tratado

De la nymphomanie.[333] Significativo título. Las ninfas, que acompañaban a los dioses griegos desde tiempo inmemorial, aparecieron ante nuestros ojos en el

Quattrocento florentino y desde entonces no han dejado de observarnos desde fuentes, chimeneas, balcones y balaustradas. No eran sólo un pretexto para experimentos eróticos, no se trataba sólo de que pudieran ponerse a la vista los pechos o los vientres desnudos, «aunque a veces también se trataba de esto». Las ninfas recordaban la forma más peligrosa de conocimiento: el encantamiento. Acercarse a una ninfa significaba sufrir un encantamiento, es decir, lo mismo «que sumergirse en un elemento blando, movedizo, que tiene la misma probabilidad de ser asombroso y fatal».[334] Y aunque Bienville no podía conocer el resto de amenazas que acechaban a los cazadores que caían en las redes de esos «daimon inmortales vestidos de niña»[335]—como las describió Nabokov en

Lolita—, sí sabía cuál era el peligro de la «ninfomanía». En su tratado recogió hasta diecisiete recetas para los ardores amorosos, entre las cuales sorprende la número quince, una suerte de alquimia antiamorosa. «Plata viva coloreada con cinabrio, frotarla cinco veces con dos dracmas de oro, calentarlos en ceniza con espíritu de vitriolo. Después de destilarla cinco veces, tostar la mezcla durante cinco horas en rescoldos de carbón. Moler y administrarla a la muchacha que tenga la imaginación desatada por quimeras». Y es así como el fuego se curaba con fuego, siguiendo una regla ancestral y mágica: «Lo semejante se cura con lo semejante» (

similia similibus curantur). ¡Cómo tantos metales preciosos, devorados por el fuego, no iban a conseguir vencer la fiebre del cuerpo humano, aliviar el calor de su corazón y su mente!

Tampoco podemos olvidar la música. Las virtudes terapéuticas que se le atribuían a la música en la Antigüedad revivieron durante el Renacimiento y la Ilustración. Todavía en el siglo XIX se dieron casos de curación del encantamiento por amor, e incluso de la locura, por medio de la música. La explicación era la siguiente: al entrar en el cuerpo, la música se divide en vibraciones rítmicas y la persona empieza a reaccionar como si ella misma fuera un instrumento introducido en una resonancia armónica, vibrando al ritmo de la música que lo invade. Una vez dentro del cuerpo «la música se recompone, devolviendo a los afectos su funcionamiento correcto».[336]

 

Pero mucho más que una medicina contra la locura del amor, lo que se ha buscado sin cesar es un elixir amoroso. En la Antigüedad, el más conocido se elaboraba con hierbas de Tesalia y era conocido por los griegos como

philtron. Se pensaba que era tan poderoso que conseguía desatar la locura de amor. La misma que fundara Cartago en el norte de África, la reina fenicia Dido, viéndose atrapada por el amor, anduvo buscando precisamente esas hierbas, ese brebaje, con desesperación y en vano. A las costas de esa ciudad llegaría unos años más tarde Eneas en su peregrinaje desde Troya. El amor entre ambos es inmediato, pero él, poseedor de la virtud antigua de la

pietas—el sentido de lealtad a la familia, a la patria y a los dioses—, cumple con el deseo de estos últimos y se decide, con el corazón roto y pese a los ruegos de Dido, a dejarla. Entonces ella se atraviesa con una espada y se encarama a una enorme pila de fuego cuyas llamas observa Eneas desde su nave, ya en mar abierto. En el momento de tomar la decisión, Dido comprende que su muerte no es más que el anuncio de la muerte de la ciudad:

[…] y vio cómo en la temblorosa bruma

de la hoguera entre las llamas y el humo

se desplomaba sin hacer ruido alguno Cartago

Muchos años antes de que Catón lo anunciara.[337]

En Polonia, las hierbas tesálicas han sido sustituidas por otras autóctonas. La más efectiva de ellas sería el

ophioglossum o lengua de serpiente, cuyo nombre en polaco,

nasięźrzał, proviene del verbo

źrzecź, ‘devorar’, lo que sugiere que los amantes se van a comer el uno al otro. Muy apreciado era también un helecho minúsculo de una sola hoja, de cuyo tallo sale una delgada espiga cual serpiente que surgiera de entre el verdor para tentar a Eva. La gente lo llamaba ‘flecha’ o, posteriormente, ‘vente conmigo’ o ‘amor loco’. También había otros tipos de apios de monte o levísticos, como las parnasias. Se arrancaban de noche, a la luz de la luna, entonando cantos mágicos:

Nasięźrzał, nasięźrzał,

Yo te arranco sin mirar,

Con cinco dedos, con seis manos,

Que me sigan los muchachos.[338]

Pero si hablamos de historias, ninguna planta consigue igualar a la mandrágora, que llega hasta nosotros desde la mágica Antigüedad. Se dice que proviene del Edén y que nació en el Paraíso, probablemente antes que el propio ser humano. La medicina ha hecho un uso extensivo de sus cualidades narcóticas. Nicolás Maquiavelo usó su nombre para darle título a una comedia en la que la mandrágora tiene una gran fuerza erótica y fertilizadora. También aparece en las novelas de Boccaccio, la citan en varias ocasiones tanto Shakespeare como Goethe en su obra

Fausto. Su raíz tiene forma humana y dado que lo similar influye sobre lo similar, sus poderes se extienden a todo el cuerpo humano. Pertenece a la familia de las solanáceas, al igual que la datura y otras hierbas empleadas por hechiceras. Crece en los cementerios a los pies de los patíbulos, allí donde caen las últimas gotas de semen del ahorcado.

La recolección de mandrágora se asoció siempre al peligro, dado que la planta chillaba al sentir que la arrancaban del suelo, con un grito terrible y desgarrador, y aquel que lo escuchaba moría. Por eso es mejor acudir a un método de resultados probados durante siglos: tras liberar un poco de tierra alrededor de la raíz, se ata a ella un perro, colocándole debajo un cuenco con comida. De esta manera, el perro se abalanza sobre la comida y así arranca la preciosa raíz. Se oye un grito que hiela la sangre en las venas, tras lo que el perro cae muerto. Hécate, diosa de la oscuridad y de los cruces de caminos, guardiana de las brujas e incitadora de la locura en las personas, acepta agradecida en su reino a esta nueva víctima del sacrificio.

De la mandrágora se sabía que era una planta especial con poderes particulares. Puede ser «al mismo tiempo fuente de alegría y dolor»,[339] tanto de locura de amor como de su alivio. Traía, pues, lo impredecible, lo desconocido. En eso había un «acto de amor, un salto a la oscuridad, a lo desconocido».[340] Ofrecía olvido, liberación del tiempo, la capacidad de identificarse completamente con el momento. Llevaba a volar, abría al amor, esa huella de la eternidad. Pero también traía el dolor que acompaña sin remedio al éxtasis amoroso. Todo en ella representaba un enorme riesgo, desde los intentos de recogerla hasta su toma. Y es precisamente por esos riesgos por los que se la buscaba.

 

La búsqueda de filtros de amor no ha cesado en siglos. Unos, como si siguieran la frase de un famoso cirujano londinense («No lo pienses. Hazlo»), se dedicaban a mezclar y probar todo tipo de brebajes, muchas veces empezando por ellos mismos. Otros buscaban recetas en los libros de los magos, los alquimistas. No les cabía duda alguna de que esos brebajes existían, tal y como testimoniaba la más hermosa historia de amor jamás contada, que narra el destino de Tristán e Isolda. La hermosa y rubia reina irlandesa, Isolda, surca el mar en una nave para casarse con el rey de Cornualles, escoltada por el caballero Tristán, y entre ellos empieza a aflorar un sentimiento. La indiferencia de él (que no se debe más que a su lealtad hacia el rey) conduce a la reina a la desesperación. Por error beben un filtro de amor destinado a otros fines; todo lo que sucede después es ya ajeno a su conocimiento e incluso a su voluntad. Son, a partir de ese momento, «culpables sin culpa, pecadores sin pecado».[341] Les deseamos suerte de todo corazón mientras van cayendo en las trampas que han urdido para ellos. Es más, «hay que perdonarles todas las mentiras, ardides, perjurios e incluso los crímenes que se ven abocados a cometer por la doble situación en la que viven. También habría que sentir animadversión hacia todos aquellos que se interponen en el camino de este gran amor».[342] Un amor, añadimos, impúdico y adúltero. El tiempo no tiene poder sobre los amantes y de ahí lo fabuloso de su destino, de esta historia de amor ideal, «que nace no de la vida, sino del amor a la vida».[343] Un amor que no admite apelación alguna.

En el año 2003, en el prestigioso

British Medical Journal se intentó analizar la composición del brebaje amoroso que tomaron sin saberlo Tristán e Isolda.[344] Se analizaron con detalle los síntomas experimentados por los inmortales amantes y se adelantó la hipótesis de que el brebaje amoroso contenía hierbas solanáceas, sobre todo estramonio, burladora o borrachero (

Datura stramonium), belladona (

Atropa belladonna) y quizá también algo de acónito (

Aconitum napellus) y de betónica (

Stachys officinalis). Las dos primeras son ricas en atropina, hiosciamina y escopolamina o hioscina, es decir, en alcaloides que deprimen las terminaciones nerviosas del sistema nervioso parasimpático. Ésa es la intoxicación que habrían sufrido nuestros protagonistas. Del efecto de estos alcaloides en el organismo se sabía mucho antes del descubrimiento del sistema nervioso autónomo. De la belladona se servían las bellas venecianas en el Renacimiento para dilatar sus pupilas y añadirles brillo a sus ojos. De acuerdo. Pero también pensamos que debe de haber algo, una deformación profesional, en este análisis toxicológico al que sometemos aquel gran amor. Igual que atribuimos la muerte de Isolda a una prolongada intoxicación de alcaloides, se podría morir—sin intervención de intoxicación alguna—de melancolía y desesperación. Como Blanchefleur, madre de Tristán, tras la muerte de su amado esposo. La muerte de Isolda sería por lo tanto un eco de aquella otra muerte y la pesada tristeza que estaba en el principio de todo y que se habría reflejado en el propio nombre de Tristán. Por eso, más cerca de nosotros que las interpretaciones de los médicos, están las palabras de Thomas Mann, quien acertadamente advirtió que los amantes podrían muy bien haberse tomado un cuenco de agua:elbrebaje no habría sido más que el medio gracias al cual el amor, que ya estaba encendido, se habría puesto al servicio del entendimiento y los sentidos.

 

Por suerte, el destino de Tristán e Isolda ha despertado no sólo la imaginación de los médicos que trataron de dar con la fórmula del filtro amoroso, sino también la de los compositores. En la ópera

Tristán e Isolda, Richard Wagner trató de expresar este amor eterno a través de la música. Suele decirse que consiguió un efecto desgarrador, el «acorde de Tristán», es decir, un intervalo de una sexta aumentada que, sin embargo, podemos encontrar en la mayoría de los compositores (el mismo Bach lo utilizó decenas de veces). El misterio debe de estar en otra parte. Ya al principio de la composición, la intensidad del sentimiento se refleja en notas cromáticas de transición que se suceden, una tras otra, creciendo paso a paso. En Bach, la sexta aumentada se resolvía en una cadencia perfecta. En Wagner se va elevando poco a poco, en secuencias, hasta el acorde dominante séptima y más allá. Ese desarrollo, esa odisea de una melodía siempre en tensión que en vano va buscando su pleno desarrollo, consigue que ésta no tenga fin, que se convierta en una «melodía interminable». Como el amor que ensalza, no conoce límites.

 

El caso de Tristán e Isolda constituye una excepción. Se trata de uno de esos raros casos en los que la música (de manera consciente) llega casi a fundirse con el texto literario. Pero de entrada, la música, en la pluma de los grandes compositores, no tiene nada que ver con ningún tipo de imagen o ilustración. Sigue siendo, pues, una de las artes más impenetrables: para el poeta es como «la respiración de las estatuas», para el matemático, «un ejercicio misterioso de la aritmética del alma, que no es consciente de lo que cuenta».[345] En realidad, la música escapa a definiciones y descripciones. La música se queda en la música, se trata de un tipo de experiencia que no hay manera de trasladar a otra categoría de sensaciones. Sólo la juventud puede no darse cuenta de eso y lanzarse al intento de asir, aunque sea en una mínima parte, su naturaleza. En la escuela de música a la que yo iba de pequeño nos animaban para que asistiéramos a los conciertos de la Filarmónica de Cracovia. Estaba aún en primer curso de la escuela primaria cuando pude disfrutar, invitación escolar en mano, de un recital de Arturo Benedetti Michelangeli. Desde aquella tarde, cada vez que pasaba al lado de una librería musical, pensaba: «¿Y si encuentro una de sus grabaciones?». Al escrutar los programas de los conciertos en distintas ciudades del mundo siempre tenía la esperanza de ver su nombre, de poder escucharlo de nuevo. De esta manera, la escuela me inyectó la melancolía antes de que yo pudiera comprender que esperar el retorno de un motivo no era otra cosa que añoranza, es decir, algo que pertenecía a la esencia misma de la música.

 

Suele suceder que, en el momento en el que nos alcanza el encantamiento amoroso, cuando nos enamoramos sin remedio, cuando se cristaliza el sentimiento, oímos una música, de manera que esos dos acontecimientos simultáneos se funden en nosotros, se vuelven inseparables. Así Swann, durante una cena en casa de la señora Verdurin, se enamoró de Odette mientras un joven pianista tocaba en el salón una sonata de Vinteuil. La había escuchado un año antes en una fiesta y su motivo principal, la frase musical, lo había atrapado, primero con el encanto sensorial de los sonidos y luego, al volver a aparecer, reconoció su línea, su dibujo, y deseó oírla de nuevo, una vez más. La frase había despertado en él placeres íntimos, desconocidos hasta entonces, le decía que su vida podía cambiar, y «sintió hacia ella un amor nuevo».[346] La había buscado, había intentado en vano averiguar el nombre de la pieza y del compositor, hasta que finalmente lo olvidó. Y cuando, un año después, en casa de la señora Verdurin, la escuchó inesperadamente, empezó a contarle a Odette, profundamente emocionado, cómo se había enamorado de esa frase, inconsciente de que de lo que le estaba hablando en realidad era de su amor, de su amor por ella. Desde entonces, aquella frase pasajera, perteneciente a otro mundo, tendría para ellos un encanto propio, irrepetible, encarnaba el conocimiento de que «el amor es todo lo que hay».[347] Desde entonces Swann echaría de menos esa música para siempre, también en sus posteriores disgustos amorosos, cuando le atormentaban los celos (fundamentados) hacia Odette, o de nuevo cuando empezó a parecerle que su amor por ella se iba apagando. Sabía que la frase musical añorada le traería «la esencia de la felicidad perdida, ese momento en que nace el amor».[348]

 

Y ¿qué decir de la traición, veneno del amor? ¿De verdad está inscrita en la naturaleza humana? De la traición habla la historia de una ninfa del agua, Ondina. Nacida en un palacio de cristal en el fondo del mar, abandona su libertad, la vida entre las olas y se marcha al mundo en busca del amor. La corriente marina la lleva a la orilla, donde un pescador y su mujer la recogen en su casa como a un regalo de los cielos. Es en su casa donde cierto día conoce a un apuesto y joven caballero que se había perdido en los bosques de la costa. Se enamora de él a primera vista y es correspondida. Desde ese momento, la soledad para ella empieza «a dos pasos de ti».[349] Su tío, el rey del mar, accede a su enlace, poniendo una condición. Le dice a Ondina: «Si te engaña, morirá y tú perderás todo recuerdo de él para siempre». A pesar de que para ella el tiempo no pasa, siempre tiene quince años, y está dotada de la clarividencia de un ser llegado de otro mundo, experimenta el destino del hombre. Madura con el amor, conoce su locura y sus tormentos, hasta lo más terrible: la traición. Entonces, enamorada aún, trata de cargar con la culpa de su amado. Pero el monarca de los dominios del mar no conoce la piedad: «Mas quien a su promesa falte, | ay, que tema por su vida | y pobre de su alma». Un pacto es un pacto. Una noche, durante el sueño, el caballero «se olvida de respirar»[350] y muere. En este mismo momento Ondina se olvida de él, se olvida de este gran amor, del amor absoluto que en vano buscara entre los humanos. Vuelve a su mundo submarino.

La historia de Ondina, extraída de los mitos escandinavo-germanos, fue popularizada por el romántico alemán Frédéric de la Motte-Fouqué. Sus ecos se escuchan en Mickiewicz, que escribió: «Se dice que en las orillas del lago Świtez se aparecen las ondinas, es decir, las ninfas acuáticas que la gente llama «

świteziankas».[351] Esta historia inspiró también a Claude Debussy y Jean Giraudoux, para finalmente, en las últimas décadas del siglo pasado, interesar a muchos médicos, entre ellos a mí. Hace muchos años acudió a nuestro hospital una madre con su hijo de diecisiete años. Venía desde el otro extremo del país acuciada por una preocupación provocada por un sueño. Había soñado que el muchacho «se olvidaba—decía—de respirar durante la noche y ya no se despertaba más». Nos dijo que el muchacho había pasado sus primeros seis meses de vida en el hospital, probablemente por una encefalitis que luego había desaparecido sin dejar rastro. Hacía poco que había dejado a su novia y pasaba las noches fuera de casa. En la familia se conservaba la memoria de un bebé que había muerto de asfixia. La medicina ha descrito ciertas pausas pasajeras, de escasos segundos, que se producen en la respiración durante el sueño, y se atribuyen al cierre de las vías respiratorias superiores. Están predispuestos a sufrirlas individuos que presentan ciertas enfermedades o determinadas características físicas, como tener el cuello corto o ser obesos. Pero el muchacho claramente no pertenecía a ninguna de esas categorías. Con excepción de aquel historial no comprobado de cuando era bebé, no había sufrido enfermedades cerebrales que pudieran ser responsables de desórdenes del sueño. Los electrocardiogramas que le realizamos excluyeron enseguida la existencia de alguna rara arritmia hereditaria que pudiera provocar un paro cardíaco y, con ello, una interrupción de la respiración. Tanto el electroencefalograma como las otras pruebas neurológicas resultaron normales. Acudimos a los sabios escritos de la biblioteca y así empezamos a pensar que podía tratarse del «síndrome de Ondine», una enfermedad especialmente rara y misteriosa descrita hace muy poco, que afecta al control del sueño en el cerebro y que puede provocar la interrupción nocturna de la respiración. Ninguno de nosotros se había encontrado antes con esa enfermedad, ni siquiera habíamos oído mencionarla. No existía protocolo para diagnosticarla y todo lo que pudimos encontrar en los libros de medicina fue la recomendación de administrar agentes estimulantes del cerebro, cosa que hicimos. Las primeras noches pusimos a una enfermera junto a la cama del muchacho (los polisomnógrafos todavía no se habían inventado) y, al comprobar que no pasaba nada, le colocamos un monitor de ultrasonidos conectado a un sistema de alarma. Una noche hubo un corte de electricidad en el barrio donde estaba nuestro hospital debido a una furiosa tormenta. El hospital no disponía de recursos para autoabastecerse de electricidad, por lo que el centro se sumió durante dos horas en la oscuridad. Cuando se restableció la electricidad y se encendieron los monitores, la pantalla de nuestro paciente mostraba una línea recta y horizontal. El muchacho había dejado de respirar durante el sueño y estaba muerto. A nosotros sólo nos quedaron preguntas que no hacen más que volver con el paso de los años. ¿Qué pudimos haber hecho y no hicimos para prevenir esta muerte? ¿Intubarlo y mantenerlo enchufado a un respirador basándonos en el sueño que había tenido la madre y un historial poco claro de antecedentes familiares? (Los dispositivos de presión positiva no se conocían entonces). Quizá, en lugar de confiar en la electrónica, deberíamos haber accedido a los ruegos de la madre y permitirle que se quedara a velarlo cada noche. Una idea parecería venir de las sombras: ¿será posible que Ondina hubiera reaparecido para buscar el amor entre los humanos? ¿Y habría elegido precisamente a ese joven que había demostrado no serle fiel y la había traicionado?

 

El enfermo grave que está atado a la cama y condenado al sufrimiento se encierra en sí mismo como en las cuatro paredes de su habitación de hospital. El mundo pierde su colorido, se aleja, desaparece. La persona que puede devolverle el color, redescubrir el encanto del mundo, es la enfermera. En su novela

Hombre lento[352] (

Slow Man) Paul, el fotógrafo retirado ideado por J. M. Coetzee, pierde una pierna en un accidente de tráfico, lo que cambia su vida por completo. Solitario confeso que no ha amado ni odiado en su vida, que estuvo casado, sí, pero para divorciarse rápidamente sin haber tenido hijos, se vuelve dependiente de la ayuda y el cuidado de la enfermera Marijana. Por medio de ella vuelve a entrar en la vida de Paul un sentimiento olvidado por mucho tiempo: el cuidado, la feminidad. Paul se enamora de la enfermera, una mujer croata sencilla y cálida, «cuyo

sex-appeal se basa en que como esposa y madre vive “saturada de amor”»,[353] en armonía con el mundo. El enfermo experimenta emociones que se le antojan pecaminosas y desprovistas de perspectiva. Ese amor no correspondido y voluptuoso despierta en él preguntas que nos interpelan a cada uno de nosotros. Le hacen preguntarse sobre el sentido de la vida, sobre el bien, sobre el lugar que ocupaelamor en nuestra vida. Y a pesar de que en el fragmento final el autor, como avergonzado por el bello y frío sentimentalismo de su historia, desarma el

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