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SÍNTOMAS Y SOMBRAS

 

Observar, auscultar, dar golpecitos, palpar,

ir zarandeando los males hasta dar con su espíritu,

prestar oído a lo efímero para hacerle de espejo.

Ay, comprender cuán sencillo puede ser lo complejo.

 

Una noche, de camino a casa, Rafael empezó a sentirse mal, le sobrevinieron temblores, fiebre. Y aunque hasta entonces no había conocido jamás qué era la enfermedad, presintió que se acercaba la muerte. Pidió la extremaunción, dictó testamento. Unos días después ya estaba muerto. Murió un Viernes Santo, en el trigésimo octavo aniversario de su nacimiento, en la cumbre del éxito y siendo objeto de admiración general. Antes de morir se había despedido de la mujer que amaba, dejándola al cuidado de un criado fiel. Nos dejó un retrato de ella. Se llamaba Margarita y la llamaban La Fornarina porque era hija de un panadero (en italiano, il fornaio).

Desde el cuadro nos observa una mujer morena medio desnuda con los cabellos lisos negro azabache envueltos en un turbante. Tiene los ojos grandes y la expresión del rostro es insondable. La luz proviene de la derecha y la mirada está fija en algo, seguramente en el pintor. En el brazo izquierdo luce un brazalete de oro y zafiro con el nombre de Rafael, «con toda probabilidad, algo más que la firma del artista».[1] Descubierto el busto, el estómago cubierto con un velo y las caderas con una falda de tono rosa. «La postura es sensual y al mismo tiempo casta».[2] A su espalda, en el fondo negro de la noche, asoma un mirto, la planta predilecta de Afrodita, la diosa del amor.

La mano de la dama descansa en su pecho izquierdo desnudo, los dedos señalan su costado y su axila. Si se sigue su dedo índice, se puede descubrir en la orilla del pecho una mancha oscura, de reflejos azul pálido. Sabemos que no se trata de una sombra, pues la piel que está por encima de la mancha está estirada, como la de un tumor, igual que la axila de ese mismo lado. Al analizarla con mayor detenimiento, usando, por ejemplo, técnicas fotográficas especiales, se descubre que en ese fragmento del cuadro el autor aplicó, uno sobre otro, al menos nueve colores, algunos de reflejos oscuros, mientras que por el otro lado le bastaron dos: el rosa y el crema. El primer diagnóstico médico se hizo en 2002, y era el siguiente: cáncer de la mama izquierda con posible metástasis en la glándula axilar.[3]

¿Lo sabría sólo él? ¿O ella también? ¿Sabrían qué significaba ESO?

 

ESO se puede comparar con la cara de alguien que acaba de enterarse de que le han dejado solo para siempre.

O con las palabras del médico que traen una sentencia irreversible.

Ya que ESO es toparse con un muro de piedra y comprender que este muro no dará un paso atrás por más que roguemos.[4]

 

¿De dónde sale esa arrogancia para descubrir la verdad, para arrojar ESO a los ojos del mundo? Y es que al mundo le llevó cuatrocientos cincuenta años advertirlo y reconocerlo, aunque, por supuesto, el acierto del diagnóstico se pueda discutir. Si bien lo que se cuestiona no es el diagnóstico mismo, sino el hecho de que alguien pudiera llegar tan lejos como para poner al descubierto la desesperación misma, es decir, ESO.

El adorado Rafael fue enterrado en el Panteón. El epitafio lo compuso el cardenal Pietro Bembo en el más puro estilo renacentista: «Ille hic est Raphael, timuit quo, sospite, vinci, rerum magna parens, et moriente mori» (Aquí yace Rafael, del cual la naturaleza temió ser conquistada mientras él vivió, y cuando murió creyó morir con él).

En estas palabras resuenan los ecos de una polémica que se remonta a los tiempos de Aristóteles: si el arte puede exclusivamente imitar a la naturaleza o si, al recrearla, es capaz de vencerla y mejorarla. En el Renacimiento, y en los siglos posteriores, el arte de la medicina también se sumó a la discusión.

Y La Fornarina, ¿fue de verdad tan amada? ¿Aquella cuya belleza se ve repetida en distintas obras de Rafael, en sus más bellos modelos femeninos? ¿Qué le sucedió? No se le permitió asistir al entierro de su amado por no estar unida a él por matrimonio eclesiástico. De ella nos ha llegado sólo una noticia: una anotación en el libro del convento de Santa Apolonia de Roma del 18 de agosto de 1520 que nos desvela que atravesó el umbral del convento para no volver a abandonarlo.

Los historiadores de la medicina nos dicen que, si bien en la antigüedad las mujeres ya sufrían cáncer de mama, no se han encontrado descripciones que lo distingan de otras enfermedades de esta glándula. Ni durante la antigüedad, ni en los quinientos años siguientes. Tampoco las encontramos en los fantásticos atlas renacentistas de Andreas Vesalius y Juan Valverde, verdaderos cofres del tesoro de la sintomatología. No fue hasta el siglo XVII cuando se publicó por primera vez una descripción de síntomas clínicos que permitieran un diagnóstico diferenciado del cáncer de mama. Pero Rafael había sido capaz de reconocerlo cien años antes; aun antes de que los ojos de los médicos lo distinguieran de entre la multitud de enfermedades que afectan a las mamas.

Los cuadros de Rafael los he tenido delante desde que nací. Sobre la cama de mis padres estaba colgado un medallón con una réplica de su Madonna. Y en Cracovia, en el liceo Bartłomiej Nowodworski (en el que durante más de cuatro siglos se han formado reyes, poetas y científicos) el plafón de la entrada estaba cubierto por un fresco que representaba la Escuela de Atenas. Creo que nunca tuve tiempo de pararme a mirarlo con paciencia: ni por la mañana, llegando como llegaba con el tiempo justo para entrar a clase, ni en los recreos, cuando nada más sonar la campana nos lanzábamos escaleras abajo como alma que lleva el diablo, atravesando aquella entrada que más parecía el vestíbulo de un teatro, y salíamos al patio, donde reinaban dos juegos: el fútbol y la pelota de lana. El juego de la pelota de lana nos tenía enganchados como una droga, y consistía en una lámina redonda de plomo con dos trozos de alambre a los que se ataba un pompón de lana que garantizaba que el juguete, que se lanzaba al aire con la pierna, no tocara el suelo. No pensábamos entonces ni en la Escuela de Atenasni en Rafael, ni mucho menos en que en el año 1507 Julio II le invitó, junto a otros famosos pintores, a renovar el Palacio Apostólico. Se les condujo a la biblioteca papal privada, a la sala llamada Stanza della Segnatura. Al ver los primeros bocetos del artista de veinticuatro años, el papa quedó tan encantado que condenó a «echar abajo» los frescos realizados por otros pintores, encargándole a Rafael la decoración de toda la estancia. En las bóvedas de la stanza, en las partes interiores, vemos cuatro alegorías: la Teología, la Filosofía, la Justicia y la Poesía, en relación con los temas representados en las paredes. El fresco de la Escuela de Atenas corresponde a la Filosofía. En el interior del espacio abierto, diáfano, afianzados con sólidas bóvedas de arco fajón que recuerdan al proyecto de Donato Bramante para la nueva basílica de San Pedro, discuten los filósofos en varios grupos. Desde el centro de la imagen avanzan hacia nosotros dos personajes: Platón sosteniendo el Timeo, y señalando con la otra mano el cielo, lugar del ser trascendental, de las ideas; a su lado, Aristóteles con la mano extendida hacia delante, entre el cielo y la tierra, mostrando que la Idea no puede morar sino en la realidad de los sentidos. Un poco más abajo, a un lado de las escaleras, rodeado de sus estudiantes, Pitágoras representa propuestas musicales; al otro, Euclides se inclina sobre una tablilla mientras introduce a los jóvenes en los misterios de la geometría.

Sólo un hombre está vestido de manera moderna. Lo vemos en primer plano, sentado en las escaleras, apoyando la cabeza en la palma de su mano y ensimismado escribiendo algo en una libreta. En este personaje, tradicionalmente identificado con Heráclito, reconocemos hoy a Miguel Ángel en la época de la Capilla Sixtina. Lleva botas altas de cuero fino, dobladas por debajo de la rodilla; en la rodilla derecha se ven varios nódulos en apariencia duros, apretados, sin señal alguna de enrojecimiento o de inflamación. Para el ojo del médico, se trata de una señal clara de una enfermedad característica. Como sabemos que Miguel Ángel sufría cólicos nefríticos podemos suponer con gran probabilidad de acierto que las protuberancias nodulares que tiene en las rodillas son un síntoma de podagra y que al avance de esta enfermedad pudo contribuir el saturnismo. Se dice que en la época en la que pintó la Capilla Sixtina pasaba semanas enteras a base de pan y vino, que en aquella época se conservaba en cubas de plomo.

 

Es así como la enfermedad se dejó ver a ojos del genial pintor. No obstante, la mayor parte de las veces la enfermedad nos asusta mientras, escondida en nuestro interior, permanece invisible. El médico intenta, a corto plazo, obligarla a que se manifieste. Con las señales que le da va construyendo un diagnóstico, es decir, define y nombra a su adversario. El arte de la medicina consiste, entre otras cosas, en el descubrimiento de los síntomas de la enfermedad. Como un espiritista en una mesa giratoria, así el médico despierta los síntomas de la enfermedad. Pero ¿acaso se puede obligar a la enfermedad a que se muestre a un recién llegado haciéndole cosquillas en el pie? La respuesta de Józef Babiński fue «Sí», y con esta afirmación, basada en el descubrimiento del reflejo plantar del pie, tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la neurología de principios del siglo XX.

Una visión general de la neurología de aquellos años la dio Babiński en la conferencia que leyó en la Royal Society de Londres justo después de haber hecho su descubrimiento. Comenzó su texto citando a Don Quijote. El pobre caballero, después de todo un día de andanzas, llega al atardecer a las puertas de una posada. «¿Quién es?», pregunta el dueño sin abrir la puerta. Como respuesta, nuestro protagonista presenta todos sus títulos: «Duque de Béjar, marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcocer, señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos». «Tanta gente no cabe», fue la respuesta del posadero, que se deshizo sin más miramientos de un huésped que le podría haber aportado una ganancia nada desdeñable.

Una aventura similar, seguía Babiński, le espera al estudiante de medicina que quiera conservar en su memoria todos los nombres de los reflejos de las extremidades inferiores. Y aquí añadía dos docenas de nombres que le vamos a ahorrar al lector. Hay que reconocer que, para apuntar tal cantidad de reflejos, los médicos han contado con varios cientos de años. Empezaron a entenderlos gracias a Descartes, que fue el primero en comprender en qué consistían los reflejos: aquellas acciones automáticas, estereotipadas, en las que «no participa el alma».[5] Descartes dibujó el camino que recorre el reflejo en una estampa que representaba a un hombre retirando el pie ante un fuego chispeante. El recorrido del reflejo iría desde el estímulo (la planta) hasta el sistema nervioso central y de vuelta al músculo (la pantorrilla).

 

Babiński tiene merecido su lugar en la historia de la medicina no tanto por haber puesto un poco de orden en la cantidad, que se diría incalculable, de reflejos (cuya valía clínica sigue siendo, por lo demás, cuestionada) sino por el descubrimiento de un nuevo síntoma al que se bautizó con su nombre. La retirada del pie como efecto de rascar la planta era bien conocida, y desde mucho tiempo atrás. Dependiendo de la fuerza del estímulo, el arqueo del pie puede ir acompañado del de la rodilla y la cadera. A los movimientos de los dedos de los pies no se les prestó atención, o se mencionaban de pasada. Babiński estudió la respuesta del dedo gordo al pinchar o rascar la planta del pie, y observó las diferencias entre el movimiento hacia arriba en caso de enfermedades del sistema nervioso y el movimiento hacia abajo en las personas sanas. Demostró que el movimiento hacia arriba, es decir, el que lleva a poner recto el dedo, suele ser una señal de desórdenes del funcionamiento del sistema corticoespinal, por el que transcurren todos los nervios. Descubrió así, en opinión de muchos, el más importante de los síntomas de una enfermedad del sistema nervioso central.

Józef Babiński nació en 1857 en París. Sus padres, polacos que se habían visto obligados a emigrar, se conocieron en Francia. El padre, ingeniero, llegó a trabajar en Perú para asegurar el sustento de su nueva familia. Poco después de terminar los estudios, Babiński empezó a trabajar de primer ayudante del ya entonces muy reconocido profesor Jean-Martin Charcot. Al investigar la masa de pensionistas minusválidos del hospital de la Salpêtrière, y, cuando se presentaba la ocasión, también sus cerebros y médulas espinales, Charcot y sus colaboradores identificaron un gran número de enfermedades del sistema nervioso conocidas hasta hoy, como la esclerosis múltiple. En 1890 Babiński abandonó la Salpêtrière para ocupar el puesto de jefe de neurología del hospital de la Pitié, donde trabajaría hasta su jubilación, treinta años más tarde. Alto, majestuoso, de ojos azules, «no tenía nada del panache galo».[6] Llegaba al hospital a las nueve y media en carreta (o, con el paso de los años, en automóvil) acompañado de un chófer silencioso, se ponía su bata blanca y pasaba al silencio de la sala de consulta, que consistía en las cuatro paredes de una sala del hospital en la que se habían dispuesto unas sillas para los visitantes de Francia y del extranjero. Se sentaba de espaldas a la pared, dejando a mano la mesita con los instrumentos para examinar a los pacientes: un martillo neurológico, una horquilla de vibración, una almohada con alfileres, probetas de agua fría y caliente y aparatos para estimular con corriente eléctrica continua o alterna. Los pacientes, que esperaban haciendo cola en el pasillo, entraban tras haberse desnudado completamente detrás de un biombo. Babiński empezaba a observarlos en silencio, para luego ir comentando su postura, su manera de andar, sus movimientos. Tras una corta entrevista provocaba una serie de reacciones con el martillo, la aguja o la estimulación eléctrica, mientras un ayudante iba anotando sus lacónicos comentarios. Una vez se quedó de pie ante el doctor un paciente canoso al que habían revivido aplicándole unos electrodos galvánicos en el cráneo mientras su cabeza saltaba ya a un lado, ya al otro, dependiendo de qué dirección viniera la electricidad. Babiński dio por terminada la exploración sin mediar palabra. «El siguiente», llamó. Pero el asombrado paciente cambió en susurros dos palabras con la enfermera detrás del biombo y así como estaba, desnudo, volvió a ponerse delante de Babiński. Consciente de lo precioso que era el tiempo que estaba consumiendo, hizo una sola pregunta, sólo una, pero fundamental. Señalando un órgano distante de la cabeza, alojado en la parte contraria del cuerpo, preguntó: «Y a él ¿no podría usted hacerlo volver en sí de alguna manera?».

El mérito de Babiński está, pues, no sólo en haber descubierto el reflejo que lleva su nombre, sino también en la descripción de una gama entera de fenómenos que conforman la semiología neurológica moderna. En vida fue galardonado con los premios internacionales más prestigiosos, conoció la fama en Europa y en las dos Américas, a sus demostraciones clínicas en el anfiteatro del hospital acudían multitudes. Dijo: «Estoy orgulloso de poseer dos patrias. A una le debo el conocimiento, y a la otra, la materia prima de la que está hecha mi alma».[7] Pidió que lo enterraran en Montmorency, el cementerio polaco de las afueras de París. Al final de su vida declaró que consideraba que su mayor logro había sido allanar el camino para la primera generación de neurocirujanos franceses. Sabía diagnosticar y localizar como nadie, de una manera extremadamente precisa, los tumores de la médula espinal, y mostrarle así al neurocirujano el lugar exacto en el que debía operar. Lo hacía clavando sus agujas en la espalda, encontrando los lugares en los que faltaba sensibilidad y atendiendo a los movimientos de contracción de las extremidades inferiores. De nuevo, un médico volvía a despertar el alma de la enfermedad, la descubría y conseguía la sanación del paciente.

 

Antes de empezar el examen que llamamos «físico» y que consiste en observar, tocar, escuchar y auscultar al paciente, el médico habla con él, escucha su relato, se familiariza con la historia de su enfermedad. Ayuda así al enfermo a «liberarse del olvido». Ése es el origen de la palabra griega para referirse a la verdad: aletheia. El pensamiento griego suponía que la verdad vive dentro de nosotros. En la entrada del templo de Delfos, los antiguos griegos escribieron «Conócete a ti mismo», y pensaban, siguiendo a Platón, que la verdad no era más que reminiscencia, anamnesis. Por eso a la verdad misma le atribuyeron un poder liberador. En este sentido, la verdad que descubre el enfermo por medio de la conversación con el médico da pie al diagnóstico que éste hace. En la mitad de los casos se puede establecer un diagnóstico sabiendo atar los cabos de la historia de la enfermedad. El resto no es más que una confirmación.

Hay no pocas ocasiones en que al enfermo le cuesta llegar al médico con palabras. El médico tiene prisa, tiene sus propias preocupaciones o, simplemente, no le escucha. Exactamente como yo cuando mi hijo Wojtek, a la edad de siete años, quiso que le compráramos una tortuga. Todos sus compañeros de clase tenían un gato o un perro o, al menos, un hámster, una cobaya o un ratoncito. Y él, nada. Pero en casa no queríamos saber nada de la tortuga. Hasta que un día, cuando estaba en el segundo curso de la escuela primaria, le mandaron que escribiera una redacción con el tema «Los animales domésticos que hay en mi casa». Mi hijo escribió sólo una frase: «En nuestra casa los únicos animales que hay son las polillas». Aquel mismo día le compramos una tortuga. Una semana más tarde, ya teníamos en casa siete. ¡Ojalá, querido lector, que en caso de enfermedad no tengas que llegar a tales extremos para que el médico te escuche!

También sucede al contrario. A veces es al médico al que le cuesta llegar al paciente. Los obstáculos suelen ser la desconfianza, las malas experiencias anteriores. El enfermo se esconde dentro de sí mismo, encerrado tras una piel que es muy difícil de atravesar. A veces, en sentido literal. Estoy un día haciendo mi visita, me acerco a una cama y la enfermera aparta la sábana. Tengo ante mí a un hombre de complexión fuerte, con el cuerpo cubierto por un tatuaje que va desde el cuello hasta las uñas de los pies. Figuras femeninas desnudas que cubren guirnaldas de sentencias latinas, arabescos de versos. Todas en latín, latiendo al ritmo del pulso. Me inclino un poco. El Ars Amandiy las Metamorfosis de Ovidio, las Odas de Horacio. Lo que voy leyendo en esa piel son las lecciones escolares de hace décadas.

Nuestro paciente acaba de salir de la cárcel. Estuvo dos años compartiendo celda con un doctor en filosofía clásica que se dedicó a su cuerpo. Acerco el estetoscopio al corazón. Y allí me encuentro a Horacio: «Mutato nomine de te fabula narratur» («Aquella fábula habla de ti con otro nombre»). Nomen, nominis: pienso, ¿qué declinación era? ¿La tercera o la cuarta? No estoy seguro. No me puedo concentrar. El ritmo del hexámetro empieza a cubrir el ritmo del corazón. «Vengo a verle luego», le digo al enfermo. Él no parece sorprendido. Está claro. Lo que quiero es volver con más tiempo para poder admirar su tatuaje.

Hay enfermedades que, cual Arpa de Eolo, cantan ellas mismas el diagnóstico al médico. Y aquí voy a permitirme una digresión: como es bien sabido, el arpa es uno de los instrumentos más antiguos; se tocaba en Asiria y Babilonia, y también, por supuesto, en Grecia y en Roma; pero en ningún lugar se le ha dado más importancia que en Irlanda, que ha hecho de ella su escudo nacional. Hay que amar verdaderamente la poesía y la música para olvidarse de leones y otros predadores y hacer tal elección. Irlanda le ha dado al mundo grandes poetas. Uno de ellos, Seamus Heaney, ha advertido la similitud entre Polonia e Irlanda diciendo que los dos países son, en algún sentido, un hallazgo de los poetas y los músicos románticos. Desarrollando este pensamiento claramente paradójico, añadió: «Tanto en Polonia como en Irlanda la conservación de la memoria cultural y el ideal de la independencia nacional se mantuvieron unidos y se consideraron objetos dignos de los mayores sacrificios».[8]

El arpa eólica se inventó a finales del XVIII y se popularizó en la época del Romanticismo. A los románticos les era especialmente querida, ya que les unía a ella una hermandad espiritual. Se colocaba en jardines y parques, en los alrededores y en los tejados de los palacios a esperar a la música, que no venía de la mano del hombre, sino de las ráfagas y las tormentas, los vientos y los huracanes. Se escuchaba cuando se desataban los elementos, «cuando al espíritu que hace surgir la naturaleza o que está presente en ella le entran ganas de hablar».[9] Juliusz Słowacki, sobre todo en su Beniowski, la usó para distintas comparaciones, colocando dentro de ella todo el «país natal»:

[…] y más adelante, Podole,

ruiseñores, colmenares, casas y arboledas

armoniosas cual arpa que el viejo Eolo

tocar hiciera.[10]

En otra de sus canciones se compara la dote del poeta, «hecha de sílabas», con el arpa eólica: toda su obra poética.

Rodéalo de un bosque de cipreses, de alerces,

y su voz ha de hablar, como el arpa de Eolo.

Pero no podemos comparar en número nuestras cuerdas con las del arpa de Eolo. Sólo tenemos dos para emitir la voz. Pero, cuando se presenta la enfermedad, empiezan a vibrar agitadas por movimientos violentos del aire que empieza a faltarles a los pulmones. Es la música de la asfixia. Cuando un enfermo que está sufriendo un ataque de asma entra en la consulta de un médico, le precede un silbido característico que se puede escuchar muy bien sin necesidad de estetoscopio. Silbidos a los que se unen otros pitidos, y el estetoscopio da cuenta de los resoplidos de los pulmones. Silbidos, pitidos, soplidos son nombres técnicos con los que se familiariza el estudiante de medicina desde los primeros cursos. Pero no por eso el viento deja de pitar en la chimenea, ni de soplar el gallo de la veleta del tejado, ni de silbar la tormenta. El aire de los pulmones, sometido a unas ráfagas turbulentas que le son ajenas, tropieza con las retorcidas paredes de los bronquios, los hace vibrar, raspa las cuerdas vocales como si fueran las del arpa de Eolo. En otra enfermedad, el edema agudo de pulmón, el aire se ve obligado a pasar por un líquido que empieza a ocupar con violencia los pequeños alveolos pulmonares; en la caja torácica empiezan a brotar estertores que nos hablan de una situación de peligro extremo cuyo desenlace ha de llegar en una decena de minutos. Por eso no es de sorprender que los antiguos griegos también temieran los vientos, sobre todo, aquellos que atraviesan el mundo comandados por Bóreas envuelto en una nube. Le enturbiaban la cabeza a la gente, los atacaban, violentaban a las mujeres. Hasta que finalmente Zeus y Poseidón cavaron en una isla desierta un laberinto de cuevas y túneles y aprisionaron en ellos a todos los vientos. Y así sólo en caso de necesidad Eolo, hijo de Poseidón, agujereaba con un tridente la superficie de una cueva para liberar a uno de sus prisioneros, tras lo cual volvía a cerrar la abertura. Incluso le dio a Ulises unos vientos encerrados en un odre para que lo acompañaran en su camino, pero sus compañeros de viaje no hicieron precisamente buen uso de ellos.

El halny que sopla en nuestros Cárpatos pertenece al grupo de vientos que «lleva consigo los gérmenes de la locura».[11] Le preceden uno o dos días de silencio, el aire se queda quieto, el azul del cielo despide un calor desesperante y sólo muy arriba, sobre los Tatras, se posa una barrera plana de nubes.

Y luego empieza a azotar el halny. Las casas alpinas de madera se ponen a temblar, los abetos de las pendientes se parten en dos como si fueran cerillas, uno tras otro. El tedio y el ensimismamiento se apoderan de la gente, aparecen pensamientos oscuros. No todo el mundo lo aguanta. No es raro escuchar dos días después que fulano o mengano se ahorcó (qué casualidad, por regla general gente de la zona). Así sucede en la lejana Cataluña, en la que golpea la tramontana. El halny pertenece a la familia de los vientos alpinos meridionales y templados, y en los Alpes se le llama föhn. Este viento tiene los mismos efectos nocivos que aquellos que golpean las islas occidentales irlandesas, que «arrastran a la morriña incluso a las almas más armónicas y llevan consigo un alud de actos de violencia y de suicidios».[12] Hasta la Restauración del siglo XIX, a los tribunales de la Suiza central les estaba prohibido reunirse mientras soplara el föhn.

En vano hemos de esperar de la medicina una explicación del efecto que tienen estos vientos en nuestro organismo. A la medicina se le dan mucho mejor los «vientos pulmonares» que tienen su origen dentro del cuerpo humano.

La técnica moderna crea posibilidades desconocidas hasta ahora de auscultación e incluso de reconocimiento a distancia. Una paciente mía, una persona bastante aprensiva, sufrió estando en el extranjero un ataque de tos con disnea. Leyó en Internet todo lo que encontró sobre la tos paroxismal. Con sólo apretar una tecla pudo escuchar los diferentes tipos de voz que se contenían en una enciclopedia virtual y establecer así un autodiagnóstico. Luego registró su tos en un disco y me lo hizo llegar por mensajería pidiéndome que le confirmara el diagnóstico. ¿Qué podía hacer? Confirmé su autodiagnóstico y le receté unos medicamentos por teléfono. Los medicamentos surtieron efecto, aunque, como sucede a menudo en la medicina, me quedó la duda de si aquella misma tos, investigada de una manera tan moderna, no se le habría pasado sola.

Pero no todo en la medicina es una regla de tres. Hay enfermedades a las que les gusta jugar con los médicos, molestarles, sacarlos al campo de batalla. Me viene a la mente, por ejemplo, una enfermedad, el feocromocitoma, a la que se le ha puesto el sobrenombre de «la gran imitadora». Esta enfermedad recogía los más diversos síntomas de otras alteraciones y los exponía según su antojo. Como si quisiera burlarse del médico, de sus capacidades y de su conocimiento, reírse de él en su propia cara. Sembró en la mente de los doctores una confusión que pasó a convertirse en duda. Pero yo, que era entonces un médico principiante en la clínica de Wrocław, empecé a convencerme de que era precisamente ella la que me desafiaba desde aquel enfermo. Estaba preparado para arponearla, para darle de lleno con un dardo. Preparé todos los argumentos, acumulé las pruebas y las discutí con nuestro radiólogo, que me era imprescindible para atrapar la enfermedad y desenmascararla. En la época en que comencé mi práctica clínica no se conocían aún los ultrasonidos, la tomografía computerizada ni la resonancia magnética, pero el radiólogo, haciendo uso de una extraña técnica que consistía en introducir litros de aire bajo el hueso sacro, en la cavidad peritoneal, intentó retratar el tumor de la médula suprarrenal que, en mi opinión, era el causante de la enfermedad. El doctor Stanisław K., experimentado radiólogo, un asténico alto y delicado, causó un retroneumoperitoneo e hizo las placas. Después de mirarlas un largo rato, señaló con el dedo y dijo: «¿Lo ve? Aquí, fíjese. Creo que tiene razón». Es decir, que había que operar.

El día de la operación fui a ver al radiólogo muy temprano. ¿Sería así? ¿No me estaría equivocando? Esperaba oír una confirmación más de boca de mi colega, un especialista mayor que yo y de reconocido prestigio. Pero Staś K. estuvo un rato sin decir nada, hasta que al final me dijo: «Doctor, no espere de mí que le asegure nada. La radiología es la ciencia de las sombras». ¿Éramos pues como los presos que describiera Platón, que, encadenados en el fondo de una cueva, no veíamos más que destellos, sombras? ¿Habíamos tomado esas sombras por la realidad? Eso era todo lo que podíamos llegar a ver nosotros, gentes presas de los «grilletes del mundo de los sentidos». La cabeza se me nublaba, no podía pensar con claridad. Completamente atolondrado, lleno de temores, inseguro, me puse en camino con los pasos cortos de un preso hacia la sala de operaciones. Me precedía la larga y esbelta sombra de mi radiólogo. Nos dirigíamos al encuentro del profesor Wiktor Bross.

Aquel extraordinario cirujano era famoso también por sus repentinos ataques de ira. En esos momentos, su menuda figura era capaz de despedir fuego como un rayo. Todos le temíamos. Pero él no parecía tenerle miedo a nada ni a nadie. Intrépido, se lanzaba a los peligros imprevisibles de la operación subrayando su supremacía en los terrenos aún vírgenes de la cirugía. No tenía de ello ninguna duda. Sólo en alguna ocasión se le ensombrecía el semblante, y era cuando se mencionaba en su presencia al profesor Jan Moll, el soberbio cardiocirujano de Łódź. Por entonces se decía que cada cual tiene su mal. Pero eso no era más que una nube pasajera, una nubecita de nada, que pasabade largo enseguida, y con ella la preocupación momentánea de quién sería el número uno, quién de los dos vencería, quién sería en realidad el mejor.

Lo había visto por primera vez en mis tiempos de estudiante, en la visita médica de una de las prácticas que hacíamos en verano. La visita avanzaba por las enormes salas neogóticas del hospital como si fuera una tormenta. En cabeza, el profesor; a medio paso, la enfermera jefe, y detrás, los docentes, adjuntos, asistentes, voluntarios y estudiantes. Cuando la cabeza de la larga serpiente de personajes blancos ya estaba enredada entre las camas, la fila de estudiantes aún coleaba por el pasillo. La enferma no tenía tiempo de desnudarse cuando el profesor se paraba de pie delante de su cama. Como eso podía provocar uno de sus ataques de ira, la avanzadilla precedía apresurada a la visita médica. La enfermera de cada sección iba delante gritándoles a las pacientes: «¡Vamos quitándonos las bragas! ¡Que viene el médico!». Esa persona (impávida, de ira temible) era a cuyo encuentro íbamos ahora el radiólogo y yo.

Nos recibió con una amabilidad afectada y nos invitó a lavarnos con él las manos antes de empezar la operación. Pude admirar de cerca su virtuosismo, la seguridad de su mano, la rapidez. Pero el tiempo empezaba a pasar demasiado lento cuando el profesor empezó la búsqueda del tumor en las vísceras abiertas. «No palpo nada—dijo en voz muy alta—. ¿Y por qué será que no palpo nada, que no encuentro nada? ¡Pues porque aquí no hay nada!», se respondió a sí mismo satisfecho, poniéndose de un humor excelente. Pero siguió burlándose de nosotros sin piedad mientras a mí ya me parecía que el tiempo se había parado por completo. Finalmente… «Un descubrimiento fortuito—dijo mientras sacaba el tumor que estábamos buscando, que era pequeño como un guisante—, pero dudo mucho que tenga algo que ver con la enfermedad», añadió. Sin embargo, mientras lo decía, nosotros (o las sombras que quedaban de nosotros) suspiramos con verdadero alivio.

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