Conan

Conan


El dios del cuenco

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El pánico hizo presa de ellos y huyeron gritando hacia la puerta de salida. Los guardias dejaron caer sus alabardas, se amontonaron en la salida dando manotazos arañándose y gritando, y salieron corriendo como locos. Arus salió tras ellos, y también el tuerto Posthumo, que chillaba quejándose como un cerdo herido y suplicaba que no lo dejaran solo en ese lugar. Se cayó entre los que iban detrás, que lo tiraron al suelo y lo pisotearon, gritando de miedo.

Se arrastró tras ellos, y detrás venía Demetrio, cojeando y apretándose el muslo herido del que aún manaba abundante sangre. La policía, el cochero, los guardias, los oficiales y funcionarios, tanto los que estaban heridos como los que no lo estaban, salieron a la calle dando voces de espanto; los transeúntes horrorizados salían huyendo sin detenerse a preguntar por qué.

Conan quedó solo en el amplio corredor, exceptuando los tres cadáveres que yacían en el suelo. El bárbaro empuñó con más fuerza su espada y entró en la habitación. Estaba llena de tapices de seda, había lechos con almohadones de seda por todas partes en un descuidado derroche. Entonces, el cimmerio vio un Rostro que lo contemplaba por encima de un pesado biombo dorado.

Conan miró asombrado la fría y clásica belleza de aquel semblante; jamás había visto un ser humano igual. Aquel rostro no expresaba debilidad, ni compasión, ni crueldad, ni bondad, ni ningún otro sentimiento humano. Podía tratarse de la máscara de mármol de un dios, tallado por una mano maestra, a no ser por el inconfundible hálito de vida que había en esa criatura, una vida fría y extraña, que el cimmerio nunca había visto y que no comprendía. Pensó fugazmente en la marmórea y maravillosa hermosura del cuerpo que debía de estar ocultando el biombo; ha de ser perfecto —se dijo—, a juzgar por aquel rostro de belleza sobrehumana.

Pero solo alcanzaba a ver la cabeza finamente modelada, que se movía de un lado a otro. Los labios carnosos se abrieron y pronunciaron una sola palabra, con una voz cálida y vibrante, como el tañer de las campanas doradas de los templos perdidos en las selvas de Khitai. Hablaba en una lengua desconocida, olvidada antes de que se erigieran los reinos de los hombres; pero Conan comprendió perfectamente su significado.

—¡Acércate! —le decía.

El cimmerio se acercó con un salto felino y el silbido de su espada cortando el aire. La hermosa cabeza cayó separada del cuerpo, dio contra el suelo a un lado del biombo y rodó un trecho hasta quedar inmóvil.

Entonces Conan se estremeció y un escalofrío indescriptible le recorrió el cuerpo al ver que el biombo se sacudía por las convulsiones de algo que había detrás. El bárbaro había visto y oído morir a decenas de hombres, pero jamás había escuchado semejantes estertores de un ser humano. Era un forcejeo aterrador. El biombo se agitó, se balanceó, se tambaleó, se inclinó hacia adelante y cayó con un estruendo a los pies de Conan. Este se asomó y observó lo que había detrás.

Entonces un horror inenarrable se apoderó del cimmerio, que corrió sin cesar hasta que las torres de Numalia se desvanecieron con la luz del alba a sus espaldas. El recuerdo de Set era como una pesadilla, al igual que el de los hijos de Set que una vez reinaron sobre la tierra y que ahora estaban sumidos en un profundo sueño en sus tenebrosas cavernas debajo de las sombrías pirámides. Porque detrás del biombo dorado no había un cuerpo humano, sino los anillos trémulos y brillantes de una gigantesca serpiente decapitada.

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