Coma

Coma


Jueves 26 de febrero » 20:10 horas

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20:10 horas

El estropeado y delgado guardapolvo de enfermera era poca protección contra el frío cortante. Diez grados bajo cero con intenso viento del Norte. Susan corría entre los puestos de verdura desiertos del Haymarket, tratando de evitar las cajas de cartón vacías que volaban por la calle. Los desechos hacían más dificultoso su avance, y le recordaban la pesadilla con que había comenzado el día.

En la esquina se detuvo y enfrentó toda la fuerza del viento. Ahora temblaba, le entrechocaban los dientes como si estuvieran trasmitiendo algún mensaje urgente en Morse. En la plaza de la Municipalidad fue peor. El diseño particular del Gobernment Centre, con sus fachadas curvas y su gran plaza funcionaban como un túnel de viento, confiriéndole más intensidad. Susan tuvo que encorvarse para ganar velocidad al subir los amplios peldaños. A su izquierda la notable arquitectura moderna de la Municipalidad se elevaba con aspecto fantasmal entre las sombras; sus duras salientes geométricas formaban sombras tenebrosas, dando a toda la escena un aire tétrico.

Susan necesitaba un teléfono. Cuando llegó a Cambridge Street encontró otros seres humanos, encorvados, sin rostro en medio del viento y el frío. Susan paró al primer transeúnte; era una mujer. La cabeza de la desconocida se irguió, sus ojos miraron a Susan, primero con desconfianza, luego con miedo.

—Necesito una moneda para hablar por teléfono —articuló Susan castañeteando los dientes.

La mujer apartó el brazo de Susan y se alejó sin mirar atrás ni decir una sola palabra.

Susan se miró el uniforme de enfermera. Estaba desgarrado y sucio y con manchas de sangre. Sus manos, totalmente negras. El cabello increíblemente enredado y desgreñado. Se dio cuenta de que parecía una psicótica, o por lo menos una delincuente.

Susan detuvo a un hombre y le hizo el mismo pedido. El hombre retrocedió ante el aspecto de Susan. Buscó en su bolsillo y le dio unas monedas; sus ojos revelaban una mezcla de incredulidad y consternación. Dejó caer las monedas en la mano de Susan como si tuviese miedo de tocarla.

Susan tomó las monedas. Era más de la única monedita que había pedido.

—Creo que hay un teléfono en el restaurante, a la izquierda. ¿Está usted bien? —preguntó el hombre mirando a Susan.

—Sí, lo único que necesito es un teléfono. Muchísimas gracias.

Los dedos helados de Susan tenían dificultad en retener las monedas. Tenía las manos tan ateridas que apenas sentía las monedas en la palma. Cruzó corriendo Cambridge Street hacia el restaurante.

El calor humeante y grasiento del lugar fue un gran alivio para Susan. Unas cuantas caras se apartaron de la comida para observar su extraño aspecto. Pero gracias al anonimato que garantiza una gran ciudad, las caras volvieron a lo suyo, para no comprometerse.

Susan estaba invadida por una paranoia irracional; recorrió a todos los presentes tratando de detectar un enemigo. Con el calor se puso a temblar aún más intensamente. Se acercó rápidamente a los teléfonos ubicados cerca de los baños. Sus manos tenían gran dificultad en manipular las monedas, y la mayoría se le cayeron al suelo mientras trataba de introducir una en la ranura. Nadie se levantó a ayudarla a recoger el dinero. El mozo del mostrador, que ostentaba un tatuaje y numerosas manchas de grasa, la contempló con cara inexpresiva, inmune a las curiosidades de las calles de Boston.

En el Memorial respondió una operadora.

—Habla la doctora Wheeler. Necesito hablar con el doctor Stark de inmediato. Es urgente. ¿Puede darme su número particular?

—Lo siento, pero no podemos darle el número particular del doctor.

—Pero es urgente. —Susan echó una mirada a su alrededor, para ver si alguien venía a desafiarla.

—Lo siento, cumplimos órdenes. Si quiere dejar su número, el doctor la llamará.

Los ojos de Susan buscaron el número.

—523-8787.

Se cortó la comunicación. Susan colgó el receptor. Tenía otra moneda en la mano. Pensó que le haría bien tomar un té caliente. Buscó más cambio en el suelo. Encontró una moneda de menor valor. Volvió a mirar. Sabía que entre las monedas había una de un cuarto de dólar.

Uno de los dueños del lugar salió de detrás del mostrador y caminó con aire soñoliento hasta el teléfono. Estaba extendiendo la mano hacia el receptor cuando Susan lo vio.

—Por favor. Estoy esperando un llamado. Por favor no use el teléfono por unos minutos. —Susan se puso de pie, implorando al hombre de rostro barbudo.

—Disculpa, nena, pero necesito el teléfono. —El hombre levantó el receptor y estaba a punto de discar.

Por primera vez en su vida, Susan perdió todo rastro de control o racionalidad.

—¡No! —gritó con todas sus fuerzas, haciendo que todas las cabezas se volvieran hacia ella. Para reforzar su determinación juntó sus dos manos, con los dedos entrelazados, y las levantó bruscamente, golpeando al hombre en los antebrazos. El golpe sorpresivo hizo caer el receptor y la moneda de las manos del hombre. Con las manos siempre entrelazadas, Susan golpeó al hombre en la frente y en el puente de la nariz. El sorprendido individuo fue a dar de espaldas contra el borde de una cabina. Casi como en una película con cámara lenta, el hombre cayó hasta quedar sentado, con las piernas extendidas. Lo repentino y furioso del ataque lo dejaron momentáneamente atontado, y no se movió.

Susan colgó rápidamente el receptor y se aferró al teléfono, cerrando fuertemente los ojos, deseando que sonara. Sonó. Y era Stark. Susan trataba de contenerse por el lugar en que se encontraba, pero las palabras le salían a borbotones.

—Doctor Stark, le habla Susan Wheeler. Tengo las respuestas… todas las respuestas. Es increíble, de veras.

—Cálmese, Susan. ¿Qué quiere decir con eso de que tiene todas las respuestas? —La voz de Stark era protectora y tranquila.

—Tengo un motivo; tengo el método y el motivo.

—Susan, usted habla en clave.

—Los pacientes en coma. No son complicaciones accidentales. Están programadas. Cuando hice los extractos de las cartillas, observé que a todos los pacientes se les habían hecho tipificaciones de tejidos.

Susan hizo una pausa, recordando que Bellows había quitado toda significación al hecho de que se hicieran esos estudios.

—Continúe, Susan —pidió el doctor Stark.

—Bien, yo no le di importancia. Pero ahora se la doy. Ahora que estuve en el Instituto Jefferson.

Al mencionar el nombre Susan echó una mirada cautelosa a su alrededor. Ahora todos los ojos del lugar estaban fijos en ella. Susan se retiró al hueco junto a los baños, y se cubrió la boca con la mano sobre el receptor.

—Sé que le parecerá increíble, pero el Instituto Jefferson es un Banco para trasplantes de órganos del mercado negro. Estos tipos reciben pedidos de órganos para un tipo especial de tejidos. Entonces, el que dirige la batuta busca en los hospitales de Boston hasta que encuentra pacientes con el tipo adecuado. Si es un paciente quirúrgico, simplemente agregan monóxido de carbono a la anestesia. Si es un paciente… o una paciente de medicina clínica, le dan succinilcolina endovenosa. Se destruye el cerebro de la víctima. Es un cadáver viviente, pero sus órganos están vivos, calientes y felices hasta que los carniceros del Instituto pueden apropiarse de ellos.

—Susan, eso es una historia increíble —replicó Stark. Parecía estupefacto—. ¿Cree que puede probar lo que dice?

—Ése es uno de los problemas. Si hay un gran revuelo, por ejemplo si va la policía al Jefferson a investigar… probablemente tendrán una buena coartada. El lugar está disfrazado de instituto de terapia intensiva. Además, tanto el monóxido de carbono como la succinilcolina son rápidamente metabolizados en los cuerpos de las víctimas; no dejan ningún rastro. La única forma de destruir la organización que hay detrás de estos crímenes es que alguien como usted convenza a las autoridades de que realicen un verdadero raid sorpresa en el lugar.

—Parece una buena idea, Susan. Pero tendría que enterarme de los detalles que la llevaron a usted a tan fantásticas conclusiones. ¿Está usted en peligro ahora? Puedo pasar a buscarla.

—No, estoy bien —respondió Susan contemplando el restaurante—. Sería mejor que nos encontráramos en alguna parte. Puedo tomar un taxi.

—Bien. La veré en mi despacho del Memorial. Voy para allá inmediatamente.

—De acuerdo. —Susan estaba a punto de cortar la comunicación.

—Susan, una cosa más. Si lo que usted dice es cierto, guardar el secreto es tremendamente importante. No le diga nada a nadie hasta que hayamos hablado.

—Muy bien. Estaré allí en unos minutos.

Susan colgó el receptor y buscó una compañía de taxis. Usó su última moneda para pedir un taxi. Dijo llamarse Shirley Walton. Le contestaron que tardarían diez minutos.

El doctor Harold Stark vivía en Weston, como nueve de cada diez médicos de Boston. Tenía una vasta casona Tudor con una biblioteca victoriana. Después de hablar con Susan, colgó el teléfono de su escritorio. Luego abrió el cajón de la mano derecha y extrajo un segundo teléfono, cuidadosamente mantenido y con control electrónico para detectar resistencias o interferencias. No podía interferirse sin que Stark se enterara. Disco rápidamente, observando el diminuto osciloscopio en el cajón. Funcionaba normalmente.

En la sala de control del Instituto Jefferson un hombre de manos muy cuidadas, de estructura pequeña, extendió la mano hacia el teléfono rojo que sonaba.

—Wilton —gritó Stark, ocultando sólo a medias su furia—, eres muy experto en materia de cifras y tienes aptitudes para los negocios, pero no eres capaz de capturar muchachitas desarmadas en un edificio construido como un castillo. No entiendo cómo has podido dejar que esto se te fuera de las manos. Te hice una advertencia sobre ella días atrás.

—No te preocupes, Stark. La encontraremos. Salió por la cornisa pero obviamente tiene que volver al edificio. Todas las puertas están clausuradas, y tengo diez hombres aquí, ahora. No te preocupes.

—No te preocupes —ladró Stark—. Bien, te diré algo. Acaba de llamarme por teléfono y me explicó lo esencial de nuestro programa. Ya salió de allí, animal.

—¡Salió! ¡Imposible!

—Imposible. ¿Qué quieres decir con eso? Acaba de hablarme por teléfono. ¿Qué crees, que está usando uno de tus teléfonos? Por Dios, Wilton, ¿por qué no la vigilaste?

—Lo intentamos. Parece que eludió a un hombre de seguridad muy confiable. El mismo que se ocupó de Walters.

—Por Dios, ésa fue otra tontería. ¿Por qué no lo eliminaste en lugar de hacerlo aparecer como un suicidio?

—Lo hice por ti. Estabas tan alterado cuando encontraron las drogas que guardaba ese desecho humano. Tú eras el que tanto temía que el asunto atrajera a las autoridades para alguna investigación de grandes proporciones. No sólo teníamos que liberarnos de Walters sino también asociarlo con sus malditas drogas.

—Bien, con todo este asunto he tomado una decisión. Creo que es hora de terminar la operación. ¿Entiendes, Wilton?

—¿De modo que el gran médico quiere retirarse, eh? Con la primera dificultad en casi tres años, quieres retirarte. Conseguiste todo el dinero para reconstruir ese hospital tuyo. Te hiciste nombrar jefe de Cirugía. Y ahora quieres largarnos duro. Bien, deja que yo te diga algo, Stark, algo que te costará tragar. Tu ya no das órdenes. Vas a obedecerlas. Y la primera orden es que te deshagas de esa muchacha.

Stark se encontró con que la comunicación estaba cortada. Colgó de un golpe el receptor y guardó el teléfono en el cajón. Temblaba de furia. Tuvo que contenerse para no hacer trizas sus propias pertenencias. En cambio se aferró al borde del escritorio hasta que los dedos se le pusieron blancos. Entonces su furia comenzó a descender. El enojo por sí solo nunca ha resuelto nada, pensó Stark. Tenía que confiar en su capacidad analítica. Wilton tenía razón. Susan representaba la primera traba en su progreso, en casi tres años. El progreso alcanzado había ido más allá de los más fantásticos sueños de Stark. Tenía que continuar. La ciencia médica lo exigía. Susan debía ser eliminada. Eso era seguro. Pero había que hacerlo en forma tal de no despertar sospechas o alarma, especialmente en gente de criterio tan estrecho como Harris o Nelson, que carecían de la visión de Stark.

Stark se levantó de su gran escritorio y caminó junto a las estanterías de libros. Estaba inmerso en sus pensamientos; su mano acariciaba distraídamente el lomo dorado de un volumen de Dickens, primera edición. De pronto tuvo una inspiración que trajo una sonrisa a su rostro.

—Hermoso… tan apropiado —dijo en voz alta. Se rió, olvidando casi totalmente su enojo.

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