Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 17:05 horas

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17:05 horas

Al decirle a Bellows que la incidencia de coma después de la anestesia en el Memorial era cien veces mayor que la incidencia en todo el país, Susan se dio cuenta de que basaba sus cálculos en los seis casos mencionados por Harris en un arranque de ira. Susan debía confirmar esa cifra. Si era más alta, tendría más fundamentos para sostener un compromiso con el proyecto. Además, necesitaba los nombres de las otras víctimas del coma para obtener sus historias. Susan reconocía que lo que más necesitaba eran datos concretos.

Y sabía que debía conseguir acceso a la computadora central. Harris no iba a querer proporcionarle los nombres de los pacientes. Susan estaba segura de ello. Tal vez Bellows pudiera obtenerlos si estaba lo suficientemente motivado. Pero ésa era la gran duda. Susan sentía que el mejor camino era tratar de llegar a la información por sí sola. Se alegraba de haber hecho el curso introductorio en computadoras PL 1 en la escuela secundaria. Ya le había sido útil en diversas oportunidades, y su actual necesidad de información por esa fuente era otro ejemplo.

El centro de computación del hospital estaba ubicado en el ala Hardy, que ocupaba todo el piso más alto. Mucha gente bromeaba sobre el aspecto simbólico de que la computadora estuviese por encima de todo lo demás en el hospital, y le había dado más significado a la frase «con un poquito de ayuda de arriba».

Cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso 18, Susan pensó que tendría que improvisar si quería tener éxito. Desde el vestíbulo se veía la pared de vidrio que separaba el vestíbulo del área de recepción principal de la computadora. El lugar tenía aspecto de un Banco. La única diferencia era que el medio de cambio era la información, y no el dinero.

Susan entró en la recepción y se encaminó directamente a un mostrador que ocupaba toda la extensión de la pared derecha. Había unas ocho personas más en el salón, casi todas sentadas en sillones de corderoy azul de aspecto cómodo. Algunos estaban ante el mostrador, inclinados sobre los formularios para la computadora. Todos levantaron la mirada cuando Susan atravesó el lugar, pero volvieron rápidamente a sus asuntos. Sin el menor indicio de inseguridad, Susan tomó un formulario. Aparentemente concentrada en ese papel, en realidad la atención de Susan estaba en el salón.

Al fondo, a unos tres metros y medio de Susan, había un gran escritorio con tapa de fórmica. Sobre el escritorio colgaba un cartel que decía «Informaciones». Era tan apropiado que hizo sonreír a Susan. El hombre sentado detrás del mostrador estaba inmóvil, con una ligera sonrisa de orgullo en la cara. Tendría unos sesenta años, regordete pero bien vestido. Detrás de él, visibles a través de otro tabique de vidrio, estaban las brillantes terminales de entradas y salidas de la computadora. Mientras Susan se mantenía aparentemente abstraída en el estudio del formulario, el hombre del mostrador atendió varios pedidos. En cada caso leía el formulario, traducía el contenido al lenguaje de la computadora, y lo escribía en la parte inferior de la hoja. También controlaba la autorización llamando por teléfono al departamento de que se tratara, excepto que conociera personalmente al individuo que hacía el pedido. Finalmente colocaba el formulario (o varios abrochados juntos) en la caja de «entradas» en un ángulo del escritorio. Se le indicaba al solicitante a qué hora estaría lista la información, según la prioridad asignada al pedido.

Una vez observado el procedimiento, Susan dedicó toda su atención al formulario que tenía ante sí. Era bastante simple. Escribió la fecha en la parte indicada. Dejó en blanco el lugar para el departamento que autorizaba el pedido, y también omitió el nombre del grupo u organización que lo hacía. Tampoco llenó el lugar correspondiente a la forma de pago por el uso de la computadora. Se concentró en la información deseada. Susan no estaba segura de cómo redactar el pedido por varias razones. Una era la noción de que el hospital podría tener reparos en brindar información sobre los casos de coma resultantes de una anestesia. Quizás la computadora estaba programada de manera que tales pedidos fueran automáticamente cancelados, o por lo menos la computadora registraría un alerta de que se había hecho el pedido. Otra cosa que se le ocurría a Susan fue que esa enfermedad, o ese proceso de una enfermedad, podría tener diferentes modos de expresión. El coma prolongado después de una anestesia podía ser uno de ellos, quizás el más grave. Susan deseaba obtener un amplio margen de información, para poder seleccionar lo que juzgara más significativo.

Pero solicitar todos los casos de coma del año anterior podía producir una salida demasiado extensa. Puesto que el coma era un síntoma, y no una enfermedad en sí. Susan podía obtener una lista de todas las víctimas de infartos, ataques o cáncer de ese año. Susan decidió solicitar únicamente los casos de coma en personas que no habían sufrido ninguna enfermedad crónica o debilitante conocida. Entonces se dio cuenta de que sólo estaba haciendo suposiciones. Si estaba en la pista de una nueva enfermedad, no había razón por la que ésta no pudiera afectar a personas que padecían otras enfermedades. En efecto, si eran de naturaleza infecciosa, otros procesos de enfermedad facilitarían su expresión disminuyendo las defensas.

Susan cambió su pedido por otro que incluía todos los casos de coma ocurridos en pacientes internados (en el hospital) que no estuvieran relacionados con los procesos de enfermedad conocidos de los pacientes. Luego pidió una relación entre su muestra y los que fueron intervenidos quirúrgicamente en el Memorial anteriormente a su estado de coma, con una correlación de tiempo entre la intervención y el comienzo del coma. Con cierta dificultad tradujo su pedido al lenguaje de la computadora. Hacía casi un año que no lo empleaba, y le llevó unos momentos. Esta parte del pedido figuraba debajo de dos líneas rojas y la advertencia: «No escribir debajo de esta línea».

Luego Susan esperó que el hombre sentado ante el escritorio recibiera el pedido siguiente. Por suerte no tuvo que esperar mucho tiempo. Unos cuatro minutos después de haber terminado ella de escribir, llegó el ascensor. A través del vidrio vio salir a un hombre antes de que la puerta se hubiese abierto del todo y correr hacia la recepción. El recién llegado tendría unos cuarenta años, era más bien delgado, con cabello muy rubio partido por una raya que comenzaba bastante atrás por la incipiente calvicie. Agitó nerviosamente un puñado de formularios.

—George —dijo el hombre, deteniéndose ante el escritorio de recepción—, por favor, ayúdame.

—Ah, mi viejo amigo Henry Schwartz —dijo el hombre sentado ante el escritorio—. Siempre estamos dispuestos a ayudar a la sección contaduría. Al fin y al cabo, de allí vienen nuestros cheques. ¿Qué se te ofrece?

Susan escribió cuidadosamente «Henry Schwartz» en su propio formulario en la caja de pedidos. En el área correspondiente al departamento que extendía la autorización escribió: «Contaduría».

—Necesito un par de cosas, pero sobre todo necesito una lista de todos los suscriptores de Cruz Azul-Escudo Azul que fueron operados en el último año —explicó Schwartz con rapidez de rayo—. Si me preguntaras para qué la necesito te quedarías con la boca abierta, créeme. Pero la necesito, y rápido. La gente del turno diurno tendría que habérmela preparado.

—La tendremos en más o menos una hora. Ven a buscarla a las siete —respondió George, abrochando los pedidos de Schwartz y arrojándolos a la caja.

—George, me salvas la vida —declaró Schwartz, pasándose la mano por los cabellos una y otra vez. Luego se encaminó hacia el ascensor—. Vendré a las siete en punto.

Susan observó a Schwartz mientras éste oprimía el botón que indicaba «abajo», y se paseaba frente al ascensor. Parecía que hablaba solo. Oprimió varias veces el botón. Una vez que el hombre subió al ascensor Susan observó los pisos señalados en el indicador. El ascensor se detuvo en el sexto, luego en el tercero, luego en el primero. Susan tendría que averiguar en qué piso estaba el departamento de contaduría.

Susan tomó otro formulario en blanco, lo colocó cuidadosamente sobre el suyo, y se dirigió al escritorio.

—Perdón —comenzó, con una sonrisa que esperaba fuera convincente. George la miró por sobre sus anteojos con armazón negro, sostenidos en la mitad del puente de su nariz. Susan continuó con su voz más dulce—: Soy estudiante de medicina, y estoy muy interesada en esta computadora de hospital. —Levantó los formularios, de manera que el que estaba en blanco ocultaba el escrito.

—Ah, sí, ¿eh? —respondió George con una amplia sonrisa, apoyándose en el respaldo.

—Sí —dijo Susan haciendo vehementes movimientos afirmativos con la cabeza—. Creo que el potencial de la computadora en medicina es muy grande, y como no forma parte de nuestra orientación formal aquí, se me ocurrió subir para familiarizarme de algún modo con ella.

George miró a Susan, y luego al brillante equipo de IBM a través del tabique de vidrio. Cuando se volvió hacia Susan su orgullo era efervescente.

—Es un equipo maravilloso, señorita…

—Susan Wheeler.

—Es una máquina fantástica, señorita Wheeler —declaró George, inclinándose hacia adelante en su asiento, en voz baja y con gran énfasis, como si le estuviera confiando a Susan un tremendo secreto—. El hospital no podría funcionar sin ella.

—Para darme una idea de cómo funciona, estuve estudiando estos formularios. —Susan presentó las hojas de manera que sólo viera la que estaba en blanco, pero el hombre se había dado vuelta nuevamente para mirar la sala terminal.

—Me interesaría ver un formulario lleno —continuó Susan extendiendo la mano y tomando la serie de hojas abrochadas de la caja de «entradas»—. ¿Puedo ver éstos?

—Cómo no —asintió George volviéndose hacia Susan. Se puso de pie y se inclinó hacia Susan, colocando la mano izquierda en el escritorio. Con la otra mano señaló el espacio en que estaba escrito el pedido en el lenguaje común.

—Aquí el solicitante consigna lo que desea. Luego, aquí… —el dedo de George se trasladó a la zona que estaba debajo de las líneas rojas—… tenemos el área en que el pedido es traducido a un lenguaje que pueda entender la computadora.

Susan retiró su formulario en blanco que había quedado debajo de la pila de los de Schwartz, como si lo comparara con ellos y lo colocó en el escritorio… de manera que su propio formulario lleno, quedó debajo de los de Schwartz.

—¿De modo que si alguien quiere diferentes tipos de información, debe llenar formularios separados? —preguntó Susan.

—Exactamente. Y si…

Susan dio vuelta rápidamente la primera hoja, desabrochándola del resto.

—Ay, cuánto lo siento —exclamó Susan poniendo en su lugar la hoja de arriba—. Mire lo que he hecho. Permítame que la abroche.

—No importa —respondió George, buscando él mismo la abrochadora—. Enseguida lo arreglaremos. —George oprimió la abrochadora mientras Susan sostenía todas las hojas, incluida la suya que estaba en último lugar.

—Voy a colocarlas en su lugar antes de estropearlas del todo —murmuró Susan con aire contrito, volviendo a poner las hojas en la caja de «entradas».

—No se ha dañado nada —aseguró George.

—Bien. Una vez que ha entrado el pedido, ¿qué sucede? —preguntó Susan mirando hacia la sala terminal para apartar la atención de George de la caja de «entradas».

—Yo las llevo adentro, a la perforadora, que prepara las tarjetas para su lectura. Luego…

Susan ya no escuchaba; pensaba cuál sería la mejor forma de terminar su visita. Unos cinco minutos más tarde estaba consultando la guía del hospital para ubicar a Henry Schwartz del departamento de contaduría.

Susan tenía una hora y media libre; salió del Memorial para volver a su cuarto. Su estómago expresaba protestas por el abandono que había hecho su dueña de sus necesidades básicas. El sándwich de atún, con todo lo malo que era, hacía rato que había desaparecido en su molino metabólico. Susan quería cenar.

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