Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 20:32 horas

Página 20 de 47

20:32 horas

El laboratorio de patología estaba en el subsuelo del edificio principal. Susan bajó las escaleras y salió a la parte central del corredor que desaparecía en una oscuridad total a la derecha, y una curva a la izquierda. Aproximadamente cada seis metros, una lamparita desnuda colgada del techo iluminaba escasamente el lugar, con una zona de penumbra entre una y otra; esto producía un extraño juego de sombras provocadas por el laberinto de cañerías que recorrían el techo. En un vano intento de proporcionar color a este oscuro mundo subterráneo, habían pintado en las paredes rayas oblicuas anaranjadas.

Justamente frente a Susan, parcialmente oculta a la vista, había una flecha que señalaba a la izquierda, con la palabra «Patología» pintada sobre ella; Susan dio vuelta a la curva; sus pasos hacían un ruido sordo en el suelo de hormigón, que se mezclaba con el silbido de las cañerías de vapor. La atmósfera era opresiva; la ubicación en el vientre del hospital era siniestramente apropiada. Susan no sentía ninguna expectativa favorable al encaminarse al laboratorio de patología. Para ella la patología representaba un lado negro de la medicina, la especialidad que parecía nutrirse del fracaso médico, de la muerte. Susan no se conformaba con los argumentos sobre los beneficios de las biopsias, o los obvios beneficios para los vivos de las autopsias efectuadas por los patólogos. Sólo había presenciado una autopsia durante su curso de patología, y no deseaba ver más. La vida nunca le pareció tan frágil, ni la muerte tan definitiva, como cuando vio a dos obesos patólogos destripar el cuerpo de un paciente recientemente fallecido.

El recuerdo de ese hecho tornó más lenta la marcha de Susan, pero no la detuvo. Tenía la impresión de haber caminado casi cien metros cuando observó que el corredor hacía una curva en una dirección y luego en otra. Miró hacia atrás, temiendo haber pasado frente a la puerta del laboratorio sin advertirla. Siguió adelante, cada vez con mayor desconfianza. En varios lugares las luces estaban quemadas y la sombra alargada de Susan se proyectaba frente a ella. Al acercarse hacia la siguiente zona iluminada su sombra se aclaraba y desaparecía.

Por fin se encontró con dos puertas de vaivén. La porción superior de cada una de ellas tenía vidrios opacos.

«Prohibida la entrada a toda persona ajena a este lugar». La leyenda estaba escrita en gruesas letras sobre el vidrio de cada puerta. En la puerta derecha, en letras doradas que se estaban descascarando, decía «Laboratorio de Patología». Susan vaciló ante la puerta, tratando de darse fuerzas, preguntándose con qué escena se encontraría. Entreabriendo la puerta tuvo una visión del interior. Una larga mesa de piedra negra dominaba el cuarto, atravesándola de lado a lado. Amontonados sobre la mesa había microscopios, diapositivas, cajas de diapositivas, productos químicos, libros y muchos otros elementos. Susan abrió la puerta y entró en el laboratorio. En la habitación flotaba el olor acre del formaldehído.

La pared de la derecha estaba ocupada por estantes desde el piso hasta el techo, atestados de frascos y recipientes de distintos tamaños. Al acercarse, Susan descubrió que esa masa amorfa e incolora en un recipiente grande era una cabeza humana cortada prolijamente por la mitad, en sentido sagital. Detrás de la lengua, en la pared de la garganta, se veía una masa granulosa. La etiqueta pegada sobre el vidrio decía simplemente: «Carcinoma de faringe, # 304-A6 1932». Susan se estremeció y trató de evitar acercarse a otros especímenes igualmente horrorosos.

En el extremo más alejado de la sala había otras puertas de vaivén idénticas a las del corredor. Desde donde se hallaba, Susan oía una mezcla de voces y sonidos metálicos. Caminó hacia las puertas en la forma más silenciosa posible, sintiéndose intrusa en un entorno extraño y potencialmente hostil.

Susan trató de espiar por la hendija entre ambas puertas. Aunque su campo de visión era limitado, supo de inmediato que eso era una sala de autopsias. Lentamente comenzó a abrir la puerta izquierda.

Se oyó un intenso timbrazo que hizo girar sobre sí misma a Susan, quien cerró de inmediato la puerta de la sala de autopsia. Primero pensó que había puesto en funcionamiento algún sistema de alarma, y tuvo el impulso de volver corriendo a la puerta de salida. Pero antes de que pudiera moverse apareció un residente de patología por otra puerta lateral.

—Hola, hola —dijo el residente mientras se acercaba a la pileta y tomaba un irrigador de agua destilada. Sonrió a Susan mientras vertía agua en una bandeja con diapositivas que estaba revelando. El color pasaba de un violeta oscuro a uno más claro.

—Bienvenida al laboratorio de Pato. ¿Eres estudiante de medicina?

—Sí. —Susan se obligó a sonreír.

—No vemos muchos estudiantes de medicina a esta hora del día… mejor dicho, de la noche. ¿Necesitas algo especial?

—No, realmente no. Estaba dando una vuelta. Soy nueva aquí. —Susan se puso las manos en el bolsillo del guardapolvo. Su corazón latía aceleradamente.

—Ponte cómoda. Tenemos café en la oficina, si quieres.

—No, gracias —respondió Susan caminando a lo largo del escritorio, tocando al azar algunas cajas de diapositivas.

El residente agregó un poco más de ámbar a la bandeja de diapositivas y volvió a dar cuerda a la alarma.

—Aunque, pensándolo bien, creo que podrías ayudarme —dijo Susan tocando algunas de las diapositivas que había sobre la mesa—. Hoy fallecieron varios pacientes en el Beard 6. Quería saber si se les había hecho… este… —Susan trataba de pensar en la palabra correcta.

—¿Cuáles eran sus nombres? En este momento están haciendo una autopsia.

—Ferrer y Crawford.

El residente fue a mirar un anotador colgado en un clavo en la pared.

—Mmmmm… Crawford. Me suena. Creo que es un caso de médico forense. Aquí está Ferrer… un caso de médico forense. Y, no me equivocaba, Crawford también. Ambos son casos de médico forense, pero espera un segundo.

El residente se dirigió rápidamente hacia las puertas de la sala de autopsias, y abrió una de un golpe con la palma de la mano. Con la mano derecha apoyada en la puerta cerrada se asomó a la sala y gritó:

—Eh, Hamburger, ¿cuál es el nombre del caso que estás haciendo?

Hubo una pausa y se oyó una voz pero Susan no entendió qué decía.

—¡Crawford! Pensé que era un caso legal. —Otra pausa.

El residente regresó en momentos en que sonaba nuevamente la alarma. Susan volvió a sobresaltarse con el timbrazo. El residente echó más agua sobre las diapositivas.

—El médico forense mandó los dos casos al departamento, como de costumbre. El maldito haragán. Pero están haciendo Crawford ahora.

—Gracias —replicó Susan—. ¿Puedo entrar a mirar?

—Cómo no, con mucho gusto —dijo el residente encogiéndose de hombros.

Susan se detuvo por un instante ante las puertas, pero sabía que el residente la estaba observando, de manera que las abrió y entró en la sala.

Era un ambiente cuadrado, de doce por doce, viejo y abandonado. Las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos, antiguos y quebrados. En ciertos lugares faltaban algunos. El piso era de cemento gris. En el centro de la habitación había tres mesas de mármol con tapas oblicuas. Sobre cada una de las mesas caía un chorro de agua que drenaba en el otro extremo, y que emitía un constante sonido de succión. Sobre cada mesa colgaba una lámpara con pantalla, una báscula y un micrófono. Susan se encontró parada en un nivel a cuatro o cinco escalones de altura sobre el piso principal. A su derecha había varios bancos de madera colocados en gradas descendientes. Eran restos de los tiempos en que se reunían grupos de personas para observar autopsias.

La entrada de Susan detuvo todos los movimientos. Los dos residentes la miraban con las cabezas inclinadas para evitar el resplandor de la lámpara. Uno de los residentes, con gran bigote y patillas, estaba suturando la incisión en forma de Y en el cadáver iluminado. El otro residente, unos treinta centímetros más alto que su compañero, estaba parado ante un recipiente que contenía los órganos extraídos.

Después de observar a Susan, el residente más alto continuó con el trabajo. Metió la mano entre los órganos mezclados en el recipiente y levantó el hígado. Tenía un afilado cuchillo de carnicero en la mano derecha. Con unos pocos cortes separó al hígado de los otros órganos. El hígado hizo un ruido acuoso al resbalar sobre la balanza. El residente oprimió un pedal en el piso, y habló ante el micrófono.

—El hígado es de color marrón rojizo con superficie ligeramente moteada. Punto. El peso aproximado es… dos kilos doscientos, punto.

Sacó el hígado del platillo de la balanza y lo dejó caer nuevamente en el recipiente.

Susan descendió varias gradas para acercarse al grupo. Había un leve olor a pescado; el aire era húmedo y pesado, como en una sucia sala de espera de una terminal de ómnibus.

—La consistencia del hígado es más firme que la habitual, pero flexible, punto. —El cuchillo resplandeció a la luz y la superficie del hígado se dividió—. La superficie cortada muestra un dibujo lobular, acentuado, punto. —El cuchillo atravesó el hígado en otros cuatro o cinco lugares, y finalmente cortó un trozo de la parte central—. El espécimen cortado presenta el carácter friable habitual, punto.

Susan se acercó a un extremo de la mesa. El desagüe se encontraba directamente frente a ella. El residente más alto estiró la mano para tomar otro órgano del recipiente, pero se detuvo cuando habló el de los bigotes:

—Hola, hola…

—Qué tal —respondió Susan—. Espero no molestarlos.

—No nos molestas, quédate. Ya estamos terminando.

—Gracias, sólo quería mirar. ¿Éste es Ferrer o Crawford?

—Ferrer —replicó el residente. Luego señaló el otro cadáver—: Ése es Crawford.

—¿Determinaron las causas de las muertes?

—No —dijo el residente más alto—. Pero todavía no hemos abierto los pulmones de este caso. Crawford, en términos generales, estaba limpio. Quizás el examen microscópico revele algo.

—¿Esperan encontrar algo en los pulmones? —preguntó Susan.

—Bien, por la cuestión del aparente paro respiratorio, considerábamos una embolia pulmonar. Sin embargo no creo que encontremos nada. Tal vez haya algo en el cerebro.

—¿Por qué piensas que no van a encontrar nada?

—Porque ya he hecho algunos casos así, y nunca encontré nada. Y la historia es exactamente igual. Un tipo relativamente joven; alguien va a verlo y descubre que no respira. Se hace un intento de resucitarlo, sin éxito. Luego nos lo mandan a nosotros, o al menos después del examen del médico forense.

—¿Cuántos casos como éste estimas que llegan?

—¿En qué período de tiempo?

—En el que sea… un año, dos.

—Creo que unos seis o siete en los dos últimos años.

—¿Y no tienes la menor idea de las causas de las muertes?

—No.

—¿Ninguna? —insistió Susan, sorprendida.

—Bueno, creo que es algo en el cerebro. Algo que les detiene la respiración. Tal vez un ataque, pero no te imaginas todos los exámenes que hice del cerebro en dos casos similares.

—¿Y?

—Nada. Todo en orden.

Susan comenzó a sentir náuseas. La atmósfera, el olor, las imágenes, los ruidos, todo se unía para provocarle un mareo; se estremeció por el malestar. Tragó saliva.

—¿Las historias clínicas de Ferrer y Crawford están aquí?

—Claro, están en la salida al lado del laboratorio.

—Me gustaría echarles una mirada. Si encuentras algo significativo, ¿me llamarás? Tengo interés en verlo.

El residente más alto tomó el corazón y lo colocó en la balanza.

—¿Son pacientes tuyos?

—No exactamente —respondió Susan, encaminándose hacia la salida—. Pero podrían serlo.

El residente más alto miró al otro con gesto interrogativo mientras Susan salía. Su compañero estaba contemplando a Susan, que se marchaba, tratando de encontrar la manera adecuada de preguntarle su nombre y su número de teléfono.

La salita del descanso era como cualquiera de las del hospital. La máquina de hacer café era un artefacto antiguo, con la pintura descascarada en uno de los lados y el cable tan pelado que era un verdadero peligro. Los mostradores-escritorios que había junto a ambas paredes laterales estaban abarrotados de cartillas, papeles, libros, tazas de café y una serie de lapiceras a bolilla.

—Lo hicieron rápido —dijo el residente que estaba revelando las diapositivas. Estaba sentado ante uno de los escritorios, con una taza de café a medio vaciar y una rosquilla mordida. Se dedicaba a firmar una pila e informes de patología escritos a máquina.

—Debo admitir que no tolero muy bien las autopsias —confesó Susan.

—Uno se acostumbra, como a todo —replicó el residente, dando otro mordisco a la rosquilla.

—Es posible. ¿Dónde puedo encontrar las historias de los pacientes que están en la sala de autopsias?

El residente hizo bajar la rosquilla con café, tragando con cierto esfuerzo.

—En ese estante que dice «Autopsias». Una vez que las hayas visto colócalas en el estante que dice «Registros médicos», porque ya hemos terminado con ellas.

Volviéndose hacia la pared del fondo, Susan se encontró ante una serie de estantes con divisiones. En uno de ellos decía «Autopsias». Allí encontró las historias de Ferrer y Crawford. Despejó uno de los escritorios, se sentó y sacó su cuaderno. En la parte superior de una hoja en blanco escribió: «Crawford». En otra, «Ferrer». Metódicamente comenzó a copiar las historias, como había hecho con la de Nancy Greenly.

Ir a la siguiente página

Report Page