Coma

Coma


Martes 24 de febrero » 10:48 horas

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10:48 horas

En el despacho del doctor Harris había una biblioteca completa de libros sobre anestesiología, algunos de ellos aún sin publicar, en prueba de imprenta, enviados para su aprobación. Era un paraíso para Susan, que buscó con la mirada los que se referían específicamente a complicaciones. Ubicó uno y anotó el título y el autor. Luego buscó cualquier texto general que no hubiera visto en la biblioteca. Y sus ojos registraron otro hallazgo: Coma: Base fisiopatológica de los estados clínicos. Tomó el volumen con gran entusiasmo y lo hojeó, deteniéndose en los títulos de los distintos capítulos. Deseó haber tenido ese libro al comienzo de sus lecturas.

Se abrió la puerta del despacho y Susan levantó la mirada para enfrentarse por segunda vez con el doctor Harris. Enseguida tuvo una cierta sensación de intimidación o desprecio, mientras el doctor Harris la contemplaba sin el menor indicio de reconocimiento o amabilidad. No había sido idea de Susan esperarlo dentro de su despacho, sino de la secretaria del doctor que la hizo pasar allí cuando pidió la entrevista. Ahora Susan se sentía incómoda como una intrusa en el santuario del doctor Harris. Y el hecho de que tenía en las manos uno de los libros del médico empeoraba la situación.

—No se olvide de volver a poner ese volumen en el sitio de donde lo sacó —indicó el doctor Harris con lentitud y deliberación, como si se dirigiera a un niño. Se quitó el guardapolvo y lo colgó en la percha que había en el lado interno de la puerta. Sin decir una palabra más se ubicó detrás de su escritorio, abrió un cuaderno grande e hizo varias anotaciones. Se comportaba como si Susan no estuviese allí.

Susan cerró el libro y lo puso en el estante. Luego volvió a la silla en que había comenzado su espera treinta minutos antes.

La única ventana estaba detrás del sillón del doctor Harris, y la luz que entraba por allí, combinada con la del tubo fluorescente, daba un extraño resplandor a la figura de Harris. Susan entrecerró los ojos.

El parejo color bronceado de los brazos del doctor Harris era un marco perfecto para el reloj digital de oro que tenía en la muñeca izquierda. Los antebrazos de Harris eran gruesos, pero se afinaban notablemente desde el codo en adelante. A pesar de la época del año y la temperatura, llevaba una camisa azul de manga corta. Pasaron varios minutos hasta que terminó con sus anotaciones. Entonces cerró la tapa, tocó un timbre y llamó a su secretaria para que viniera a buscarlo. Sólo entonces se volvió hacia Susan y dio muestras de percibir su presencia.

—Señorita Wheeler, verdaderamente me sorprende verla en mi despacho. —El doctor Harris se reclinó lentamente en su asiento. Parecía tener cierta dificultad en mirar a Susan a los ojos. A causa de la iluminación tan particular Susan no distinguía bien los detalles de su rostro. El tono del médico era frío. Se hizo un silencio.

—Querría disculparme —comenzó Susan— por mi aparente impertinencia de ayer en la sala de recuperación. Como usted seguramente sabrá, ésta es mi primera rotación clínica, y no estoy acostumbrada al ambiente del hospital, en particular al de la sala de recuperación. Además se dio una extraña coincidencia. Unas dos horas antes de que usted y yo nos encontráramos yo había estado un rato con el paciente que usted atendía en esos momentos. Había efectuado su venoclisis previa a la operación.

Susan hizo una pausa, esperando alguna señal de comprensión por parte de esa figura sin cara. Pero no la hubo. No hubo el menor movimiento. Susan prosiguió.

—El hecho es que mi conversación con ese paciente no se mantuvo en un plano estrictamente profesional; en realidad habíamos quedado en encontrarnos alguna vez, en forma amistosa.

Susan se detuvo nuevamente, pero el doctor Harris no rompió el silencio.

—Le doy esta información para explicar, más que para disculpar, mi reacción en la sala de recuperación. No necesito decirle que cuando me enteré del estado del paciente me alteré mucho.

—Recuperó vestigios de su sexo —comentó Harris con tono condescendiente.

—¿Cómo dice? —Susan lo había oído perfectamente, pero por un acto reflejo se preguntó si había oído bien.

—Dije que recuperó vestigios de su sexo.

Susan sintió el calor que subía a sus mejillas.

—No sé cómo tomar sus palabras.

—Tómelas en forma literal.

Hubo una pausa incómoda. Susan se revolvió en su asiento, luego habló:

—Si ésa es su opinión de lo que es ser una mujer, me declaro culpable; una actitud emocional en esas circunstancias es comprensible en cualquier ser humano. Admito el hecho de que no fui el arquetipo del profesional en el primer encuentro con el paciente, pero creo que si se hubieran invertido los roles, si yo hubiera sido la paciente y él el médico, probablemente todo habría sucedido de la misma manera. No creo que la susceptibilidad a las respuestas humanas sea una fragilidad reservada a las mujeres estudiantes de medicina, en especial porque tengo que tolerar las actitudes protectoras de mis compañeros hombres con las enfermeras. Pero no he venido aquí para discutir esos asuntos, sino a disculparme por la impertinencia con usted, y eso es todo. No me estoy disculpando por ser mujer.

Susan hizo otra interrupción, esperando una respuesta. Nada. La muchacha se sintió invadir por una evidente irritación.

—Si a usted le molesta que yo sea mujer, ése es un problema suyo —agregó con énfasis.

—Otra vez se pone impertinente, querida —replicó Harris.

Susan se puso de pie. Miró hacia abajo, contemplando la cara de Harris, sus ojos entrecerrados, sus mejillas llenas y su ancho mentón. La luz jugueteaba en sus cabellos, que parecían una filigrana de plata.

—Veo que esto no conduce a ninguna parte. Lamento haber venido. Adiós, doctor Harris.

Susan se volvió y abrió la puerta que daba al corredor.

—¿Para qué vino? —preguntó Harris.

Con la mano en la puerta, Susan miró hacia afuera y reflexionó sobre la pregunta. Indecisa sobre si quedarse o irse, finalmente se volvió y enfrentó nuevamente al jefe de Anestesiología.

—Quería disculparme para que olvidáramos lo sucedido. Tenía la esperanza irracional de que usted me prestara alguna ayuda.

—¿En qué?

Susan volvió a vacilar, se debatió en sus dudas, y finalmente entró y cerró la puerta tras de sí. Fue hasta la silla que había ocupado antes pero no se sentó. Observó a Harris, pensó que no tenía nada que perder y que diría lo que había venido a decir a pesar de la frialdad de Harris.

—Como usted dijo que hubo seis casos de coma prolongado post-anestesia durante el último año, decidí estudiar el asunto como probable tema para mi monografía de tercer año. Bien, he visto que lo que usted dijo es perfectamente correcto. Hubo seis casos de coma después de la anestesia en este último año. Pero en el mismo período hubo también cinco casos de coma repentino e inexplicable en pacientes internados en los pisos de medicina clínica. En las historias de estos pacientes no había indicios que sugirieran que podía presentarse ese accidente. Estaban en el hospital por problemas esencialmente periféricos; uno fue intervenido por un problema menor en un pie y luego tuvo flebitis; el otro tuvo una parálisis de Bell. Ambos eran individuos esencialmente sanos, excepto que uno de ellos sufría de glaucoma. No hubo explicación para sus paros respiratorios, y pienso que posiblemente estén relacionados con los otros casos de coma. En otras palabras, pienso que estos doce casos representan diversos grados de un mismo problema. Y si resulta que a Berman le sucede lo mismo que a los demás, entonces serán doce los casos de personas que padecen un fenómeno inexplicable. Y quizás lo peor de todo es que la incidencia parece ser creciente, en particular en los casos durante la anestesia. El intervalo entre uno y otro caso parece ser cada vez más corto. De todas maneras he decidido estudiar el problema. Para poder seguir adelante con la investigación necesito la ayuda de alguien como usted. Necesito autorización para la búsqueda en el Banco de datos, para ver cuántos casos podría encontrar la computadora si la consulto directamente. Además necesito las historias de las víctimas anteriores.

Harris se inclinó hacia adelante y apoyó lentamente los brazos en el escritorio.

—De manera que también ha tenido problemas en el departamento de Medicina Clínica —murmuró—. Jerry Nelson no lo mencionó.

Alzó los ojos hacia Susan y prosiguió en voz más alta.

—Señorita Wheeler, usted entra en terreno difícil. Es estimulante oír que alguien que acaba de salir de sus años introductorios de la carrera de Medicina se interesa en la investigación clínica. Pero éste no es un tema apropiado para usted. Tengo muchas razones para decírselo. En primer lugar, el problema del coma es mucho más complejo de lo que puede parecer a primera vista. Es un término hueco, una mera descripción. Y que alguien se lance a suponer que todos los casos de coma están relacionados, nada más que porque el agente causal no se conoce con precisión, es intelectualmente absurdo. Señorita Wheeler, le aconsejo que se dedique a algo más específico, menos especulativo, para lo que usted llama su monografía de tercer año. En cuanto a ayudarla, debo decirle que no tengo tiempo. Y además le confesaré algo más que usted tal vez ya ha advertido. No trato de ocultarlo. No me interesan las mujeres que estudian medicina.

Harris señaló a Susan con el dedo, y su gesto era como si la estuviera apuntando con un arma.

—Lo toman como un juego, algo para pasar el tiempo… que quedará elegante… más tarde, quién sabe. Y además, son siempre tan emotivas, tan insoportablemente…

—Doctor Harris, ahórrese las estupideces —interrumpió Susan, levantando la silla por el respaldo y dejándola caer. Estaba furiosa—. No vine aquí a escuchar sandeces. En realidad es la gente como usted la que mantiene a la medicina en el molde antiguo incapaz de responder al desafío de las cosas importantes y del cambio.

Harris dio un golpe sobre la mesa con la mano abierta que hizo volar unos papeles y lápices a distancia. Salió de su lugar detrás del escritorio con una velocidad que tomó de sorpresa a Susan. Con un solo movimiento su cara quedó a pocos centímetros de la de Susan, helada ante la sorpresiva furia que había desatado.

—Señorita Wheeler, usted no sabe cuál es su lugar aquí —jadeó Harris, conservando los límites a duras penas—. Usted no va a ser el Mesías que nos libere de un problema que ya ha sido estudiado por los mejores cerebros del hospital. En realidad pienso que usted ejerce una influencia muy destructiva, y le diré más: en veinticuatro horas estará fuera de este hospital. Y ahora salga de mi despacho.

Susan retrocedió sin darse vuelta, temerosa de exponer su espalda a este hombre que parecía a punto de explotar de odio. Abrió la puerta y se lanzó a correr por el pasillo, con las lágrimas rodándole por las mejillas, con una mezcla de furia y temor.

Luego que ella se fue, Harris cerró la puerta de un puntapié, y arrancó el receptor de un teléfono. Le ordenó a su secretaria que lo comunicara de inmediato con el director del hospital.

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