Coma

Coma


Martes 24 de febrero » 11:45 horas

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11:45 horas

Bellows miró el indicador de pisos sobre la puerta del ascensor. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás, porque estaba parado muy cerca de la puerta. Sabía que tendría que apresurarse para llegar a tiempo a su caso, una operación de hemorroides en un hombre de sesenta y dos años. No le fascinaba el caso, pero le encantaba operar. Una vez que se ponía en actividad y experimentaba la extraña sensación de responsabilidad que daba el bisturí, realmente no le importaba dónde estaba trabajando, ya fuera estómago o mano, boca o ano.

Bellows pensó en el encuentro con Susan esa noche, y sintió una agradable expectativa. Todo sería nuevo e intacto. La conversación podía rozar mil temas. ¿Y físicamente? Bellows no sabía muy bien qué esperar. En realidad se preguntaba cómo haría para quebrar esa relación entre colegas que se había establecido. Dentro de sí sentía una clara atracción física por Susan, pero eso empezaba a preocuparlo. En muchos sentidos sexo significaba agresión para Bellows, y aún no sentía ninguna agresión hacia Susan; no todavía.

Se sonrió sin quererlo mientras se imaginaba besando a Susan impulsivamente. Le hizo recordar esos difíciles momentos de la adolescencia en que continuaba alguna conversación trivial con una muchacha llena de granos, acompañándola hasta la puerta de su casa. Luego, sin ninguna preparación, la besaba, con fuerza y torpeza. Y se echaba hacia atrás para ver qué pasaba, esperando que lo aceptara pero temiendo el rechazo. Nunca dejaba de asombrarse cuando lo aceptaban, porque en general ni siquiera sabía por qué había besado a la muchacha.

La idea de ver a Susan en un contexto social le recordaba a Bellows aquellos años, porque sentía el impulso interno de un contacto físico pero no lo esperaba. Obviamente Susan inspiraba deseos de tocarla; era atractiva. Pero iba a ser médica, y Bellows era médico. De manera que ella no tendría gran aprecio por la carta de triunfo que solía mostrar Bellows en situaciones parecidas… A la mayoría de las personas les impresionaba enterarse de que él era médico. ¡Cirujano! No importaba que Bellows mismo pensara que ser médico no confería atributos especiales, al contrario de lo que decía la mitología popular. En realidad, si tomaba como ejemplos a muchos de los cirujanos del Memorial, el efecto de admitir esa asociación sería más bien una desventaja. Pero lo que realmente molestaba a Bellows era saber que un pene debía ejercer poca fascinación en Susan: muy probablemente había disecado alguno.

Bellows no reducía sus propios impulsos y fantasías sexuales a las realidades anatómicas y fisiológicas, pero ¿y Susan? Parecía tan normal con su sonrisa, su piel suave, su pecho que subía levemente con la respiración. Pero ella había estudiado los reflejos parasimpáticos, y las alteraciones endocrinas que hacen posible el sexo, y que lo hacen incluso placentero. Quizás había estudiado demasiado, demasiado de lo que no debía. Tal vez aun cuando la oportunidad fuera auspiciosa, Bellows se encontraría con que su pene quedaba colgante, impotente. La idea le hizo dudar sobre si debía ver a Susan. Al fin y al cabo, una vez fuera del hospital, Bellows quería olvidarse de todo, y el sexo sin preocupaciones era un excelente método. Con Susan, si llegaba a suceder, no estaría exento de preocupaciones. No podría estarlo. Finalmente, estaba el espinoso problema de si era sensato salir con una alumna, que estaba bajo su supervisión en esos momentos en la rotación de Cirugía. Indudablemente Bellows iba a tener que realizar una evaluación de Susan como estudiante. Salir con ella representaba un ridículo conflicto de intereses.

La puerta del ascensor se abrió en el piso de Cirugía y Bellows fue rápidamente hacia el escritorio principal. El empleado estaba preparando el programa de intervenciones para el día siguiente.

—¿En qué sala está mi caso? Es un señor Barron, hemorroides.

El empleado levantó los ojos para ver quién le hablaba, luego al programa del día.

—¿Usted es el doctor Bellows?

—El mismo.

—Bien, han decidido que usted no va a operar ese caso.

—¿No voy a operar? ¿Quién lo decidió? —Bellows estaba perplejo.

—El doctor Chandler, y dejó el mensaje de que usted vaya a verlo a su despacho cuando llegue.

Que le impidieran operar uno de sus casos le resultaba muy extraño a Bellows. Por supuesto que Chandler tenía la prerrogativa de hacerlo, ya que era jefe de residentes. Pero era algo muy irregular. Algunas veces Bellows había sido relevado de preparar a un paciente, generalmente para ayudar en algún otro caso, o por razones puramente organizativas. Pero que lo eliminaran de uno de sus propios casos cuando el paciente había sido asignado al Beard 5 era una experiencia totalmente nueva.

Bellows agradeció al empleado sin molestarse en ocultar su sorpresa y su irritación. Se volvió y se encaminó al despacho de George Chandler.

El despacho del jefe de residentes era un compartimiento sin ventanas en el Dos. De esta pequeña área venían los edictos tácticos que dirigían el departamento de cirugía día por día. Chandler estaba a cargo de todos los programas para todos los residentes, incluidas las tareas de guardia y de fin de semana. Chandler también estaba a cargo del programa para las salas de operaciones: designaba al personal y los casos clínicos, como también los asistentes para los cirujanos que los solicitaban.

Bellows golpeó en la puerta cerrada, y entró al oír un «Pase». George Chandler estaba sentado ante su escritorio, que casi llenaba la pequeña habitación. El escritorio estaba frente a la puerta, y Chandler pasaba por el costado con dificultad cada vez que quería sentarse. Detrás de él había un archivo. Frente al escritorio, una única silla de madera. Era una habitación desnuda; sólo un tablero de noticias adornaba una pared. Despojado pero prolijo, el lugar se parecía a Chandler.

El jefe de residentes había ascendido con éxito en la estructura piramidal de poder del mundo inferior de los estudiantes y los residentes. Ahora era el vínculo entre el mundo de arriba, el de los cirujanos totalmente calificados, diplomados por juntas especiales, y el mundo de los de abajo. Por lo tanto no pertenecía a ninguna de las dos clases. Ese hecho era la fuente de su poder, y también de su debilidad y su aislamiento. Los años de competencia habían cobrado su precio inexorable. Chandler todavía era joven en casi todos los sentidos: tenía treinta y tres años de edad. No era alto: uno setenta y cuatro. Llevaba el cabello no muy cuidadosamente peinado, en un estilo moderno parecido al de los cesares. Su rostro era lleno y suave; no delataba su tendencia a perder los estribos. En muchos sentidos Chandler era el ejemplo del jovencito a quien se le ha exigido mucho.

Bellows ocupó la silla frente a Chandler. Al principio ninguno de los dos habló. Chandler miraba un lápiz que tenía en la mano. Sus codos descansaban en los brazos del sillón. Se había apoyado en el respaldo, abandonando algo que estaba examinando al entrar Bellows.

—Lamento haberte quitado tu caso, Mark —comenzó Chandler sin levantar los ojos.

—No me importa perder una hemorroides —respondió Bellows, manteniendo un tono neutro.

Hubo otra pausa. Chandler puso su sillón en posición vertical y miró a Bellows a los ojos. Bellows pensó que Chandler sería perfecto para representar el papel de Napoleón en una obra teatral.

—Mark, debo suponer que te propones seriamente hacer cirugía, cirugía, aquí, en el Memorial, para ser más exactos.

—Supones bien.

—Tus antecedentes son bastante buenos. En realidad he oído tu nombre más de una vez como posible candidato a jefe de residentes. Ésa es una de las razones por las que quería hablar contigo. Harris me llamó hace poco tiempo; estaba fuera de sí. Durante unos minutos yo ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Parece que uno de tus estudiantes estuvo metiendo la nariz en esos casos de coma, y Harris está furioso. Bien, yo no sé lo que pasa, pero creo que Harris piensa que tú has interesado a ese estudiante en el asunto y que lo estás ayudando.

—Que «la» estoy ayudando.

—«Lo», «la», me da lo mismo.

—Pero podría ser significativo. Es un espécimen muy bien armado. En cuanto a mi participación en todo esto… ¡Cero! En todo caso me he esforzado por convencerla de que abandone el asunto.

—No tengo intención de discutir contigo, Mark. Sólo quería hacerte una advertencia sobre la situación. Me disgustaría que arriesgaras tus posibilidades de obtener la residencia por las actividades de un estudiante.

Mark miró a Chandler y pensó qué diría Chandler si le contaba que esa noche iba a salir con Susan, por motivos puramente sociales.

—No sé si Harris le ha dicho algo de todo esto a Stark, Mark, y te aseguro que yo no lo haré a menos que se llegue al extremo de que yo mismo tenga que defender mi posición. Pero insisto en que Harris estaba furibundo, de manera que será mejor que calmes a tu estudiante y lo convenzas…

—¡«La» convenzas!

—Bien, «la» convenzas de que encuentre algún otro tema en qué interesarse. Después de todo ya deben de haber diez personas trabajando en ese problema. En realidad la mayor parte de la gente del departamento de Harris no ha hecho otra cosa desde que comenzó la ola de catástrofes.

—Intentaré decírselo otra vez, pero no será tan fácil como crees. Esta muchacha tiene un carácter de hierro, y una imaginación bastante fértil. —Bellows se preguntó por qué habría elegido esa palabra para describir la imaginación de Susan. —Se metió en el asunto porque los dos primeros pacientes con quienes entró en contacto tenían ese problema.

—Bien, digamos que estás advertido. Lo que ella haga te afectará a ti, en especial si la ayudas de cualquier manera. Pero ésta es sólo una de mis razones para querer hablar contigo. Hay otro problema, que sin duda es más serio. Dime, Mark, ¿cuál es el número de tu armario en el piso de los quirófanos?

—Ocho.

—¿Y el 338?

—Ése fue mi armario provisorio. Lo usé alrededor de una semana hasta que se desocupó el número 8.

—¿Por qué no te quedaste con el 338?

—Creo que le correspondía a otro, y yo podía usarlo hasta que me asignaran el mío.

—¿Conoces la combinación del 338?

—Creo que lograría recordarla, si me lo propusiera. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por un extraño hallazgo del doctor Cowley. Dice que el 338 se abrió como por arte de magia mientras él se cambiaba de ropa, y que estaba lleno de drogas. Fuimos a ver, y era cierto. Todos los tipos de drogas que puedas imaginarte y algunas más, incluso narcóticos. En la lista de armarios que yo tengo tú figuras con el 338, no con el 8.

—¿Quién figura en el 8?

—El doctor Eastman.

—Hace años que no opera.

—Exactamente. Dime, Mark, ¿quién te dio el número 8? ¿Walters?

—Sí. Fue Walters quien primero me dijo que usara el 338, y luego me dio el 8.

—Bien, no digas nada de esto a nadie, y menos aún a Walters. Encontrar un montón de drogas como éste es algo muy serio, si piensas en todo el problema que hay para conseguir un narcótico. A causa de mi lista de armarios, seguramente te llamarán de la administración del hospital. Por razones obvias no desean que trascienda esta información, especialmente ahora que hay que renovar los certificados. De modo que no lo divulgues. Y, por Dios, haz que tu alumna se interese en algo que no sea las complicaciones de la anestesia.

Bellows salió del cubículo de Chandler con una sensación extraña. No le sorprendía oír que lo asociaban con las actividades de Susan. Ya se lo temía. Pero lo de las drogas halladas en un armario que figuraba como suyo era otra historia. Su mente evocó la imagen de Walters vagando por la zona de los quirófanos. Se preguntó para qué alguien amontonaría drogas de esa manera. Y luego vino la sugerencia de la asociación. Susan había usado las palabras «sobrenatural» y «siniestro». ¿Cuáles serían las drogas almacenadas en el armario 338? ¿Sería conveniente hablarle a Susan del descubrimiento?

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