Coma

Coma


Martes 24 de febrero » 19:20 horas

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19:20 horas

Hacía rato que las sombras de las tardes invernales de Boston habían invadido la ciudad cuando Susan bajó del tren de la línea Harvard en la estación al aire libre del MBTA en Charles Street. El viento del Ártico aún silbaba en el extremo de la estación que daba al río y atravesaba toda la longitud de la estación en ráfagas turbulentas. Susan fue hacia las escaleras con la espalda encorvada. El tren entró y luego salió de la estación, pasando a la derecha de Susan, y se oyeron chirriar las ruedas mientras penetraba en el túnel. Susan utilizó el cruce de peatones para atravesar la intersección de Charles Street y Cambridge Street. Abajo, el tránsito se había reducido a algunos autos, pero el olor de los gases tóxicos aún contaminaba el aire. Susan descendió en Charles Street. Frente al drugstore abierto toda la noche se veía el grupo habitual de individuos marginales, en diversos grados de ebriedad. Varios de ellos extendieron las manos hacia Susan, pidiendo monedas. Susan respondió apurando el paso. Luego chocó con un tipo grandote, de barba, que tenía franca intención de cortarle el paso.

—¿«Real Paper» o «Phoenix», linda? —preguntó el tipo de barba, que tenía los párpados seborreicos. Llevaba varios periódicos en la mano derecha.

Susan se echó atrás, luego siguió adelante, ignorando las risas groseras de la gente noctámbula. Pasó por Charles Street y enseguida cambió el ambiente. Las vidrieras de algunos negocios de antigüedades la invitaban a detenerse, pero el viento frío de la noche la urgía a seguir andando. En Mount Vernon Street dobló a la izquierda y comenzó a subir por Beacon Hill. Por la numeración supo que le faltaba un trecho largo para llegar. Pasó por Louisburg Square. El resplandor naranja que salía de las ventanas arrojaba rayos cálidos en la noche fría. Las casas daban una sensación de paz y seguridad tras sus sólidas fachadas de ladrillo.

El departamento de Bellows estaba en un edificio a la izquierda, unos cien metros más allá de Louisburg Square. En este lugar frente a los edificios había cuadrados de césped y grandes álamos. Susan empujó un chirriante portón metálico y subió los escalones de piedra hasta las pesadas puertas de entrada. En el vestíbulo sopló sobre sus manos azules de frío y caminó de aquí para allá para activar la circulación en sus pies. Tenía los pies y las manos siempre fríos desde noviembre hasta marzo. Mientras soplaba y daba saltitos leyó los nombres en el tablero de timbres. Bellows era el número cinco. Oprimió el botón con fuerza, e inmediatamente oyó un zumbido.

Ligeramente asustada puso la mano en el picaporte, y se raspó la mano en la defensa metálica de la puerta cuando ésta se abrió. Le salió un poco de sangre de los nudillos; se llevó la mano a la boca. Ante ella había una escalera que doblaba hacia la izquierda. El lugar estaba iluminado por una bruñida lámpara de bronce que colgaba del techo, y un espejo con marco dorado duplicaba el espacio del vestíbulo. Por un acto reflejo controló el estado de sus cabellos en el espejo, y los alisó sobre las sienes. Mientras subía las escaleras observó que en todos los descansos había reproducciones de Brueghel en bonitos marcos.

Exagerando su agotamiento, llegó al escalón más alto y se detuvo, aferrada al pasamanos. Desde donde se encontraba veía el suelo cubierto de mosaicos del vestíbulo, cinco pisos más abajo. Bellows abrió la puerta antes de que Susan llamara.

—Aquí hay un tubo de oxígeno por si lo necesita, abuela —dijo Bellows, sonriendo.

—Dios mío, hay poco aire aquí. Creo que me sentaré en los escalones para recuperarme.

—Una copa de Borgoña te pondrá bien en un instante. Dame la mano.

Susan permitió que Bellows la ayudara a entrar en su departamento. Luego se quitó la chaqueta, mientras observaba la habitación. Mark desapareció en la cocina, y volvió con dos vasos de vino color rubí.

Susan arrojó su chaqueta sobre el respaldo recto de una silla que había cerca de la puerta, y se quitó sus botas altas. Tomó mecánicamente el vaso y sorbió el vino. Su atención estaba capturada por la habitación en que se encontraba.

—Decoración de muy buen gusto para un cirujano —comentó Susan, caminando hasta el centro de la habitación.

Tenía doce metros de largo por seis de ancho. En cada extremo había una antigua chimenea, y en ambas ardía un buen fuego. El cielo raso con vigas, abovedado, era muy alto, tal vez de seis metros de altura en la cúspide, y bajaba en pendiente hasta las chimeneas. La pared más alejada era un enorme complejo de formas geométricas, algunas de las cuales contenían estantes con libros, otras objetos artísticos y un gran sistema de estéreo, televisión y grabador. La pared más cercana era de ladrillos a la vista y cubierta de cuadros, litografías y partituras medievales con hermosos marcos. Un antiguo reloj Howard hacía oír un suave tic-tac sobre la chimenea de la derecha; una maqueta de barco adornaba la de la izquierda. Por las ventanas, a ambos lados de las dos chimeneas, se divisaban miles de chimeneas contra el cielo de la noche.

El moblaje era el mínimo necesario; Bellows había recurrido a una colección de gruesas alfombras, entre las que se destacaba una Bukhara de color azul y crema en el centro del ambiente. Sobre ella había una mesa ratona de ónix, rodeada de almohadones de corderoy de tonos atrevidos.

—Qué hermoso —dijo Susan dando una vuelta por el centro de la habitación y dejándose caer sobre unos almohadones—. No esperaba encontrar nada parecido.

—¿Qué esperabas? —preguntó Mark, sentado del otro lado de la mesita.

—Un departamento. Lo habitual: mesas, sillas, diván, lo de siempre.

Los dos se rieron, conscientes de que no se conocían muy bien. La conversación se mantuvo en un tono frívolo mientras paladeaban el vino. Susan extendió sus piernas hacia la chimenea para calentarse los dedos de los pies.

—¿Más vino, Susan?

—Claro. Está exquisito.

Mark fue a la cocina a buscar la botella. Sirvió dos vasos.

—Nadie podría creer en el día que he tenido hoy. Increíble —comentó Susan, sosteniendo la copa entre sus manos y el fuego, para apreciar el lujurioso resplandor color rubí.

—Si no has abandonado tu cruzada suicida, creeré cualquier cosa. ¿Fuiste a ver a Stark?

—Por supuesto, y al revés de lo que temías, fue muy razonable… en todo caso mucho más que Nelson o Harris.

—Ten cuidado. Es todo lo que puedo decirte. Emocionalmente Stark es como un camaleón. En general yo me llevo muy bien con él. Sin embargo hoy, de repente, lo encontré furioso porque algún chiflado puso medicamentos en un armario que yo usé durante un tiempo. No vino a consultarme sobre ellos como habría hecho cualquier ser humano normal. Me echó encima al pobre Chandler, el jefe de residentes. Y Chandler canceló un caso que yo debía operar para hablarme del asunto. Luego Chandler me interrumpe las visitas para comunicarme que Stark quiere investigar el asunto a fondo. Como si yo no tuviera nada que hacer.

—¿Qué es eso de las drogas en un armario? —Susan se acordó del médico que había hablado con el doctor Nelson.

—Creo que no conozco toda la historia. Parece que uno de los cirujanos encontró un montón de drogas en un armario del pabellón de cirugía que ese deshecho humano de Walters aún tenía a mi nombre. Dicen que había narcóticos, curare, antibióticos… toda una farmacopea.

—¿Y no saben quién los puso allí ni por qué?

—Supongo que no. Se me ocurre que alguien puede haber guardado todo eso para enviarlo a Biafra o a Bangladesh. Siempre andan algunos por ahí defendiendo esas causas. Pero no puedo imaginar por qué los guardarían en un armario de la sala de médicos.

—El curare produce un bloqueo nervioso, ¿verdad, Mark?

—Sí, de primera. Es una gran droga. Ah. por si no lo habías adivinado, cenaremos aquí esta noche. Tengo unos bistecs, y el hibachi está listo en la escalera de incendio que hay junto a la ventana de la cocina.

—Magnífico, Mark. Estoy agotada. Pero además, tengo hambre.

—Voy a poner el asado. —Mark entró en la cocina con la copa en la mano.

—¿El curare deprime la respiración? —preguntó Susan.

—No. Sólo paraliza todos los músculos. La persona quiere respirar, pero no puede. Se ahoga.

Susan contempló el fuego en la chimenea, apoyando el borde de la copa en el labio inferior. Las llamas la hipnotizaban, y pensaba en el curare, en Greenly, en Berman. De pronto el fuego crujió y envió un carbón encendido contra la rejilla. Un trozo del carbón escapó por el enrejado y fue a caer en la alfombra junto a la chimenea. Susan se incorporó de un salto, y empujó el carbón al hogar. Luego fue a la cocina donde Mark sazonaba la carne.

—Stark realmente se interesó en mis descubrimientos y enseguida trató de ayudarme. Le pedí que me ayudara a conseguir las historias de los pacientes de mi lista. Cuando lo llamé más tarde me dijo que estaban todas en poder de uno de los profesores de neurología, un doctor Donald McLeary. ¿Lo conoces?

—No, pero eso no significa nada. No conozco a mucha gente fuera del departamento de cirugía.

—Yo pienso que esto vuelve sospechoso al doctor McLeary.

—Ah, vamos, vamos, otra vez… ¡tu imaginación! El doctor Donald McLeary destruye misteriosamente los cerebros de seis pacientes…

—Doce…

—Bien, doce… y luego anula todas sus historias para evitar sospechas. Ya me imagino todo esto en los titulares del «Globe» de Boston.

Mark se rió mientras ponía la carne en el hibachi a través de la ventana abierta; enseguida la bajó a causa del frío.

—Ríete si quieres, pero al mismo tiempo dame alguna explicación de lo que ha hecho McLeary. Hasta ahora todo el mundo ha demostrado sorpresa ante la idea de relacionar estos casos unos con otros. Todos excepto ese doctor McLeary. Él tiene todas las historias. Creo que vale la pena estudiar la cuestión. Quizás hace rato que está investigando el problema y me lleva mucha ventaja. Eso sería bueno, y en tal caso yo podría ayudarlo.

Mark no respondió. Meditaba sobre la manera de convencer a Susan de que abandonara toda la empresa. También se concentraba en el aderezo de la ensalada, su especialidad culinaria. Cuando volvió a abrir la ventana de la cocina, el viento hizo entrar el apetitoso aroma de la carne que se asaba. Susan se reclinó en el marco de la puerta, contemplando a Mark. Pensó qué bueno sería tener una esposa, poder llegar a casa y encontrar una esposa que mantuviera todo en orden, y la comida servida en la mesa. Al tiempo le pareció ridículamente injusto que ella nunca pudiera tener una esposa. Era un juego mental que Susan jugaba consigo misma, y que siempre la llevaba a la misma encrucijada; entonces simplemente negaba todo el problema o lo postergaba para una fecha futura indeterminada.

—Hoy hablé con el Instituto Jefferson.

—¿Qué te dijeron? —Mark entregó a Susan algunos platos, cubiertos y servilletas, y le señaló la mesa de ónix.

—Tenías razón sobre la dificultad para hacer visitas —dijo Susan, llevando las cosas a la mesa—. Pregunté si podía visitar la institución, porque quería ver a uno de mis pacientes. Se rieron. Me explicaron que sólo podían verlos sus familiares cercanos, y en visitas breves, fijadas con anticipación. Que los métodos masivos para atender a los pacientes suelen ser emocionalmente intolerables para los familiares, de manera que había que hacer arreglos especiales para las visitas. Me mencionaron la visita mensual de que tú me hablaste. El hecho de que yo fuera estudiante de medicina no contaba para nada en el sentido de hacerles cambiar su rutina. En realidad el lugar parece interesante, en particular porque, como tú dices, logra que los pacientes crónicos no ocupen camas que pueden utilizar los agudos en los hospitales locales.

Susan terminó de poner la mesa, y luego volvió a contemplar el fuego.

—De veras me gustaría hacer una visita, especialmente para ver a Berman una vez más. Tengo la sensación de que si vuelvo a verlo me tranquilizaría un poco con respecto a esta cruzada, como tú la llamas… Incluso me doy cuenta de que tengo que volver a una apariencia de normalidad.

Mark se enderezó al oír estas palabras desde la cocina; tuvo un rayo de esperanza. Dio vuelta una vez más la carne y cerró la ventana.

—¿Por qué no vas hasta allá, simplemente? Supongo que es como cualquier otro hospital. Es probable que sea tan caótico como el Memorial. Si te comportas como si pertenecieras al personal, seguramente nadie reparará en ti. Si actúas como si trabajaras allí, nadie te preguntará nada. Hasta podrías ponerte un uniforme de enfermera. Quien entra en el Memorial vestido de médico o de enfermera, puede ir donde se le antoje.

Susan miró a Mark, que estaba parado en la puerta de la cocina.

—No es mala idea… no es mala idea. Pero hay un problema.

—¿Cuál?

—Que no sabría dónde ir aunque pudiera andar por el edificio. No es fácil poner cara de que uno pertenece a un lugar cuando se está totalmente perdido.

—Ése no es un obstáculo insuperable. Puedes ir al departamento de construcciones de la Municipalidad y pedir una copia del plano del edificio o del piso. Hay un archivo de planos de todos los edificios públicos. Te harías un mapa.

Mark volvió a la cocina a buscar la carne y la ensalada.

—Qué ingenioso, Mark.

—No es ingenioso. Es práctico. —Mark sirvió la carne con generosas porciones de ensalada. También había espárragos con salsa holandesa y otra botella de Borgoña.

Los dos pensaron que la comida era perfecta. El vino tendía a suavizar todas las posibles asperezas y la conversación fluía libremente mientras ambos se enteraban de fragmentos de la vida del otro que iban componiendo el mosaico de la personalidad de cada uno. Susan era de Maryland, Mark de California. Eso significaba que su formación intelectual era diferente: la de Mark había sido severamente moldeada en la dirección de Descartes y Newton; la de Susan en la de Voltaire y Chaucer. Pero apareció el esquí como un amor común, lo mismo que la playa y la vida al aire libre en general. Y ambos amaban a Hemingway. Hubo un silencio tenso cuando Susan preguntó sobre Joyce. Bellows no lo había leído.

Una vez ordenada la vajilla, se sentaron sobre almohadones frente a la chimenea. Bellows agregó algunos leños, y surgieron llamas crepitantes en el hogar casi apagado. Durante unos momentos se dedicaron al Grand Marnier y a los helados de vainilla caseros de Fred’s; ambos disfrutaban de un tranquilo y agradable silencio.

—Susan, a medida que te conozco un poco más, y gozo con cada minuto que estoy contigo, me siento más impulsado a pedirte que abandones ese problema del coma —dijo Mark después de un rato—. Tienes muchísimo que aprender, y créeme, no hay lugar mejor que el Memorial. Es muy probable que este problema del coma continúe durante un tiempo; ya tendrás tiempo de volver a él cuando tengas una verdadera formación en medicina clínica. No estoy sugiriendo que no puedes contribuir, tal vez sí. Pero las posibilidades de que hagas una contribución son escasas, como en cualquier proyecto de investigación, por mejor concebido que esté. Y debes considerar el efecto que tendrán tus actividades, que ya tienen, en tus superiores. Juegas en malas condiciones, Susan; las probabilidades están contra ti.

Susan sorbía su Grand Marnier. El líquido suave, viscoso, resbalaba por su garganta y enviaba cálidas sensaciones a sus piernas. Inspiró profundamente y se sintió flotar en el aire.

—Ha de ser bastante duro ser estudiante de medicina para una mujer —continuó Bellows—, sin agregarle un inconveniente más.

Susan levantó la cabeza y miró a Bellows. Bellows contemplaba el fuego. Las llamas habían cautivado su atención.

—Sencillamente pienso que ha de ser muy difícil estudiar medicina cuando se es mujer. Nunca pensé demasiado en el asunto hasta que tú me obligaste a buscar una explicación alternativa para la conducta de Harris. Ahora, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que es una explicación alternativa, porque…, bueno, a decir verdad mi primera reacción ante ti no fue como ante una estudiante de medicina. En cuanto te vi reaccioné ante ti como mujer, y tal vez en forma algo inmadura. Quiero decir que te encontré atractiva de inmediato… atractiva, no seductora. —Bellows agregó este último comentario rápidamente y se volvió para asegurarse de que Susan apreciaba su referencia a la conversación anterior en el bar.

Susan sonrió. La actitud defensiva, reavivada por la frase inicial de Bellows, se había evaporado.

—Por eso reaccioné tan tontamente ayer cuando entraste en el vestuario y me encontraste en calzoncillos. Si te hubiera considerado en forma asexuada, no me habría molestado. Pero obviamente no era así. De todas maneras, creo que la mayoría de tus profesores e instructores van a reaccionar ante ti primero como mujer, y sólo después como estudiante de medicina.

Bellows miró nuevamente el fuego; su actitud era como la del pecador contrito que acaba de confesar un pecado. Otra vez Susan sintió ganas de darle uno de sus abrazos amistosos, como ella los consideraba. En realidad Susan era una persona sensual, aunque no lo demostraba a menudo, y menos desde que había comenzado a estudiar medicina. Aun antes de presentarse al ingreso de la facultad de Medicina, Susan sabía que debía renunciar a los aspectos físicos de su personalidad, si se proponía salir adelante en la carrera. Ahora, en lugar de acercarse a Mark, siguió bebiendo su Grand Marnier.

—Susan, tu presencia se nota mucho en el grupo, y si no apareces en mi clase, tendré de dar alguna explicación sobre ti.

—El lujo del anonimato —replicó Susan— es algo de lo que no pude disfrutar desde que entré en medicina. Entiendo lo que dices, Mark. A la vez siento que necesito un día más. Uno más. —Susan levantó un dedo y dobló la cabeza en un gesto de coquetería. Luego se rió.

—Sabes, Mark, es alentador oírte decir que piensas que ser estudiante de medicina es difícil si se es mujer, porque lo es. Algunas de las muchachas de mi curso lo niegan, pero se engañan a sí mismas. Usan uno de los más antiguos y más fáciles mecanismos de defensa: eludir un problema diciendo que no existe. Pero existe. Recuerdo algo que leí de Sir William Osler. Dijo que había tres clases de personas: los hombres, las mujeres y las médicas. Me reí cuando lo leí por primera vez. Ahora ya no me río. A pesar de los movimientos feministas persiste la imagen convencional de la ingenuidad femenina con sus grandes ojos inocentes y todas esas pavadas. No bien entras en un campo que exige un poco de acción agresiva y competitiva, todos los hombres te clasifican como una hija de puta castradora. Si una se queda quieta y trata de observar una conducta pasiva y obediente, le dicen que no es capaz de responder a esa atmósfera competitiva. De manera que una se ve forzada a buscar una situación intermedia, de compromiso, y eso es difícil porque todo el tiempo siente que la están poniendo a prueba, no como individuo sino como representante de las mujeres en general.

Hubo silencio unos momentos, mientras los dos digerían lo que Susan había dicho.

—Lo que más me molesta —agregó Susan— es que el problema empeora, en lugar de mejorar, cuanto más avanza una en la medicina. No sé cómo hacen las mujeres con familia. Tienen que disculparse por salir temprano en el trabajo, y luego por llegar tarde a sus casas, no importa qué hora sea. Es decir, el hombre puede trabajar hasta tarde, no importa, en realidad así parece más dedicado a su trabajo. Pero una mujer médica… su rol es difícil. La sociedad y su mujer convencional lo hacen más difícil. Pero ¿cómo me subiste a esta plataforma? —preguntó Susan, advirtiendo la vehemencia con que estaba hablando.

—Acababas de asentir a mi afirmación de que ser médica y mujer es difícil. Entonces, ¿por qué no adherirse a la última parte, es decir, no crearse nuevos problemas?

—Mierda, Mark, no me lleves de la nariz en este momento. Sin duda te darás cuenta de que una vez embarcada en este asunto, probablemente tendré que resolverlo de algún modo. Tal vez esté relacionado con mi sensación de que estoy a prueba en nombre de las mujeres. Por Dios, cómo me gustaría enseñarle a ese Harris dónde debe detenerse. Tal vez si logro ver otra vez a Berman, podré abandonar esto sin ninguna pérdida de… de… ¿Mi propia imagen o la confianza en mí misma? Pero hablemos de otra cosa. ¿Te molestaría que te abrazara?

—¿A mí? ¿Molestarme? —Bellows se incorporó violentamente; se lo veía algo aturdido—. No, claro que no.

Susan se inclinó, hacia adelante y abrazó a Bellows con una fuerza que los sorprendió. Instintivamente rodeó con sus brazos a la muchacha y sintió su espalda estrecha. Con cierta timidez le dio unas palmaditas, como si la estuviera consolando. Susan se echó hacia atrás.

—¿Estás tratando de hacerme eructar?

Durante unos momentos se estudiaron el uno al otro a la luz del fuego. Luego sus labios se buscaron, suavemente al principio, después con evidente emoción; por último con entrega.

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