Cola

Cola


4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Jueves, 12.41 del mediodía

Página 58 de 73

Cogieron los abrigos y se enfrentaron al frío. Kathryn se quedó paralizada por los trazadores de sodio de color naranja de las farolas inspirados por el éxtasis y no vio al hombre que salía de un taxi y pasaba justo por delante de ellos antes de meterse en el club. Bajaron caminando por la calle durante un rato antes de desviarse por una bocacalle y subir por unas escaleras. Las escaleras estaban desgastadas; llegaron a una planta y después a otra. «¿Dónde está el maldito ascensor, eh, Kath?», carraspeó Terry con un deje americano de pega, mientras ascendían, peldaño a peldaño, hasta el último piso.

«Vaya putada, cacho cabrón», dijo Kathryn con un mal acento escocés, tratando de imitar una frase que Johnny Catarrh le había enseñado en el club.

Así que la cantante americana Kathryn Joyner acabó por visitar el piso de Rab Birrell. Lisa estaba impresionada con el tamaño de la colección de discos de Rab. «Increíble», dijo, revolviendo entre los vinilos y los compacts que había en los estantes de las paredes. Rab Birrell se olvidó de mencionar que la mayoría pertenecían a otra persona, un amigo suyo disc-jockey, y que él sólo se los estaba guardando, y de paso cuidándole el piso. «¿Alguien quiere escuchar algo en particular?»

«¡Kath Joyner!», grita Terry. «

¡Sincere Love!»

«¡No, Terry, maldito seas!» Ya no cantaba nunca aquella puta canción. No desde lo de Copenhague. La odiaba. Era la que había escrito a medias con

él. Era la que le pedían todos los gilipollas.

Charlene hace una petición: «Basta de música dance, Lise, estoy destrozada tras esa quincena en Ibiza. Mira a ver si encuentras algo de rollo indie, algo de rock and roll.»

«De eso no andamos muy sobrados», confiesa Rab.

«El rock and roll de ahora es una mierda. El único que hace algo interesante ahora es Beck», se aventura a decir Johnny.

A Kathryn se le ensanchan los ojos. «¡Dios, Johnny, qué razón tienes! Pon a Beck. ¡Es un tío de lo más enrollao!»

«Sí, es guay», asiente Terry, acercándose para ayudar a Lisa en la búsqueda. Mira entre el montón de los singles. «Ya lo tengo», dice, acercándose a la torre. Pone la música, y el conocido riff de

Hi-Ho Silver Lining surca el ambiente.

«¿Qué cojones es eso?», pregunta Lisa, mientras Rab empieza a soltar risitas. Johnny también.

«Beck. Jeff Beck», soltó Terry, canturreando. «

Ha ho silvah lynin…»

Kathryn le mira con aire grave. «Ése no es el Beck en el que estábamos pensando, Terry.»

«Vale», dice Terry, deshinchado, sentándose en un puf.

Rab Birrell se levanta y pone el

Let the Music Play de Shannon y baila un poquito con Charlene y Lisa, antes de coger a Charlene de la mano y conducirla a un asiento que está mirando a la ventana en saliente del piso.

Terry se siente viejo y humillado. Para consolarse, empieza a hacer rayas de cocaína sobre la funda de un compact.

«Vete a la mierda, Terry, seguimos con el punto del éxtasis», dice Rab, volviéndose desde el asiento de la ventana.

«Algunos sabemos controlar con las drogas, Birrell.»

Kathryn también está contenta de seguir con el punto del éxtasis. Después de terminarse Shannon, alguien pone otro compact. A Kathryn le gusta la música, y se levanta a bailar con Johnny y Lisa. Esta jovencita le parece muy hermosa a la cantante americana, pero en lugar de sentirse intimidada por ello lo agradece. A oídos de Kathryn la música es fantástica, rítmica, poderosa pero con soul, y llena de ricas texturas. «¿Quién es?»

Johnny le pasa la funda del compact. En ella lee:

N-SIGN: Departures

«Un colega de Terry», dice Johnny; después, captando el interés de ella, empieza a arrepentirse. «De hace siglos y tal», añade, iniciando un movimiento de baile seductor y poco convencional que tanto Kathryn como Lisa, para alivio suyo, deciden copiar.

Rab Birrell está sentado con Charlene, cogidos de la mano, señalando hacia Arthur’s Seat.[59] «La vista es preciosa», dice ella.

Terry, abatido y sentado en el puf, escucha el comentario. Birrell tiene novia nueva. Ahora todos nos vemos obligados a ser testigos de una exhibición repugnante de peloteo inducida por el éxtasis por el hecho de que Birrell va a echar un polvo por primera vez en siglos. Beck. ¿Quién cojones sería ése? Algún puto maricón americano. Era para darse con la cabeza contra la pared. En algunos ambientes, las referencias equivocadas eran un crimen imperdonable, peor aún que la ausencia absoluta de referencias. Y no había un lugar en todo el mundo donde sería juzgado de forma más áspera que en el queo anal y estudiantil del capullo de Rab Birrell. Aquello se estaba convirtiendo rápidamente en una pesadilla, pensó Terry, mientras preparaba las rayas de coca, que nadie salvo él parecía querer. Catarrh tiene a dos tías babeándole encima, y Rab se lo hace de pico de oro porque va hasta el culo de éxtasis. Terry hace un balance brutal del piso de estudiante de Rab. El papel pintado. Los pufs. Las plantas. ¡Dos putos tíos en un piso con plantas! Rab Birrell, presunto Hibs boy, por si fuera poco. Pero aquel capullo siempre había sido más CC Blooms que CCS. En los Juzgados de Distrito de su imaginación, donde Rab Birrell comparece como acusado de ser un estudiante capullo y amariconado, Terry acumula un enorme fárrago de pruebas que te cagas. Entonces es cuando lo ve. Es el artefacto que le altera hasta unos niveles desconocidos, más allá de la irritación, transportándole de golpe a un estado de indignación que le deja mudo. Es un cartel de un soldado recibiendo un disparo junto a la palabra WHY seguida de un signo de interrogación. Aquello lo dice todo del capullo de Birrell a Terry: sus ideas políticas, sus poses, su estúpida mierda estudiantil. Casi podía escucharle ahora, diciéndole a la chavala atontada esa, sí, da que pensar, ¿verdad?, y embarcándose en uno de sus discursos acerca de cualquier bazofia de la que hablen él y sus nuevos amiguitos de la universidad. Stevenson College Birrell, Stevenson College.

Y el hermano de Rab. Billy. Su ex mejor amigo. Terry se acordaba de la primera y única vez que entró en el Business Bar; de acuerdo, llevaba unas copas de más e iba en mono porque había estado pintando un poco de extranjis. Pero Business poco menos que había pasado de él, echándole una mirada desdeñosa que decía: «Terry, vuelve cuando estés mejor vestido» que hizo que Terry se sintiera como un capullo total delante de los pijos gilipollas de George Street que bebían allí. A través de la reverberación de la droga y la música de N-SIGN fantaseó con que podía oírles en ese momento: «La verdad es que conozco a cierto número de personas poco recomendables de esta ciudad. ¿Conoce usted a Billy Birrell? ¿El exboxeador? ¿Qué lleva el Business Bar? Vaya personaje.» Y allí estaría Business Birrell, el puto Kid. Rembrandt, diciéndole en voz baja a una de las chavalas a las que da trabajo para poder meterse en sus bragas: «Trata bien a Brendan Halsey. Es un pez gordo de Standard Life. ¡Anda, mira, ahí está Gavin Hastings! ¡Gavin!»

Birrell. Quedando como un capullo. Nunca sería uno de ellos, y ellos nunca le aceptarían de verdad. Ahí de pie, dejando que le trataran con condescendencia, y él sin darse cuenta o peor aún, percibiéndolo y atribuyéndolo al «negocio».

Los Birrell y sus putas pretensiones.

Rab miraba el cartel que le había gustado a Charlene. «La verdad es que ese cartel dice mucho, ¿no?», dijo ella, incitándole a corroborar lo dicho por ella.

«Sí», contestó Rab con menos entusiasmo del que pensó que ella esperaba. Odiaba aquel cartel con ganas. Lo había puesto su compañero de piso, Andrew, y Rab siempre hacía bromas acerca de las repugnantes muestras de kitsch estudiantil e izquierdista, pero éste le irritaba de veras. Para Rab era la encarnación del progresismo petulante y autosatisfecho. Hagamos esas bobas afirmacioncillas para demostrar lo profundos que somos y lo enterados que estamos. Era un montón de mierda. Andrew era legal, pero le importaba un carajo la guerra en general. No era más que una forma fácil de procurarse un poco de credibilidad pomposa.

Se volvió y vio a Terry mirando el cartel con una expresión de asco abyecto; supo lo que Juice estaría pensando y le entraron ganas de gritar «No es mío, ¿vale?». Pero Charlene le estaba tirando de la mano y se fueron al dormitorio a abrazarse, morrearse, cuchichear secretos y si eso les conducía a explorarse el uno al otro y compartir fluidos corporales, pues por parte de un tal Robert Stephen Birrell no había inconveniente. Rab Birrell estaba disfrutando de la pasividad, de verse libre de la carga de ser el capullo de la parte plasta de la transacción que siempre está insistiendo. A veces nos sigue haciendo falta una buena pastilla para desprogramarnos, soltarnos y librarnos de todas las inhibiciones de mierda.

Terry les observó marcharse al dormitorio de un modo que rozaba la desesperación absoluta. Birrell y Catarrh no sólo habían tomado al abordaje su noche con Kathryn, se lo habían restregado por las narices dejando claro que la joya por él codiciada era un simple trozo de bisutería a abandonar en cuanto aparecieran otras más brillantes. Si no tenía cuidado, Catarrh volvería a casa con dos de ellas. Catarrh en un trío y Terry a su bola. ¡Catarrh! Las campanadas de alarma fueron

in crescendo dentro de la cabeza de Terry. Esnifando una raya y después otra, sintió cómo el ritmo cardíaco se le aceleraba y la columna se le fundía formando una compacta barra de hierro. Se levantó y llegó hasta la puerta de un salto, saliendo al pasillo. Unos momentos más tarde, volvió envuelto en un edredón blanco, de un color y una textura semejantes a la camisa de Johnny. Acercándose a pasos agigantados, Terry se colocó detrás de Johnny y empezó a parodiar exageradamente sus estilizados pasos de baile.

«Terry, ¿qué haces?», se reía Kathryn, mientras Terry se meneaba y Johnny miraba tímidamente por encima de su hombro. Lisa se rió en voz alta, como una lavadora durante el centrifugado. Aquel Terry era un chalao.

«Sólo te estaba robando un poco el estilo, John Boy», le dijo con una sonrisa a Johnny, cuyo labio inferior fue curvándose involuntariamente hacia abajo.

Catarrh siempre había tenido un problema con las bravatas de Terry y lamentó de inmediato haberse dejado encajonar tan fácilmente en un rol tan servil. Sintió que la confianza le abandonaba al mismo tiempo que el subidón del éxtasis. Lo único que podía hacer era seguir bailando y reflexionar acerca del dilema. Kathryn o Lisa, Lisa o Kathryn…, una gallina vieja pero con perspectivas o una tía joven y por su sitio y un polvo guapo…; aquel escenario global con Elton y George estaba alejándose cada vez más. Pero no necesitaba llevar a remolque a unos maricones del mundo del espectáculo. Esa clase de compañías resultaría más perjudicial que beneficiosa para su carrera. Había que tener muy presente el mercado adolescente; aquél era el motivo por el cual tantos miembros de grupos masculinos permanecían dentro del armario. A la mierda con todo aquello. Lisa o Kathryn. La Lisa esa tenía un polvo. De acuerdo, tampoco a Kathryn le haría ascos, pero indudablemente su mejor momento había pasado. De todos modos, Lisa parecía un poco calientapollas. A la mierda. Ir a por Kathryn sería anteponer la carrera y con el aliciente añadido de dejar a aquel gordo cabrón de Juice Terry frente a una noche de frustración.

Pero Lisa miraba a Terry con mucho más interés de lo que Johnny había notado. Era bastante gordo, pero la matriz nariz-manos-pies que ella empleaba para hacer cálculos daba como resultado un paquete bien provisto.

A Kathryn le iba mucho Johnny. Johnny era hermoso. «Johnny es hermoso», le dijo imperiosamente a Terry, mientras Johnny tragaba mucosas. Ella le rodeó con los brazos, ambos completamente ajenos al entrechocar de los dientes de Terry. «¿Quieres que nos enrollemos?», le cuchicheó ella al oído.

«¿Eh?», contestó Catarrh. ¿Pero qué cojones decía?

«Supongo que me apetece acostarme contigo.»

«Guay…, eh, pero mejor en el hotel, ¿no?», sugirió Catarrh, ansioso por apartarla de la manada. Lisa estaba muy buena, pero no iba a ninguna parte. Seguiría con ganas después de que él regresara de la primera gira americana. Intentaría hacerle un hueco en la agenda. La carrera, después de todo, tenía que ser lo primero.

«No…, no quiero ir allí», dijo Kathryn. «¿No hay una habitación para invitados?»

«Sí…, la del compañero de Rab, Andy…», pensó Catarrh sin entusiasmo. ¿Quién en su sano juicio querría follar sobre un colchón desvencijado bajo el edredón manchado de semen del dormitorio de un estudiante gilipollas cuando podrían estar en una suite de primera del Balmoral? Sólo había una respuesta posible: una guarra ricachona encanallándose. Johnny había oído que algunas de las habitaciones del Balmoral tenían espejos en el techo. Con todo, como decían los yanquis, era ella quien mandaba. Desaparecieron por el pasillo, dejando a Terry en un estado de gran agitación.

Lisa le miró. «Sólo quedamos tú y yo, ¿eh?»

Terry se fijó en su mohín, y más allá de él, en su top blanco y en los pantalones negros. Notó un cosquilleo ronco en la garganta. Terry odiaba ligar con las tías cuando iba de éxtasis. El estilo tú-ya-me-entiendes y el ritualismo de la familiaridad propios del ligoteo británico se le daba bien, y detestaba la forma en que el éxtasis minaba y subvertía sus elementales banalidades. Las cintas de chorradas le habían servido bien y no quería borrarlas y empezar de cero. A falta de ellas no se le ocurría qué decir. «En tiempos curraba en las furgonas de reparto de refrescos», explicó, «pero de eso hace mogollón…»

Johnny y Kathryn estaban asomados a la ventana mirando el cielo nocturno. Había un hermoso despliegue de estrellas. Johnny le daba caladas a su Regal mientras observaba cómo brillaban. Kathryn miró a Johnny, después al cigarrillo y después a las estrellas. «Supongo que esto es como algún momento de esos que salen en las películas existencialistas de poca monta, Johnny», especuló ella.

Johnny asintió lentamente, sin mirar a Kathryn, que estaba hecha un ovillo a su lado. Las estrellas resplandecían, enviándose extraños mensajes cifrados unas a otras a lo largo del universo. «¿No crees que hay algo más allá de todo eso?», preguntó Kathryn.

«He tratado de dejarlo otras veces, pero en realidad me da igual, ¿sabes?»

Kathryn no le escuchaba. «Sólo pienso… espacio», dijo en tono soñador.

Johnny miró primero al cielo y después a la colilla encendida. «El tabaco», meditó, casi para sus adentros. Por supuesto que Catarrh apreciaba el vertiginoso despliegue de aquella extensión iluminada por la luz de las estrellas, y las posibilidades que parecía ofrecer, pero decidió no comentárselo a Kathryn. Habría sido demasiado agobio decirle que se encontraba en una parte de Escocia en la que compartir sueños era como compartir agujas; parecía una buena idea al principio pero sólo servía para acabar jodido. Además, le apetecía echar un polvo. Se volvió hacia ella y sus labios se encontraron con los de ella. El tambaleo hasta la cama y el edredón era breve, y Catarrh esperaba que para entonces su pasión sería tal que acostarse entre las migas rancias y las manchas de semen de un estudiante gilipollas habría perdido toda relevancia.

Ir a la siguiente página

Report Page