Cobra

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Primera parte: El despliegue » Capítulo 1

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CANTIDADES: La producción total es de unas 600 toneladas al año; se divide en dos remesas de 300 toneladas que se envían a Estados Unidos y a Europa, prácticamente los únicos consumidores de la droga. Dados los márgenes mencionados más arriba, los beneficios totales no se calculan en centenares de millones de dólares sino en miles de millones.

DIFICULTADES: Teniendo en cuenta los enormes beneficios, hay casi veinte intermediarios entre el cártel y el consumidor final. Dichos intermediarios pueden ser los transportistas, los distribuidores o los vendedores. Por esta razón, a las FLO (fuerzas de la ley y el orden) de cualquier país les resulta muy difícil apresar a los jefes máximos. Están muy bien protegidos, recurren a una violencia extrema como elemento disuasorio y nunca tocan el producto. Se detiene a los «camellos»; se les juzga y acaban en la cárcel, pero casi nunca «cantan» y se les reemplaza de inmediato.

INTERCEPTACIONES: Las FLO norteamericanas y europeas se encuentran en un estado de guerra constante con el narcotráfico y es frecuente que intercepten cargas en tránsito o se apoderen de depósitos. Pero las FLO de ambos continentes solo consiguen recuperar entre un diez y un quince por ciento de la cocaína que hay en el mercado y, dados los extraordinarios márgenes, no es suficiente. Sería necesario aumentar las interceptaciones y las confiscaciones a un ochenta por ciento o más para paralizar al narcotráfico. Si perdiesen un noventa por ciento, los cárteles se hundirían y la industria de la cocaína sería por fin destruida.

CONSECUENCIAS: Hace apenas treinta años, la gente consideraba que la cocaína era una inocente afición de la gente de sociedad, los agentes de bolsa y los músicos. En la actualidad, se ha convertido en una plaga a escala nacional que provoca un desastroso daño social. Las FLO de los dos continentes estiman que el setenta por ciento de los delitos de la calle (robo de coches, atracos, asaltos, etc.) se llevan a cabo para obtener los fondos necesarios para satisfacer este hábito. Si el asaltante está bajo los efectos de un subproducto de la cocaína llamado «crack», el robo puede ir acompañado de una violencia inusitada.

Por otra parte, los beneficios de la cocaína, después de blanquear el dinero, se utilizan para financiar otros delitos, sobre todo el tráfico de armas (que acaban en manos de organizaciones mafiosas y terroristas) y de personas, particularmente en casos de inmigración ilegal y del secuestro de mujeres para la trata de blancas.

SUMARIO: Nuestro país padeció un golpe terrible con la destrucción en otoño de 2001 del World Trade Center y el ataque al Pentágono, que costó la vida a casi tres mil personas. Desde entonces, ni un solo ciudadano norteamericano ha muerto en el país como consecuencia del terrorismo extranjero, pero la guerra contra el terrorismo prosigue y debe continuar. Sin embargo, en esta misma década, un cálculo a la baja estima que la cifra de vidas destruidas por las drogas es diez veces superior al número de víctimas del 11-S, y la mitad de estas se deben a una sustancia llamada cocaína.

Tengo el honor de seguir siendo su fiel servidor, señor presidente,

ROBERT BERRIGAN

Director adjunto (Operaciones Especiales)

Agencia Antidroga de Estados Unidos

Más o menos a la hora en la que un mensajero entregaba el Informe Berrigan en la Casa Blanca, un ex oficial de aduanas británico estaba sentado en un sencillo despacho en los muelles de Lisboa mirando, cada vez más furioso, la foto de un viejo barco pesquero.

Tim Manhire había pasado toda su vida adulta como recaudador de impuestos; aunque no era precisamente la más popular de las profesiones, a su juicio era absolutamente necesaria. Si cobrarle impuestos a un desafortunado turista para satisfacer a un gobierno codicioso no le aceleraba el pulso, su trabajo en las sórdidas callejuelas de la zona portuaria de Lisboa podía considerarse una gratificación, y lo hubiese sido todavía más de no ser por las trabas que siempre ponía aquel viejo enemigo: la escasez de recursos.

La pequeña agencia que dirigía era del MAOC-N, otro acrónimo en el mundo de la ley y el orden, que corresponde al Centro Europeo de Operaciones Marítimas contra el Narcotráfico y reúne a expertos de siete países. Los seis socios del Reino Unido son Portugal, España, Irlanda, Francia, Italia y los Países Bajos. La sede se encuentra en Portugal y el director era un británico, transferido del HMRC (la Agencia Tributaria del Reino Unido) al SOCA (la Agencia contra el Crimen Organizado del Reino Unido) para ocupar el puesto.

La tarea del MAOC es intentar coordinar los esfuerzos de las FLO europeas y las fuerzas navales para impedir el contrabando de cocaína desde la cuenca del Caribe a través del Atlántico hasta las costas de Europa Occidental y África Occidental.

El motivo de la ira de Tim Manhire aquella soleada mañana era que veía cómo otro pez con una enorme y valiosa carga estaba a punto de escaparse de la red.

La patrulla aérea había tomado la foto desde el aire, pero aparte de captar imágenes bonitas, no había podido hacer nada más. Se había limitado a mandar inmediatamente la foto al MAOC, a muchos kilómetros de distancia.

La imagen mostraba un viejo barco pesquero con el nombre

Esmeralda-G pintado en la proa. Lo habían descubierto por azar al despuntar el día en el Atlántico Oriental y la ausencia de una estela indicaba que se había detenido después de navegar pasando inadvertido durante la noche. La definición de la imagen era suficientemente buena para que Manhire pudiera ver, con una lente de aumento, que la tripulación se disponía a extender una lona azul para cubrirlo de proa a popa. Es una práctica habitual entre los contrabandistas de cocaína, para evitar ser detectados.

Navegan de noche y pasan el día meciéndose en silencio cubiertos con una lona que se confunde con el mar y que hace muy difícil distinguirlos desde el aire. A la puesta de sol, la tripulación retira la lona, la guarda y continúa la travesía. Lleva tiempo, pero es más seguro. Ese viejo pesquero no pescaba. Ya tenía la carga en la bodega, hasta una tonelada de polvo blanco, bien empaquetada y sellada para impedir que la dañaran la sal y el agua, donde había estado desde que la cargaron en un ruinoso muelle de madera de un pequeño río de Venezuela.

El

Esmeralda-G se dirigía a todas luces hacia África Occidental, probablemente al narco-estado de Guinea-Bissau. Si tan solo, se lamentó Manhire, hubiese estado un poco más al norte, cerca de las islas Canarias, Madeira o las Azores… En ese caso, España o Portugal hubiesen podido enviar un guardacostas para interceptar al traficante.

Pero se encontraba muy al sur, a cien millas al norte de las islas de Cabo Verde, y ellos tampoco podían ayudar. Carecían de equipos. Y de nada servía pedírselo a los diversos estados fallidos que formaban una curva desde Senegal a Liberia. Eran parte del problema, no la solución.

Por ello, Tim Manhire había apelado a las seis marinas europeas y a la norteamericana, pero ninguna tenía una fragata, un destructor o un crucero en la zona. El

Esmeralda-G, después de ver el avión que les había fotografiado, hubiese comprendido que les habían descubierto y hubiese prescindido del camuflaje de la lona para dirigirse a la costa a toda máquina. Solo estaba a doscientas millas náuticas, e incluso a diez nudos por hora se encontraría a salvo en los manglares de la costa de Guinea antes del día siguiente.

Aun después de una interceptación en el mar, las decepciones no acababan. Tras un reciente golpe de suerte, una fragata francesa había respondido a su súplica y había encontrado, con las indicaciones del MAOC, un barco cargado de coca a cuatrocientas millas de la costa. Sin embargo, los franceses estaban obsesionados con las leyes. Según sus reglas, el barco de los contrabandistas debía ser remolcado hasta el puerto «amigo» más cercano. Había ido a parar a otro estado fallido: Guinea-Conakry.

A continuación habían llevado a un magistrado desde París hasta el barco capturado para «

les formalités». Algo relacionado con los derechos humanos; «

les droits de l’homme».

«

Droits de mon cul», había murmurado Jean-Louis, el colega de Manhire en el contingente francés. Incluso el británico consiguió entenderlo: «los derechos de mi culo».

Así, se incautaron del carguero, la tripulación fue detenida y la cocaína confiscada. Al cabo de una semana, el barco soltó las amarras y puso rumbo a mar abierto; toda la tripulación iba a bordo, puesta en libertad condicional por un juez que había ascendido de un viejo Peugeot a un Mercedes flamante, y los fardos confiscados se habían… evaporado.

El director del MAOC soltó un suspiro y archivó el nombre y la foto del

Esmeralda-G. Si alguna vez volvían a verlo… Pero no lo verían. Ahora que estaban avisados, lo reconvertirían en un atunero y le pondrían otro nombre antes de navegar de nuevo por el Atlántico. E incluso así, ¿habría otro avión afortunado que perteneciera a una marina europea y pasase por azar cuando la lona ondease con la brisa? Las probabilidades eran de mil contra uno.

Este, pensó Manhire, era el principal problema. Escasos recursos y ningún castigo para los contrabandistas. Incluso si los capturaban.

Una semana más tarde, el presidente norteamericano estaba reunido a solas con el director de Seguridad Interior, la superagencia que englobaba y supervisaba a las trece agencias de inteligencia de Estados Unidos. Miró a su comandante en jefe con una expresión de asombro.

—¿Habla en serio, señor presidente?

—Sí, creo que sí. ¿Qué me aconseja?

—Verá, si quiere intentar destruir la industria de la cocaína tendrá que enfrentarse con algunos de los hombres más violentos y despiadados del mundo.

—En ese caso supongo que necesitaremos a alguien todavía mejor.

—Creo, señor, que se refiere a alguien peor.

—¿Tenemos a un hombre así?

—Hay un nombre, o mejor dicho una reputación, que me viene a la memoria. Durante años fue el jefe de Contrainteligencia de la CIA. Ayudó a atrapar y destruir a Aldrich Ames cuando por fin se lo permitieron. Después fue jefe de Operaciones Especiales de la Compañía. Casi atrapó y asesinó a Osama bin Laden, y eso fue antes del 11-S. Le liberaron hace dos años.

—¿Liberaron?

—Le cesaron.

—¿Por qué?

—Por ser excesivamente despiadado.

—¿Con sus colegas?

—No, señor. Creo que con nuestros enemigos.

—No existe tal cosa. Le quiero de vuelta. ¿Cómo se llama?

—No lo recuerdo, señor. Fuera de Langley solo le mencionaban por el apodo. Le llamaban Cobra.

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