Cobra

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Tercera parte: El ataque » Capítulo 13

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A lo largo de octubre, el ataque de Cobra al imperio de la cocaína de don Diego continuó implacable, y por fin comenzaron a verse las grietas. La posición del cártel, con sus numerosos y extremadamente violentos clientes en ambos continentes, comenzó a debilitarse, aunque todavía no de manera definitiva.

Don Diego había comprendido, hacía mucho, que incluso si Roberto Cárdenas lo había traicionado, el hombre que había controlado la lista de ratas no podía haber sido su único enemigo. Cárdenas no podía haber conocido los escondites construidos con tanta habilidad por Juan Cortez. No podía haber sabido la identidad de los barcos, las fechas de partida y de qué puertos zarpaban. No podía haberse enterado de los vuelos nocturnos a África Occidental y de los aviones que utilizaban. Pero había un hombre que sí lo sabía.

La paranoia del Don comenzó a desviarse hacia el hombre que lo sabía todo: Alfredo Suárez. Este no ignoraba lo que le había pasado a Cárdenas y comenzaba a temer por su vida.

Pero el primer problema era la producción. Con las interceptaciones, las destrucciones, las pérdidas en el mar y las desapariciones que ya alcanzaban el cincuenta por ciento del tonelaje enviado, el Don ordenó a Emilio Sánchez que aumentara la producción en la selva a niveles hasta el momento desconocidos. El incremento de los costes comenzó a afectar incluso a la enorme riqueza del cártel. Entonces, Cobra se enteró de la muerte de Cárdenas.

Fueron los campesinos quienes encontraron el cuerpo mutilado. La cabeza había desaparecido, y jamás se localizaría, pero para el coronel Dos Santos el uso de la sierra mecánica indicaba «cártel», así que pidió al depósito de cadáveres de Cartagena una muestra de ADN. Gracias al ADN identificaron al viejo gángster.

Dos Santos se lo comunicó al jefe de la DEA en Bogotá y el norteamericano lo comunicó a Army Navy Drive en Arlington. Cobra lo vio a través del enlace con todas las comunicaciones que llegaban al cuartel general de la DEA.

En aquel momento, en un intento por salvar la vida de su fuente, solo habían detenido a doce funcionarios corruptos y cada uno de ellos por una supuesta casualidad. Con Cárdenas muerto, ya no había ninguna necesidad de continuar protegiéndolo.

Cal Dexter, acompañado por el principal cazador de drogas de la DEA, Bob Berrigan, recorrió Europa para informar a unos agradecidos jefes de aduanas de doce países. El director de la DEA hizo lo mismo en América del Norte: México, Estados Unidos y Canadá. En cada caso, a los jefes de aduanas se les insistió en que utilizasen el ardid de Hamburgo. En lugar de realizar una captura y una detención inmediata, se les pidió que usaran la nueva información para detener al funcionario corrupto e incautarse de la carga que intentaba proteger.

Algunos cumplieron; otros no pudieron esperar. Pero antes de que el último de la lista de ratas fuese detenido, se descubrieron y confiscaron más de cuarenta toneladas de cocaína. Y ahí no acababa la cosa.

Para los sobornos, Cárdenas había utilizado bancos en seis paraísos fiscales y estas entidades, sometidas a una presión intolerable, comenzaron a regañadientes a entregar los fondos. Se recuperaron más de quinientos mil millones de dólares; la mayor parte del dinero fue a parar a las arcas de las agencias dedicadas a la lucha contra el narcotráfico.

Pero no todo acabó ahí. La gran mayoría de los funcionarios detenidos en sus celdas no eran delincuentes avezados. Enfrentados a una ruina garantizada y a una posible condena a cadena perpetua, muchos de ellos intentaron mejorar su situación cooperando. Aunque los mafiosos de cada país pusieron precio a sus cabezas, la amenaza era a menudo incluso contraproducente, ya que la posibilidad de una libertad inmediata asustaba todavía más. Estar en una cárcel secreta y con guardias las veinticuatro horas del día era la única manera de salvar la vida, y cooperar se convirtió en la única opción.

Los hombres detenidos —eran todos hombres— recordaban los nombres de las compañías fantasma que poseían y manejaban los camiones en los cuales cargaban los contenedores después de llegar a puerto. Los agentes de aduana y la policía asaltaban el almacén mientras las bandas intentaban a toda prisa llevarse las drogas a otra parte. Se confiscaron más toneladas de mercancía.

La mayor parte de estas capturas no afectaban al cártel directamente, porque la propiedad ya había cambiado de manos, pero significaba que las bandas perdían fortunas y se veían obligadas a hacer nuevos pedidos y a aplacar la ira de sus subagentes y compradores secundarios. Se les hizo saber que la filtración que les estaba costando una fortuna procedía de Colombia, lo cual no les gustó nada.

Cobra siempre había aceptado que tarde o temprano habría una brecha en la seguridad y no se equivocó. Fue a finales de octubre. Un soldado colombiano destinado en la base de Malambo estaba de permiso cuando se vanaglorió en un bar de que mientras estaba en la base formaba parte de la guardia del sector norteamericano. Le relató a su novia, impresionada, y a más de un curioso sentado en la barra, que los yanquis hacían volar un extraño avión desde una zona muy vigilada. Unos muros impedían que nadie viese cuándo repostaba y cuándo le hacían el mantenimiento, pero era perfectamente visible cuando despegaba y se alejaba. Aunque esos aterrizajes y despegues se hacían de noche, el soldado había podido verlo a la luz de la luna.

Parecía un modelo de juguete, explicó; con una hélice y el motor detrás. Pero lo más curioso era que nadie lo pilotaba; los rumores en la cantina decían que el aparato tenía unas cámaras asombrosas que podían ver a kilómetros de distancia a través de la noche, las nubes o la niebla.

Los comentarios del cabo llegaron al cártel; solo podían significar una cosa: los norteamericanos estaban utilizando aviones no tripulados que despegaban de Malambo para espiar a todas las naves que salían de la costa caribeña de Colombia.

Una semana más tarde hubo un ataque contra la base de Malambo. Para sus tropas de asalto el Don no empleó a su Ejecutor, que aún se recuperaba de la mano izquierda, destrozada por una bala. Empleó a su ejército privado de antiguos guerrilleros del grupo terrorista de las FARC, todavía al mando del veterano Rodrigo Pérez.

El asalto tuvo lugar por la noche. El grupo entró por la reja principal y fue directamente al recinto norteamericano en el centro de la base. Cinco soldados colombianos murieron en la reja, pero los disparos alertaron, justo a tiempo, a la unidad de infantes de marina que vigilaban la zona.

En un ataque suicida, los intrusos escalaron el muro pero los abatieron cuando intentaban llegar al hangar donde estaba guardado el avión no tripulado. Los dos hombres de las FARC que consiguieron entrar se llevaron una desilusión justo antes de morir.

Michelle estaba doscientas millas mar adentro, y daba vueltas a baja velocidad sobre dos planeadoras para interferir las comunicaciones mientras las interceptaban los SEAL del

Chesapeake.

Aparte de unos agujeros en el cemento, el hangar y los talleres no sufrieron daño alguno. No murió ningún marine y únicamente seis soldados colombianos. Por la mañana, encontraron más de setenta cadáveres de las FARC. En el mar otras dos planeadoras desaparecieron sin rastro, las tripulaciones quedaron encerradas en los calabozos de la bodega de proa por debajo de la línea de flotación y cuatro toneladas de cocaína fueron confiscadas.

Pero, veinticuatro horas más tarde, Cobra se enteró de que el cártel conocía la existencia de

Michelle. Lo que don Diego no sabía era que había otro avión sin piloto que volaba desde una remota isla de Brasil.

Guiado por Cobra, el comandante Mendoza abatió a otros cuatro traficantes de cocaína en pleno vuelo. Lo consiguió a pesar de que el cártel cambió el rancho Boavista por otra hacienda para hacer el repostaje en las profundidades de la selva. El Animal y su equipo torturaron a conciencia a cuatro miembros del personal de Boavista cuando se sospechó que podían ser la fuente de la filtración de los planes de vuelo.

A finales de octubre, un financiero brasileño que estaba de vacaciones en Fernando de Noronha comentó por teléfono a su hermano en Río que los norteamericanos hacían volar un extraño avión de juguete desde el extremo más apartado del aeropuerto. Dos días más tarde apareció un artículo en

O Globo, el periódico de la mañana, y el segundo avión quedó al descubierto.

Pero la isla, lejos de la costa, estaba fuera del alcance incluso de las tropas del Don; la base de Malambo se reforzó y los dos aparatos continuaron volando. En la vecina Venezuela, el presidente izquierdista Hugo Chávez, que, a pesar del tono moral de sus discursos, había dejado que su país y la costa norteña se convirtiesen en un punto importante del negocio de la cocaína, echó sapos y culebras, pero no pudo hacer nada.

Convencidos de que debía de haber alguna maldición sobre Guinea-Bissau, los pilotos capaces de afrontar el vuelo transatlántico habían insistido en volar a otros destinos. Los cuatro aparatos abatidos en octubre volaban hacia Guinea-Conakry, Liberia y Sierra Leona, donde se suponía que debían lanzar sus cargas desde el aire, a baja altura, a los pesqueros que esperaban. No sirvió de nada porque ninguno de ellos llegó.

Cuando el cambio de puesto de abastecimiento, de Boavista a una nueva hacienda, y el cambio de destino no funcionó, el suministro de pilotos voluntarios se acabó, por mucho dinero que ofreciesen. El vuelo transatlántico se conocía en las salas de tripulaciones de Colombia y Venezuela como «el vuelo de la muerte».

Con el trabajo de investigación en Europa, y la ayuda de Eberhardt Milch, se descubrió el pequeño código de los círculos concéntricos y la cruz de Malta en algunos contenedores de acero. Se habían rastreado hasta la capital de Surinam y el puerto de Paramaribo, y desde allí tierra adentro hasta la plantación platanera de donde habían salido. Con fondos norteamericanos y su ayuda se consiguió asaltarlos y cerrarlos.

Un frenético Alfredo Suárez, que buscaba desesperadamente complacer a don Diego, se dio cuenta de que no se había interceptado ningún barco de carga en el Pacífico y, como Colombia tenía costa en ambos océanos, desplazó muchos de sus envíos del Caribe hacia la costa occidental.

Michelle descubrió el cambio cuando, en su banco de datos, avistó un carguero, uno de los de la lista cada vez más corta de Cortez, con rumbo norte, más allá de la costa occidental de Panamá. Era demasiado tarde para interceptarlo, pero lo rastreó hasta el puerto de Tumaco, en el Pacífico frente a Colombia.

En noviembre, don Diego Esteban aceptó recibir a un emisario de uno de los mayores y por lo tanto más fiables clientes europeos del cártel. En muy pocas ocasiones, por no decir nunca, recibía a alguien personalmente, aparte de su pequeño grupo de amigos colombianos, pero su jefe de comercialización José María Largo, responsable de las relaciones con los clientes en todo el mundo, había insistido en ello.

Se tomaron muchas precauciones para asegurarse de que los dos europeos, por muy importantes que fuesen, no supiesen en qué hacienda tendría lugar la reunión. No habría ningún problema de idioma; ambos eran españoles, de Galicia.

La provincia nororiental de España siempre había sido la estrella entre los contrabandistas del viejo reino europeo. Tenía una larga tradición de marineros capaces de enfrentarse a cualquier océano, por muy bravo que fuese. Dicen que el agua de mar se mezcla con la sangre en los habitantes de la costa que va desde el Ferrol hasta Vigo, surcada por arroyos y ensenadas, y hogar de un centenar de pueblos pesqueros.

Otra tradición es una actitud arrogante hacia las acciones de los aduaneros y los recaudadores de impuestos. A menudo los contrabandistas se han visto bajo una luz romántica, pero no hay nada agradable en la brutalidad con la que los contrabandistas se enfrentan con las autoridades y castigan a los delatores. Con el aumento de la cultura de la droga en Europa, Galicia se había convertido en uno de sus principales centros.

Durante años, dos bandas habían dominado la industria de la cocaína en Galicia: los Charlines y los Caneos. Antiguos aliados, habían tenido grandes desavenencias y se habían enfrentado en los noventa, pero hacía poco habían superado sus diferencias y se habían aliado de nuevo. Fue un delegado de cada banda quienes volaron a Colombia para protestar a don Diego. Él había aceptado recibirlos debido a los largos y fuertes vínculos entre Latinoamérica y Galicia, una herencia de los muchos marineros gallegos que se habían asentado en el Nuevo Mundo desde hacía siglos, y al volumen de los pedidos de cocaína de los gallegos.

Los visitantes no estaban nada contentos. Los dos hombres que el inspector jefe Paco Ortega había capturado, junto con dos maletas que contenían diez millones de euros blanqueados en billetes de quinientos, eran de los suyos. Este desastre, mantenían los gallegos, se debía a un fallo de seguridad cometido por el abogado Julio Luz, que en esos momentos se enfrentaba a una condena de veinte años en una cárcel española y que, al parecer, estaba cantando como un canario para llegar a un acuerdo con la fiscalía.

Don Diego escuchaba en un silencio helado. Lo que más detestaba en este mundo era que lo humillaran, y sin embargo tenía que quedarse ahí sentado y ver cómo lo reprendían esos dos mequetrefes de La Coruña. Para colmo, tenían razón. La culpa era de Luz. Si ese idiota hubiese tenido una familia, al menos habría pagado ella por el traidor ausente. Pero los gallegos tenían aún más quejas.

Sus principales clientes eran las bandas británicas que importaban cocaína al Reino Unido. El cuarenta por ciento de la cocaína británica llegaba a través de Galicia, y estos suministros procedían de África Occidental y siempre por mar. Pero el tráfico desde África Occidental, que llegaba por tierra a la costa entre Marruecos y Libia, antes de cruzar al sur de Europa iba a otros países. Los gallegos dependían del tráfico marino y este se había secado.

La pregunta tácita era: «¿Qué hará usted al respecto?». Con exquisita cortesía el Don invitó a sus huéspedes a que tomaran una copa de vino al sol mientras iba al interior a discutir ese asunto.

—¿Cuánto valen los gallegos para nosotros? —le preguntó a José María Largo.

—Demasiado —admitió Largo.

De las estimadas trescientas toneladas que debían llegar a Europa cada año, los españoles, es decir los gallegos, se llevaban el veinte por ciento, o sea sesenta toneladas. Los únicos que estaban por encima eran los italianos de la ‘Ndrangheta, más importante incluso que la Camorra de Nápoles y la Cosa Nostra de Sicilia.

—Los necesitamos, don Diego. Suárez debe tomar medidas especiales para mantenerlos satisfechos.

Antes de que los pequeños cárteles se unieran en la gigantesca Hermandad, los gallegos recibían sus suministros del cártel del Valle del Norte dirigido por Montoya, que ahora estaba en una cárcel norteamericana. Valle del Norte había sido el último de los independientes en rendirse a la unión, pero aún producían sus propios suministros. Si los poderosos gallegos volvían a su proveedor original, otros podían imitarlos, lo que provocaría la paulatina ruptura de su imperio. Don Diego volvió al patio.

—Señores —dijo—. Tienen la palabra de don Diego Esteban. Se reanudarán las entregas.

Era más fácil decirlo que hacerlo. El cambio que había decidido Suárez de abandonar el método de los miles de mulas humanas que se tragaban hasta un kilo cada una o que llevaban dos o tres kilos en las maletas y confiaban pasar libremente en los aeropuertos, había parecido sensato en otro momento. Pero las nuevas máquinas de rayos X que atravesaban la ropa y la grasa corporal habían hecho que llevarla en el estómago fuese imposible. Además, los cada vez más rigurosos controles de seguridad con los equipajes, de los que el Don culpaba a los fundamentalistas islámicos y a los que no dejaba de maldecir cada día, habían hecho que se interceptaran muchas más maletas. Mandar pocos cargamentos pero más grandes había parecido que era la nueva y más inteligente estrategia. Sin embargo, desde julio había habido un aumento de las interceptaciones y las desapariciones, y cada pérdida había sido de entre una y doce toneladas.

Había perdido al encargado de blanquear el dinero, el controlador de la lista de ratas lo había traicionado y un centenar, o más, de funcionarios que habían trabajado en secreto para él estaban en la cárcel. Las capturas en el mar de los grandes cargueros que transportaban cocaína superaban las cincuenta; ocho pares de planeadoras además de quince cargueros de cabotaje habían desaparecido sin dejar rastro, y el puente aéreo a África Occidental había pasado a la historia.

El Don sabía que tenía un enemigo, y que era muy, muy peligroso. La noticia de que había dos aviones no tripulados que patrullaban continuamente los cielos y que descubrían a las embarcaciones de superficie y quizá a sus aviones explicaría gran parte de las pérdidas.

Pero ¿dónde estaban los navíos norteamericanos y británicos que debían de llevar a cabo las interceptaciones? ¿Dónde estaban los barcos capturados? ¿Dónde estaban las tripulaciones? ¿Por qué no aparecían ante las cámaras como era costumbre? ¿Por qué los agentes de aduana no se fotografiaban delante de los fardos de cocaína capturados como siempre hacían?

Quienesquiera que fuesen, no podían mantener a sus tripulaciones prisioneras en secreto; iba contra los derechos humanos. No podían estar hundiendo sus barcos; iba en contra de las leyes del mar, de las reglas de la ley CRIJICA. Y no podían simplemente abatir sus aviones. Incluso sus peores enemigos, la DEA norteamericana y la SOCA británica, tenían que respetar sus propias leyes. Y por último, ¿por qué ninguno de los contrabandistas había enviado una señal con sus receptores programados?

El Don sospechaba que había un cerebro detrás de todo aquello, y tenía razón. Mientras acompañaba a sus invitados gallegos hasta el todoterreno que los llevaría hasta el aeródromo, Cobra estaba en su elegante casa de Alexandria, en el Potomac, disfrutando de un concierto de Mozart en su equipo de música.

A finales de noviembre, un carguero de cereales de aspecto inocente, el MV

Chesapeake, cruzó el canal de Panamá en dirección sur para dirigirse hacia el Pacífico. Si alguien hubiese preguntado, o incluso todavía menos probable, si alguien hubiese tenido la autoridad suficiente para examinar sus documentos, habría demostrado que viajaba al sur con destino a Chile cargado con trigo de Canadá.

Efectivamente, viró al sur al entrar en el Pacífico, pero solo para cumplir la orden de mantener su posición a cincuenta millas de la costa colombiana y esperar a un pasajero.

Dicho pasajero voló al sur desde Estados Unidos en un avión de la CIA y aterrizó en Malambo, la base en la costa del Caribe. No hubo ningún trámite aduanero y, de haberlo, el norteamericano llevaba un pasaporte diplomático que impedía que revisaran su equipaje.

El equipaje consistía en un pesado macuto del que declinó cortésmente separarse, incluso cuando los fornidos infantes de marina norteamericanos se ofrecieron a llevárselo. Tampoco iba a estar en la base mucho tiempo. Un helicóptero Blackhawk tenía la orden de esperarle.

Cal Dexter conocía al piloto, y este lo saludó con una sonrisa.

—¿Esta vez entra o sale, señor? —preguntó.

Era el mismo aviador que había recogido a Dexter en el balcón del hotel Santa Clara, después del arriesgado encuentro con Cárdenas. Comprobó su plan de vuelo mientras el helicóptero despegaba y ponía rumbo al sudoeste por encima del golfo de Darién.

Desde una altura de mil quinientos metros, el piloto y el pasajero, en el asiento de al lado, veían pasar la selva debajo y más allá el resplandor del Pacífico. Dexter vio su primera selva cuando, siendo un adolescente, fue al triángulo de hierro en Vietnam. Muy pronto perdió toda ilusión por la selva y nunca la había recuperado.

Desde el aire parecía hermosa, tranquila, incluso cómoda; en realidad, era un lugar letal donde aterrizar. El golfo de Darién quedó detrás y cruzaron el istmo justo al sur de la frontera panameña.

Ya sobre el mar, el piloto estableció contacto, comprobó el rumbo y lo alteró ligeramente. Unos minutos más tarde el punto que era el

Chesapeake apareció en el horizonte. Aparte de unos pocos pesqueros cerca de la costa, el mar estaba vacío y los pescadores no pudieron ver la transferencia.

A medida que descendían en el helicóptero, vieron varias figuras a bordo, junto a las tapas de las escotillas, dispuestas para recibir a su visitante. Detrás de Dexter el encargado de la carga abrió la puerta y el viento cálido movido por los rotores entró en la cabina. Debido a la única grúa en la cubierta del

Chesapeake y a la amplitud de los rotores, se decidió que Dexter descendería sujeto con un arnés.

Primero bajaron el macuto en un cable de acero. El equipaje se balanceó impulsado por el chorro de aire hasta que unas fuertes manos lo sujetaron y lo desengancharon. El cable volvió a subir. El encargado hizo un gesto a Dexter, que se levantó y fue hasta la puerta. Engancharon los dos dobles mosquetones a su arnés y salió al espacio.

El piloto mantenía el helicóptero firme, quince metros por encima de la cubierta; el mar era una balsa; las manos lo sujetaron y le ayudaron a bajar el último metro. Cuando sus botas tocaron la cubierta, desengancharon los mosquetones y recogieron el cable. Se volvió para levantar los pulgares a los rostros que miraban y el helicóptero emprendió el vuelo de regreso a la base.

Había cuatro hombres que esperaban para saludarle: el capitán del barco, el comandante de la marina norteamericana que fingía ser un marino mercante; uno de los dos hombres de comunicaciones que mantenían al

Chesapeake constantemente en contacto con el Proyecto Cobra; el teniente comandante Bull Chadwick, jefe del equipo Tres de los SEAL, y un fornido y joven SEAL que llevaba el macuto. Por primera vez, Dexter lo había soltado.

Cuando abandonaron la cubierta, el

Chesapeake se puso de nuevo en marcha para seguir su viaje mar adentro.

La espera duró veinticuatro horas. Los dos hombres de comunicaciones mataban el tiempo en su cabina de radio hasta que a la tarde siguiente, en la base aérea Creech, en Nevada, vieron en la pantalla algo que el Global Hawk

Michelle estaba transmitiendo.

Cuando dos semanas antes el equipo Cobra en Washington se había dado cuenta de que el cártel estaba desviando sus embarcaciones desde el Caribe al Pacífico, de inmediato se dispuso un cambio en el patrón de vigilancia de

Michelle. Ahora estaba a veinte mil metros de altitud, consumiendo un mínimo de gasolina, con todos los equipos dirigidos hacia la costa, desde Tumaco en el sur de Colombia hasta Costa Rica, y hasta doscientas millas mar adentro. Y había visto algo.

Creech transmitió la imagen a Anacostia, en Washington, donde Jeremy Bishop, que parecía que nunca durmiera y se alimentaba de comida rápida delante de sus ordenadores, la pasó por la base de datos. El barco, que hubiese sido una mancha invisible desde veinte mil metros, apareció ampliado hasta llenar la pantalla.

Era uno de los últimos barcos en los que Juan Cortez había ejercido su magia con el soldador. La última vez que lo habían visto, y fotografiado, fue unos meses atrás, anclado en un puerto venezolano; su presencia en el Pacífico confirmaba el cambio de táctica.

El barco era demasiado pequeño para aparecer en la lista de Lloyd’s. Se trataba de un viejo barco oxidado de seis mil toneladas de registro bruto que probablemente se dedicaba a la navegación de cabotaje por la costa del Caribe o a hacer viajes hasta las muchas islas a las que abastecían únicamente estos barcos. Acababa de salir de Buenaventura y su nombre era

María Linda. Michelle recibió la orden de seguirlo hacia el norte, y el

Chesapeake se colocó en posición.

Los SEAL ya tenían mucha práctica gracias a las numerosas interceptaciones realizadas. El

Chesapeake se situó veinticinco millas más adelante que el carguero, y poco antes del alba del tercer día, subieron el Little Bird a cubierta.

Cuando la grúa lo soltó, sus rotores giraron y despegó. Mientras el Little Bird se elevaba, la RHIB grande del comandante Chadwick y las otras dos embarcaciones más pequeñas ya estaban en el agua y se dirigían hacia el carguero más allá del horizonte. Sentado en la popa de la neumática junto con el equipo de búsqueda, el spaniel y su entrenador, estaba Cal Dexter, con el macuto en la mano. El mar estaba plano y la letal flotilla aumentó la velocidad hasta volar por la superficie a cuarenta nudos.

Por supuesto el helicóptero llegó primero, pasó cerca del puente del

María Linda, para que el capitán viese las palabras US Navy en el fuselaje, y después se mantuvo por delante del puente con un fusil de francotirador apuntado a su rostro mientras por el altavoz se le ordenaba que parase máquinas. Obedeció.

El capitán acataba órdenes. Dio una breve instrucción a su segundo, escondido en la escalerilla que llevaba a los camarotes, y este intentó enviar un mensaje de alerta al operador del cártel. Nada funcionaba. Probó a llamar por el móvil, enviar un mensaje de texto, tecleó en el ordenador y, llevado por la desesperación, intentó una anticuada llamada por radio. En lo alto, fuera de la vista y el oído,

Michelle volaba en círculos mientras mantenía las comunicaciones interceptadas. De repente, el capitán vio las neumáticas que se dirigían hacia él.

El abordaje fue sencillo. Los SEAL, vestidos de negro, enmascarados y con las metralletas HK MP5 en las caderas, saltaron por encima de las bordas y la tripulación levantó las manos. El capitán protestó, por supuesto; Chadwick fue muy formal y cortés.

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