City Life

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El amigo del fantasma de la ópera

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Nunca lo he visitado en sus suntuosos aposentos cinco pisos por debajo de la Ópera, al otro lado del oscuro lago.

Pero él los ha descrito. Ricos divanes, mesas exquisitamente talladas, asombrosos cortinajes de seda y de satén. El enorme tapete soberbiamente adornado, sobre el que descansan dos curiosos estuches, uno conteniendo la figura de un saltamontes y otro la de un escorpión…

Puede ponerse casi alegre al hablar de los objetos que tiene en sus aposentos. Por ejemplo, al hablar del vino que ha robado de la bodega privada de la junta directiva de la Ópera:

«¡Un Montrachet

muy adecuado! ¡Cuatro botellas! ¡Todos los directores se acusaban entre sí! ¡Te digo que me sentí como un director más! ¡Como si poseyese dos o tres millones y tuviese una mujer gorda y fea! ¡Y la trucha estaba excelente! Ya sabes lo que dicen los polacos: el pescado para saber bien debe nadar tres veces, una en agua, otra en manteca y otra en vino. ¡Todo perfecto, una velada espléndida!».

Pero inmediatamente cambia de humor haciendo alguna observación sombría. «La conducta de los perros ridiculiza nuestra conducta».

No es frecuente que surjan manifestaciones de alegría bajo esa máscara.

Lunes. Estoy en el lugar en que a veces nos encontramos. Una puertecita de la parte posterior de la Ópera (el edificio tiene 2531 puertas para las que hay 7593 llaves). Siempre aparece «súbitamente», un

coup de théatre que resulta, a decir verdad, bastante molesto. Representamos una pequeña comedia de sorpresa.

«¡Eres tú!».

«Sí».

«¿Qué estás haciendo aquí?».

«Esperando».

Pero hoy nadie aparece, aunque espero media hora. He perdido el tiempo. Salvo que…

Desmayadamente, a través de muchas capas de piedra, oigo una música de órgano. Es una música apagada pero inconfundible. Es su gran obra,

Don Juan Triunfante. Una forma de comunicación.

Disfruto de su inmenso y sepultado talento.

Pero sé que él no es feliz.

Su situación es sencilla y terrible. Debe decidirse a asumir el riesgo de vivir en la superficie, o resignarse a permanecer en las profundidades, en los sótanos de la Ópera.

Sus exploraciones de tanteo y de prueba en la ciudad (siempre durante la noche) no le han hecho decidirse en ninguno de los dos sentidos. Además, la ciudad no es ya la ciudad que él conoció cuando era joven. Su espíritu ha cambiado.

En una mesa de café, en un lugar donde un gran árbol borra la luz de las farolas de la calle, nos sentamos silenciosamente ante nuestras bebidas.

Todo lo que podemos decir lo hemos dicho ya muchas veces.

No tengo nada nuevo que decir. El dilema con que se enfrenta ha estado atormentándole durante décadas.

«Si después de todo yo…».

Pero no puede acabar la frase. Ambos sabemos lo que quiere decir.

Yo estoy distraído, un poco irritado. ¿Cuántas noches he pasado así, oyéndole suspirar?

En los primeros años de nuestra amistad le propuse soluciones radicales. ¡Una nueva vida! Los progresos hechos en cirugía, le dije, hacen posible que puedas llevar una existencia normal. Las nuevas técnicas…

«Soy demasiado viejo».

Nunca se es demasiado viejo, decía yo. Aún había muchas alegrías esperándole, y una de las más importantes era la posibilidad de servir a los demás. ¡Su música! Un hogar, hasta el matrimonio y los hijos no estaban descartados. Lo único que se necesitaba era valor, la voluntad de romper los viejos moldes…

Ahora, cuando estos pensamientos aletean en nuestra mente, sonríe irónicamente.

A veces habla de Christine:

«¡Qué voz!

»Pero yo estaba quizás cegado por las circunstancias…

»¡Una escala desde un do bajo a un fa alto sobre el do alto!

»No perfecto, por supuesto…

»Si Liszt la oyese.

Que c’est beau! hubiese exclamado.

»Posiblemente le faltara temperamento, pero yo tenía suficiente temperamento para los dos.

»¡Qué calidad! ¡Qué gentileza!

»Yo hubiese derribado las mismas puertas del cielo por un…».

Martes. Algunas ráfagas de luz en el cielo.

¿Puede un hombre fijarse en el centro de un cosmos de odio y permanecer allí?

El ácido…

El amor perdido…

Sin embargo sobre todo esto hay polvo de generaciones. Ha habido guerras, inventos, asesinatos, descubrimientos…

Quizás los

asuntos prácticos han asumido, en su mente, una importancia descomunal. ¿Teme perder el estipendio (20 000 francos mensuales) que no ha cesado de obtener de los directores de la Ópera?

Pero yo le he dado seguridades. No carecerá de nada.

En ocasiones queda atrapado por lo que sólo puede llamarse delirios de grandeza.

«¡Cien mil células en el cerebro! ¡Todas intentando ser el Fantasma de la Ópera!».

«¡Hay de tres a cuatro mil lenguajes humanos! ¡Y yo soy el Fantasma de la Ópera en todos ellos!».

A esto sigue inmediatamente la más profunda desesperación. Se hunde en una silla, se pasa la mano sobre la máscara.

«¡Cuarenta años así!».

¿Por qué seré su amigo?

Yo quería un amigo con el que pudiesen verme por ahí fuera. ¡Con el que pudiese intercambiar vacaciones en el campo en nuestras respectivas fincas!

Dejo a un lado estas insignificantes reflexiones…

Gaston Leroux estaba cansado de escribir

El Fantasma de la Ópera. Colocó de nuevo su pluma en la escribanía.

«Puedo continuar

El Fantasma de la Ópera más tarde, en el otoño quizás. Ahora prefiero escribir

El misterio del cuarto amarillo».

Gaston Leroux cogió el manuscrito de

El Frantasma de la Ópera y lo colocó en un estante del escritorio.

Después, sentándose una vez más a la mesa, atrajo hacia sí una cuartilla inmaculada. En el encabezamiento escribió las palabras:

El misterio del cuarto amarillo.

Miércoles. Recibo una nota en la que se me pide urgentemente una cita.

«

Todos los hombres que están fracasados lo están de acuerdo con sus tendencias naturales», concluye la nota.

Esto es sin duda cierto. Sin embargo la viveza con que él abraza el fracaso para mí no tiene precedentes.

Cuando nos encontramos está paseando nerviosamente por un corredor mal iluminado, justo a la puerta de la habitación donde se almacenan los timbales.

Me doy cuenta de que sus ropas, siempre tan inmaculadas, están en desorden. Tiene un aire soñoliento. Un botón cuelga de un hilo en su chaleco.

«Te he comprado un periódico», le digo.

«Gracias. Quiero decirte… que me he decidido al fin».

Sus manos tiemblan. Contengo la respiración.

«He decidido seguir tu consejo. ¡Después de todo a los 65 años aún queda mucho por delante! Me pongo en tus manos. Arréglalo como desees. Mañana por la noche a esta hora abandonaré la Ópera para siempre».

Ciego de emoción, no sé qué decirle.

Un firme apretón de manos, y se va.

Se prepara una habitación. Digo a mis sirvientes que estoy esperando a un visitante que permanecerá con nosotros un período de tiempo indefinido.

Le elijo una habitación con un ventanal espléndido, una vista sobre el Sena; pero tomo a la vez la precaución de colocar cortinas de terciopelo, para que la luz, de la que la habitación está abundantemente provista, no entre a raudales.

La cantidad de luz que

él desea.

Y cuando quedo convencido de que todos los arreglos se ajustan a lo que él pudiera desear, salgo para entrevistarme con el doctor que he elegido.

«Usted comprenderá que la operación, si él consiente en que se lleve a cabo, va a tener específicas consecuencias psicológicas».

Hago un gesto de asentimiento.

Y él me muestra un libro con ilustraciones de rostros lacerados por terribles quemaduras antes y después de haber sido reconstruidos gracias a su ciencia. Es realmente un álbum de mágicas transformaciones.

«Desearía que primero le examinase mi colega el Dr. W., un psiquiatra muy capacitado».

«No hay inconveniente. Pero le recuerdo que él no ha tenido la menor relación con otros seres humanos, salvo conmigo, pues…».

«Pero no podría suceder que a causa de ello

originalmente, las violentas emociones de la venganza y de la envidia…».

«Sí. Pero reemplazadas ahora, en mi opinión, por una melancolía tan profunda, tan absoluta…».

El doctor Mirabeau adopta un aire de dura ironía.

«La melancolía, caballero, es una enfermedad con la que yo tengo ciertas relaciones. Vamos a ver si su mal puede resistir un pequeño milagro».

Y extiende, en el espacio neutral que nos separa, un relampagueante bisturí.

Pero cuando voy a buscar al fantasma, el jueves, a la hora acordada, no está allí. ¡Qué ultraje!

¿No me siento ligeramente aliviado?

¿Se tratará quizás de que no le agrado?

Me siento en el bordillo, fuera de la Ópera. La gente que pasa me mira. Esperaré aquí cien años. O hasta que la carne caliente de lo romántico se entibie con la fría salsa del sentido común, una vez más.

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