Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 24. Visto en la noche

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24. Visto en la noche

Take you for a ride in my car-car,

Take you for a ride in my car-car.

Take you for a ride,

Take you for a ride,

Take you for a ride in my car-car.

WOODY GUTHRIE

Era un sueño: estaba segura, casi hasta el mismo final, de que debía de ser un sueño.

En el sueño, despertó de un sueño con Arnie, haciendo el amor con Arnie, no en el coche, sino en una habitación azul muy fría, que estaba completamente desamueblada, a excepción de una alfombra azul oscuro y numerosos cojines forrados de raso azul claro: despertó de este sueño con su habitación en la madrugada del domingo.

Oyó un coche afuera. Fue hasta la ventana y miró hacia abajo.

Christine estaba parada junto a la cuneta. Su motor estaba en marcha —Leigh podía ver el humo que salía por el tubo de escape—, pero se hallaba vacía. En el sueño, pensó que Arnie debía de estar ante la puerta, aunque no había sonado aún ninguna llamada. Debía bajar, y aprisa.

Si su padre despertaba y se encontraba con Arnie aquí, a las cuatro de la mañana, se pondría furioso.

Pero no se movió. Miró al coche y pensó en cuánto lo odiaba…, y lo temía.

Y el coche le odiaba también a ella.

Rivales, pensó, y el pensamiento —en este sueño— no era sombrío y ardientemente celoso, sino más bien desesperado y asustado. Allí estaba, en la cuneta, aparcado ante su casa en la yerta madrugada, esperándola. Esperando a Leigh. «Baja, cariño. Daremos una vuelta y hablaremos sobre quién le necesita más, quién le quiere más y quién será mejor para él a la larga. Vamos…, ¿no estarás asustada?».

Estaba aterrorizada.

«No es justo, ella es más vieja, conoce los ardides, le engañará…».

—Vete —murmuró impetuosamente Leigh en el sueño, y golpeó suavemente el cristal con los nudillos.

El cristal estaba frío al tacto, pudo ver las pequeñas marcas dejadas por sus nudillos en la escarcha. Era sorprendente lo reales que podían ser algunos sueños.

Pero tenía que ser un sueño. Tenía que serlo, porque el coche la oyó. No bien habían salido de su boca las palabras cuando los limpiaparabrisas empezaron súbitamente a moverse, barriendo la húmeda nieve con unas cuantas sacudidas. Y, luego, se separó con suavidad de la cuneta y desapareció calle arriba…

Sin que lo condujera nadie.

Estaba segura de eso: tan segura como se puede estar de algo en un sueño. La ventanilla del lado derecho había estado cubierta de nieve, pero se mantenía transparente. Había podido ver el interior y no había nadie al volante. O sea que, naturalmente, tenía que ser un sueño.

Volvió a la cama (a la que nunca había llevado un amante, como Arnie, ella nunca había tenido ningún amante), pensando en una Navidad de hacía mucho tiempo, de hacia doce, quizás, incluso, catorce años. Seguramente que ella no podía haber tenido más de cuatro años por entonces. Ella y su madre habían estado en una de las grandes galerías comerciales de Boston, Filene’s, quizás…

Apoyó la cabeza en la almohada y se durmió (en su sueño) con los ojos abiertos, mirando el débil resplandor de la primera luz de la mañana, y luego —en sueños puede suceder cualquier cosa—, vio al otro lado de la ventana la sección de juguetería de Filene’s: oropeles, brillos, luces.

Estaban buscando algo para Bruce, sobrino único de papá y mamá. En alguna parte del establecimiento, un Santa Claus reía por los altavoces, y el amplificado sonido no era alegre, sino un tanto ominoso, la risa de un maníaco que había llegado en la noche, no con regalos, sino con un cuchillo de carnicero.

Ella había extendido la mano hacia uno de los juguetes expuestos, lo había señalado y había dicho a su madre que quería que Santa Claus se lo trajese a ella.

—No, cariño, Santa no puede traerte eso. Eso es un juguete de chico.

—¡Pero yo lo quiero!

—Santa te traerá una preciosa muñeca, quizás incluso una Barbie…

—¡Quiero eso!

—Esos los hacen los duendes niños, Lee-Lee. Para niños. Las duendes niñas hacen preciosas muñecas…

—¡Yo no quiero una MUÑECA! ¡Yo no quiero una BARBIE! ¡Yo… quiero… eso!

—Si vas a coger una pataleta, tendré que llevarte a casa, Leigh. Ahora mismo.

Así que había desistido, y Navidad le había traído no sólo a Malibú Barbie, sino también Malibú Ken, y había disfrutado con ellas (suponía), pero todavía recordaba el coche de carreras Remco en su verde superficie de colinas pintadas, corriendo solo a lo largo de una carretera pintada tan perfecta que tenía hasta diminutas barandillas de metal…, una carretera cuya ilusión esencial sólo quedaba traicionada por su insulsa circularidad. Ah, pero aquel coche corría a gran velocidad, ¿y era de un brillante color mágico en su ojo y en su mente? Lo era. Y la ilusión esencial del coche era también mágica. Esa ilusión resultaba tan fascinadora que le robaba el corazón. La ilusión, naturalmente, era que el coche se movía por si mismo. Ella sabía que un empleado estaba de veras controlándolo desde una cabina situada a la derecha, pulsando botones en un cuadro de mandos. Su madre le dijo que así era como funcionaba, y así debía de ser, por lo tanto, pero sus ojos lo negaban.

Su corazón lo negaba.

Permaneció, fascinada, con sus enguantadas manecitas sobre la barandilla, viéndolo dar vueltas y vueltas, a toda velocidad, moviéndose por si mismo, hasta que su madre la apartó con suavidad de allí.

Y, por encima de todo, pareciendo hacer que vibrara el oropel extendido por el techo la ominosa carcajada del Santa Claus del establecimiento.

Leigh durmió más profundamente, desvaneciéndose poco a poco sueños y recuerdos, y afuera la luz del alba fue reptando como leche derramada, iluminando una calle con todo el silencio y el vacío del domingo. La primera nevada de la temporada se mantenía intacta en el suelo, a excepción de las huellas de neumáticos que torcían hacia la cuneta, delante de la casa de los Cabot, y se alejaban luego hacia el cruce al final de este barrio suburbano.

Ella no se levantó hasta casi las diez (su madre, a quien no le gustaba que se holgazanease en la cama, la llamó al fin para que bajase a desayunar antes de que llegara la hora del almuerzo), y para entonces la temperatura había subido ya casi a quince grados…, en el oeste de Pensilvania los primeros días de noviembre suelen ser tan caprichosos como los primeros días de abril. Así que, hacia las diez, la nieve se había derretido. Y habían desaparecido las huellas.

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