Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 37. Darnell saca conclusiones

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37. Darnell saca conclusiones

Baby, lemme ride in your automobile,

Hey, babe, lemme ride in your automobile!

Tell me, sweet baby,

Tell me: Just how do you feel?

CHESTER BURNETT

La noche en que Buddy Repperton y sus amigos se encontraron con Christine en Squantic Hills, Will Darnell estuvo en el garaje hasta después de medianoche. Su enfisema le había molestado bastante aquel día. Cuando ocurría esto, tenía miedo de acostarse, aunque, generalmente dormía bien.

El médico le había dicho que era muy improbable que se asfixiase durante el sueño, pero al hacerse viejo y aumentar lentamente la presión del enfisema sobre sus pulmones, lo temía cada día más. El hecho de que su miedo fuese irracional no cambiaba en absoluto aquella intuición. Aunque no había entrado en una iglesia desde que tenía doce años —¡hacía ahora cuarenta y nueve!—, sentía un interés morboso por las circunstancias que habían rodeado la muerte del Papa Juan Pablo I diez semanas atrás. Juan Pablo I había muerto en la cama y fue encontrado allí por la mañana. Probablemente, rígido ya. Esto era lo que inquietaba a Willy: Probablemente, rígido ya.

Entró en el garaje a las nueve y media, conduciendo su Chrysler Imperial 1966, que era el último coche propio que pensaba que tendría. Aproximadamente a la misma hora en que Buddy Repperton advertía el reflejo de unos faros lejanos en su espejo retrovisor.

Will tenía más de dos millones de dólares, pero el dinero no le causaba ya gran satisfacción, si es que se la había causado alguna vez. El dinero no le parecía siquiera completamente real. Nada le parecía real, salvo el enfisema. Este si que era terriblemente real, y Will recibía de buen grado cualquier cosa que distrajese de ello su atención.

Ahora había sido el problema de Arnie Cunningham el que había distraído su atención del enfisema. Suponía que por esto había dejado que Cunningham rondase por el garaje cuando su fuerte instinto le decía que lo echase de allí, que, en cierto modo, era peligroso. Algo les ocurría a Cunningham y a su reconstruido 1958. Algo muy peculiar.

El muchacho no estaba allí esta noche, él y todo el club de ajedrez del colegio se hallaban en Filadelfia por tres días, para el Torneo de Otoño de los Estados del Norte. Cunningham se había reído de esto; era ya muy diferente del chiquillo granujiento y de ojos grandes que había sido golpeado por Buddy Repperton, del chiquillo calificado inmediata (y erróneamente) por Will como un niño poco llorón y quizá bastante marica por añadidura.

Entre otras cosas, se había vuelto cínico.

Ayer por la tarde, mientras fumaban sendos cigarros en la oficina de Will (el muchacho se había aficionado también a los cigarros, y Will dudaba de que sus padres lo supiesen), había dicho que había faltado a tantas reuniones del club de ajedrez que, según el reglamento, había dejado de ser miembro de él. Slawson, el asesor de la institución, lo sabía, pero cerraba deliberadamente los ojos hasta después del Torneo de los Estados del Norte.

—He faltado a más reuniones que nadie, pero se da el caso de que también juego mejor que nadie, y el muy cabrón lo sabe…

Arnie dio un respingo y se llevó ambas manos a la región lumbar por un instante.

—Deberías hacer que un médico le echase un vistazo a eso —dijo Will.

Arnie le hizo un guiño y pareció tener de pronto mucho más de dieciocho años.

—No hay nada como un buen revolcón para estirar las vértebras.

—Entonces, ¿vas a ir a Filadelfia?

Esto contrariaba a Will, aunque se acercaban las vacaciones de Cunningham; significaba que tendría que encargar su función a Jimmy Sykes las dos noches siguientes, y Jimmy era incapaz de distinguir su culo de un helado.

—Claro. No voy a despreciar tres días espléndidos —dijo Arnie. Vio el rostro enfurruñado de Will y sonrió—. No te preocupes, hombre. Estamos en vísperas de Navidad, todos tus parroquianos están comprando juguetes para los niños en vez de bujías y carburadores. Esto estará desierto hasta el año próximo, y tú lo sabes.

Aquello era bastante cierto, pero a Will no le gustaba que un mocoso se lo recordase.

—¿Querrás ir a Albany por mi cuenta cuando regreses? —había preguntado.

Arnie le había mirado fijamente.

—¿Cuándo?

—Este fin de semana.

—¿El sábado?

—Sí.

—¿Cuál es el negocio?

—Llevarás mi Chrysler a Albany, este es el negocio: Henry Buck tiene catorce coches usados en buen estado de los que desea desprenderse. Dice que están en buen estado. Échales un vistazo. Te daré un cheque en blanco. Si te parecen legítimos, cierra el trato. Si ves en ellos algo ilegal, dile que se vaya al carajo.

—¿Y qué llevaré conmigo?

Will le miró durante un largo rato.

—¿Tienes miedo, Cunningham?

—No —Arnie aplastó su cigarro a medio fumar. Miro defensivamente a Will—. Sólo tengo la impresión de que el peligro aumenta un poco cada vez que lo hago. ¿Se trata de cocaína?

—Haré que lo haga Jimmy —explicó bruscamente Will.

—Dime sólo de qué se trata.

—Doscientos cartones de Winston.

—Muy bien.

—¿Estás seguro? ¿No tienes más que añadir?

Arnie se echó a reír.

—Así me distraeré del ajedrez.

Will aparcó el Chrysler en la plaza más próxima a su despacho, entre las rayas figuraba esta inscripción MR. DARNELL. ¡NO CIERREN EL PASO! Se apeó y cerró de golpe la portezuela, bufando y respirando trabajosamente. Parecía que el enfisema que se había apoderado de su pecho había traído refuerzos esta noche. No, no se acostaría, dijese lo que dijese el estúpido del médico.

Jimmy Sykes estaba barriendo perezosamente con una gran escoba. Jimmy era un muchacho alto y delgado de veinticinco años. Su ligero retraso mental hacía que pareciese tal vez ocho años más joven. Había empezado a peinarse al estilo de los años cincuenta, imitando a Cunningham, a quien Jimmy casi adoraba. A excepción del rasgado susurro de la escoba sobre el hormigón manchado de aceite, el lugar estaba en silencio. Y vacío.

—Esto está muy animado esta noche, ¿verdad, Jimmy? —silbó Will.

Jimmy miró a su alrededor.

—No, señor Darnell, nadie ha estado aquí desde que el señor Hatch vino a buscar su Fairlane, y de esto hace media hora.

—Era una broma —replicó Will, lamentando una vez más que Cunningham no estuviese allí.

No se podía hablar con Jimmy salvo en un sentido absolutamente literal. Sin embargo, tal vez le invitaría a una taza de café con un chorrito de Courvoisier para colmar la medida. Café para tres. Él, Jimmy y el enfisema, o quizá para cuatro, dado que el enfisema había traído esta noche compañía.

—¿Qué dices acerca de…?

Se interrumpió bruscamente al advertir que la plaza número 20 estaba vacía. Christine se había ido.

—¿Ha venido Arnie? —dijo.

—¿Arnie? —repitió Jimmy, pestañeando estúpidamente.

—Arnie, Arnie Cunningham —dijo Will con impaciencia—. ¿A cuántos Arnies conoces? Su coche no está aquí.

Jimmy se volvió a mirar la plaza número 20 y frunció el ceño.

—¡Ah! Sí.

Will sonrió.

—El maestro habrá sido eliminado de su gran torneo de ajedrez, ¿eh?

—¿De veras? —preguntó Jimmy—. ¡Caray, qué mala suerte!

Will resistió la tentación de agarrar a Jimmy y sacudirlo y darle una tunda. No quería enfadarse esto sólo hacía que le costase más respirar, y quizás acabaría vomitando sus pulmones llenos de porquería maloliente.

—Bueno, ¿qué dijo, Jimmy? ¿Qué dijo cuando le viste?

Pero Will supo de pronto, y con toda seguridad, que él no había visto a Arnie.

Por fin Jimmy comprendió la intención de Will.

—¡Oh, no le vi! Sólo vi a Christine que salía por la puerta, ¿sabe? Es un coche muy bonito, ¿no? Lo arregló como por arte de magia.

—Sí —repuso Will—. Como por arte de magia.

Era una expresión que se le había ocurrido antes de entonces en relación con Christine. De pronto cambió de idea sobre invitar a Jimmy a café y coñac. Sin dejar de mirar la plaza número 20, dijo:

—Puedes irte a casa, Jimmy.

—Caramba, señor Darnell, usted dijo que esta navidad podría trabajar seis horas. No acaban hasta las diez.

—Te pagaré hasta las diez.

Los ojos turbios de Jimmy se iluminaron ante esta inesperada y casi inaudita muestra de largueza.

—¿De veras?

—Sí, de veras, de veras. No hagas remilgos y largo Jimmy. ¿De acuerdo?

—Claro —dijo Jimmy, pensando que, en los cinco o seis años que llevaba trabajando para Willy (le costaba recordar cuántos eran, aunque su madre llevaba la cuenta de ello, como llevaba la de sus papeles fiscales), era la primera vez que el viejo gruñón mostraba un espíritu navideño, como en aquella película sobre los tres fantasmas.

Apelando a su propio espíritu navideño, Jimmy gritó.

—¡Esto es un buen regalo, amigo!

Will dio un respingo y se metió en su despacho. Encendió la cafetera y se sentó detrás de su mesa, observaba cómo Jimmy guardaba la escoba, apagaba la mayoría las lámparas fluorescentes y se ponía el grueso abrigo.

Después se echó atrás y pensó.

A fin de cuentas, gracias a su cerebro se había mantenido vivo todos estos años y había prosperado, nunca había sido guapo, había estado gordo durante toda su vida y su salud había sido siempre fatal. Un brote infantil de escarlatina, en primavera, había ido seguido de un débil acceso de polio, el brazo derecho sólo operaba con un setenta por ciento de su capacidad. De joven había sufrido una plaga de forúnculos. Cuando tenía cuarenta y tres años, su médico había descubierto un bulto grande y esponjoso debajo de un brazo. No era maligno, pero su extirpación quirúrgica le había retenido en cama la mayor parte de un verano, y, como resultado de ello, se le habían producido llagas. Un año más tarde había estado a punto de morir de pulmonía doble. Ahora padecía una diabetes incipiente y un enfisema. Pero su cerebro había estado siempre sano y despierto, y gracias a él había prosperado.

Se retrepó en su sillón y pensó en Arnie. Presumía que una de las cosas de Cunningham que le habían impresionado favorablemente, después de plantarle cara aquel día a Repperton, era cierta similitud con el ya lejano Will Darnell adolescente. Desde luego, Cunningham no estaba delicado de salud, pero había sido un muchacho granujiento, poco apreciado y solitario. Todas estas cosas habrían podido decirse también del joven Will Darnell.

Cunningham tenía también inteligencia.

Inteligencia y aquel coche. Aquel coche extraño.

—Buenas noches, señor Darnell —gritó Jimmy. Se detuvo un momento en la puerta y añadió con voz insegura—. Feliz Navidad.

Will levantó la mano a modo de saludo. Jimmy salió. Will se levantó trabajosamente del sillón, sacó la botella de Courvoisier del mueble archivador y la dejó junto a la cafetera. Entonces volvió a sentarse. Una cronología aproximada se desgranó en su mente.

Agosto: Cunningham trae un Plymouth del 1958, que es un cacharro, y lo aparca en la plaza número 20. Parece conocido, y no es de extrañar. Es el Plymouth de Rollie LeBay. Y Arnie no lo sabe —no tiene necesidad de saberlo— pero, hace tiempo, Rollie LeBay hizo también algún encargo ocasional para Will Darnell en Albany o Lurlington o Portmouth… Sólo que en aquellos lejanos y oscuros días, Will tenía un Cadillac de 1954. Diferentes coches de transporte, pero con el mismo portaequipajes de doble fondo para fuegos de artificio, cigarrillos, licores y marihuana. En aquellos tiempos, Will no había oído hablar aún de cocaína. Suponía que nadie la usaba, salvo los músicos de jazz de Nueva York.

Finales de agosto: Repperton y Cunningham se meten en el asunto, y Darnell le da la patada a Repperton. Está cansado de él. De su constante bravuconería de gallito del lugar. No se atiene a la costumbre, y, si bien está dispuesto a hacer cuanto le encarga Will en Nueva York y Nueva Inglaterra, es muy descuidado, y el descuido es peligroso. Tiene tendencia a superar el límite de velocidad y ya le han puesto varias multas por esta infracción. Si un polizonte se mostrase demasiado curioso, serían llevados todos ellos ante el tribunal. Darnell no tiene miedo de la cárcel —no en Libertyville—, pero parecería mal. Hubo un tiempo en que le importaba poco lo que pareciese las cosas, pero ahora es más viejo.

Will se levantó, se sirvió café y vertió en él un poco de coñac. Hizo una pausa, lo pensó mejor y añadió un segundo chorrito de licor. Se sentó, sacó un cigarro del bolsillo del pecho, lo miró y lo encendió. Al carajo contigo enfisema. Toma esto.

Envuelto en el humo aromático, con buen café mezclado con coñac delante de él, Darnell contempló su sombrío y silencioso garaje y pensó un poco más:

Setiembre: El muchacho le pide que le dé un boleto de inspección y le preste una placa de vendedor para poder llevar a su chica a un partido de fútbol americano. Darnell accede; ¡qué caray!, hubo un tiempo en que solía vender boletos de inspección por siete dólares y sin fijarse siquiera en el coche al que lo pegaba. Además, el automóvil del chico tiene buen aspecto. Un poco tosco, quizá más que un poco ruidoso, pero muy bueno a fin de cuentas. El muchacho está haciendo un buen trabajo de restauración.

Y lo más extraño es, pensándolo bien, que nadie le ha visto trabajar a fondo en el automóvil. Pequeñas cosas, sí. Sustituir las bombillas de las luces de aparcamiento. Cambiar neumáticos. El muchacho entiende de coches. Un día, desde este mismo sillón, Will había visto cambiar la tapicería del asiento de atrás. Pero nadie le ha visto trabajar en el sistema de escape, que estaba completamente destrozado cuando trajo por primera vez el 1958 el verano pasado. Y tampoco le ha visto nadie trabajar en la carrocería, a pesar de que esta, que padecía de cáncer avanzado cuando el muchacho trajo el coche tiene ahora el brillo y el color de las cerezas.

Darnell sabía lo que pensaba Jimmy Sykes, porque se lo había preguntado una vez. Jimmy pensaba que Arnie trabajaba de firme por la noche, cuando todos se habían marchado.

—Demasiado trabajo para hacerlo de noche —dijo Darnell en voz alta, y sintió un súbito escalofrío que ni siquiera el café con coñac podía disipar.

Mucho trabajo nocturno, sí. Pero tenía que ser eso, porque lo único que parecía hacer el chico durante el día era escuchar la pegadiza música de WDIL. Esto, y tontear de un lado a otro.

—Supongo que hace el trabajo importante por la noche —había dicho Jimmy, con la fe ingenua del chiquillo que explica cómo baja Santa Claus por la chimenea o cómo pone el ratoncito Pérez la moneda debajo de la almohada.

Will no creía en Santa Claus ni en el ratoncito Pérez, y tampoco creía que Arnie hubiese restaurado Christine por la noche.

Otros dos hechos rondaban inquietos por su mente, como bolas de billar buscando un rincón donde meterse a descansar.

Sabía que Cunningham había estado conduciendo el coche en la parte de atrás del garaje antes de que pudiese circular legalmente por la calle. Rodando arriba y abajo por los estrechos pasillos entre los miles de coches arruinados en el patio posterior, que abarcaba toda una manzana. Conduciendo a ocho kilómetros por hora, dando vueltas y más vueltas después de anochecer, cuando todos se habían ido a casa, alrededor de la enorme grúa con el redondo electroimán y el gran bloque de la trituradora de automóviles. Conduciendo. La única vez que Darnell le había preguntado acerca de esto, Arnie le había dicho que estaba comprobando una vibración anormal en las ruedas delanteras. Pero el muchacho no sabía mentir. Nadie comprueba estas vibraciones a tan pocos kilómetros por hora.

Esto era lo que hacía Cunningham cuando todos los demás se habían marchado. Su trabajo nocturno. Conducir en el patio de atrás, yendo y viniendo entre la chatarra, con los faros fluctuando en sus herrumbrosos casquillos.

Después estaba lo del odómetro del Plymouth. Contaba hacia atrás. Cunningham se lo había hecho observar con una taimada sonrisa. Corría hacia atrás con una rapidez extraordinaria. Dijo a Will que calculaba que contaba diez kilómetros hacia atrás por cada uno que avanzaba. Esto había asombrado francamente a Will. En el negocio de coches usados era frecuente retrasar el kilometraje, y él mismo lo había hecho más de una vez (así como meter aserrín en las transmisiones para ahogar sus chirridos de agonía o verter harina de avena en los radiadores gravemente enfermos para tapar temporalmente sus rendijas), pero jamás había visto uno que contase espontáneamente hacia atrás. Habría jurado que era imposible. Pero Arnie se había limitado a sonreír ligeramente y de modo extraño, y había dicho que era una broma.

Lo era, desde luego —pensó Will—. Una broma diabólica.

Los dos pensamientos se desprendieron perezosamente el uno del otro y tomaron rumbos diferentes.

Es un coche muy bonito, ¿no? Lo arregló como por arte de magia.

Will no creía en Santa Claus ni en el ratoncito Pérez pero reconocía de buen grado que ocurrían cosas extrañas en el mundo. Lo reconocía como hombre práctico que era y lo utilizaba cuando podía. Un amigo suyo que vivía en Los Angeles afirmaba haber visto el fantasma de su esposa antes del gran terremoto de 1967, y Will no tenía ningún motivo particular para ponerlo en duda (aunque lo habría dudado del todo si el amigo hubiese tenido algo que ganar con ello). Kent Youngerman, otro amigo, sostenía que había visto a su padre, muerto hacía tiempo, al pie de su cama de hospital, cuando Kent, montador de acero, se había caído del cuarto piso de un edificio en construcción de Wood Street.

Will había oído de vez en cuando historias de esta clase durante toda su vida, como las han oído sin duda la mayoría de las personas. Y, como la mayoría de la gente, las guardaba en una especie de archivador abierto, sin creerlas ni dejarlas de creer, a menos que el narrador fuese un chiflado. Las guardaba en aquel archivador porque nadie sabía de dónde venían las personas al nacer ni adónde iban al morir, y ni todos los ministros unitarios y heraldos del Segundo Advenimiento y papas y cientificistas del mundo habrían podido convencer a Will de lo contrario. El hecho de que algunos se volviesen locos con el tema no quería decir que supiesen algo. Guardaba esas historias en el archivo abierto, porque a él no le había ocurrido nada realmente extraordinario.

Salvo, tal vez, lo que ocurría ahora.

Noviembre: Repperton y sus buenos camaradas se ensañan con el coche de Cunningham en el aeropuerto. Cuando lo trae el camión remolque, diríase que el Gigante Verde se ha cagado en él. Darnell lo mira y piensa: Nunca volverá a rodar. «No hay nada que hacer; no volverá a rodar un solo palmo». Al terminar el mes, el chico Welch es atropellado y muerto en JFK Drive.

Diciembre: Un detective de la policía del Estado viene a husmear. Se llama Junkins. Viene un día a husmear y habla con Cunningham, después viene otro día a husmear, cuando Cunningham está ausente, y quiere saber por qué miente el muchacho sobre los daños causados por Repperton y sus turbulentos amigos (uno de los cuales era el difunto y no malogrado Peter «Moochie» Welch) a su Plymouth. «¿Por qué me lo pregunta a mí? —le dice Darnell, respirando con dificultad y tosiendo en medio de una nube de humo de cigarro—. Hable con él, ese maldito Plymouth es suyo, no mío. Yo sólo estoy aquí para que los chicos laboriosos puedan reparar sus coches y seguir alimentando a sus familias».

Junkins escucha con paciencia su discurso. Sabe que Will Darnell hace mucho más que dirigir un taller donde los clientes reparan sus propios vehículos y un negocio de chatarra, pero Darnell sabe que lo sabe, y así quedan en paz.

Junkins enciende un cigarrillo y dice: «Hablo con usted porque ya he hablado con el chico y no quiere decírmelo. Durante un rato, pensé que hablaría, tuve la impresión de que estaba aterrorizado por algo. Pero entonces se puso tieso y se negó rotundamente a hablar».

Darnell dice: «Si piensa que Arnie atropelló al joven Welch, dígalo».

Junkins dice: «No lo pienso. Sus padres afirman que estaba en casa, durmiendo, y no me parece que mintiesen para encubrirle. Pero Welch fue uno de los chicos que destrozaron su coche, de esto estamos seguros, como estoy seguro de que miente en lo tocante a los daños, y no sé por qué lo hace, y esto me está volviendo loco».

«Lo siento.» —dice Darnell, sin compadecerle en absoluto.

Junkins le pregunta: «¿Cuáles fueron los daños, señor Darnell? Dígamelo usted».

Y Darnell dice su primera y única mentira durante su entrevista con Junkins:

«En realidad, no me fijé».

Lo cierto es que se había fijado, y sabe por qué miente Arnie acerca de ello, tratando de quitarle importancia, y este polizonte lo sabría también si no se anduviese con tantos rodeos y se limitase a mirar. Cunningham está mintiendo porque los daños fueron horribles, los daños fueron mucho más graves de lo que puede imaginarse el policía del Estado. Los gamberros no se limitaron a aporrear el 1958 de Cunningham, sino que lo asesinaron. Cunningham miente porque, aunque nadie le vio mucho durante la semana después de que la grúa trajese a Christine a la plaza número 20, el coche vuelve a estar como nuevo, incluso mejor que antes.

Cunningham mintió al policía porque la verdad era increíble.

—Increíble —exclamó Darnell en voz alta y apuró el resto de su café.

Miró el teléfono y alargó una mano, pero volvió a retirarla. Tenía que hacer una llamada, pero sería mejor que acabase primero de reflexionar sobre esto, que pusiese todas sus ideas en orden.

Él era el único (aparte del propio Cunningham) que podía apreciar la inverosimilitud de lo ocurrido: la completa y total regeneración del coche. Jimmy era duro de mollera, y los otros muchachos entraban y salían, no constituían una clientela regular. Sin embargo, habían hecho comentarios sobre el fantástico trabajo realizado por Cunningham, muchos de los chicos que habían estado reparando su material rodante durante aquella semana de noviembre habían empleado el término increíble y algunos de ellos habían parecido inquietos.

Johnny Pomberton, que compraba y vendía camiones usados, había tratado aquella semana de poner en estado de funcionamiento un viejo volquete que había adquirido. Johnny sabía de coches y de camiones más que nadie en Libertyville y quizá más que nadie en Pensilvania. Dijo lisa y llanamente a Will que no podía creerlo. «Es como vudú» —había dicho Johnny Pomberton y había reído después de mala gana. Will había mostrado solamente un cortés interés y, al cabo de un par de segundos, el viejo había meneado la cabeza y se había marchado.

Sentado en su oficina y mirando al garaje, anormalmente silencioso como todos los años en las semanas anteriores a la Navidad, Will pensó (no por primera vez) que la mayoría de la gente aceptaría cualquier cosa que sucediese ante sus ojos. En realidad no existía lo sobrenatural ni lo anormal, las cosas ocurrían, y esto era todo.

Jimmy Sykes: «Como por arte de magia».

Junkins: «Está mintiendo sobre esto, pero que me aspen si sé por qué».

Will abrió el cajón de su escritorio, encogiendo la panza, y buscó su agenda de 1978. La hojeó y encontró una nota garabateada por él mismo: Cunningham. Torneo de ajedrez. Sheraton de Filadelfia, 11-13 Dic.

Llamó a Información, le dieron el número del hotel e hizo la llamada. No se sorprendió demasiado cuando sintió que los latidos de su corazón se aceleraban al sonar el teléfono y levantar el aparato el operador.

«Como por arte de magia».

—Aquí, Sheraton Filadelfia.

—Oiga —dijo Will—. Tengo entendido que se celebra ahí un torneo de ajedrez…

—Sí, señor, el campeonato de los Estados del Norte —le interrumpió el telefonista.

Parecía tener prisa y ser casi intolerablemente joven.

—Llamo desde Libertyville, Pensilvania —replicó Will—. Creo que se aloja en ese hotel un estudiante llamado Arnold Cunningham. Es uno de los chicos del torneo de ajedrez. Si está ahí, quisiera hablar con él.

—Un momento señor, voy a ver.

Clanc. Will estaba en ascuas. Se retrepó en su sillón giratorio y permaneció así durante lo que le pareció un tiempo interminable, aunque la segundera del reloj de su despacho sólo dio un giro completo. No estará, y si está voy a…

—¡Diga!

La voz era joven, cautamente curiosa, la voz inconfundible de Cunningham. Will Darnell sintió un encogimiento peculiar en el vientre, pero no lo reflejó en su voz, era demasiado viejo para esto.

—Hola, Cunningham —saludó—. Soy Darnell.

—¿Will?

—Sí.

—¿Qué se te ofrece, Will?

—¿Cómo te va, muchacho?

—Ayer gané y hoy he hecho tablas. Una porquería de juego. Parecía que no podía concentrarme. ¿Qué quieres?

Sí era Cunningham; no cabía la menor duda.

Will, que era tan incapaz de llamar a alguien sin un falso pretexto como de salir a la calle sin camiseta, dijo con suavidad:

—¿Tienes un lápiz, muchacho?

—Claro.

—Hay un establecimiento en North Broad Street, llamado United Auto Parts. ¿Crees que podrías llegarte allí ver qué clase de neumáticos tienen?

—¿Recauchutados? —preguntó Arnie.

—Nuevos.

—Sí, puedo hacerlo. Mañana por la tarde estaré libre desde las doce hasta las tres.

—Estupendo. Pregunta por Roy Mustungerra, y dile que vas de mi parte.

—Deletréalo.

Will deletreó el apellido.

—¿Es esto todo?

—Si… salvo que confío en que te den una paliza.

—Muy probable —dijo Cunningham, echándose a reír.

Will se despidió y colgó.

No había duda de que era Cunningham. Cunningham estaba en Filadelfia esta noche, y Filadelfia se hallaba a casi quinientos kilómetros.

¿A quién podía haber dado un juego de llaves?

Al joven Guilder.

—¡Claro! Pero el joven Guilder estaba en el hospital.

A su chica.

Pero esta no tenía permiso de conducción. Arnie lo había dicho.

A algún otro.

Pero no había ningún otro. Cunningham no era amigo de nadie más, salvo del propio Will, y Will sabía muy bien que Cunningham no le habría dado nunca un duplicado de sus llaves.

Como por arte de magia.

—¡Mierda!

Will se retrepó de nuevo en su sillón y encendió otro cigarro, después de cortar limpiamente la punta sobre el cenicero. Dio unas chupadas, levantó los ojos para mirar la columna de humo y reflexionó de nuevo. Sin resultado. Cunningham estaba en Filadelfia y había ido allí en el autocar del colegio, pero su coche había desaparecido. Jimmy Sykes lo había visto salir, pero no había visto quién lo conducía. ¿Qué significaba todo esto? ¿Qué conclusión había que sacar?

Gradualmente, su mente siguió otros derroteros. Pensó en sus propios días en la escuela superior, cuando había asumido el primer papel en la comedia representada por los mayores. El papel del ministro que es llevado al suicidio por su pasión por Sadie Thompson, la muchacha a la que se había empeñado en salvar. Los aplausos habían sido ensordecedores. Había sido su único momento de gloria en una carrera escolar sin triunfos deportivos ni académicos, y quizás el punto culminante de su juventud (su padre había sido un borracho, su madre, un burro de carga, y su único hermano, un inútil que también había tenido un solo momento de gloria en alguna parte de Alemania, sin más aplausos que el continuo retumbar de los cañones alemanes del 88).

Pensó en su única amiguita, una pálida rubia llamada Wanda Haskins, cuyas blancas mejillas estaban salpicadas de pecas que se hacían lamentablemente copiosas bajo el sol de agosto. Habían estado a punto de casarse, Wanda era una de las cuatro chicas con quienes se había acostado realmente Will Darnell (sin contar las rameras). Era de fijo la única a quien había amado (suponiendo que existiese el amor, cuya existencia ponía en duda pero no rechazaba, a semejanza de los sucesos sobrenaturales de los que había oído hablar pero nunca había presenciado), pero su padre estaba en el Ejército y Wanda era una chica criada en el ambiente militar. A los quince años —tal vez un año antes del místico paso del poder de las manos de los viejos a las de los jóvenes— ella y su familia se habían trasladado a Wichita y este había sido el fin de sus amores.

Ella había usado cierto lápiz de labios, y, en el remoto verano de 1934 le había sabido a frambuesas tiernas a un Will Darnell que todavía tenía esbelto el cuerpo y claros los ojos y era ambicioso y joven. Había sido este sabor el que había hecho que su mano izquierda tocase el pene erecto en mitad de la noche…, e incluso antes de que Wanda Haskins diese su consentimiento, habían bailado aquel dulce baile especial en los sueños de Will Darnell. Habían bailado en su estrecha cama infantil que era demasiado corta para sus piernas cada día más largas.

Y, pensando ahora en aquel baile, Will dejó de pensar y empezó a soñar y, al dejar de soñar, empezó a bailar de nuevo.

Unas tres horas más tarde, despertó de un sueño que nunca había sido realmente profundo, le despertó el ruido de la puerta grande del garaje al levantarse y la luz interior de encima de la puerta —no un tubo fluorescente, sino una resplandeciente bombilla de 200 vatios— al encenderse.

Will echó su sillón rápidamente atrás. Sus zapatos chocaron con la esterilla de debajo de la mesa (con la inscripción BARDHAL en letras de caucho en relieve) y los alfilerazos que sintió en los pies acabaron de despertarle.

Christine avanzó despacio por el garaje en dirección a la plaza número 20 y se introdujo en ella.

Will, sin acabar de convencerse de que estaba despierto lo observó con esa curiosa falta de emoción que quizá sólo es propia de quienes acaban de salir de un sueño. Enderezó el cuerpo detrás de su mesa, con los brazos como jamones apoyados en el sucio y gastado papel secante, y observó.

El motor zumbó un par de veces. El nuevo y brillante tubo de escape lanzó un chorro de humo azul.

Entonces se paró el motor.

Will siguió sentado, sin moverse.

La puerta del despacho estaba cerrada pero había un intercomunicador, siempre conectado, entré el despacho y el largo garaje parecido a un almacén. Por él había escuchado el comienzo de la pelea entre Cunningham y Repperton en el pasado mes de agosto. Y a través de él oyó ahora los chasquidos de metal al enfriarse el motor. No oyó nada más.

Nadie se apeó de Christine, porque no había allí nadie que pudiese apearse.

Metió estas cosas en un archivador porque nunca le había ocurrido nada realmente inexplicable…, salvo, tal vez lo que sucedía ahora.

Lo había visto rodar sobre el suelo de hormigón hacia la plaza número 20, mientras la puerta automática se cerraba detrás de él en la fría noche de diciembre. Y los expertos, al estudiar más tarde el caso, pudieron decir: El testigo reconoce que había estado dando cabezadas y después se había dormido, y que estaba soñando…, lo que dice que vio fue evidentemente una prolongación de aquel sueño, al producir un estímulo exterior una serie de fantasías espontáneas, orientadas por el sueño.

Sí, podían decir esto, lo mismo que Will podía soñar que bailaba con la chica de quince años que era Wanda Haskins… Pero en realidad, él era un hombre de sesenta y un años y de cabeza clara, que hacía tiempo que había echado por la borda sus últimas nociones románticas.

Y había visto el 1958 de Cunningham cruzar el garaje vacío y colocarse en su plaza acostumbrada sin que nadie manejase el volante. Había visto apagarse los faros y había oído pararse el motor de ocho cilindros en V.

Ahora, sintiendo claquear extrañamente sus huesos, Will Darnell se levantó, vaciló, se dirigió a la puerta de su despacho, vaciló de nuevo y por fin la abrió. Salió y pasó por delante de la hilera de coches aparcados en diagonal hasta la plaza número 20. Sus pisadas resonaron detrás de él y se extinguieron misteriosamente.

Se plantó junto a la brillante carrocería roja y blanca del automóvil. La pintura era fuerte y clara y perfecta, sin el menor desconchado ni la menor mancha de herrumbre. Los cristales estaban limpios y enteros, ni siquiera mellados por el impacto de una china casual.

Ahora el único ruido era el lento goteo de la nieve fundida en los parachoques de delante y de atrás.

Will tocó el capó. Estaba caliente.

Probó la portezuela del lado del conductor y ésta se abrió sin dificultad. Brotó del interior un cálido olor a cuero nuevo, a plástico nuevo, a metal recién cromado… aunque parecía mezclarse con él otro olor más desagradable. Un olor como de tierra. Will aspiró profundamente pero no pudo identificarlo. Pensó un momento en los nabos podridos que había a veces entre las verduras que guardaba su padre en el sótano, y frunció la nariz.

Se asomó al interior. No había ninguna llave en el contacto. El odómetro marcaba 52.107,8.

De pronto, la ranura vacía del contacto giró sobre si misma poniéndose por su propia voluntad en la posición de arranque. El caliente motor se puso inmediatamente en marcha y roncó con firmeza, lleno de carburante de máximo octanaje.

El corazón de Will flaqueó en su pecho. Se le cortó la respiración. Jadeando y boqueando ruidosamente, volvió corriendo a su oficina en busca del aspirador que guardaba en uno de los cajones del escritorio. Su aliento, débil e impotente, sonaba como el viento invernal pasando por la rendija de una puerta. Su cara tenía el color de la cera vieja.

Sus dedos pellizcaron la carne blanda del cuello y tiraron furiosamente de ella.

El motor de Christine se paró de nuevo.

Ahora no se oía nada, salvo los chasquidos de metal al enfriarse.

Will encontró su aspirador, lo introdujo en la boca hasta la garganta, apretó el resorte e inhaló. Poco a poco, la impresión de que una carretada de bloques de hormigón había sido descargada sobre su pecho fue desapareciendo. Se sentó en el sillón basculante y escuchó complacido el normal y esperado crujido de protesta de sus muelles. Se tapó un momento la cara con sus gordas manos.

«Nada realmente inexplicable… hasta ahora».

Ahora lo había visto.

«Nadie conducía aquel coche. Había llegado vacío, y olía a algo que parecía nabos podridos».

E incluso entonces, a pesar de su espanto, Will empezó a darle vueltas al asunto y a preguntarse si podía hacer algo para que lo que sabía redundase en su propio beneficio.

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