Chris

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En el vestíbulo de entrada había varios grupos de internas y visitantes, hablando en voz queda, diseminados en los bancos de madera o en las sillas reunidas aquí y allá. Chris recorrió con la mirada la amplia estancia, hasta descubrir la desgarbada figura de Tom, sentado en un rincón con su revuelto pelo rojizo y sus brazos demasiado largos.

—¡Tom! —gritó, corriendo hacia él.

El muchacho se puso de pie y sonrió con gesto embarazoso. Chris se detuvo a unos metros de su hermano. Durante un largo segundo, se miraron sin saber qué hacer o decir. Finalmente, ella se arrojó en sus brazos y lo estrechó fuertemente, con lágrimas en los ojos. Tom la retuvo contra sí, acariciándole torpemente el cabello. Luego ambos se sentaron en un banco algo aislado del resto.

—Sabía que vendrías, Tom —dijo ella con ansiedad—. Me he portado muy bien, ¿sabes? Ya estoy en el cuarto grado y Lasko dice que pronto podré salir. —Advirtió que él la escuchaba un tanto cortado, y le sonrió abiertamente—: También he olvidado aquel asunto del policía. Comprendí que tú no podías hacer otra cosa en ese momento; pero ahora será distinto, ¿verdad, Tom?

El joven asintió con gesto huidizo, evitando mirarla de frente. Chris presintió que algo ocurría y le tomó la mano.

—¿Cómo están Janie y el niño? —preguntó.

—Oh, ellos están bien —replicó Tom.

—¿Y en casa, papá y mamá?

Tom bajó la cabeza. Suspiró antes de responder y apretó con fuerza la mano de Chris.

—Ha ocurrido algo, Chrissie —empezó con la vista clavada en el piso de mosaicos—. Papá… no está bien. Tuvo un ataque hace dos días…

—¿Un ataque?

—Tú sabes cómo era… Nervioso, hipertenso… Algo estalló en su cabeza, eso es todo. —Tom hizo una pausa y miró a su hermana, pasándose una mano por el rostro perlado de pecas y sudor—. Ha pedido que vayas a verlo —concluyó.

Ahora fue Chris quien desvió la mirada y la fijó en el suelo. Un oscuro rencor, que ella misma desconocía, le hormigueaba en el pecho. Pensó cuidadosamente sus palabras, intentando que Tom la comprendiera.

—No, Tom. No quiero verlo ahora. Me ha costado mucho llegar adonde estoy, por mi propio esfuerzo, después que por su culpa tuve que regresar aquí. —Chris levantó la vista y miró el alto cielo raso y las paredes pintadas de ocre—. He dejado pedazos de mi alma en este lugar —prosiguió—. Cuando salga, pensaba pedirte que me aceptes por un tiempo en tu casa. Allí podrá visitarme mamá y también él, si lo desea. Pero no iré yo a verlo porque esté enfermo; todavía guardo la marca de sus golpes.

—No creas que no te entiendo —suspiró Tom—, pero pienso que tú no has comprendido. Él no está simplemente enfermo, Chris. Los médicos no abrigan ninguna esperanza… En verdad es sólo cuestión de días, o de horas…

Algo se heló en el vientre de Chris. Miró intensamente a su hermano, como si pretendiera descubrir un signo en su rostro que le indicara que mentía. Las palabras llegaron con dificultad hasta sus labios, entrecortadas.

—Él… no puede hacerme eso —balbució—. Yo… necesito demostrarle…

—Demuéstratelo a ti misma —la cortó Tom—. Pero ahora vendrás conmigo a verlo. Si no quieres hacerlo por él, hazlo por mamá… y por mí. Esto no es fácil para nadie, ¿comprendes?

Chris se encogió en su asiento, deseando que alguna fuerza sobrenatural viniera en su ayuda. Ellos la habían echado prácticamente del hogar, habían firmado papeles pidiendo que permaneciera recluida, el propio Tom le había negado asilo y la había denunciado, como un vulgar soplón, y ahora venían a pedirle que asistiera, como una hija ejemplar, a la agonía de su padre. ¡Como si toda la maldita banda hubiera sido siempre una familia modelo! Pero no podía oponerse a Tom. Simplemente no podía. Quizá no le importaba la inminente muerte de un padre crápula ni la desolación de una madre alcohólica, que encontraría sin duda mejor consuelo en una botella. Pero Tom, el hermano egoísta y traidor estaba allí pidiéndole que lo siguiera a los infiernos, y ella no podría negarse. Porque cuando él la abrazó unos instantes antes, había sentido por primera vez en mucho tiempo que la vida merecía ser vivida. No, no podía contrariar a Tom.

—Créeme que me gustaría ir, Tom —musitó—, pero tú ya sabes que no puedo entrar y salir de aquí como Pedro por su casa…

—No te preocupes por eso —replicó él—. He hablado con la directora y te dará tres días de permiso bajo la responsabilidad de la familia. En verdad, se ha mostrado muy comprensiva.

Chris se encogió de hombros, lamentando su coartada perdida.

—Comprensiva, ¡y un cuerno! —resopló—. Sabe que yo tendría que estar chalada para intentar algo, a poco tiempo de salir por la puerta grande.

—Sea como sea, nada te impide acompañarme —declaró Tom.

Chris asintió sin decir palabra. Permanecieron los dos callados, sin mirarse, absortos por un tiempo en sus propios pensamientos. Chris había soltado la mano de él y retorcía mecánicamente un mechón de sus cabellos. Hacía ese gesto involuntario siempre que algo la inquietaba.

—¿Iremos ahora? —inquirió con voz queda.

—Es lo mejor —replicó Tom—. Tengo el coche ahí afuera.

Chris se puso de pie y miró abiertamente a su hermano, que le sonrió con su condenada sonrisa irresistible, que reflejaba una tierna mezcla de desamparo y complicidad a la vez. Ella sintió deseos de abrazarlo nuevamente, pero se limitó a sonreírle y guiñarle el ojo.

—Está bien, Tom —dijo—, tú ganas. Iremos a ese maldito sanatorio. Lamento haber estado brusca contigo.

—No te preocupes, Chrissie. Yo sé cómo son las cosas.

—Deberás esperarme unos minutos.

—De acuerdo —aceptó él, incorporándose a su vez—. Te aguardaré junto al portal. Procura darte prisa. Deberemos estar allí antes de las ocho.

Una vez en su cuarto, Chris no logró apresurarse. Por el contrario, eligió con suma lentitud las pocas cosas que necesitaría durante esos tres días, y las metió en su vieja maleta. Necesitaba unos minutos de soledad y tregua para poner en orden su cabeza. Carrie dormitaba arrebujada en su cama, con un gesto de infantil desamparo. Las huellas secas de las lágrimas aún surcaban sus mejillas. Chris la observó un instante, conmovida por un lejano ramalazo de ternura. La chiquilla abrió los ojos, como si hubiera percibido la mirada de Chris. Luego vio la maleta abierta sobre la cama y se incorporó a medias.

—¿Te vas? —preguntó.

—Sí, pero volveré pronto —repuso Chris.

Carrie frunció el ceño y dio un torpe puñetazo sobre las mantas.

—¡Ésa es mi suerte! —exclamó—. Cuando encuentro a alguien que…

—Te dije que volveré pronto —repitió Chris, yendo a cerrar su maleta—. De todas formas, será bueno que aprendas a arreglártelas sola. No hay otro camino aquí dentro.

Palmeó el rostro de Carrie en ademán de despedida y abandonó la habitación. Recorrió sin prisa la desierta galería y se asomó al comedor, deseando que tampoco hubiera nadie. Pero Moco y sus dos adláteres estaban repantigadas allí, fumando y viendo la televisión. En una de las mesas, Josie y Ria disputaban una concentrada partida de damas.

—¡Atiza! —saltó Moco al ver a Chris con la maleta—. ¡La princesa se larga de palacio!

Chris sonrió a pesar suyo y se acercó al grupo. Josie y Ria también la miraban sorprendidas.

—Me dan tres días de permiso —explicó Chris—. El viejo Parker ha ido a parar al hospital y parece que ya está pidiendo pista.

Las otras se miraron, en silencio.

—Lo sentimos mucho —musitó Ria, seria.

—Era por eso que el bombón de tu hermano vino a buscarte, ¿eh? —terció Josie, intentando romper el hielo.

—Así es —replicó Chris. Luego se dirigió a Moco—: Oye, Moco, quería decirte que estuviste bien al no decirle a Betty que yo te había estado golpeando.

La aludida la miró, sonrió y se encogió de hombros.

—No soy una chivata —dijo—. Tú también nos sacaste del paso al conseguir que no interrogara a Carrie.

—De acuerdo —asintió Chris, tomando nuevamente la maleta—. Pero lo que te dije antes sigue en pie. Si cuando vuelva le ha ocurrido algo a la chiquilla, iré a buscar ese desatrancador y te lo meteré ya sabes dónde, antes de rompértelo en la cabeza. —Luego sonrió como si hubiera hablado en broma.

Las otras miraron a Moco y el ambiente se puso tenso. Moco apagó el cigarrillo y sonrió a su vez, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Oh, no hablemos más de eso, ¿quieres? —pidió—. Sólo queríamos divertirnos un poco.

Pero ambas sabían que la advertencia de Chris iba muy en serio.

Tom conducía en silencio, concentrándose excesivamente en la carretera, casi desierta a esa hora. Chris tampoco tenía ganas de hablar. Recostada de lado, con las piernas recogidas sobre el asiento, miraba desfilar los pueblos grises de la ruta, las gasolineras, los moteles de nombres equívocos, los grandes carteles erigidos en medio del campo, con anuncios de lubricantes o bebidas gaseosas. La tarde caía lentamente y el crepúsculo apretó el corazón de Chris. Sentía una extraña desazón, y por primera vez en su vida deseó estar en ese instante en el reformatorio, arrebujada en su cama como Carrie, envuelta en la fría pero segura protección de las alambradas. «Debo estar volviéndome loca», pensó.

Tom dejó el coche en el amplio aparcamiento del hospital, que ocupaba casi media manzana. Lloviznaba tenazmente y el joven pasó el brazo por sobre los hombros de su hermana, para protegerla mientras cruzaban el gran espacio abierto, saltando entre los charcos. Chris se apretó contra el costado de Tom y se sintió un poco más animada. Una vez dentro del edificio, él la soltó y la guió hacia el vestíbulo de los ascensores. Dos enfermeras que cuchicheaban entre sí y una pareja de ancianos con expresión preocupada aguardaban también para subir. Chris admiró la blanca bata y el aspecto cuidado y pulcro de las enfermeras, que exhibían desenvoltura y seguridad en cada gesto. «Debe de ser una profesión interesante —pensó—. Quizás estudie para enfermera cuando salga de allá». Advirtió que Tom también admiraba a las enfermeras; especialmente a una de ellas, rubia y esbelta, cuya bata dejaba adivinar las formas de un cuerpo firme y armonioso. Chris sonrió para sí, ligeramente turbada.

Subieron hasta el sexto piso y tomaron por la galería de la derecha. A poco de andar, Chris reconoció a su madre, sentada en una de las salas para visitas. Al verles, la mujer se puso de pie, vacilante. Intentó ir hacia ellos, pero tambaleó y debió apoyarse en el sillón.

—Ha estado bebiendo otra vez —masculló Tom, entre dientes—. No se la puede dejar sola.

Chris se detuvo frente a su madre. Ésta le puso ambas manos en los hombros y la miró, parpadeando, con los ojos húmedos y una sonrisa temblorosa.

—Me alegro de que hayas podido venir, Chrissie —dijo, silabeando con dificultad.

Chris tragó saliva y contuvo la respiración, envuelta en el agrio vaho de alcohol barato que salió de la boca de su madre.

—Yo también me alegro de verte, mamá —dijo, besando levemente las mejillas de la mujer.

—Hueles a ginebra a una legua —terció Tom, disgustado—. Te dije que no salieras del hospital.

—Hay un bar en el sótano —explicó con naturalidad la madre, casi divertida—. Ben comenzó a quejarse allí dentro y… —su voz se cortó y ella se dejó caer en el sillón, sollozando— yo…, yo no pude soportarlo, Chris…

—Está bien, mamá, cálmate —musitó Chris.

—Me obligarás a internarte en un asilo —amenazó Tom, recostando su cuerpo contra la pared y extrayendo un cigarrillo. La madre le miró, aterrada, sorbiendo sus lágrimas.

—No te atreverás —balbució.

Tom se encogió de hombros y encendió el cigarrillo. Sus manos temblaron por el esfuerzo que hacía para contenerse. Chris sintió pena por los dos y por ella misma. Exhaló un suspiro, se armó de valor y se dirigió hacia la puerta de la habitación donde yacía su padre.

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