Chris

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La luz que entraba por la ventana abierta cosquilleó sobre los párpados de Chris. La joven giró hacia el otro extremo de la cama, arrebujándose en las sábanas. Pero el sueño se fue disolviendo poco a poco en el aire tibio de la mañana, y ella se resignó a un despertar sin prisa. Luego de unos minutos, abrió los ojos con dificultad y recorrió su cuarto con la mirada. Las viejas manchas de humedad habían sido cubiertas con pósters de actores y deportistas. Unas cortinas nuevas colgaban en la ventana, y los tallos más largos de las flamantes flores del jardín asomaban sobre el alféizar. Chris sonrió satisfecha, mientras se desperezaba morosamente. En esas dos semanas, la casa de los Parker se había transformado en un sitio acogedor, gracias a unos pocos cambios que ella y su madre acometieron con entusiasmo y buen humor. Para sorpresa y alegría de Chris, la señora Parker no había vuelto a beber. Después de los dos o tres primeros días críticos, en los que se echaba a temblar sin motivo o caía en profundas depresiones, la mujer había logrado dominar por sí misma la compulsión alcohólica. Ahora se mostraba más animosa y parecía rejuvenecida.

Chris, por su parte, dedicaba todas sus energías a la remodelación del hogar y a apoyar discretamente la sorda lucha de su madre contra la dipsomanía. Las cosas iban saliendo bien y la joven, intuitivamente, no deseaba hacer muchos proyectos. Le bastaba con estar allí, ocuparse de las pequeñas tareas cotidianas y dejar que la triste memoria del reformatorio se fuera borrando, cada día un poco más. Tenía sólo una certeza: no quería volver jamás a ese lugar.

El juez le había otorgado tres meses de prueba, con vistas a la libertad definitiva, y ayer las había visitado la inspectora social, la señorita Crosswell. Era una mujer morena, de unos cuarenta años, que parecía amable y comprensiva. Hizo algunas preguntas, recorrió someramente la casa y aceptó una taza de té. Se comportaba como una tía que estuviera de visita, pero Chris sospechó que no sería fácil embaucarla. Al retirarse, la señorita Crosswell prometió volver dentro de unos diez días. Mientras acomodaba las almohadas bajo sus hombros, Chris recordó aquella promesa. Se dijo que en ese lapso debería hacer nuevos cambios para impresionar a aquella mujer. «Pero tendrá que ser algo más que cortinas y florecitas», sonrió.

Hubo unos suaves golpes a la puerta, y acto seguido entró a la habitación la señora Parker, cuidadosamente vestida y peinada, cargando una bandeja.

—Buenos días, Chrissie —saludó con voz cantarina, depositando la bandeja sobre la mesita junto a la cama—. Te he traído el desayuno.

Chris se relamió de antemano al contemplar el contenido de la bandeja: huevos con jamón, café, zumo de naranjas y sus bollos favoritos, con mermelada y mantequilla. Miró perpleja a su madre, que se había sentado a los pies de la cama.

—Hum, Ma —exclamó—. ¡Esto es un verdadero banquete! ¿Qué estás tramando?

—Nada, hija —rió la señora Parker—. Sólo sentí deseos de mimarte un poco, como cuando eras pequeña.

Chris no logró recordar ninguna ocasión, siendo niña, en la cual su madre le llevara el desayuno a la cama. Pero no dijo nada. Atacó con buen apetito los huevos con jamón y bebió un largo trago de zumo de naranjas. Hizo un gesto de aprobación, masticando a dos carrillos. La señora Parker meneó la cabeza, complacida, palmeando las piernas de su hija sobre el cobertor.

—Me gusta que estés aquí conmigo, Chris —afirmó—. Es…, es como si hubiera recuperado la alegría de vivir… Y te lo debo a ti.

Chris tomó un bollo, pensativa, y comenzó a untarlo con mantequilla. Los ojos de su madre brillaban, humedecidos.

—Has puesto mucho de tu parte, mamá. Yo no hice más que ayudar un poco. —Interrumpió su tarea y apuntó con el cuchillo al rostro sonriente de la señora Parker—. Eso es lo bueno —prosiguió—, que cada una de nosotras lucha por sí misma.

—Es verdad —reconoció la mujer—. Pero también es bueno que podamos ayudarnos una a la otra, ¿no es así? Pienso…, pienso que deberíamos seguir juntas… por un buen tiempo, ¿no crees…? —Se mordió los labios y bajó la cabeza, para que su hija no viera las lágrimas que asomaban a sus mejillas.

Chris bebió el último sorbo de café, mirándola con seriedad. Luego apartó la bandeja.

—Ven aquí —dijo con cierto tono imperativo.

La señora Parker se aproximó, titubeante. Chris miró fijamente sus ojos llorosos. Luego la atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza sobre su pecho.

—Vamos, mamá —susurró con tierna reconvención—. ¿Qué estás pensando? Crees que voy a salir corriendo de aquí apenas el juez me dé la libertad, ¿no es eso?

La señora Parker asintió, ahogando un sollozo. Se separó de su hija y le tomó el rostro con ambas manos.

—Siempre has estado huyendo de mí, Chrissie —afirmó, sin que hubiera resentimiento en su voz.

—Oh, nadie sabe realmente de qué huye, mamá —declaró Chris—. Simplemente te dan ganas de correr, de alejarte, y no puedes resistirlo.

—Sé lo que es eso —dijo la señora Parker, con gravedad. Chris sonrió y le tomó la mano.

—No te preocupes. Ya he aprendido que escapar no conduce a nada. —La joven vaciló un instante—. O, mejor dicho, conduce a un sitio del cual ya tengo bastante. No quiero volver allí, mamá.

—No volverás —aseguró la señora Parker con renacida decisión; le demostraremos a la señorita Crosswell y a ese tonto de Tom de lo que somos capaces, las dos juntas.

Chris se escurrió de la cama y fue en busca de su colorida blusa de tela escocesa, que extrajo del armario. La madre le miró las largas piernas y las nalgas altas y firmes bajo las bragas, como si le sorprendiese que su hija tuviera formas de mujer.

—¿Sabes qué he estado pensando? —dijo Chris, calzándose los tejanos—. Que quizá podría conseguir algún trabajo por aquí cerca. Sé que no será fácil, viniendo de donde vengo; pero tú llevas más de veinte años en este barrio, y puede ser que convenzas a algún comerciante que me tome como dependienta, o algo por el estilo… Necesito ocuparme un poco, y no nos vendrán mal algunos dólares más.

La señora Parker se puso de pie, excitada.

—¡Es una excelente idea! —aprobó con entusiasmo—. Si no me equivoco, Stone, el de la droguería, ha despedido a su ayudante. Estimaba bastante a tu padre, pese a todo. Hoy mismo hablaré con él del asunto.

—No te apresures —advirtió Chris, terminando de abotonarse la blusa—; lo consultaremos antes con la inspectora social.

—No veo por qué ella debe autorizarte…

—No se trata de eso. Sólo le dejaremos creer que la idea ha sido mérito suyo. Eso ayudará a tener a la señorita Crosswell de nuestro lado, a la hora de los papeles.

—¡Chris! ¡Eres una condenada intrigante! —se escandalizó bromeando la señora Parker.

—Eso enseñan en el reformatorio —dijo Chris.

Dos semanas más tarde, la vida de las Parker, madre e hija, aún transcurría por cauces de cordialidad y comprensión mutua, como si hubieran descubierto una forma de relación que jamás habían imaginado. La señorita Crosswell había aprobado calurosamente la idea de que Chris comenzara a buscar algún trabajo, aunque el señor Stone no tomaría su decisión hasta el mes siguiente: «Vaya —explicó a la señora Parker—, Dios sabe que deseo ayudar a la chica del pobre Ben, pero el vecindario sabe donde ha estado ella, y algunas de mis parroquianas son verdaderas víboras. No quiero que le hagan pasar un mal rato». La señora Parker no se dejó amilanar. Replicó que Chris no sufriría en la droguería ninguna humillación que no pudiera sufrir en las calles del barrio. Por otra parte —aseguró—, todas las vecinas sentían tanta admiración por el señor Stone, que sin duda respetarían su decisión. «Eso espero —había dudado Stone—. Déjemelo pensar dos o tres semanas».

Mientras tanto, Chris no había perdido el tiempo. Se ocupó principalmente de las compras domésticas, derrochando tal cordialidad y modestia, que muchas mujeres que jamás la habían saludado comenzaron a sonreírle al cruzarse con ella. Un contratista retirado, que vivía a dos calles de ella, se ofreció para ayudarle a reparar la cerca. E incluso la señora Smithfield, secretaria del Club de Damas de la zona, le prometió uno de los cachorros que pronto nacerían de su perra ovejera. «Dos mujeres solas necesitan de alguien que cuide la casa —afirmó—. Cuando Bella dé a luz, podéis venir a tomar el té y escogeremos un cachorro macho». Chris le dio las gracias cortésmente y se alejó, pensando que pronto el señor Stone no tendría argumentos para negarle el puesto.

—¿Quieres un poco de café? —interrogó la señora Parker, al verla entrar.

—Quizá más tarde. Todavía queda mucho por hacer.

—¡Pamplinas! —insistió jovialmente su madre—. La comida está preparada y ya he llevado la ropa a la lavandería. Me gustaría charlar un rato contigo.

—Bien —aceptó Chris—. No le pongas mucho azúcar, la buena vida me ha hecho engordar.

Riendo, la señora Parker se dirigió a la cocina. Chris se arrellanó en el viejo sillón de su padre y apoyó los pies sobre la mesa, en actitud displicente. «Bien —se dijo—, vas camino de ser la niña modelo de la vecindad, hija ejemplar y abnegada dependienta de droguería. ¿Es eso lo que querías, Christine Parker?». Prefirió dejar la respuesta en suspenso y lanzó un audible resoplido de perplejidad.

—Moco se moriría de la risa —dijo en alta voz.

—¿Qué dices? —preguntó la madre, atareada con el café.

—Digo que me he topado con la vieja Smithfield —respondió Chris—; quiere regalarnos uno de sus malditos cachorros.

La señora Parker asomó en el umbral de la puerta, repitiendo su maquinal gesto de secarse las manos.

—Eso está muy bien, ¿no crees? —aventuró con cierto matiz de ansiedad.

Chris se encogió de hombros y dijo:

—No lo sé. No me gustaría que esa gente terminara jugando al golf en nuestro jardín.

—¡Por Dios, Chris! —exclamó la madre con una risa nerviosa—. ¡En nuestro jardín no hay espacio para jugar al golf!

—A eso me refería —bufó la joven—. No somos como ellos, ni tenemos espacio para ellos. Estoy dispuesta a trabajar a cambio de su dinero y a sonreír a cambio de sus sonrisas, para que nos dejen en paz. Pero no quiero hacer de Cenicienta, para que ese hatajo de cerdos justifique su parcela en el cielo…

—Vamos, hija —dijo la señora Parker con voz tensa—, sólo se trata de hacer buena vecindad. Tú misma dijiste que era necesario.

Las tazas tintinearon levemente cuando las depositó sobre la mesa.

—Puede que lo haya dicho, pero no me gusta hacerlo —se enfurruñó Chris.

La madre se sentó frente a ella y bebió su café en silencio, observándola con aprensión. Al cabo de unos instantes, Chris levantó la vista y le sonrió, intentando tranquilizarla.

—Está bien, mamá —dijo—, no te asustes. Tal vez aún no me he acostumbrado a la libertad. Allá, en el «pesebre», eran casi todas delincuentes, pero no había hipócritas.

—El mundo es así —murmuró la señora Parker.

La campanilla sonó en ese momento y ambas se volvieron hacia la puerta. Chris se incorporó a medias y distinguió una figura delgada y morena, empinada sobre la verja recién pintada.

—¡Josie! —chilló como si estallara—. ¡Es Josie! —Y se lanzó corriendo a través de la puerta.

Las dos muchachas se abrazaron, riendo y gritando, y después avanzaron, enlazadas, por el sendero de gravilla. La señora Parker abandonó la ventana por la que atisbaba hacia fuera y fue en busca de otra taza, con una indefinida opresión en el pecho. Josie se mostró muy amable con ella. Alabó el café y los detalles de la casa, y hasta llegó a decir que no esperaba que la madre de Chris fuera tan joven. La mujer no estaba acostumbrada a los elogios y se sonrojó, con dulce incomodidad. Las jóvenes cruzaron una mirada cómplice.

—Bien —suspiró la señora Parker—, la ropa ya debe de estar lista y vosotras tendréis mucho de qué hablar. —Se puso de pie y tomó su pequeño bolso de mano—. Iré hasta la lavandería, Chris; volveré dentro de media hora. Josie se quedará a almorzar, desde luego —agregó con voz educada.

Josie sonrió e hizo un suave gesto negativo con su rizada cabeza oscura.

—Se lo agradezco mucho, señora Parker, pero mi amigo me espera afuera en su coche. Pensamos seguir viaje a Nevada hoy mismo. —Su lengua rosada humedeció fugazmente los carnosos labios morenos. Prosiguió—: En realidad, pensaba pedirle permiso para que Chris venga a almorzar con nosotros.

La señora Parker abrió la boca y volvió a dejar su bolso sobre la mesa.

—Bien… —vaciló—, en realidad… —Hizo una pausa, desconcertada, y luego irguió el pecho con una sonrisa temblorosa—. Me parece una estupenda idea. Chris necesita distraerse y a mí me hará bien estar sola un rato. A veces a las viejas nos gusta la soledad —puntualizó, dirigiéndose a Josie.

El «amigo» de Josie era un mulato alto y bien parecido, que sonreía constantemente. Su rostro, de una belleza juvenil, contrastaba con algunas hebras blancas en las sienes y las pequeñas arrugas en torno a los ojos, como trazadas con un fino alfiler. Hizo lugar a Chris en su automóvil descubierto, ubicándola entre Josie y él. Sin dejar de parlotear, condujo el coche hacia un lujoso restaurante de las afueras. Su conversación era divertida y variada. Saltaba de su picaresca infancia en el Bronx a anécdotas de su época de extra de cine; de su participación en la campaña de Robert Kennedy («Yo lo vi caer muerto a mis pies»), a sus dos años en Saigón durante la guerra («Jamás me asomé al frente, estaba en el negocio de la “hierba” y los oficiales me cuidaban»). Se llamaba Mortimer H. Jones y, por cierto, era un hombre seguro de sí mismo. Josie le escuchaba embobada y se estremecía ante las distraídas caricias que él le prodigaba durante su monólogo.

Los tres disfrutaron parsimoniosamente del almuerzo, que duró más de dos horas, matizadas por las inacabables aventuras de Mortimer. Luego, el hombre propuso descansar y tomar un poco el aire en un lago cercano. El lugar era realmente sereno y acogedor. Dejaron el coche aparcado junto al camino, y las muchachas se sentaron en la hierba fresca y suave, a la sombra de una arboleda. En un inesperado rasgo de discreción, Mortimer decidió que las dejaría un rato a solas, mientras hacía una excursión en torno al lago para estirar las piernas. Cuando se alejó, las dos jóvenes quedaron unos minutos en silencio, mirando el lento golpetear del agua contra la orilla pedregosa.

Luego Josie relató a Chris su historia reciente. El viejo juez del Tribunal de Menores de su distrito se había retirado, y su sucesor había reconsiderado algunos expedientes. El resultado fue que varias de las reclusas del cuarto grado fueron beneficiadas con la libertad condicional, de acuerdo con los criterios más liberales sustentados por el joven juez. Josie estaba entre ellas y recibió la noticia con feliz incredulidad. Chris le dijo que también su petición había sido resuelta en forma rápida y generosa, y ambas se felicitaron de su suerte y de lo oportuno que había sido el cambio de magistrado.

—¿Salió también Moco? —preguntó Chris.

Josie negó, sonriendo.

—No, sólo las cuatro o cinco que estábamos más «limpias». Ya sabes, los antecedentes de Moco ocupan todo un armario.

Las dos rieron de buena gana. Luego Chris, repentinamente seria, se volvió hacia su amiga.

—¿Qué piensas hacer?

Josie se encogió de hombros y dejó vagar su mirada en la límpida superficie del lago. Lejos, en la orilla opuesta, la figura de Mortimer era una manchita borrosa que se desplazaba semioculta por los juncos.

—Conocí a Mort hace una semana —informó con voz neutra—. Creo que me he enamorado de él. Es socio de una especie de club nocturno en Nevada, y me ha propuesto trabajar con él allí. Nada demasiado difícil: alternar con los clientes, estimularlos a beber y a apostar su dinero en la ruleta. Lo que los anuncios del club llaman «gentil compañía», ¿comprendes?

—No le gustará a tu inspectora social —comentó Chris, meneando la cabeza.

—Mort lo arreglará —aseguró Josie con convicción—. El socio principal es un tipo importante y tiene amigos en las alturas. —Bajó la cabeza y espió a Chris por el rabillo del ojo—. De todas formas, ya no aguantaba más a mi tía.

—Comprendo —dijo Chris—. ¿Qué pasa con tu edad? No creo que en esos sitios puedan trabajar menores.

Josie frunció el ceño, molesta, e hizo chasquear la lengua.

—Ya te he dicho que el viejo del club es influyente —replicó—. ¿Qué diablos te pasa? —inquirió luego, con la mirada encendida—. ¿De qué lado estás tú, después de todo?

Chris la miró, desconcertada, y pensó que ésa era una buena pregunta. Pero ella no tenía la respuesta.

—Discúlpame —rogó, conciliadora—, no quisiera que salieras perjudicada.

—Mort cuidará de mí —afirmó Josie.

—¿Irás… —Chris vaciló un instante—, irás a vivir con él?

—¿A vivir con él? —repitió Josie, perpleja, y luego lanzó una risa nerviosa—: ¡Por Dios, Chris, tienes cada ocurrencia! ¡Mort me lleva más de quince años! —Hizo una pausa y se pasó la mano lentamente por su cabello ensortijado—. Además, está casado y tiene tres hijos.

—Yo no aceptaría una situación así —dijo Chris, impulsiva, y lo lamentó inmediatamente.

Se mordió el labio inferior, dispuesta aguantar el estallido de su amiga. Pero Josie se limitó a mirarla con una especie de resignada serenidad.

—Ya sé que no es como en las novelas —murmuró—, pero es bueno tener a alguien que me quiere y se preocupa por mí. Aunque salga mal, vale la pena intentarlo.

Chris recordó entonces que Josie era huérfana desde los cinco años. La tía que la recogió era una mujer irascible, que la golpeaba brutalmente por cualquier motivo. La niña huía de ella siempre que podía, y así su infancia había transcurrido prácticamente en la calle, bajo la ley de la sordidez y la miseria de los barrios bajos. Ahora la miraba con sus ojos vigilantes y astutos, iluminados por una débil esperanza de amor. Deseó que la tragara la tierra por haber sido tan torpe. Sonrió a Josie y se dijo que algo estaba ocurriendo consigo misma en esas semanas. Algo que no le gustaba.

—Ya verás que todo saldrá bien —dijo sin convicción, invadida por una ambigua tristeza.

Ambas permanecieron calladas, sumidas en sus propios miedos e ilusiones, hasta que Mortimer regresó de su paseo. La insistente jovialidad del hombre hizo que, poco a poco, la depresión de las jóvenes se fuera diluyendo. Cuando el automóvil se detuvo frente a la casa de Chris, ella y Josie se abrazaron largamente, con los ojos húmedos. Mortimer descendió y sostuvo caballerosamente la portezuela para que Chris pudiera salir del coche. La joven le dio un rápido e impulsivo beso en la mejilla.

—Cuídala mucho —suplicó.

—Cuídate tú también —dijo él, sonriéndole con calidez.

Luego dio la vuelta al vehículo y trepó de un salto a su asiento, frente al volante. Le hizo un último guiño mientras ponía en marcha el motor.

Cuando el coche arrancó, Josie agitó su pañuelo de seda escarlata en señal de despedida. Chris levantó la mano a su vez, con la vista clavada en el pequeño trozo de tela que se agitaba y desaparecía en la opaca luz del atardecer. Lanzó un profundo suspiro y se acarició el mentón, presa de una indefinible congoja. La pequeña Josie corría a beberse su libertad de un trago, antes de que alguien se la arrebatara. Ella, Chris, se estaba construyendo día a día una libertad sumisa y discreta, que pretendía ser segura. ¿Cuál de las dos, finalmente, sería la primera en volver al «pesebre»? Recordó lo que, meses atrás, le había dicho Sara, una de las veteranas del tercer pabellón: «Una vez que has estado aquí, ya no hay salida. Hagas lo que hagas, siempre vuelves». Tuvo un estremecimiento y pensó que estaba refrescando. Cuando ella abrió el portón de la verja y atravesó el jardín, cubriéndose los hombros con las manos, observó que en algunas de las casas vecinas se habían encendido ya las primeras luces, que rompían la incipiente oscuridad.

Al abrir la puerta sintió una presencia en la penumbra y encendió la luz tenue del vestíbulo. La pálida claridad le permitió distinguir a su madre en el sofá del comedor, encogida y silenciosa. Su rostro reflejaba una especie de dolor antiguo. Tenía ambas manos vendadas hasta el codo. El denso aire de la casa olía a chamusquina.

Chris no se movió ni preguntó nada. Una opresión conocida le invadió el pecho y le cerró la garganta. Se apoyó inconscientemente en la pared, deseando que la vida volviera hacia atrás, como un film rebobinado al revés. Se imaginó a sí misma rechazando cordialmente la invitación de Josie y quedándose a comer con su madre, para luego charlar fruslerías mientras lavaban los platos. «Algo desagradable ha ocurrido —se dijo—. No debiste dejarla tanto tiempo sola». La presión de la garganta le trepó a la cabeza, que se bamboleó pesadamente, como la de un animal herido. De pronto, se abrió la puerta del lavabo y una franja de luz azotó el cuarto, perfilando la trágica figura de la señora Parker. Una alta silueta emergió en el umbral de la puerta, llevando una toalla entre las manos. Chris no se sorprendió al reconocer el rostro sombrío y los rojos cabellos de su hermano Tom.

—Por fin has llegado —le dijo él suavemente, con un trasfondo de ira contenida—. Esta vez la habéis hecho buena.

Dio tres zancadas y se plantó frente a Chris, mirándola con una mezcla de odio y pena.

—Dios mío, Chrissie. ¿Por qué la dejaste sola? —murmuró.

Chris bajó la mirada y observó como en sueños los dibujos del piso de mosaicos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, asombrándose de oír su propia voz.

Tom le dio la espalda y caminó lentamente hacia la mesa. Tomó un objeto de ésta y lo levantó en el aire, sin volverse. El cristal de la botella semivacía emitió unos leves destellos.

—Casi un litro de whisky —dijo Tom, como si comprobara un dato impersonal. Luego anduvo unos pasos hacia su madre—: Debe de habérselo bebido en media hora, cerca de mediodía —describió, en el tono de un fiscal que relata al Tribunal las circunstancias de un crimen—.

Después, según parece, intentó encender la cocina para recalentar su comida. Pero estaba demasiado borracha y el fuego cogió tus nuevas cortinas de plástico y también el mantel de la mesita. Al intentar apagarlo sólo logró abrasarse las manos. —Desvió la vista de Chris y miró a su madre, que le escuchaba, impasible—. Quemaduras de segundo grado. Un vecino advirtió el humo y acudió a tiempo para evitar que el fuego se propagara. Su esposa llamó al médico y luego me avisó a mí. Eso es lo que ha ocurrido. —Masculló esta última frase mientras se dirigía a la cocina, pasando frente a Chris como si ella no existiera.

Al quedar solas, Chris y la señora Parker se miraron por primera vez, largamente. Los ojos de la madre estaban inflamados a causa del llanto y del alcohol ingerido.

—No sé por qué lo hice —balbució con dificultad—. Apenas saliste por esa puerta, eché a correr por la calle en busca de una botella.

—A veces sucede —dijo Chris.

—Parece que lo he arruinado todo —sollozó la señora Parker, enjugándose las lágrimas con la mano vendada.

—Sí —asintió la joven—, es posible.

No quería discutirlo ahora. Sus sentimientos eran contradictorios y deseaba tanto abofetear a su madre como correr hacia ella y acunarla en sus brazos. En un punto, ella tenía razón; era posible que todo se hubiera echado a perder. Chris respiró hondo y se dirigió hacia la cocina, en busca de su hermano.

Tom estaba agachado sobre el piso, limpiando los restos del incendio.

—¿Qué piensas hacer, Tom? —interrogó la muchacha, con voz débil.

Transcurrió un tiempo durante el cual el joven permaneció silencioso, fregando con obstinación las manchas de hollín. Luego se incorporó sobre sus rodillas. Su mirada se dirigió a las cortinas de la ventana, que pendían como negros colgajos deshilachados. También el mantel de la mesa estaba quemado en más de la mitad, así como parte del bulto de ropa limpia, que era un informe montón de telas chamuscadas.

—Pudo quemar toda la casa —musitó como para sí mismo.

—¿Qué piensas hacer con ella? —repitió Chris con ansiedad.

Tom se volvió y la miró con cierta sorpresa, como si hasta ese instante no hubiera advertido la presencia de su hermana.

—La internaremos en una institución para alcohólicos —respondió, implacable—; no podemos correr más riesgos.

Chris asintió en silencio. Sacó la lengua y se lamió el labio superior, desviando la vista de los ojos cansados de su hermano. El olor a ceniza mojada le revolvió el estómago. Tragó saliva y sintió cómo la temida pregunta se formulaba vacilante entre sus labios, hasta que lograba salir:

—Y ¿qué va a ser de mí?

Tom se puso de pie y limpió cuidadosamente las rodilleras de sus pantalones.

—Volverás al reformatorio —informó. Luego la ira reprimida endureció su voz—: Nunca debiste salir de allí.

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