Chris

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Ni aquella noche ni en los días siguientes, el señor Johnson hizo comentario alguno sobre la escena que había sorprendido en el garaje. La vida de la casa siguió su rutina, y los jóvenes evitaron por un tiempo encontrarse a solas. Buster no varió su actitud, como si realmente no diera importancia al abrazo que había presenciado, o incluso lo hubiera olvidado. No obstante, Chris advirtió que, a veces, su tutor se quedaba mirándola, en silencio, escrutando en ella algo que no podía definir.

Aproximadamente una semana después de aquel incidente, Buster se quedó un domingo a trabajar en casa. Al atardecer, llamó a Charlie al luminoso estudio que ocupaba en la parte trasera del terreno, con grandes ventanales que daban al jardín y a los azules cerros lejanos. El hombre vestía pantalones cortos y una camisa deportiva, pese a haber pasado la mayor parte del día encerrado en aquella habitación. Al entrar el joven, se incorporó y sirvió dos buenas medidas de whisky. Alcanzó uno de los vasos a Charlie, sonrió algo embarazado y se arrellanó detrás de su cómodo escritorio.

—Ya es hora de tomarse un trago —comentó con forzada jovialidad.

Charlie no respondió en seguida. Bebió un sorbo y se sentó en el bajo alféizar del ventanal, observando a su tío con mirada recelosa.

—¿Qué te traes entre manos, Buster? —preguntó suavemente.

El señor Johnson arqueó las cejas con fingida sorpresa y carraspeó.

—No te comprendo —dijo.

—Me refiero a toda esta ceremonia de encerrarnos aquí y beber whisky como si fuéramos dos malditos ejecutivos.

—Yo soy un maldito ejecutivo —masculló Buster, rellenando su vaso.

Charlie sonrió a pesar suyo.

—Pero hoy es domingo y estás con tu sobrino favorito, que es sólo un estudiante de arte con fama de hippie.

—Sólo quería charlar un poco contigo y arreglar lo de tu partida. —El hombre desvió la mirada hacia el difuso paisaje crepuscular.

—¿Mi partida? —saltó Charlie, prevenido—. Faltan aún quince días para el regreso de mis padres.

Buster se encogió de hombros, incómodo. Tomó un lapicero y lo hizo jugar entre sus dedos.

—Prometiste visitar también a tu tía Clara —arguyó, sin convicción.

—A ella le da lo mismo —afirmó el joven—, y yo preferiría quedarme aquí, si a ti no te importa.

—¡A mí sí me importa! —exclamó de pronto el hombre, con el rostro congestionado. Luego suavizó la expresión y comenzó a golpear nerviosamente con el lapicero sobre una pila de papeles—. Mira, Charlie, ocurre que Eileen está algo enferma de los nervios y…, cuando ayer le mencioné aquella situación entre tú y Chris, en el garaje…

Charlie parpadeó y le miró con genuina sorpresa.

—De modo que se lo dijiste.

—No tenía por qué ocultarle una simple travesura de chiquillos —se defendió Buster. Luego tuvo un rictus de ansiedad—. Porque fue sólo eso, ¿verdad? ¿Un juego inocente…?

—¿Qué opinas tú? —inquirió Charlie, entrecerrando los ojos con desconfianza.

El señor Johnson comenzó ahora a torturar el lapicero entre ambas manos, como si quisiera quebrarlo.

—Bien…, es difícil. Yo tengo la mejor opinión de ti y de Chris, tú lo sabes, pero no quisiera verme envuelto en complicaciones… —Se interrumpió y miró al chico con ojos implorantes—. Comprende, Charlie, Eileen me llena la cabeza y yo…

—Está bien —bufó Charlie, arrebatándole el lapicero y colocándolo en su sitio—. Puedo partir mañana mismo, si hoy telefoneamos a la tía Clara.

Buster mantuvo la mirada baja, y parecía algo sorprendido por su inesperada victoria.

—Oye, Charlie —balbució—, no quiero que pienses que te estamos echando, o algo por el estilo…

—Ya lo has explicado, Buster —dijo fríamente el joven—, y yo lo he comprendido perfectamente. De modo que cuanto antes lo resolvamos, mejor será.

Charlie telefoneó esa misma noche a la tía Clara, hermana de su madre, pero ella le respondió que tenía huéspedes hasta el martes, así que el viaje del joven se aplazó por dos días. Dos días llenos de tensión silenciosa, ya que todo el mundo en la casa parecía hosco y malhumorado. Al segundo día, por la tarde, llegaron dos matrimonios amigos de los Johnson en inesperada visita. Buster y Eileen debieron recomponer su ánimo y jugar su famoso papel de matrimonio cordial y bien avenido, mientras todos tomaban unas copas en el jardín. Charlie aprovechó la ocasión para escabullirse al interior y colarse en la habitación de Chris. Ella, sentada junto a la ventana, tuvo un leve gesto de sobresalto al verle entrar.

—Logré burlar la guardia —dijo el muchacho con intención—. No sé si más tarde podré verte a solas.

—Lamento que tengas que irte —musitó Chris.

—Yo también. Pero el viejo pariente se puso realmente pesado. ¿Sabes por qué? —El rostro de Charlie se iluminó con picardía, mientras se inclinaba para susurrar en el oído de ella—. La anciana dama está celosa de ti, como la madrastra de Blancanieves.

Chris rió y meneó la cabeza, complacida.

—Eres imposible, Charlie. Te voy a echar mucho de menos.

El joven le tomó las manos y la observó con atención.

—¿Te dije ya que me gustas mucho?

Chris hizo un gesto afirmativo.

—Tú también me agradas.

Charlie volvió a sonreír, con su gesto payasesco.

—Es una lástima; nuestra famosa primera experiencia tendrá que quedar para otra vez.

—Quizá sea mejor así —dijo ella.

Él se encogió de hombros y la miró de hito en hito. Rebuscó en sus bolsillos.

—Te he traído un presente de despedida —anunció.

Y extrajo la navaja española, tendiéndosela con un leve temblor.

Chris observó el arma oscura y suntuosa, cuya hoja se hallaba recogida en la cavidad de la empuñadura, dándole un aire al mismo tiempo inocente y grave. Extendió la mano, la rozó con la yema de los dedos, pero no se atrevió a tomarla.

—No debes desprenderte de ella —afirmó—, significa mucho para ti.

Charlie sonrió con tristeza y acercó un poco más la navaja hacia ella.

—Tú también significas mucho para mí, Chris —murmuró, desviando la mirada de los brillantes ojos de la chica—. Te ruego que la conserves. Si lo haces, sentiré que, de algún modo, sigo protegiéndote.

Cogió con suavidad la mano de Chris y la colocó sobre el arma, que descansaba en su palma abierta; como si tomara un juramento. Ambos se miraron ahora intensamente.

—Es posible —continuó Charlie con voz ronca— que tú la necesites más que yo.

Y cerró los dedos de ella sobre la suave madera.

—No sé manejarla —arguyó Chris, ya con la navaja en su poder.

—Aférrala firmemente, dejando libre este lado, y aprieta el botón del extremo.

Ella hizo lo que Charlie le indicaba. Con un seco restallido, la brillante hoja saltó de su escondite, titilando en la penumbra. Chris sintió que el latido de sus venas parecía transmitirse, a través de su puño cerrado, al sutil temblor del filo. La invadió una contradictoria sensación de respeto y de poder sobre el arma que vibraba en su mano, como el jinete que monta por primera vez un caballo noble. Bajó lentamente el brazo, fascinada.

Charlie, complacido, le enseñó a cerrar el arma y luego la instruyó en su manejo, indicándole cómo lanzar las dos o tres estocadas fundamentales.

—¡Es formidable! —exclamó Chris, acuchillando el aire—. La llevaré siempre conmigo, te lo prometo.

El joven detuvo su mano armada con un gesto tierno, y la besó rápidamente en la boca.

—Debo irme —le dijo—. No dejes de buscarme, cuando puedas salir de aquí. —Ella asintió con un nudo en la garganta. Él asomó por última vez tras la puerta, señalando la navaja—. Y cada vez que ensartes a alguien, acuérdate de mí.

Desde abajo llegó el sonido de voces y exclamaciones en falsete. Los Johnson despedían a sus invitados, acompañándoles hacia los coches. Charlie hizo un guiño final y se escabulló hacia su habitación.

Unos minutos más tarde, Buster Johnson regresó a la casa, lanzando un hondo suspiro. Bebió el resto de whisky de uno de los vasos y luego bostezó largamente, cruzando ambas manos detrás de la nuca. Oyó los pasos de tacones altos de su mujer, sobre el mármol de la entrada.

—Ha sido un día agotador —dijo como para sí, ahogando un nuevo bostezo—. Espero poder descansar, después que lleve a Charlie al aeropuerto.

Eileen encendió un cigarrillo y retocó su peinado, mirándose en el espejo circular del vestíbulo. Atisbó el rostro demacrado de su marido, que se reflejaba en el cristal, por sobre su hombro.

—Realmente tienes un aspecto cansado —comentó—. Será mejor que yo lleve al chico con mi coche. Me hará bien tomar un poco de aire.

Buster consideró un momento la idea, e hizo un gesto ambiguo.

—No creo que sea necesario… —arguyó.

—Ya está decidido —lo cortó Eileen con amable resolución—; sabes que no es conveniente que conduzcas si no te sientes bien.

—Si insistes… —aceptó el señor Johnson—. Creo que subiré a darme un baño templado y luego me meteré en la cama. Mañana hay reunión de la directiva y debo mostrarme despejado.

En ese instante, Charlie bajó las escaleras cargando su maleta de viaje. Los tres salieron al jardín y Eileen fue a sacar del garaje su automóvil deportivo. Tío y sobrino permanecieron solos bajo la noche, buscando algún tema, trivial y breve, que llenara la incómoda espera. Antes de que se les ocurriera nada, la señora Johnson trajo el coche en marcha atrás y lo cruzó frente al portal de la casa. Buster abrazó formalmente a Charlie y gruñó algo así como «Cuídate, muchacho». El joven hizo una silenciosa mueca de asentimiento y trepó junto a Eileen. El hombre apoyó ambas manos en la portezuela y explicó a su mujer la forma de llegar al aeropuerto por un desvío comunal, evitando el intenso tránsito de la autopista.

—Y no dejes dormir el pie en el embrague —advirtió sin necesidad, dado que ella conducía desde los doce años.

Como toda respuesta, el pequeño automóvil saltó hacia delante con un bramido y luego, entrando en segunda, tomó con un recio coletazo la curva del sendero, saliendo hacia la calle. Buster meneó la cabeza y frunció los labios con desaprobación, al mismo tiempo que alzaba la mano, en un incierto gesto de saludo.

Cerró con llave la puerta principal y se aseguró de que el resto de la casa estaba también cerrada. Eileen se había llevado su llavero y no regresaría antes de dos horas largas, de modo que él estaría durmiendo. Se regodeó con la idea de un prolongado baño con sales relajantes, y pensó que luego, ya en la cama, podría echar un vistazo final al borrador de la reunión del día siguiente. Quizás entonces se permitiría también un último trago, pensó mientras subía las escaleras.

Iba a encender la luz del primer piso, cuando vio la tenue franja dorada que se colaba bajo la puerta del cuarto de Chris, arriba, en el desván. Por alguna razón, recordó que Stella dormía lejos, en su habitación junto a la antecocina, y tenía el sueño muy pesado. «Tal vez la chica necesite un poco de compañía —se dijo—; estaba encariñada con Charlie y le debe haber afectado su partida. Después de todo, yo debo comportarme como un padre con ella. No tendría nada de malo que suba a darle las buenas noches».

Buster vaciló en el primer escalón, con un agrio regusto alcohólico en la boca. Hizo un sincero esfuerzo por alejar de su mente la brusca imagen de Charlie y Chris abrazados en el garaje, bajo la desnuda luz de los faros del Pontiac. Desde aquel día, la escena volvía a su mente nítidamente, una y otra vez, aunque no podía precisar si algunos detalles eran reales o imaginarios. De pronto, aferrado a la balaustrada, su memoria revivió la suave tersura de las nalgas de Chris, estremecidas bajo su mano, la noche en que Eileen la insultara de manera tan torpe. «Realmente —pensó—, no me he ocupado de esa chica como debiera».

Y comenzó a subir en la penumbra, cuidando de que los frágiles escalones no crujieran bajo su peso.

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