China

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Henry Kissinger

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Las conversaciones entre los dirigentes chinos y las visitas extranjeras suelen celebrarse en presencia de un séquito formado por asesores y secretarios que no se manifiestan y en contadas ocasiones pasan notas a sus superiores. No así Jiang, que solía convertir a su camarilla en un coro griego; podía empezar un razonamiento y pasarlo a uno de los asesores para que lo concluyera, de una forma tan espontánea que a uno le daba la sensación de que trataba con un equipo cuyo capitán era Jiang. Había leído mucho, tenía una gran cultura y siempre llevaba al interlocutor a una atmósfera de buena voluntad que lo envolvía, al menos en su trato con la gente de fuera. Organizaba el diálogo de forma que los puntos de vista de sus adversarios, e incluso de sus colegas, parecían tener la misma importancia que reclamaba para los suyos. En este sentido, Jiang fue el personaje menos del estilo Reino Medio que conocí entre los dirigentes chinos.

En el momento en que Jiang pasó a las altas esferas del gobierno chino, un informe interno del Departamento de Estado lo definía como un hombre «cortés, lleno de energía y en ocasiones exuberante» y relataba «un incidente de 1987, cuando se levantó en la tribuna de autoridades en los festejos del día Nacional de Shanghai para dirigir una orquesta sinfónica, que interpretó una emotiva versión de la Internacional con acompañamiento de luces intermitentes y nubes de humo».² Durante una visita privada que hizo Nixon a Pekín en 1989, Jiang se levantó sin previo aviso y empezó a recitar el discurso de Gettysburg en inglés.

Pocos precedentes ha habido de este tipo de comportamiento informal entre los líderes chinos o soviéticos. Muchos extranjeros han subestimado a Jiang al confundir su amistoso estilo con falta de seriedad. Y era todo lo contrario. La afabilidad de la que hacía gala Jiang tenía como objetivo establecer cuando le interesaba una línea más clara sobre dónde quería llegar con su interlocutor. Cuando consideraba que estaban implicados los intereses más vitales de su país, mostraba la misma determinación que sus titánicos predecesores.

Jiang era suficientemente cosmopolita para comprender que China tenía que funcionar dentro del sistema internacional y no en la lejanía o el dominio del Reino Medio. Zhou también lo había entendido así, al igual que lo había hecho Deng. Pero Zhou solo podía poner en práctica su idea de forma fragmentada, por la presencia asfixiante de Mao, y Deng se encontró coartado por los hechos de Tiananmen. La afabilidad de Jiang era la expresión del intento serio y calculado de colocar a China en un nuevo orden internacional y restablecer la confianza del extranjero, por un lado para sanar las heridas internas del país y, por otro, para suavizar su imagen internacional. Jiang desarmaba a la crítica con su estilo ocasionalmente deslumbrante y presentaba el rostro positivo de un gobierno que trabajaba para romper el aislamiento internacional y evitar para su sistema el destino de los soviéticos.

En sus objetivos internacionales, Jiang tuvo la suerte de contar con uno de los ministros de Asuntos Exteriores más hábiles que he conocido, con Qian Qichen, y con un jefe de política económica de gran inteligencia y tenacidad, el viceprimer ministro (y, posteriormente, primer ministro) Zhu Rongji. Ambos eran entusiastas defensores de la idea de que las instituciones políticas que imperaban en China eran las que mejor servían a sus intereses. Los dos también consideraban que el desarrollo permanente de China exigía la profundización de sus vínculos con instituciones internacionales y con la economía mundial, donde se incluía el mundo occidental, a menudo insistente en sus críticas sobre la práctica política interior de China. Siguiendo la vía de desafiante optimismo de Jiang, Qian y Zhu iniciaron sus periplos por el extranjero, asistieron a conferencias internacionales, concedieron entrevistas y participaron en diálogos sobre diplomacia y economía, con lo que a veces tuvieron que enfrentarse con determinación y buen humor a un público escéptico y crítico. No a todos los observadores chinos les entusiasmó la idea de comprometerse con un mundo occidental que veían displicente para con su país; y no todos los observadores occidentales aprobaron el esfuerzo de establecer un compromiso con una China que no satisfacía las expectativas políticas occidentales. El arte de gobernar debe juzgarse por la forma de abordar las ambigüedades y no los absolutos. Jiang, Qian, Zhu y sus colaboradores consiguieron que su país saliera del aislamiento y se restablecieran los frágiles vínculos entre China y el mundo occidental, que se mostraba escéptico.

Poco después de su nombramiento en 1989, Jiang me citó para hablar conmigo y me presentó los acontecimientos bajo el prisma de la vuelta a la diplomacia tradicional. No comprendía por qué la reacción china a un desafío interior había provocado la ruptura de relaciones con Estados Unidos. «No existen grandes problemas entre los dos países, a excepción de Taiwan —insistió—. No tenemos litigios fronterizos; en cuanto a la cuestión de Taiwan, el comunicado de Shanghai estableció una buena solución.» China, abundó, nunca había pedido que sus principios se aplicaran fuera del país: «Nosotros no exportamos la revolución. Cada país debe escoger su sistema social. El sistema socialista de China procede de nuestra propia posición histórica».

En todo caso, China seguiría con sus reformas económicas: «Si de nosotros depende, la puerta siempre está abierta. Estamos dispuestos a reaccionar ante cualquier gesto positivo de Estados Unidos. Tenemos muchos intereses en común». La reforma, no obstante, tenía que ser voluntaria; no podía dictarse desde fuera:

La historia china demuestra que una mayor presión lleva siempre a una mayor resistencia. Como estudioso de las ciencias naturales, procuro interpretar las cosas según las leyes de estas. China tiene 1.100 millones de habitantes. Es un país grande y posee un gran ímpetu. No es fácil hacerlo. Como viejo amigo, le hablo con franqueza.

Jiang me transmitió sus reflexiones sobre la crisis de Tiananmen. Según él, el gobierno chino no estaba «preparado mentalmente para aquellos acontecimientos», y el Politburó estuvo dividido desde el principio. En su versión de los hechos, hubo pocos héroes, y no lo fueron ni los líderes estudiantiles, ni el Partido, a quienes describió con pesar como personas poco efectivas y divididas ante un desafío sin precedentes.

Cuando volví a ver a Jiang casi un año después, en septiembre de 1990, la tensión seguía marcando las relaciones con Estados Unidos. Se puso en marcha con gran lentitud el acuerdo global que condicionaba el levantamiento de las sanciones a la liberación de Fang Lizhi. En cierto modo, dada la definición del problema, los desengaños no constituían ninguna sorpresa. Los estadounidenses defensores de los derechos humanos insistían en unos valores que ellos consideraban universales. Los líderes chinos hacían ajustes sobre la base de sus propios intereses. Los activistas de Estados Unidos, en especial algunas ONG (organizaciones no gubernamentales), no consideraban satisfechos sus objetivos con medidas parciales. Para ellos, lo que Pekín veía como concesiones implicaba que los objetivos eran moneda de cambio y, por lo tanto, no eran universales. Los activistas ponían el acento en las metas morales y no en las políticas; los dirigentes se centraban en un proceso político continuo: por encima de todo, en poner punto final a las tensiones del momento y volver a la relación «normal». Esta vuelta a la normalidad era precisamente lo que rechazaban o condicionaban los activistas.

En los últimos tiempos había entrado en el debate político un adjetivo peyorativo que desestimaba la diplomacia tradicional tachándola de «transaccional». Desde esta perspectiva, una relación constructiva a largo plazo con un Estado no democrático es insostenible casi por naturaleza. Quienes abogan por esta vía parten de la premisa de que la paz auténtica y duradera da por supuesta una comunidad de estados democráticos. Esto explica que veinte años más tarde, la administración de Ford y la administración de Clinton no llegaran a un acuerdo sobre la ejecución de la Enmienda Jackson-Vanik en el Congreso, a pesar de que la Unión Soviética y China parecieran dispuestas a hacer concesiones. Los activistas rechazaron los pasos parciales y alegaron que, con persistencia, se lograrían los objetivos finales. Jiang me planteó este tema en 1990. Últimamente, China «había adoptado una serie de medidas» motivadas básicamente por el deseo de mejorar las relaciones con Estados Unidos:

Algunas de estas son cuestiones que atañen únicamente a la política interior china, como el levantamiento de la ley marcial en Pekín y el Tíbet. Seguimos con ello a partir de dos consideraciones: en primer lugar, que dan testimonio de la estabilidad interior china; en segundo lugar, no ocultamos que utilizamos estas medidas para proporcionar una mejor comprensión de las relaciones entre Estados Unidos y China.

Estas iniciativas, según Jiang, no habían tenido una respuesta equivalente. Pekín había cumplido con su parte del acuerdo global propuesto por Deng, pero se había encontrado con un aumento de las exigencias por parte del Congreso.

Los valores democráticos y los derechos humanos constituyen la base de la confianza de Estados Unidos en su sistema. Pero, al igual que todos los valores, poseen un carácter absoluto, algo que pone en tela de juicio los matices a través de los cuales normalmente funciona la política exterior. Cuando la condición básica para el avance en el resto de los campos de la relación es la adopción de los principios de gobierno de Estados Unidos, el bloqueo se hace inevitable. En este punto, las dos partes se ven obligadas a poner en equilibrio las cuestiones de seguridad nacional y los imperativos de sus principios de gobierno. La administración de Clinton, ante el firme rechazo del principio en Pekín, decidió modificar su postura, como veremos más adelante en este capítulo. Entonces, el problema volvió al ajuste de prioridades entre Estados Unidos y su interlocutor, es decir, a la diplomacia tradicional «transaccional». O esto, o el enfrentamiento.

Se trata de una opción que hay que asumir, que no puede evadirse. Respeto a aquellos que están dispuestos a luchar por la defensa de su punto de vista sobre los principios de extender los valores estadounidenses. Ahora bien, la política exterior tiene que definir medios y objetivos, y cuando los medios empleados superan el límite de la tolerancia del marco internacional o de una relación considerada esencial para la seguridad nacional, hay que tomar una decisión. Lo que no se puede hacer es minimizar la naturaleza de la opción. El mejor resultado que podría lograrse en el debate estadounidense sería la combinación de dos enfoques: para los idealistas, el reconocimiento que los principios tienen que ponerse en práctica con el tiempo y, por tanto, deben ajustarse a las circunstancias; y para los «realistas», la aceptación de que los valores poseen su propia realidad y tienen que formar parte integral de las políticas operativas. Un planteamiento de este tipo reconoce el sinfín de matices que existen en cada campo, con los que hay que hacer un esfuerzo para que queden difuminados entre sí. En la práctica, este objetivo a menudo ha quedado desbordado por las pasiones que surgen en la controversia.

Durante la década de 1990, los debates internos estadounidenses tuvieron su réplica en las discusiones con los dirigentes chinos. Cuarenta años después de la victoria del comunismo en su país, los líderes chinos defendían un orden internacional que rechazaba proyectar los valores a través de las fronteras (un principio consagrado de la política comunista), mientras que Estados Unidos insistía en la aplicación universal de sus valores mediante la presión y los incentivos, o, lo que es lo mismo, la intervención en la política interna de otro país. Resulta curioso que el heredero de Mao me diera lecciones sobre la naturaleza de un sistema internacional basado en estados soberanos, sobre el que, en definitiva, yo había escrito hacía unas décadas.

Precisamente, Jiang habló de ello en mi visita de 1990. Él y otros dirigentes chinos siguieron insistiendo en lo que habría sido lo más lógico cinco años antes: que China y Estados Unidos debían trabajar juntos en un nuevo orden internacional, basado en unos principios parecidos a los del sistema tradicional de estados europeos que se aplicaba desde 1648. Es decir, las disposiciones interiores superaban el ámbito de la política exterior. Las relaciones entre estados se regían por principios de interés nacional.

Esta propuesta era exactamente lo que rechazaba la nueva orientación política en Occidente. La nueva idea insistía en que el mundo entraba en una era «postsoberanista», en la que las normas internacionales sobre derechos humanos se situarían por encima de las prerrogativas de los gobiernos soberanos. Por el contrario, Jiang y sus colaboradores buscaban un mundo multipolar que aceptara el estilo de socialismo híbrido y de «democracia popular» de China, y en el que Estados Unidos tratara a China en igualdad de condiciones, como gran potencia.

Durante mi siguiente visita a Pekín, en septiembre de 1991, Jiang volvió a la cuestión de las máximas de la democracia tradicional. El interés nacional se antepuso a la reacción ante la conducta china en el ámbito interior:

No existe un conflicto básico de intereses entre nuestros dos países. Ninguna razón nos impide volver a la normalidad en las relaciones. Si somos capaces de respetarnos mutuamente, de frenar la interferencia en los asuntos internos, si nuestras relaciones se basan en la igualdad y el beneficio mutuo, encontraremos un interés común.

Con la disminución de las rivalidades de la guerra fría, Jiang apuntó: «En la situación actual, los factores ideológicos no tienen importancia en las relaciones entre estados».

Jiang aprovechó mi visita de septiembre de 1990 para hacer público que había asumido todas las funciones de Deng, algo que aún no estaba claro, puesto que los asuntos internos específicos de la estructura de poder de Pekín siempre han sido impenetrables:

Deng Xiaoping está al corriente de su visita. Le da la bienvenida y desea que le salude. En segundo lugar, ha hablado de la carta que le escribió el presidente Bush y quiere hacer dos puntualizaciones. Primera: me ha pedido a mí, como secretario general, que transmita a través de usted su saludo al presidente Bush. Segunda: después de su jubilación, el año anterior, me ha confiado a mí, como secretario general, toda la administración de estos asuntos. No tengo intención de escribir una carta como respuesta a la que él ha dirigido a Deng Xiaoping, si bien lo que le transmito en palabras mías se ajusta a la idea y al espíritu de lo que quiere transmitir Deng.

Lo que Jiang me pidió que transmitiera era que China había hecho suficientes concesiones y que ahora era responsabilidad de Washington la mejora de las relaciones. «Por lo que respecta a China —dijo Jiang—, siempre he valorado la amistad entre los dos países.» Ahora, siguió diciendo, China ha acabado con las concesiones: «Por parte de China se ha hecho lo suficiente. Ha sido un gran esfuerzo y lo hemos llevado a cabo del mejor modo posible».

Jiang repitió la ya tradicional argumentación de Mao y Deng: que era inútil presionar a China y que iban a seguir con su extraordinaria resistencia ante cualquier indicio de intimidación exterior. Mantuvo que Pekín, al igual que Washington, se enfrentaba a la presión política de su pueblo: «Otra cuestión: esperamos que Estados Unidos tome nota de ello. El pueblo chino no tolerará que su gobierno emprenda iniciativas unilaterales que no se correspondan con las medidas tomadas por Estados Unidos».

CHINA Y LA DESINTEGRACIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA

En todas las conversaciones aparecía el trasfondo de la desintegración de la Unión Soviética. Mijaíl Gorbachov estuvo en Pekín al principio de la crisis de Tiananmen, pero a pesar de que China estaba descoyuntada por la controversia interna, los cimientos del dominio soviético se derrumbaban en tiempo real, como a cámara lenta, en las pantallas de televisión de todo el mundo.

Los dilemas de Gorbachov eran aún más desconcertantes que los de Pekín. La controversia china se planteaba sobre la forma en que tenía que gobernar el Partido Comunista. Las disputas soviéticas giraban alrededor de si tenía que gobernar el Partido Comunista. Al conceder a la reforma política (glasnost) prioridad frente a la reestructuración económica (perestroika), Gorbachov había convertido en inevitable la controversia sobre la legitimidad del gobierno comunista. Gorbachov había reconocido el profundo estancamiento, pero carecía de imaginación o capacidad para superar la arraigada rigidez. Los distintos organismos de supervisión del sistema se habían convertido, con el paso del tiempo, en parte del problema. El Partido Comunista, en otra época instrumento de la revolución, en un sistema comunista elaborado no tenía otra función que la de supervisar lo que no comprendía: la gestión de una economía moderna, problema que resolvía en connivencia con lo que supuestamente controlaba. La élite comunista se había convertido en una clase de mandarines privilegiados; en teoría se encargaba de la ortodoxia nacional y se concentraba en la conservación de sus derechos.

La glasnost entró en conflicto con la perestroika. Gorbachov terminó hundiéndose en el sistema que tanto había influido en él y al que debía su prestigio. Pero antes definió de nuevo el concepto de coexistencia pacífica. Lo habían ratificado los dirigentes anteriores y Mao había discutido con Jruschov a raíz de esta cuestión. Los predecesores de Gorbachov, de todas formas, habían defendido la coexistencia pacífica como un respiro temporal en la vía de la confrontación y la victoria definitivas. En el XXVII Congreso del Partido Comunista, en 1986, decidió que se trataba de una parte permanente en la relación entre comunismo y capitalismo. Era su sistema de entrar de nuevo en el sistema internacional en el que Rusia había participado durante el período presoviético.

Durante mis visitas, a los dirigentes chinos les costaba distinguir entre el modelo de China y el de Rusia, en especial el de Gorbachov. En la reunión que tuvimos en septiembre de 1990, Jiang puntualizó:

Será imposible encontrar un Gorbachov chino. Puede deducirlo de las conversaciones que ha mantenido con nosotros. Su amigo Zhou Enlai solía citar nuestros cinco principios sobre la coexistencia pacífica. Pues hoy siguen en pie. No puede existir un solo sistema social en el mundo. No queremos imponer el nuestro a los demás, ni que los demás nos impongan el suyo.

Los dirigentes chinos defendían los mismos principios de coexistencia que Gorbachov. Pero no los utilizaban como conciliación con Occidente, como había hecho Gorbachov, sino para aislarse de este. En Pekín se trataba a Gorbachov como a alguien irrelevante, por no decir como a un hombre que vivía en el error. Se rechazaba su programa de modernización porque se consideraba mal planteado, pues anteponía la reforma política a la reforma económica. Desde el punto de vista chino, con el tiempo haría falta una reforma política, pero tenía que precederla la reforma económica. Li Ruihuan explicó por qué no podía funcionar en la Unión Soviética: cuando prácticamente escasean todos los bienes de consumo, la reforma de los precios lleva a la inflación y al pánico. Cuando Zhu Rongji visitó Estados Unidos en 1990, fue alabado como el «Gorbachov chino»; tuvo que esforzarse en aclarar: «No soy el Gorbachov chino. Soy el Zhu Rongji chino».³

Cuando volví a China en 1992, Qian Qichen describió el hundimiento de la Unión Soviética diciendo que era «como lo que sigue a una explosión: ondas expansivas en todas direcciones». En efecto, la desintegración de la Unión Soviética había creado un contexto geopolítico nuevo. Mientras Pekín y Washington evaluaban el nuevo panorama, descubrieron que sus intereses ya no eran tan parecidos como en los días en que habían estado a punto de forjar una alianza. En aquella época, los desacuerdos se centraban básicamente en las tácticas de contraposición a la hegemonía soviética. Pero después, al irse diluyendo el adversario común, inevitablemente saltaron a un primer plano las diferencias de los dos gobiernos sobre los valores y la visión del mundo.

En Pekín, el final de la guerra fría creó un sentimiento en el que se mezclaba el alivio y el miedo. Por una parte, los líderes chinos dieron la bienvenida la desmembración del adversario soviético. Se había impuesto la estrategia de Mao y de Deng, basada en la disuasión activa, incluso ofensiva. Por otra parte, los líderes chinos no podían evitar hacer comparaciones entre el desmoronamiento de la Unión Soviética y su propio desafío interno. Ellos también habían heredado un imperio antiguo y multiétnico, que pretendían administrar como un Estado socialista moderno. Pese a que el porcentaje de población que no pertenecía al grupo étnico de los han era mucho más reducido en China (alrededor de un 10 por ciento) que la proporción de población no rusa en el imperio soviético (alrededor de un 50 por ciento), existían las minorías étnicas con tradiciones diferenciadas. Además, dichas minorías vivían en regiones estratégicamente delicadas, en las fronteras con Vietnam, Rusia y la India.

Ningún presidente estadounidense de la década de 1970 se habría arriesgado a enfrentarse con China mientras el peligro estratégico de la Unión Soviética se cernía en el horizonte. No obstante, desde Estados Unidos, la desintegración de la Unión Soviética se veía como una especie de triunfo permanente y universal de los valores democráticos. Existía un sentimiento bipartidista según el cual había quedado desbancada la «historia» tradicional: aliados y adversarios avanzaban de forma inexorable hacia la democracia parlamentaria multipartidista y hacia los mercados abiertos (instituciones que, según la perspectiva estadounidense, estaban estrechamente vinculadas). Iba a apartarse cualquier obstáculo que se interpusiera en este camino.

Había evolucionado una nueva idea según la cual el Estado-nación perdía importancia y a partir de entonces el sistema internacional se basaría en principios transnacionales. Ya que se daba por supuesto que las democracias eran intrínsecamente pacíficas y las autocracias, por el contrario, se veían más expuestas a la violencia y al terrorismo internacional, la promoción de un cambio de régimen se consideraba una iniciativa de política exterior justificada y no una injerencia en los asuntos internos.

Los dirigentes chinos rechazaban la previsión estadounidense del triunfo universal de la democracia liberal occidental, si bien también comprendían que necesitaban la colaboración de Estados Unidos para llevar adelante su programa de reforma. Así pues, en septiembre de 1990, yo mismo fui quien transmitió un «mensaje oral» al presidente Bush, que terminaba con un llamamiento al alto mandatario de Estados Unidos:

Durante más de un siglo, las potencias extranjeras han sometido al pueblo chino a intimidaciones y humillaciones. No deseamos que se abra de nuevo la herida. Estamos convencidos de que usted, como antiguo amigo de China, señor presidente, comprenderá los sentimientos de nuestro pueblo. China valora las relaciones amistosas y la colaboración entre nuestro país y Estados Unidos, pero valora aún más su independencia, su soberanía y dignidad.

En esta nueva atmósfera, es más importante que nunca que las relaciones chino-estadounidenses vuelvan a la normalidad sin dilación. Estamos seguros de que encontrarán la forma de alcanzar este objetivo. Nosotros daremos cumplida respuesta a cualquier iniciativa positiva que aborden en interés de la mejora de las relaciones entre China y Estados Unidos.

Abundando en lo que Jiang me había transmitido personalmente, las autoridades del Ministerio de Asuntos Exteriores chino me entregaron un mensaje escrito para el presidente Bush. Estaba sin firmar, lo habían llamado comunicación oral transcrita y era algo más formal que una conversación, aunque menos explícito que una nota oficial. Aparte de esto, el subsecretario de Asuntos Exteriores, que me acompañó al aeropuerto, puso en mi mano unos papeles en los que se clarificaban una serie de preguntas formuladas por mí en la reunión con Jiang. Al igual que el mensaje, las respuestas ya se habían dado a entender en el encuentro; lo de ponerlo por escrito era cuestión de énfasis:

PREGUNTA: ¿Qué significa que Deng no haya contestado a la carta del presidente?

RESPUESTA: Deng se jubiló el año pasado. Ya hizo llegar al presidente un mensaje oral en el que precisaba que toda la autoridad administrativa sobre estos asuntos había pasado a Jiang.

PREGUNTA: ¿Por qué la respuesta ha sido oral y no escrita?

RESPUESTA: Deng leyó la carta. Pero ya que encomendó estas cuestiones a Jiang, le pidió que fuera él quien respondiera. Quisimos dar al doctor Kissinger la oportunidad de transmitir un mensaje oral al presidente por el papel desempeñado por el doctor Kissinger a favor de las relaciones entre Estados Unidos y China.

PREGUNTA: ¿Está Deng al corriente del contenido de la respuesta?

RESPUESTA: Por supuesto.

PREGUNTA: Cuando hablaba de que Estados Unidos no tomó las «medidas correspondientes», ¿a qué se refería?

RESPUESTA: El mayor problema es la continuación de las sanciones estadounidenses a China. Lo mejor sería que el presidente las levantara o bien las levantara de facto. Estados Unidos también tiene una opinión decisiva respecto a los préstamos del Banco Mundial. Otro punto se refiere a las visitas de alto nivel, que formaron parte del acuerdo.

[...]

PREGUNTA: ¿Estarían dispuestos a tomar en consideración otro acuerdo global?

RESPUESTA: No es lógico, puesto que el primero nunca se materializó.

El presidente George H. W. Bush consideraba, a partir de su experiencia personal, que no era conveniente llevar a cabo una política de intervención en el país más poblado del mundo y en el Estado que había vivido la autonomía más larga de la historia. Estaba preparado para intervenir en circunstancias especiales y en beneficio de personas o grupos específicos, pero consideraba que un enfrentamiento general a raíz de la estructura interna china podía poner en peligro una relación vital para la seguridad nacional estadounidense.

En respuesta al mensaje oral de Jiang, Bush hizo una excepción a la prohibición de visitas de alto nivel a China y animó a su secretario de Estado, James Baker, a trasladarse a Pekín para celebrar unas consultas. Las relaciones se estabilizaron durante un breve período, pero cuando dieciocho meses después llegó al poder la administración de Clinton, durante buena parte del primer mandato de este presidente volvieron a producirse los altibajos anteriores.

LA ADMINISTRACIÓN DE CLINTON Y LA POLÍTICA DE CHINA

Durante la campaña electoral de septiembre de 1992, Bill Clinton puso en cuestión los principios gubernamentales de China y criticó a la administración de Bush por «consentir» a Pekín después de los acontecimientos de Tiananmen. «China no puede resistir eternamente a las fuerzas del cambio democrático —apuntó Clinton—. Algún día seguirá el camino de los regímenes comunistas de Europa oriental y la antigua Unión Soviética. Estados Unidos debe hacer lo que esté en su mano para estimular este proceso.»4

Después de que Clinton tomara posesión del cargo en 1993, decidió, como principal objetivo en política exterior, la «ampliación» de las democracias. La meta, tal como declaró ante la Asamblea General de la ONU en septiembre de 1993, era la de «ampliar y fortalecer la comunidad mundial de democracias basadas en el mercado» y «agrandar el círculo de naciones que viven en el marco de estas instituciones libres», hasta que la humanidad consiguiera forjar «un mundo de democracias prósperas que colaboraran entre sí y vivieran en paz».5

La dinámica postura de la nueva administración en materia de derechos humanos no estaba pensada como estrategia para debilitar a China, ni para que Estados Unidos consiguiera una ventaja estratégica. Reflejaba más bien una idea general de orden mundial en el que se esperaba que China participara como miembro respetado. Desde la perspectiva de la administración de Clinton, se trataba de un sincero intento de apoyar unas prácticas que el presidente y sus asesores consideraban que iban a ser útiles a China.

En Pekín, no obstante, las presiones estadounidenses, afianzadas por otras democracias occidentales, se consideraban un plan encaminado a mantener la debilidad de China por medio de la intromisión en sus asuntos internos al estilo de los colonialistas del siglo XIX. Los líderes chinos interpretaron las declaraciones de la nueva administración como un intento capitalista de derrocar los gobiernos comunistas de todo el mundo. Albergaban la profunda sospecha de que, con la desintegración de la Unión Soviética, Estados Unidos haría lo que había pronosticado Mao: pasar de la destrucción de un gigante comunista a «hincar el dedo» en la espalda del otro.

En las sesiones del Senado para su confirmación en el cargo de secretario de Estado, Warren Christopher formuló el objetivo de transformación de China en términos más limitados: defendió que Estados Unidos «intentaría facilitar una evolución pacífica de China del comunismo a la democracia alentando a las fuerzas de liberalización económica y política de este gran país».6 Pero la referencia de Christopher a la «evolución pacífica» resucitó, intencionadamente o no, la expresión utilizada por John Foster Dulles para hablar del hundimiento final de los estados comunistas. En Pekín, no se interpretaba como una orientación esperanzadora, sino que se consideraba como un plan occidental de convertir China en una democracia capitalista sin tener que recurrir a la guerra.7 Ni las declaraciones de Clinton ni las de Christopher se consideraron polémicas en Estados Unidos, mientras que en Pekín produjeron aversión.

La administración de Clinton, después de haber arrojado el guante —tal vez sin reconocer del todo la magnitud del desafío—, declaró que había llegado el momento de «comprometer» a China en una amplia serie de cuestiones. Entre ellas estaban las condiciones de la reforma interna de China y su integración en la economía mundial. Al parecer, no se consideraban un obstáculo insalvable los reparos que pudieran tener los dirigentes chinos ante la apertura del diálogo con los mismos altos mandos estadounidenses que poco antes habían pedido el cambio de su sistema político. El devenir de esta iniciativa demuestra las complejidades y las ambigüedades de este tipo de política.

Los líderes chinos ya no volvieron a afirmar que representaban una verdad revolucionaria única que pudiera exportarse. Al contrario, propugnaron la meta básicamente defensiva de trabajar para conseguir un mundo no del todo hostil a su sistema de gobierno o de integridad territorial y para ganar tiempo a fin de poder desarrollar su economía y solucionar los problemas internos a su ritmo. Se trataba de una política exterior probablemente más próxima a la de Bismarck que a la de Mao: gradual, defensiva y basada en la construcción de diques contra las mareas históricas desfavorables. Pero mientras cambiaban las mareas, los dirigentes chinos transmitían una ardiente idea de independencia. Disimulaban la preocupación aprovechando hasta la última oportunidad para afirmar que se opondrían con todas sus fuerzas a las presiones externas. Como insistió Jiang en una conversación conmigo en 1991: «Nunca nos rendimos ante la presión. This is very important. Es un principio filosófico».

La dirección china tampoco aceptó la interpretación del fin de la guerra fría como la entrada en un período en el que Estados Unidos se convertiría en una superpotencia. En otra conversación de 1991, Qian Qichen advirtió de que el nuevo orden internacional no podía mantenerse indefinidamente unipolar y de que China iba a trabajar por un mundo multipolar, lo que significaba que sus esfuerzos se centrarían en contrarrestar la supremacía estadounidense. Habló de realidades demográficas —y, entre ellas, hizo una referencia amenazadora respecto a la ventaja de la población china, por sus enormes dimensiones— para respaldar su punto de vista:

Creemos que es imposible que llegue a hacerse realidad este mundo unipolar. Algunos parecen estar convencidos de que tras el fin de la guerra del Golfo y de la guerra fría, Estados Unidos puede hacer lo que sea. Pienso que no es verdad. [...] El mundo musulmán supera los 1.000 millones de habitantes. La población de China se sitúa en 1.100 millones. La del sur de Asia también suma más de 1.000 millones. Los habitantes de China superan la suma de la población de Estados Unidos, la Unión Soviética, Europa y Japón. De modo que este sigue siendo un mundo diversificado.

Puede que el primer ministro Li Peng expresara el comentario más sincero sobre la cuestión de los derechos humanos. En respuesta a mi definición sobre los tres campos políticos que había que mejorar —derechos humanos, traspaso de tecnología armamentística y comercio—, en diciembre de 1992 declaraba:

Respecto a los tres campos que ha mencionado, podemos hablar sobre derechos humanos. De todas formas, dadas las importantes diferencias que existen entre nosotros, dudo que podamos avanzar mucho. El concepto de derechos humanos engloba tradiciones, así como valores morales y filosóficos. En China, estos son distintos de los de Occidente. Creemos que el pueblo chino tiene que disfrutar de más derechos democráticos y ejercer una función más importante en la política interior. Pero todo ello tiene que llevarse a cabo de la forma que el pueblo chino considere aceptable.

Esta afirmación sobre la necesidad de avanzar hacia los derechos democráticos era insólita si se tiene en cuenta que Li Peng era un representante del ala conservadora del gobierno chino. Pero tampoco existían precedentes respecto a la sinceridad con la que establecía los límites de la flexibilidad china: «Naturalmente, en cuestiones como la de los derechos humanos podemos hacer algo. Podemos discutir y, sin comprometer nuestros principios, adoptar medidas flexibles. Lo que no podemos hacer es llegar a un acuerdo total con Occidente, pues sería algo que agitaría los cimientos de nuestra sociedad».

Durante el primer mandato del presidente Clinton las relaciones con China atravesaron un punto crítico: el intento de la administración de dicho presidente de condicionar la situación comercial de China, como «nación más favorecida», al historial de mejoras de los derechos humanos en China. El de «nación más favorecida» es en cierto modo un título engañoso: dado que una importante mayoría de los países disfrutan de esta categoría, no es tanto un indicador de favor como una afirmación de que un país cuenta con unos privilegios comerciales normales.8 La idea de condicionalidad de «nación más favorecida» presentaba su objetivo moral en forma del típico concepto pragmático estadounidense de la recompensa y el castigo (o la «zanahoria» y el «palo»). Como explicó el asesor de Seguridad Nacional de la administración de Clinton, Anthony Lake, Estados Unidos retendría un beneficio hasta obtener resultados, «al propocionar castigos que incrementan los costes de la represión y de la conducta agresiva» hasta que la dirección de China estableciera un cálculo racional basado en el interés encaminado a liberalizar sus instituciones internas.9

En mayo de 1993, Winston Lord, a la sazón secretario de Estado adjunto para asuntos de Asia oriental y del Pacífico, y durante la década de 1970 mi socio indispensable en la apertura hacia China, se desplazó a Pekín para poner al corriente a las autoridades chinas sobre los puntos de vista de la nueva administración. Al final del viaje, Lord advirtió de que era imprescindible un «progreso espectacular» en materia de derechos humanos, en la no proliferación y otras cuestiones si China quería mantener su situación de «nación más favorecida».10 Lord, atrapado entre un gobierno chino que rechazaba como ilegal cualquier condicionamiento y unos políticos estadounidenses que exigían unas condiciones cada vez más estrictas, no hizo ningún progreso.

Visité Pekín poco después del viaje de Lord y allí encontré a los mandatarios chinos esforzándose por trazar un plan que les sacara del callejón sin salida de la condicionalidad del estatus de «nación más favorecida». Jiang presentó una «sugerencia amistosa»:

China y Estados Unidos, como países de envergadura, tendrían que plantearse los problemas con una perspectiva a largo plazo. El desarrollo económico y la estabilidad social de China sirve a los intereses de este país, pero a su vez lo convierte en una importante fuerza de cara a la paz y la estabilidad, en Asia y en los demás lugares. Creo que, al observar al resto de los países, Estados Unidos debe tomar en consideración su autoestima y su soberanía. Esta es una sugerencia amistosa.

Jiang intentaba de nuevo impedir que Estados Unidos viera a China como una posible amenaza o como un adversario, y con ello reducir cualquier tentativa de mantener controlado a su país:

Ayer, en un simposio, abordé este tema. También mencioné un artículo publicado en The Times que apuntaba que un día China se convertiría en una superpotencia. He dicho por activa y por pasiva que China jamás representará una amenaza para otro país.

En el contexto de las duras palabras de Clinton y de la actitud beligerante del Congreso, Lord negoció un compromiso con el dirigente de la mayoría del Senado, George Mitchell, y con la miembro de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, que ampliaba un año más el estatus de China como «nación más favorecida». Se expresaba en una orden ejecutiva flexible y no en una ley vinculante. Limitaba la condicionalidad a los derechos humanos en lugar de incluir otros campos de democratización en los que insistían muchos miembros del Congreso. Para los chinos, sin embargo, la condicionalidad era una cuestión de principios, como lo había sido para la Unión Soviética cuando rechazó la Enmienda Jackson-Vanik. Pekín se opuso a las condiciones, pero no a su contenido.

El 28 de mayo de 1993, el presidente Clinton firmó la orden ejecutiva que ampliaba doce meses más el estatus de «nación más favorecida» de China, y después de este período podía renovarse o cancelarse según la conducta de este país; en el ínterin, Clinton subrayó que la base de la política china de su administración sería «la firme insistencia sobre un progreso significativo en materia de derechos humanos en China».¹¹ Explicó que la condicionalidad del estatus de «nación más favorecida» era en principio la expresión de la indignación estadounidense respecto a Tiananmen y de la «profunda preocupación» que sentía por el gobierno de China.¹²

La orden ejecutiva iba acompañada de unas palabras más peyorativas sobre China que las que podía haber expresado cualquier administración desde la década de 1960. En septiembre de 1993, Lake, asesor de Seguridad Nacional, apuntó en un discurso que si China no accedía a las demandas estadounidenses, el país quedaría incluido en lo que él denominaba «estados reaccionarios “de respuesta violenta”» que se aferraban a unas formas de gobierno anticuadas por medio de «la fuerza militar, la cárcel y la tortura por razones políticas», así como «las intolerantes muestras de racismo, los prejuicios étnicos, la xenofobia y el irredentismo».¹³

En el caso del gobierno de Pekín, también se juntaron otros acontecimientos que agravaron las sospechas. Las negociaciones sobre la adhesión de China al GATT, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, posteriormente subsumido en la Organización Mundial del Comercio (OMC), quedaron estancadas a raíz de unas cuestiones fundamentales. Se objetó también contra la tentativa de Pekín de albergar los Juegos Olímpicos de 2000. Las mayoría en las dos cámaras del Congreso expresaron su desacuerdo ante el intento; el gobierno de Estados Unidos mantuvo un silencio prudente.14 La propuesta de China como sede de los Juegos Olímpicos fue rechazada por escaso margen. Luego, a raíz de una inspección intervencionista (y, finalmente, infructuosa) de Estados Unidos a un barco chino sospechoso de transportar componentes de armas químicas a Irán, se agudizaron las tensiones. Todos estos incidentes, cada uno con sus razones específicas, se analizaron en China siguiendo la estrategia de Sun Tzu, que no tiene en cuenta los acontecimientos aislados, sino las pautas que reflejan el plan global.

La situación se hizo insostenible con la visita del secretario de Estado, Warren Christopher, a Pekín en marzo de 1994. Como contó él mismo más tarde, su visita tenía como objetivo conseguir una solución a la cuestión del estatus de «nación más favorecida» en junio, cuando expirara el tiempo límite de la ampliación de un año y de «insistir ante los chinos de que, siguiendo la política del presidente, disponían de un tiempo limitado para mejorar su práctica en materia de derechos humanos». Y abundaba: «Si pretenden mantener sus privilegios comerciales de bajos aranceles, tienen que demostrar unos progresos significativos, y hacerlo sin dilación».15

Las autoridades chinas habían apuntado que era un momento inoportuno para la visita. Se había previsto que Christopher llegara el día de la inauguración de la sesión anual de la legislatura china, el Congreso Popular Nacional. La presencia de un secretario de Estado de Estados Unidos que cuestionara al gobierno chino en materia de derechos humanos podía eclipsar las deliberaciones del organismo o llevar a las autoridades a pasar a la ofensiva para demostrar que la presión externa no les afectaba. Christopher reconoció más tarde: «Para ellos ha sido el foro perfecto para demostrar que pretendían hacer frente a Estados Unidos».16

Así fue, en efecto. Se convirtió en uno de los encuentros diplomáticos más claramente hostiles desde el acercamiento entre Estados Unidos y China. Lord, que acompañaba a Christopher, describió la sesión de este con Li Peng como «la reunión diplomática más brutal a la que había asistido nunca»,17 y eso que había permanecido a mi lado durante todas las negociaciones con los norvietnamitas. Christopher contó en sus memorias la reacción de Li Peng, que dejó patente:

La política china sobre derechos humanos no era asunto nuestro, y cabe observar que Estados Unidos tenía muchos problemas en este campo que exigían atención. [...] Para dejar constancia de que me había percatado de su profundo descontento, los chinos cancelaron bruscamente la reunión que me habían programado para ese mismo día con el presidente Jiang Zemin.18

Aquellas tensiones, que parecían correr un tupido velo sobre veinte años de política china creativa, llevaron a una ruptura en la administración entre los departamentos de Economía y de Política encargados de las cuestiones de derechos humanos. Ante la resistencia china y las presiones sobre Estados Unidos ejercidas por las empresas que operaban en China, la administración fue encontrándose poco a poco en la humillante situación de suplicar a Pekín durante las últimas semanas antes de que se cumpliera el paso concedido a China como «nación más favorecida», a fin de que llevara a cabo unas concesiones modestas que justificaran la ampliación del estatus.

Poco después del regreso de Christopher y con el plazo autoimpues to para la renovación del estatus de «nación más favorecida» a la vista, la administración abandonó discretamente su política de condicionalidad. El 26 de mayo de 1994, Clinton anunció que la estrategia ya no resultaba útil y que se ampliaba sin condiciones un año más el estatus de «nación más favorecida». Se comprometió a insistir en el avance de los derechos humanos por otros cauces, como el apoyo a las ONG en China y el fomento de unas mejores prácticas empresariales.

Hay que recalcar que Clinton siempre tuvo en mente apoyar las políticas que habían mantenido las relaciones con China a lo largo de cinco administraciones. Ahora bien, como presidente recién elegido, era también consciente de la opinión de sus ciudadanos, y mucho más de los intangibles del planteamiento chino sobre política exterior. Propuso la condicionalidad por convicción y, sobre todo, porque quería proteger la política respecto a China contra las acometidas del Congreso, que pretendía negarle su condición de «nación más favorecida». Clinton consideraba que los chinos «debían» a la administración estadounidense ciertas concesiones en materia de derechos humanos a cambio del restablecimiento de los contactos a alto nivel y de la prórroga del estatus. Pero los chinos, por su parte, estaban convencidos de que «tenían derecho» a los mismos contactos incondicionales de alto nivel y a los términos comerciales que les concedían los demás países. Consideraban que la eliminación de una amenaza unilateral no era una concesión y se mostraban extraordinariamente susceptibles ante cualquier insinuación de intervención en sus asuntos internos. Mientras los derechos humanos siguieran siendo el tema básico del diálogo chino-estadounidense, el bloqueo sería inevitable. Quienes abogan hoy en día por una política de confrontación deberían estudiar con detenimiento esta experiencia.

Durante el resto de su primer mandato, Clinton moderó las tácticas polémicas y puso el acento en el «compromiso constructivo». Lord reunió en Hawai a los embajadores estadounidenses de Asia para hablar de una política asiática global que pudiera equilibrar los objetivos en materia de derechos humanos de la administración y sus imperativos geopolíticos. Pekín se comprometió a renovar el diálogo, algo básico para el éxito del programa de reforma del país y para su pertenencia a la OMC.

Clinton, al igual que George H.W. Bush antes que él, comprendía a quienes abogaban por el cambio democrático y los derechos humanos, pero como todos sus predecesores y sucesores, acabó valorando la solidez de las convicciones de los dirigentes chinos y su tenacidad frente al desafío público.

Las relaciones entre Estados Unidos y China mejoraron rápidamente. La tan esperada visita de Jiang a Washington se produjo en 1997 y tuvo como contrapartida la de Clinton a Pekín en 1998, que duró ocho días. Ambos presidentes se mostraron eufóricos. Se publicaron largos comunicados y se establecieron organismos consultivos, que se ocuparon de un sinfín de cuestiones técnicas, y con ello se puso fin a la atmósfera de confrontación que había imperado durante casi diez años.

Lo que le faltaba a la relación era la definición de un objetivo común como el que había unido a Pekín y Washington en su resistencia contra la «hegemonía» soviética. Los dirigentes estadounidenses no podían mantenerse ajenos a las distintas presiones en materia de derechos humanos creadas por su propia política interior y sus convicciones. Los líderes chinos seguían considerando que la política de Estados Unidos estaba concebida, al menos en parte, para impedir que China llegara a ser una gran potencia. En una conversación de 1995, Li Peng habló del tema de las garantías, que se reducían a calmar los temores de Estados Unidos ante los objetivos que podía perseguir una China en fase de recuperación: «No hace falta que nadie se inquiete por nuestro rápido desarrollo. A China le costará treinta años alcanzar a los países de nivel medio. Nuestro país es demasiado populoso». Estados Unidos, por su parte, afirmaba con regularidad que no había cambiado su política de control. Las dos afirmaciones implicaban que una parte y otra poseían capacidad de llevar a la práctica lo que tranquilizaba a la otra y en parte le frenaba a sí misma. Así, la confianza se mezclaba con la amenaza.

LA TERCERA CRISIS DEL ESTRECHO DE TAIWAN

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