China

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Henry Kissinger

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Esto habría sido una tarea heroica si la corte china se hubiera unificado siguiendo la idea de política exterior del príncipe Gong y la puesta en práctica de esta a cargo de Li Hongzhang. En realidad, una enorme brecha separaba a estos oficiales con miras hacia el exterior de la facción más tradicionalista insular. Esta defendía la perspectiva clásica de que China no tenía nada que aprender de los extranjeros tal como expresaba el anciano filósofo Mencio en la era de Confucio: «He oído hablar de algunos hombres que se sirvieron de las doctrinas de nuestra gran tierra para cambiar a los bárbaros; lo que no he oído nunca es de nadie a quien los bárbaros hayan cambiado».30 En el mismo sentido, Wo-ren, rector de la prestigiosa Academia Hanlin de erudición confuciana, atacaba los planes del príncipe Gong de contratar a instructores extranjeros en las escuelas chinas:

La base del imperio descansa en la propiedad y en la rectitud, no en ardides y estratagemas. Sus raíces parten del corazón de los hombres y no de las sedas y la artesanía. Ahora, por razón de alguna baratija banal, tenemos que venerar a los bárbaros como si fueran nuestros maestros. [...] El imperio es vasto y en él abunda el talento humano. Si hay que estudiar astronomía y matemáticas, ya encontraremos a los chinos versados en estas materias.³¹

La creencia en la autonomía de China representaba la combinación de la experiencia acumulada durante milenios. De todas formas, no proporcionaba repuesta a la pregunta de cómo había de enfrentarse el país al peligro inmediato, sobre todo a la de cómo ponerse a la altura de la tecnología occidental. Una gran parte de los funcionarios de alto rango de China seguían asumiendo al parecer que la solución a los problemas exteriores de China estribaba en la ejecución o el exilio de los negociadores. Li Hongzhang fue despojado de su cargo las tres veces que cayó en desgracia mientras Pekín se enfrentaba a las potencias extranjeras; pero en cada ocasión fue rehabilitado, pues sus adversarios no encontraron mejor alternativa que la de confiar en sus técnicas diplomáticas para resolver las crisis generadas por ellos.

Con el país descompuesto entre las obsesiones de un Estado débil y las reivindicaciones de un imperio universal, las reformas en China se llevaron a cabo de forma vacilante. Por fin, un golpe de Estado en palacio llevó a la abdicación de un emperador partidario de la reforma y se instalaron de nuevo en una posición predominante los tradicionalistas, encabezados por la emperatriz viuda de Cixi. A falta de una modernización y una reforma interna fundamental, se pidió a los diplomáticos chinos que procuraran reducir los perjuicios causados a la integridad territorial de China y que pusieran freno a la erosión de la soberanía del país sin haberles proporcionado los medios para resolver la debilidad básica que vivía. Tenían que ganar tiempo y no disponían de un plan para sacar partido de él. Además, la tarea nunca había sido tan ardua como cuando entró en juego un nuevo elemento en el equilibrio de poder del nordeste de Asia: Japón, que vivía un rápido proceso de industrialización.

EL RETO DE JAPÓN

A diferencia de la mayoría de los vecinos de China, Japón se resistió durante siglos a incorporarse al orden mundial sinocéntrico. Situado en un archipiélago, a unos cuantos cientos de kilómetros del continente asiático y en su punto más accesible, Japón cultivó durante mucho tiempo sus tradiciones y su cultura particular en aislamiento. Contaba con una considerable homogeneidad étnica y lingüística, con una ideología oficial que ponía énfasis en el origen divino de su pueblo y alimentaba un compromiso casi religioso respecto a su identidad exclusiva.

En la cúspide de la sociedad de este país y de su propio orden mundial se erigía el emperador de Japón, figura concebida, al igual que el Hijo del Cielo chino, como intermediaria entre lo humano y lo divino. La filosofía política tradicional de Japón planteaba literalmente que los emperadores de este país eran divinidades descendientes de la diosa Sol, quien dio a luz al primer emperador y dotó a sus descendientes del derecho eterno al mando. Así pues, Japón, igual que China, se consideraba algo mucho más importante que un Estado corriente.³² El propio título de «emperador» —exhibido de manera insistente en los envíos diplomáticos japoneses a la corte china— constituía un desafío directo al orden mundial chino. Cabe recordar que en la cosmología china la humanidad contaba con un solo emperador, cuyo trono estaba en China.³³

Si la excepcionalidad china representaba la reivindicación de un imperio universal, la excepcionalidad japonesa nacía de la inseguridad de una isla nación que obtenía mucho de su país vecino pero al mismo tiempo temía que este lo dominara. La idea de singularidad china afirmaba que este país contaba con la única civilización verdadera e invitaba a los bárbaros del Reino Medio a «acercarse para transformarse». En la actitud japonesa se asumía una pureza racial y cultural del país única y se negaba la difusión de sus virtudes, incluso la explicación de la esencia, a aquellos que no hubieran nacido con sus sagrados vínculos ancestrales.34

Durante largos períodos, Japón había permanecido casi totalmente al margen de los asuntos exteriores, como si incluso algún contacto intermitente con los extranjeros pudiera comprometer su excepcional identidad. Participaba en cierta medida en el orden internacional, pero lo hacía por medio de su propio sistema tributario en las islas Ryukyu (actualmente, Okinawa e islas de alrededor) y en distintos reinos de la península de Corea. Con cierta ironía, los dirigentes japoneses, como sistema de reivindicar su independencia respecto a China, optaron por una de las instituciones más chinas.35

Otros pueblos asiáticos aceptaron el protocolo del sistema tributario chino, calificando su comercio de «tributo» para acceder a los mercados de este país. Japón se negó a comerciar con China bajo capa de tributo. Insistía en la igualdad, cuando no en la superioridad, respecto a China. Pese a los vínculos comerciales naturales existentes entre China y Japón, las discusiones del siglo XVII sobre comercio bilateral quedaron estancadas porque ninguna de las partes quiso respetar el protocolo que exigían las pretensiones de ser el centro del mundo de la otra.36

Mientras la esfera de influencia de China tuvo sus altibajos en sus vastas fronteras según el poder del imperio y de las tribus vecinas, los dirigentes japoneses se plantearon su propio dilema de seguridad como una alternativa mucho más directa. Con un sentido de superioridad tan marcado como el de la corte china, pero percibiendo al mismo tiempo el margen de error mucho más reducido, los estadistas japoneses miraban con cautela hacia el oeste —hacia un continente dominado por una sucesión de dinastías chinas, algunas de las cuales extendían su mandato hasta el vecino más cercano de Japón: Corea—, y veían allí un desafío existencial. Así, la política exterior japonesa oscilaba, a veces con inesperada brusquedad, entre una actitud distante respecto al continente asiático y unos audaces intentos de conquista planeados con el objetivo de sustituir el orden sinocéntrico.

Japón, al igual que China, se topó con los navíos occidentales que dominaban una tecnología nueva para ellos y contaban con una fuerza abrumadora a mediados del siglo XIX; en el caso de Japón, el desembarco de los «buques negros» del comodoro estadounidense Matthew Perry. Sin embargo, Japón sacó de este desafío una conclusión opuesta a la de China: abrió sus puertas a la tecnología extranjera y renovó sus instituciones en un intento de reproducir el auge de las potencias occidentales. (En Japón, tal conclusión pudo haberse alcanzado gracias a que no se veían las ideas de fuera como algo relacionado con la adicción al opio, que en general supo evitar.) En 1868, el emperador Meiji, en su carta de juramento, anunciaba la decisión tomada por su país: «Hay que buscar conocimientos en todo el mundo y así fortalecer los cimientos del gobierno imperial».37

La restauración Meiji y la inclinación por el dominio de la tecnología occidental abrió la puerta para que Japón iniciara un impresionante progreso económico. Mientras el país desarrollaba una economía moderna y un extraordinario aparato militar, empezó a incidir en las prerrogativas concedidas a las grandes potencias occidentales. Su élite gobernante concluía, en palabras de Shimazu Nariakira, noble del siglo XIX y principal defensor de la innovación tecnológica: «Si tomamos la iniciativa, dominaremos; si no, nos dominarán».38

Ya en 1863, Li Hongzhang llegó a la conclusión de que Japón iba a convertirse en la principal amenaza para la seguridad de China. Antes de la restauración Meiji, Li hablaba de la respuesta japonesa al desafío occidental. En 1874, después de que Japón sacara partido a un incidente entre miembros de una tribu taiwanesa y unos marineros náufragos de las islas Ryukyu y organizara una expedición punitiva,39 escribió sobre Japón:

Su poder aumenta de día en día y su ambición no queda rezagada. De modo que se atreve a exhibir su fuerza en tierras orientales, desprecia a China y opta por invadir Taiwan. Las potencias europeas poseen vigor, pero siguen a 70.000 líes de nosotros, mientras que Japón está en nuestro propio umbral espiando nuestra desolación y soledad. Sin duda se convertirá en la gran preocupación permanente de China.40

Ante la imagen del torpe gigante del oeste que seguía con sus vacuas pretensiones de supremacía mundial, los japoneses empezaron a plantearse desbancar a China como principal potencia de Asia. El enfrentamiento por dos reivindicaciones encontradas llegó a su punto crítico en un país situado en la confluencia de las mayores ambiciones del país vecino: Corea.

COREA

El Imperio chino era extenso, pero no invasor. Exigía tributo y reconocimiento del protectorado del emperador. No obstante, el tributo era más simbólico que sustancial, y el protectorado se ejercía de una forma que permitía una autonomía que prácticamente no se diferenciaba de la independencia. En el siglo XIX, los encarnizadamente independientes coreanos habían llegado a un acuerdo práctico con el gigante chino que tenían al norte y al oeste. Técnicamente, Corea era un Estado tributario, cuyos reyes mandaban con regularidad el tributo a Pekín. Corea había adoptado los códigos morales confucianos y los caracteres chinos para la correspondencia formal. Pekín, por su parte, tenía claros intereses en la península, cuya situación geográfica la convertía en un posible corredor de invasión de China por mar.

Corea ejercía en cierto modo el papel de reflejo en la idea que tenía Japón de sus imperativos estratégicos. Japón también veía el dominio extranjero de Corea como un posible peligro. La situación de la península, que apuntaba hacia Japón, había tentado a los mongoles, quienes quisieron utilizarla como punto de partida en dos intentos de invasión del archipiélago japonés. En aquellos momentos en que declinaba la influencia imperial, Japón se planteó afianzar una posición dominante en la península de Corea y empezó a imponer sus propias reivindicaciones económicas y políticas.

Durante las décadas de 1870 y 1880, China y Japón mantuvieron una serie de intrigas cortesanas en Seúl y lucharon por la supremacía entre distintas facciones reales. Cuando Corea se vio acosada por la ambición extranjera, Li Hongzhang aconsejó a los dirigentes coreanos que aprendieran de la experiencia china con los invasores. Iba a organizar una contienda entre los posibles colonizadores atrayéndolos hacia su país. En una carta escrita en octubre de 1879 a un funcionario de alto rango coreano, Li aconsejaba que Corea debería buscar un partidario entre los bárbaros más lejanos, a ser posible Estados Unidos:

Podría decirse que la forma más simple de evitar problemas sería encerrarse en el propio país y permanecer en paz. Pero, ¡ay!, en Oriente esto no es posible. No existe medio humano capaz de acabar con el movimiento expansionista de Japón: ¿acaso vuestro gobierno no se ha visto obligado a inaugurar una nueva era firmando un tratado de comercio con ellos? Tal como están las cosas, pues, lo mejor que podemos hacer ¿no es neutralizar un veneno con otro, poner en marcha una energía contra otra?41

Sobre esta base, Li hacía una propuesta a Corea: «Aprovechad cualquier oportunidad para establecer relaciones de acuerdo con los países occidentales, pues podréis utilizarlas para controlar a Japón». El comercio con Occidente, advertía, trae «influencias perniciosas», como el opio y el cristianismo, precisaba; ahora bien, en contraste con Japón y Rusia, que buscaban agregar territorios, sobre las potencias occidentales decía: «Con vuestro reino, solo comerciarán con objetos». Había que marcarse como objetivo equilibrar el peligro de cada una de las potencias extranjeras y no permitir que ninguna predominara: «Puesto que sois conscientes de la fuerza de cada uno de los adversarios, debéis utilizar todos los medios posibles para dividirlos; actuad con cautela, utilizad la astucia; con ello demostraréis que sois buenos estrategas».42 Li no habló del interés de China por Corea, ya fuera porque dio por supuesto que el mando supremo de este país no implicaba el mismo tipo de peligro que otras influencias extranjeras o porque había llegado a la conclusión de que China no contaba con medios prácticos para apartar a Corea de la influencia extranjera.

Indefectiblemente, las reivindicaciones de chinos y japoneses de establecer una relación especial con Corea se hicieron incompatibles. En 1894, Japón y China enviaron tropas como respuesta a una rebelión coreana. Finalmente, Japón apresó al rey de Corea e instauró un gobierno projaponés. Los nacionalistas de Pekín y Tokio hicieron un llamamiento a la guerra; no obstante, solo Japón disponía de una flota naval moderna, pues los fondos que en un principio se destinaron a la modernización de la armada china fueron requisados para las mejoras del palacio de verano.

Al cabo de unas horas de estallar la guerra, Japón destruyó las fuerzas navales chinas dotadas de muy pocos recursos, el logro más patente de unas cuantas décadas de autofortalecimiento del país. Se reclamó la presencia de Li Hongzhang, que se encontraba en uno de sus retiros periódicos obligatorios, para que acudiera a la ciudad japonesa de Shimonoseki a negociar un tratado de paz, con la misión prácticamente imposible de salvar la dignidad china de la catástrofe militar. El bando que se impone en la guerra suele contar con el incentivo de retrasar un pacto, sobre todo si con el paso de los días mejora su posición negociadora. Por ello, Japón remachó el clavo de la humillación de China rechazando una serie de negociadores propuestos por este país, aduciendo que no poseían suficiente rango protocolario, una injuria intencionada dirigida a un imperio que hasta entonces había presentado a sus diplomáticos como personificaciones de las prerrogativas celestiales y, por consiguiente, con independencia de su rango, jerárquicamente por encima del resto.

Las estipulaciones que se trataron en Shimonoseki constituían un escándalo brutal para la imagen que tenía China de su propia preeminencia, pues se vio obligada a ceder Taiwan a Japón; a abandonar la ceremonia tributaria con Corea y a reconocer su independencia (en la práctica, se abrió más a la influencia japonesa); a pagar una importante indemnización de guerra, y a ceder a Japón la península de Liaodong, en Manchuria, en la que se incluían los puertos estratégicos de Dalian y Lushun (Port Arthur). Fue la bala disparada por un nacionalista japonés la que libró a China de unas consecuencias aún más humillantes. El proyectil rozó el rostro de Li en la escena de las negociaciones y avergonzó al gobierno japonés hasta el punto de que cedió en algunas de sus reivindicaciones más radicales.

Li siguió negociando desde su lecho del hospital para demostrar que la humillación no lo doblegaba. Tal vez influyera en su estoicismo el saber que, con el avance de los acuerdos, los diplomáticos chinos se iban acercando a otras potencias con intereses en China, en especial Rusia, cuya expansión por el Pacífico había tenido que abordar la diplomacia china desde el final de la guerra de 1860. Li había previsto la rivalidad entre Japón y Rusia en Corea y Manchuria y, en 1894, había dado órdenes a sus diplomáticos de que trataran a Rusia con gran tiento. En cuanto Li hubo regresado de Shimonoseki, aseguró el liderazgo de Rusia en una «intervención triple» de Rusia, Francia y Alemania, que obligó a Japón a devolver a China la península de Liaodong.

Fue una maniobra de consecuencias trascendentales. La corte del zar puso de nuevo en práctica su ya clásica interpretación de la amistad chino-rusa. Por sus servicios obtuvo unos derechos especiales en otra importante franja de territorio chino. En esta ocasión actuó con suficiente sutileza para no hacer las cosas de forma abierta. Al contrario, tras la triple intervención, se convocó a Li a Moscú para firmar un acuerdo secreto con una cláusula ingeniosa y claramente interesada en la que se estipulaba que, a fin de garantizar la seguridad de China frente a nuevos ataques japoneses, Rusia se ocuparía de construir una prolongación del ferrocarril transiberiano a través de Manchuria. En el pacto secreto, Rusia dio su palabra de no utilizar dicho ferrocarril como «pretexto para invadir territorio chino o cercenar los derechos legales y privilegios de Su Majestad Imperial el emperador de China»,43 que era en realidad lo que Rusia hacía. Indefectiblemente, una vez construido el ferrocarril, los representantes del zar insistieron en que harían falta fuerzas rusas en el territorio colindante para proteger la inversión. En unos años, Rusia se hizo con el control de la zona a la que Japón había tenido que renunciar y de otra importante extensión de terreno.

Aquel fue el legado más polémico de Li. La intervención había impedido los avances de Japón, al menos temporalmente, pero a costa de asentar a Rusia como influencia dominante en Manchuria. El establecimiento de una esfera de influencia del zar en esta zona precipitó una disputa sobre concesiones parecidas entre todas las potencias establecidas. Cada país fue respondiendo a los progresos de los demás. Alemania ocupó Qingdao en la península de Shandong. Francia obtuvo un enclave en Guangdong y consolidó su control sobre Vietnam. Gran Bretaña amplió su presencia en los Nuevos Territorios al otro lado de Hong Kong y se hizo con una base naval frente a Port Arthur.

La estrategia de mantener el equilibrio con los bárbaros había funcionado hasta cierto punto. Ningún país gozaba de un predominio absoluto en China, y con este margen pudo funcionar el gobierno de Pekín. De todas formas, la hábil maniobra de salvar la esencia china recurriendo a las potencias extranjeras para conseguir el equilibrio de poder en el territorio solo podía funcionar si China se mantenía lo suficientemente fuerte para que la tomaran en serio. Por otra parte, el control central que reivindicaba el país ya se estaba desintegrando.

En la década de 1930, las democracias occidentales contemporizaban con Hitler. Solo puede recurrirse a la confrontación cuando el débil está en situación de convertir su derrota en algo difícil de aguantar para el fuerte. De lo contrario, la solución prudente pasa por la reconciliación. Por desgracia, las democracias lo ponían en práctica cuando poseían la fuerza militar. De todas formas, la contemporización tiene también sus riesgos políticos y pone en juego la cohesión social. En efecto, exige que el pueblo mantenga la confianza en sus dirigentes incluso cuando parece que estos ceden ante las exigencias del vencedor.

Este era el dilema que se planteaba Li durante las décadas en las que intentó pilotar la nave de China entre la voracidad europea, rusa y japonesa y el desacierto y la intransigencia de su corte. Las últimas generaciones chinas habían reconocido la habilidad de Li Hongzhang, pero a la vez tenían sentimientos encontrados o se mostraban claramente hostiles en cuanto a las concesiones que había refrendado con su firma, sobre todo respecto a Rusia y Japón, así como por la cesión de Taiwan a este último Estado. Esta política ofendía la dignidad de una sociedad que mantenía su orgullo, aunque por otra parte permitía a China mantener los elementos de su soberanía, algo rebajados, todo hay que decirlo, a lo largo de un siglo de expansión colonial en el que casi todos los países que vivieron esta situación perdieron su independencia. Superaron la humillación simulando adaptarse a ello.

Li resumió el ímpetu de su diplomacia en un sombrío memorial enviado en 1901 a la emperatriz viuda poco antes de que muriera:

Ni que decir tiene que me alegraría mucho que China pudiera entablar una gloriosa y triunfal guerra; sería la satisfacción de mis últimos días ver a las naciones bárbaras subyugadas por fin en sumisa lealtad, obedeciendo con respeto los dictados del trono del Dragón. Por desgracia, no obstante, solo puedo reconocer con pesadumbre que China no está en condiciones de llevar a cabo una empresa de este orden, y que nuestras fuerzas no están capacitadas para abordarla. Planteándonos la cuestión como algo que afecta básicamente a la integridad de nuestro imperio, ¿encontraríamos a alguien tan insensato como para lanzar proyectiles a una rata cerca de una valiosa pieza de porcelana?44

La estrategia de enfrentar a Rusia y Japón en Manchuria creó una rivalidad que llevó a ambas potencias a medirse poco a poco mutuamente. Rusia, en su implacable expansión, acabó con el acuerdo tácito que existía entre quienes explotaban China de mantener un cierto equilibrio entre sus respectivas reivindicaciones y algún remanente de la soberanía china.

Las reivindicaciones encontradas de Japón y Rusia en la zona nororiental de China desencadenaron en 1904 una guerra por la preeminencia, que terminó con la victoria nipona. El Tratado de Portsmouth de 1905 concedió a Japón la posición dominante en Corea y ciertas posibilidades en Manchuria, aunque no tantas como las que hubiera posibilitado una victoria, a raíz de la intervención del presidente estadounidense Theodore Roosevelt. Su mediación al final de la guerra ruso-japonesa sobre la base del principio del poder, insólita en la diplomacia de Estados Unidos, impidió que Japón se apoderara de Manchuria y mantuvo un equilibrio en Asia. Rusia, con problemas en Asia, desplazó de nuevo sus prioridades estratégicas a Europa, un proceso que aceleró el estallido de la Primera Guerra Mundial.

EL LEVANTAMIENTO DE LOS BÓXERS Y EL NUEVO PERÍODO DE LOS REINOS COMBATIENTES

A finales del siglo XIX, el orden mundial chino se había descoyuntado del todo; la corte de Pekín ya no constituía un factor importante en la protección de la cultura o la autonomía de China. La frustración popular se desbordó en 1898 en el denominado levantamiento de los bóxers. Estos —que recibían tal nombre por sus tradicionales ejercicios de artes marciales— practicaban una forma de misticismo antiguo y afirmaban poseer una inmunidad mágica frente a las balas foráneas y organizaron una campaña de agitación violenta contra los extranjeros y los símbolos del nuevo orden que habían impuesto. Atacaron a diplomáticos, a chinos cristianos, las líneas de ferrocarril y de telégrafo y muchas escuelas occidentales. La emperatriz viuda, tal vez con el temor de que la corte manchú (también imposición «extranjera» y ya muy poco efectiva) se convirtiera en el próximo objetivo, se unió a los bóxers, alabando sus acciones. De nuevo el epicentro del conflicto se situó en las embajadas extranjeras de Pekín, tanto tiempo disputadas, que los bóxers asediaron durante la primavera de 1900. Tras un siglo de fluctuaciones entre el arrogante desprecio, el desafío y la atribulada conciliación, China se vio envuelta en un estado de guerra contra todas las potencias extranjeras a la vez.45

La consecuencia fue otro duro golpe. En agosto de 1900 llegó a Pekín una fuerza expedicionaria formada por ocho potencias aliadas —Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón, Rusia, Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia— para liberar las embajadas. Después de reducir a los bóxers y a las tropas aliadas de Qing (y de devastar gran parte de la capital en el proceso) establecieron otro «tratado desigual», que imponía una indemnización en efectivo y garantizaba más derechos de ocupación a las potencias extranjeras.46

Una dinastía incapaz de evitar continuas marchas hacia la capital de China o de impedir exacciones extranjeras en el territorio chino había perdido claramente el Mandato Celestial. La dinastía Qing, que había prolongado su existencia setenta años desde el enfrentamiento inicial con Occidente, se vino abajo en 1912.

La autoridad central china volvió a fracturarse y se inició un nuevo período de los Reinos Combatientes. En un entorno internacional marcado por la inseguridad, surgió una República china profundamente dividida desde sus inicios. Nunca tuvo oportunidad de poner en práctica los principios democráticos. En enero de 1912, Sun Yat-sen fue proclamado presidente de la nueva república. Como si una misteriosa ley dirigiera la unidad imperial, después de seis semanas en el cargo, Sun cedió el mando a Yuan Shikai, comandante de la única fuerza militar capaz de unificar el país. Tras el fracaso de la frustrada declaración de Yuan de instaurar una nueva dinastía imperial en 1916, el poder político pasó a manos de gobernadores regionales y comandantes militares. Entretanto, en el corazón del país, el nuevo Partido Comunista de China, creado en 1921, administraba una especie de gobierno a la sombra y un orden social paralelo más o menos próximo al movimiento comunista mundial. Cada uno de estos aspirantes exigía el derecho a gobernar, pero ninguno tenía suficiente fuerza para imponerse al resto.

Despojada de la autoridad central universalmente reconocida, China carecía del instrumento que podía permitirle aplicar su diplomacia tradicional. A finales de la década de 1920, el Partido Nacionalista, dirigido por Chiang Kai-shek, ejerció el control nominal en todo el antiguo imperio Qing. En la práctica, sin embargo, cada vez fueron poniéndose más en cuestión las prerrogativas territoriales tradicionales.

Las potencias occidentales, exhaustas por los esfuerzos llevados a cabo en la guerra, y en un mundo influido por los principios wilsonianos de autodeterminación, no estaban ya en posición de ampliar sus esferas de influencia en China, y apenas se veían capaces de mantenerlas. Rusia consolidaba su revolución interna y no podía plantearse un proceso de expansión. Alemania había perdido todas sus colonias.

De los que habían luchado por el dominio en China solo quedaba uno, pero era el más peligroso para la independencia de este país: Japón. China no tenía fuerza suficiente para defenderse. Por otra parte, no existía otro país capaz de mantener el pulso con Japón. Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, Japón ocupó las antiguas concesiones alemanas en Shandong. En 1932, Tokio orquestó la creación del Estado títere de Manchukuo en Manchuria. En 1937 abordó un plan de conquista de gran parte de la región oriental de China.

Japón se encontró entonces en la situación de los anteriores conquistadores. Era difícil hacerse dueño de un país tan grande; resultaba imposible administrarlo sin confiar en algunos de sus preceptos culturales, que Japón, convencido de la singularidad de sus propias instituciones, nunca estuvo preparado para adoptar. Poco a poco, sus antiguos asociados —las potencias europeas con el apoyo de Estados Unidos— empezaron a oponerse a Japón, de entrada en el ámbito político y más adelante en el militar. Fue una especie de culminación de la estrategia diplomática del autofortalecimiento, en la que los antiguos colonialistas colaboraban entonces para reivindicar la integridad de China.

A la cabeza de esta iniciativa se encontraba Estados Unidos, con su estrategia de política de puertas abiertas anunciada en 1899 por su secretario de Estado John Hay. Un sistema nacido para reclamar para Estados Unidos las ventajas del imperialismo de otros países se convirtió, en la década de 1930, en una vía para mantener la independencia de China. Las potencias occidentales se sumaron al plan. China superaría la fase imperialista si era capaz de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y volvía a forjar su unidad.

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