China

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Henry Kissinger

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Stalin era consciente de que lo que menos deseaba Mao, aparte de las fuerzas estadounidenses en las fronteras con China, era un gobierno provisional coreano en Manchuria en contacto con la minoría coreana que vivía allí, que reivindicaba algún tipo de soberanía y organizaba constantemente incursiones militares hacia Corea. El dirigente soviético también habría entendido que Mao ya no se podía echar atrás. En aquel punto, China tenía que escoger entre tener al ejército estadounidense en el Yalu, poniendo en peligro la mitad de la industria del país y una Unión Soviética descontenta que retirara el aprovisionamiento y tal vez reclamara sus «derechos» sobre Manchuria, o bien seguir el curso emprendido por Mao mientras continuaba regateando con Stalin. Estaba en una situación en la que tenía que intervenir, curiosamente en parte para protegerse de los objetivos soviéticos.

El 19 de octubre, después de unos días de retraso a la espera de garantías sobre los suministros soviéticos, Mao ordenó al ejército entrar en Corea. Stalin prometió un apoyo logístico importante con la única condición de que no implicara confrontación directa con Estados Unidos (por ejemplo, cobertura aérea en Manchuria, aunque no por encima de Corea).

Los recelos mutuos pesaban tanto que en cuanto Zhou volvió de Moscú, desde donde podía establecer comunicación con Pekín, al parecer Stalin ya había dado marcha atrás. Para evitar que Mao manipulara a la Unión Soviética y la responsabilizara de equipar al Ejército Popular de Liberación sin beneficiarse de atar a las fuerzas estadounidenses al combate en Corea, Stalin informó a Zhou de que no se mandarían suministros hasta que las fuerzas chinas no estuvieran ya en Corea. Mao hizo pública la orden el 19 de octubre, en efecto sin una garantía de apoyo soviético. Después de esto, se restableció el apoyo soviético prometido en un principio, si bien Stalin, cauto como siempre, limitó el refuerzo aéreo al territorio chino. Nada quedaba de la disposición expresada en su primera carta a Mao de arriesgarse a una guerra general en Corea.

Ambos dirigentes comunistas explotaron las necesidades e inseguridades mutuas. Mao consiguió suministros militares soviéticos para modernizar su ejército —determinadas fuerzas chinas afirman que durante la guerra de Corea recibió equipamiento para sesenta y cuatro divisiones de infantería y veintidós divisiones aéreas—57 y Stalin comprometió a China en un conflicto con Estados Unidos en Corea.

LA CONFRONTACIÓN CHINO-ESTADOUNIDENSE

Estados Unidos se mantuvo como observador pasivo en estas maquinaciones comunistas internas. No exploró una posición intermedia entre la detención en el paralelo 38 y la unificación de Corea, ni hizo caso de las advertencias chinas sobre las consecuencias de cruzar dicha línea. Es curioso que Acheson no las considerara comunicaciones oficiales y pensara que podían pasarse por alto. Tal vez pensara que podía hacer frente a Mao.

Ninguno de los documentos publicados hasta hoy pone al descubierto una discusión seria sobre alguna opción diplomática de una parte u otra. No se tiene constancia de que se tratara este punto en ninguna de las reuniones que celebró Zhou con la Comisión Militar Central o con el Politburó. Al contrario de lo que se ha pensado siempre, el «aviso» a Washington de no cruzar el paralelo 38 fue con toda probabilidad una táctica para distraer la atención. Llegado a este punto, Mao ya había mandado soldados del Ejército Popular de Liberación autóctonos de Corea desde Manchuria a este último país para ayudar a los norcoreanos, había trasladado una considerable fuerza militar de Taiwan hacia la frontera coreana y había prometido apoyo chino a Stalin y a Kim.

La única posibilidad que pudo haber existido para evitar el combate inmediato entre Estados Unidos y China está en las instrucciones que mandó Mao en un mensaje a Zhou, que seguía en Moscú, sobre su plan estratégico el 14 de octubre, mientras las tropas chinas se preparaban para cruzar la frontera coreana.

Nuestros soldados seguirán con la mejora del trabajo de defensa si disponen de tiempo suficiente para ello. Suponiendo que el enemigo defienda con tenacidad Pyongyang y Wonsan y no avance [hacia el norte] durante los próximos seis meses, nuestras tropas no atacarán Pyongyang ni Wonsan. Nuestras tropas solo atacarán Pyongyang y Wonsan si están suficientemente equipadas y preparadas, si cuentan con una clara superioridad frente al enemigo tanto por aire como por tierra. Es decir, durante seis meses no vamos a plantearnos emprender ninguna ofensiva.58

Es evidente que China en seis meses no tenía posibilidad alguna de alcanzar una clara superioridad en ningún campo.

Suponiendo que las fuerzas estadounidenses se hubieran detenido en la línea, de Pyongyang a Wonsan (el estrecho cuello de la península coreana), ¿se habría creado con ello una zona de contención que pudiera tranquilizar a Mao? ¿Habría cambiado algo una iniciativa diplomática hacia Pekín? ¿Se habría sentido satisfecho Mao aprovechando su presencia en Corea para renovar sus fuerzas? Tal vez la pausa de seis meses que Mao citó a Zhou habría proporcionado la ocasión para un contacto diplomático, para una advertencia militar o para que Mao o Stalin cambiaran de parecer. Por otra parte, la zona de contención en territorio hasta entonces comunista no era de ninguna forma la idea que tenía Mao de su tarea revolucionaria o estratégica. Cabe tener en cuenta, de todas formas, que el dirigente comunista era discípulo de Sun Tzu y sabía cómo aplicar simultáneamente estrategias que podían parecer contradictorias. En cualquier caso, Estados Unidos no poseía tal capacidad. Optó por una línea de demarcación refrendada por la ONU a lo largo del Yalu, que podía proteger con sus propias fuerzas y su propia diplomacia en el estrecho cuello de la península de Corea.

De esta forma, cada uno de los componentes de la relación triangular entró en una guerra que tenía todos los ingredientes de un conflicto mundial. Las líneas de batalla fueron cambiando de posición. Las fuerzas chinas tomaron Seúl, pero tuvieron que retroceder hasta que se estableció un

impasse militar en la zona de combate en el marco de unas negociaciones para el armisticio, que duraron cerca de dos años, en el curso de las cuales las fuerzas estadounidenses se abstuvieron de organizar operaciones ofensivas: la solución casi ideal desde el punto de vista soviético. La opinión de la Unión Soviética era la de alargar las negociaciones, y por tanto, la guerra, tanto como fuera posible. El 27 de julio de 1953 se consiguió un acuerdo de armisticio en el que se establecía básicamente la línea de antes de la guerra del paralelo 38.

Ninguno de los participantes logró todos sus objetivos. Para Estados Unidos, el acuerdo del armisticio constituía la meta que le había llevado a la guerra: impidió el éxito de la agresión norcoreana, aunque al mismo tiempo permitió a China, en un momento de gran debilidad, enfrentarse a la superpotencia nuclear, paralizarla e impedir su avance. La solución también salvó la credibilidad estadounidense, al proteger a los aliados, pero al precio de una incipiente sublevación de estos y la discordia en el interior del país. Los observadores tuvieron que recordar a la fuerza el debate que había tenido lugar en Estados Unidos en cuanto a los objetivos de la guerra. El general MacArthur, aplicando máximas tradicionales, buscaba la victoria; la administración, al interpretar la guerra como un amago para llevar Estados Unidos a Asia —sin duda, la estrategia de Stalin—, estaba preparada para una solución militar igualitaria (y, probablemente, para un revés político a largo plazo), un resultado que se veía por primera vez en las guerras libradas por los estadounidenses. La incapacidad de casar objetivos políticos y militares puede que llevara a otros contendientes asiáticos a creer en la vulnerabilidad de Estados Unidos ante las guerras sin un claro resultado militar, dilema que apareció de nuevo con más fuerza en la vorágine de Vietnam diez años después.

Tampoco podía decirse que Pekín hubiera alcanzado sus metas, al menos en términos militares convencionales. Mao no consiguió liberar toda Corea del «imperialismo americano», como proclamaba en un principio la propaganda china. Pero había entrado en la guerra con unos objetivos más amplios y en cierta forma más abstractos, incluso románticos: hacer la prueba de fuego a la «nueva China» y dar un mazazo a lo que el dirigente chino consideraba la debilidad y pasividad históricas de su país; demostrar a Occidente (y, hasta cierto punto, a la Unión Soviética) que China era ya una potencia militar y estaba dispuesta a utilizar la fuerza para defender sus intereses; afianzar el liderazgo de China en el movimiento comunista asiático, y golpear a Estados Unidos (país que Mao creía que planificaba una posterior invasión a China) en el momento que se considerara oportuno. La contribución principal de la nueva ideología no se basaba tanto en sus ideas estratégicas como en la voluntad de desafiar a los países más poderosos y trazar su propio camino.

En un sentido más amplio, la guerra de Corea no fue solo una solución militar igualitaria. La recién fundada República Popular de China se erigió en potencia militar y en centro de la revolución en Asia. Forjó también su credibilidad en el campo militar, dejando patente que China, como adversario temible, que merecía respeto, seguiría por el mismo camino en las próximas décadas. El recuerdo de la intervención china en Corea influyó más tarde en la estrategia de Estados Unidos en Vietnam. Pekín triunfó utilizando la guerra y la propaganda de «Resistencia contra Estados Unidos, ayuda a Corea», que la acompañó, así como la campaña de depuración para alcanzar dos hitos básicos para Mao: eliminar la oposición interna frente a la dirección del partido e inculcar el «entusiasmo revolucionario» y el orgullo nacional en la población. Por medio de fomentar la indignación hacia la explotación occidental, Mao circunscribió la guerra a una lucha para «vencer la arrogancia estadounidense»; los logros conseguidos en el campo de batalla se consideraron como una forma de rejuvenecimiento espiritual después de décadas de debilidad y de injusticias en China. El país se levantó de la guerra exhausto pero con una nueva definición de sí mismo ante sus propios ojos y ante los del mundo.

Curiosamente, el principal perdedor en la guerra de Corea fue Stalin, quien había dado luz verde a Kim Il-sung para iniciarla y también había apremiado, incluso chantajeado, a Mao para que interviniera en ella con armas y bagajes. Animado por la aquiescencia estadounidense respecto a la victoria comunista en China, Stalin creía que Kim Il-sung podía repetir las mismas pautas en Corea. La intervención de Estados Unidos frustró su objetivo. Impulsó a Mao a intervenir, convencido de que con ello iba a crear una hostilidad duradera entre su país y Estados Unidos y a aumentar la dependencia de la China comunista respecto a Moscú.

Stalin acertó en la predicción estratégica, pero cometió un grave error en la valoración y las consecuencias. La dependencia de China con relación a Estados Unidos tenía dos vertientes. El rearme de China, del que se ocupó por fin la Unión Soviética, acortó el tiempo que tardó aquella en actuar por su propia cuenta. El cisma chino-estadounidense que fomentaba Stalin no llevó a una mejora de las relaciones entre la Unión Soviética y China, como tampoco redujo la opción titista de China. Al contrario, Mao calculó que podía derrotar de manera simultánea a las dos superpotencias. Los conflictos de Estados Unidos con la Unión Soviética eran tan profundos que Mao consideró que no tenía que pagar ningún precio por el apoyo soviético durante la guerra fría; es más, que podía utilizarlo como amenaza incluso sin su aprobación, como hizo en una serie de crisis posteriores. Una vez finalizada la guerra con Corea, las relaciones de la Unión Soviética con China se deterioraron en buena medida a causa de la falta de transparencia con la que Stalin estimuló la aventura de Kim Il-sung, la brutalidad con que empujó a China a intervenir y, sobre todo, el estilo mezquino con que concedió el apoyo soviético, todo en forma de préstamos reembolsables. Diez años más tarde, la Unión Soviética se convertiría en el principal adversario de China, y antes de que transcurrieran diez más se produjo otro cambio en las alianzas.

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China se enfrenta a las dos superpotencias

Otto von Bismarck, tal vez el mejor diplomático de la segunda mitad del siglo XIX, dijo en una ocasión que en un orden mundial compuesto por cinco estados siempre es mejor formar parte de un grupo de tres. Si lo aplicamos a la interacción de los tres países que nos ocupan, deduciríamos que en este caso lo deseable sería formar parte de un grupo de dos.

Esta verdad escapó durante quince años al principal componente del triángulo formado por China, la Unión Soviética y Estados Unidos, en parte a causa de las insólitas maniobras de Mao. En política exterior, a menudo los estadistas cumplen con sus objetivos creando una confluencia de intereses. La política de Mao se basó en lo contrario. Aprendió a explotar las hostilidades superpuestas. El conflicto entre Moscú y Washington constituyó la base estratégica de la guerra fría; la hostilidad entre Washington y Pekín dominó la diplomacia asiática. De todas formas, los dos estados comunistas nunca se coaligaron en su hostilidad hacia Estados Unidos —excepto durante la guerra de Corea, y durante un breve tiempo y de forma parcial— por la creciente rivalidad entre Mao y Moscú sobre la primacía ideológica y el análisis geoestratégico.

Desde el punto de vista de la política de poder tradicional, evidentemente, Mao nunca estuvo en situación de actuar en plan igualitario en la relación triangular. Era con diferencia el miembro más débil y vulnerable del grupo. Ahora bien, en su capacidad de aprovechar la hostilidad mutua entre las superpotencias nucleares y crear la impresión de ser impermeable a la devastación nuclear, consiguió que China se convirtiera en una especie de refugio diplomático. Mao añadió una nueva dimensión a la política del poder, una dimensión de la que personalmente no conozco precedentes. En lugar de buscar apoyo de una u otra superpotencia —como habría aconsejado la teoría tradicional sobre el equilibrio de poder—, explotó el temor existente entre la Unión Soviética y Estados Unidos y desafió simultáneamente a ambos rivales.

Un año después de la guerra de Corea, Mao se enfrentó militarmente a Estados Unidos en la crisis del estrecho de Taiwan y, acto seguido, pasó a la confrontación ideológica con la Unión Soviética. Se sintió seguro en las dos iniciativas, pues calculó que ninguna de las dos superpotencias permitiría que la otra le hundiera. Con ello aplicó de forma muy inteligente la estratagema de la ciudad vacía de Zhuge Liang, que se ha descrito antes, convirtiendo la debilidad material en un recurso psicológico.

Después de la guerra de Corea, los versados en los asuntos internacionales —en especial los expertos occidentales— pensaban que Mao optaría por un período de tregua. Desde la victoria de los comunistas, apenas habían vivido un mes de tranquilidad, ni siquiera aparente. La reforma agraria, la puesta en marcha del modelo económico soviético y la destrucción de la oposición interna habían sido los principales puntos de una agenda de lo más apretada. Al mismo tiempo, aquel país aún bastante subdesarrollado entró en una guerra con una superpotencia nuclear que contaba con una tecnología militar muy avanzada.

Mao no tenía intención de pasar a la historia por las treguas que concedía a su sociedad. Al contrario, lanzó a China hacia nuevas convulsiones: dos conflictos con Estados Unidos en el estrecho de Taiwan, el inicio de un enfrentamiento con la India y la controversia ideológica y geopolítica cada vez más marcada con la Unión Soviética.

Para Estados Unidos, en cambio, el fin de la guerra de Corea y la llegada de la administración de Dwight Eisenhower marcó la vuelta a la «normalidad» interna, que había de durar hasta finales de la década. En el ámbito internacional, la guerra de Corea se convirtió en el paradigma del compromiso del comunismo hacia la expansión por medio de la subversión política o la agresión militar cuando las circunstancias lo permitían. Otras partes de Asia lo corroboraron: la guerra de guerrillas en Malaisia; la violenta tentativa de los izquierdistas de Singapur de hacerse con el poder, y, cada vez más, en las guerras en Indochina. Donde falló en parte la visión estadounidense fue al considerar el comunismo como un monolito y no saber captar la profunda desconfianza existente, ya en aquellos primeros estadios, entre los dos gigantes comunistas.

La administración de Eisenhower abordó la amenaza de la agresión con métodos que se habían aplicado en la experiencia europea de Estados Unidos. Intentó apoyar la viabilidad de países fronterizos con el mundo comunista siguiendo el ejemplo del Plan Marshall y estableció alianzas del estilo de la OTAN, como la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (SEATO), entre las nuevas naciones colindantes con China en el sudeste de Asia. No se planteó las diferencias básicas entre las condiciones de Europa y las de la periferia de Asia. Los países europeos de la posguerra eran estados consolidados con instituciones complejas. Su viabilidad dependía de acortar distancias entre las expectativas y la realidad, una brecha abierta por los estragos causados en la Segunda Guerra Mundial. Este proyecto de gran envergadura pudo aplicarse en un período de tiempo relativamente corto. Una vez asegurada la estabilidad interna, el problema de seguridad pasó a ser el de defensa frente a un posible ataque militar proveniente del otro lado de las fronteras establecidas en el ámbito internacional.

Sin embargo, en Asia, alrededor de las fronteras de China, los estados seguían aún en proceso de formación. Surgía el reto de crear instituciones y consenso político partiendo de las divisiones étnicas y religiosas. Se trataba de una tarea más conceptual que militar; la insurrección interna o la guerra de guerrillas constituían un peligro mayor contra la seguridad que las unidades organizadas que cruzaban las fronteras militares. Este era el problema en concreto de Indochina, donde el fin del proyecto colonial francés había dejado cuatro países (Vietnam del Norte, Vietnam del Sur, Camboya y Laos) con controvertidas líneas fronterizas y con tradiciones de poco calado respecto a la independencia nacional. Estos conflictos seguían su propia dinámica, sin control por parte de Pekín, Moscú o Washington, si bien el triángulo estratégico ejercía sus influencias en ellos. Por consiguiente, en Asia se planteaban pocos desafíos militares, por no decir ninguno. La estrategia militar y la reforma política y social estaban estrechamente vinculadas.

LA PRIMERA CRISIS EN EL ESTRECHO DE TAIWAN

Pekín y Taipei anunciaron públicamente lo que constituían dos versiones encontradas de la misma identidad nacional china. Desde la perspectiva nacionalista, Taiwan no era un Estado independiente, sino la sede del gobierno en el exilio de la República China, desplazada temporalmente por los usurpadores comunistas —como insistía la propaganda nacionalista—, que volvería para recuperar su legítimo lugar en el continente. Según el punto de vista de Pekín, Taiwan era una provincia renegada, cuya separación del continente y cuya alianza con las potencias extranjeras constituía el último vestigio del «siglo de humillación» vivido por China. Los dos bandos chinos estaban de acuerdo en que Taiwan y el continente formaban parte de la misma entidad política. El desacuerdo estribaba en qué gobierno chino era el legítimo.

Washington y sus aliados se planteaban a menudo la idea de reconocer a la República de China y a la República Popular de China como estados distintos: la llamada doble solución china. Los dos bandos chinos rechazaban con vehemencia la propuesta alegando que con ello se les impedía cumplir con la sagrada obligación nacional de liberarse del otro. Washington, en contra de la opinión expresada al principio, ratificó la postura de Taipei, según la cual la República de China era el «auténtico» gobierno chino, el que tenía derecho a ocupar el lugar de China en la ONU y en otras instituciones internacionales. El secretario de Estado adjunto para Asuntos Orientales de Estados Unidos, Dean Rusk —que más tarde sería secretario de Estado—, expresó su postura ante la administración de Truman en 1951 declarando: «A pesar de que las apariencias podrían llevar a pensar lo contrario, el régimen de Peiping [nombre que los nacionalistas daban a Pekín]... no es el gobierno de China. [...] No es China. No tiene derecho a hablar en nombre de China en la comunidad de naciones».¹ La República Popular de China, con su capital en Pekín, era, para Washington, una entidad legal y una nulidad diplomática, pese a que controlaba la mayor población del mundo. Esa sería la postura de Estados Unidos, con alguna variación de poca importancia, durante los veinte años siguientes.

La consecuencia no prevista de aquella coyuntura fue la implicación de Estados Unidos en la guerra civil china. Bajo la perspectiva que tenía Pekín de los asuntos internacionales, dicho compromiso corroboró que esta superpotencia era la última de las que habían conspirado durante un siglo para dividir y dominar China. Pekín opinaba que mientras Taiwan siguiera como autoridad administrativa aparte y recibiera ayuda política y militar extranjera el proyecto de fundar una «nueva China» permanecería inconcluso.

Estados Unidos, aliado básico de Chiang, no estaba muy motivado para iniciar la reconquista nacionalista del continente. Si bien los partidarios de Taipei en el Congreso pedían periódicamente a la Casa Blanca que «soltara a Chiang», ningún presidente de Estados Unidos se planteó en serio una campaña encaminada a dar la vuelta a la victoria comunista en la guerra civil china, una fuente de profundos malentendidos en el bando comunista.

La primera crisis directa en Taiwan estalló en agosto de 1954, poco más de un año después del fin de las hostilidades en la guerra de Corea. Tuvo como pretexto una peculiaridad territorial de la retirada nacionalista del continente: la presencia continua de las fuerzas nacionalistas en unas cuantas islas totalmente fortificadas, situadas a un tiro de piedra de la costa china, entre las cuales se encontraban Quemoy, Mazu, y algún escollo aún más reducido, todas ellas más cercanas al continente que a Taiwan.² Según la opinión de unos u otros, las islas constituían la primera línea de defensa de Taiwan, o, como proclamaba la propaganda nacionalista, su base operativa de vanguardia para una posible reconquista del continente.

Las islas cercanas a la costa fueron el curioso escenario de dos importantes crisis en un período de diez años, durante el que, en un momento determinado, tanto la Unión Soviética como Estados Unidos mostraron su disposición de recurrir al armamento nuclear. Ninguna de estas dos superpotencias tenía un interés estratégico específico por las citadas islas. Tampoco lo tenía China, como se demostró más tarde. Sin embargo, Mao las utilizó para establecer un principio general sobre relaciones internacionales: como parte de su estrategia global contra Estados Unidos en la primera crisis y contra la Unión Soviética —sobre todo contra Jruschov— en la segunda.

Quemoy, en su punto más cercano, estaba a un par de millas de la principal ciudad portuaria china: Xiamen; Mazu se encontraba a una distancia similar de la ciudad de Fuzhou.³ Todas estas islas podían observarse a simple vista desde el continente y estaban a tiro de la artillería. Entre Taiwan y el continente había más de cien millas. Una sólida resistencia nacionalista rechazó las incursiones de 1949 del Ejército Popular de Liberación contra las islas de la costa. El envío de Truman de la Séptima Flota al estrecho de Taiwan, al principio de la guerra de Corea, obligó a Mao a aplazar indefinidamente la invasión que había planificado de Taiwan y las llamadas de Pekín a Moscú en apoyo de la «liberación» total de Taiwan recibieron como respuesta evasivas: un primer paso hacia el distanciamiento definitivo.

La situación se hizo más compleja cuando Eisenhower sucedió a Truman en la presidencia. En su primera alocución sobre el Estado de la Unión el 2 de febrero de 1953, Eisenhower anunció que se ponía fin al patrullaje de la Séptima Flota en el estrecho de Taiwan. Puesto que la flota había evitado ataques en las dos direcciones, Eisenhower argumentó: «La misión implicaba, en efecto, que la armada estadounidense era imprescindible como arma defensiva de la China comunista». Todo ello a pesar de que las fuerzas chinas mataran a soldados estadounidenses en Corea. Retiraban la flota del estrecho, pues, como concluyó Eisenhower: «Ahora no tenemos ninguna obligación de proteger a una nación que lucha contra nosotros en Corea».4

En China, el despliegue de la Séptima Flota en el estrecho se había considerado la principal maniobra ofensiva de Estados Unidos Curiosamente, la retirada en aquellos momentos creaba el marco para una nueva crisis. Taipei empezó a reforzar Quemoy y Mazu con miles de soldados más y un importante contingente de armamento militar.

Ambos bandos se enfrentaron a un dilema. China no abandonaría jamás su compromiso de recuperar Taiwan, pero podía posponerlo ante unos obstáculos abrumadores, como la presencia de la Séptima Flota. En cuanto se hubo retirado esta, ya no volvió a enfrentarse a un obstáculo de tal envergadura en las islas costeras. Estados Unidos, por su parte, se había comprometido a defender Taiwan, aunque una guerra por unas islas que el secretario de Estado John Foster Dulles describía como un «puñado de piedras» era harina de otro costal.5 La confrontación se intensificó cuando la administración de Eisenhower inició las negociaciones sobre un tratado formal de defensa mutua con Taiwan, al que siguió la creación de la Organización del Tratado del Sudeste Asiático.

Cuando Mao se encontraba frente a un reto, normalmente optaba por la vía más complicada. Mientras el secretario de Estado John Dulles volaba hacia Manila para la creación de la SEATO, Mao ordenó un bombardeo masivo sobre Quemoy y Mazu: un toque de atención sobre la creciente autonomía de Taiwan y una prueba para Washington sobre su compromiso en la defensa multilateral de Asia.

En la primera cortina de fuego que cayó sobre Quemoy murieron dos militares estadounidenses y aquello llevó al despliegue inmediato de tres grupos de combate aeronaval en las cercanías del estrecho de Taiwan. Washington, que mantenía su promesa de abandonar la función de «arma defensiva» de la República Popular de China, aprobó una respuesta de represalia de las fuerzas nacionalistas con artillería y aviación contra el continente.6 Entretanto, miembros del Estado Mayor conjunto de Estados Unidos empezaron a elaborar planes para la posible utilización de armamento nuclear táctico por si se intensificaba la crisis. Eisenhower puso sus objeciones, al menos en un principio, y aprobó un plan para conseguir una resolución de alto el fuego del Consejo de Seguridad de la ONU. La crisis sobre un territorio que no interesaba a nadie alcanzó una dimensión mundial.

Pese a todo, aquella crisis no tenía un objetivo político claro. China no amenazaba directamente a Taiwan; Estados Unidos no quería cambiar el estatus del estrecho. La situación no era tanto un apremio para la confrontación —como la presentaban los medios de comunicación— como un sutil ejercicio de gestión de la crisis. Ambos bandos maniobraban para conseguir intrincadas normas que evitaran la confrontación militar que anunciaban en el ámbito político. Sun Tzu seguía vivo, en el puesto de mando de la diplomacia en el estrecho de Taiwan.

Aquello no tuvo como resultado la guerra, sino una «coexistencia combativa». A fin de impedir un ataque fruto de un malentendido sobre la decisión estadounidense —como en el caso de Corea—, el 23 de noviembre de 1954 Dulles y el embajador taiwanés en Washington autentificaron el texto del tratado de defensa planificado desde hacía tiempo entre Estados Unidos y Taiwan. No obstante, en la cuestión del territorio atacado recientemente, el compromiso estadounidense era ambiguo: el texto era de aplicación específica en Taiwan y las islas Pescadores (un grupo de islas situado a unas veinticinco millas de Taiwan). El tratado no hacía mención de Quemoy, de Mazu, ni de otros territorios cercanos a la China continental, a los que dejaba para una definición posterior, «como podría determinarse de común acuerdo».7

Por su parte, Mao prohibió a sus mandos atacar a las fuerzas estadounidenses, mientras dejaba claro que no se dejaba intimidar por el arma más temible de este país. A China, afirmó en un lugar tan poco adecuado como una reunión con el nuevo embajador de Finlandia en Pekín, no le afecta la amenaza de una guerra nuclear:

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