Chernobyl

Chernobyl


26. Martes, 6 de mayo.

Página 28 de 43

26

Martes, 6 de mayo.

El Hospital número 6 de Moscú, que ocupa la mayor parte de un gran bloque de edificios, no está dedicado enteramente a los pacientes afectados por la radiación. Si así fuera, se hallaría prácticamente vacío casi todo el tiempo; los Chernobyls son raros. Pero cuando sucede un Chernobyl, el Hospital número 6 se encuentra preparado pues es allí donde la Unión Soviética ha concentrado a los mejores médicos especialistas en aquella dolencia. Es un hospital muy bueno. El ala dedicada a las víctimas de la radiación está construida a estilo antiguo, con techos altos y habitaciones grandes, y en este cálido día de mayo el sol la inunda. En el ala hay un total de 299 pacientes procedentes de Chernobyl. Éstos son los casos peores, los que han recibido más radiación. Se les están aplicando los mejores cuidados posibles, pero para muchos de ellos no son suficientes.

Cuando Leonid Sheranchuk llegó allí, sin embargo, protestaba porque recibía más atención de la que necesitaba, y mucha más de la que realmente quería. Los médicos no le hicieron caso. Ya que estaba allí, allí permanecería hasta que le dieran el alta; pero le ofrecieron una compensación. La mayoría de los pacientes ocupaban habitaciones privadas, pero a él le permitieron compartir la del director técnico Simyon Smin, y esta gentileza hizo que dejara de protestar.

Sheranchuk no estaba seguro, sin embargo, de que la gentileza lo fuera también para Smin. El director técnico, ciertamente había agradecido su compañía. Pero, desde entonces, había ido empeorando rápidamente. El primer día Smin estaba alerta, aunque muy enfermo; incluso había saludado a su camarada fontanero y bromeado sobre su propia fontanería interna. Pero ahora, según podía oír Sheranchuk, la fontanería interna de Smin estaba causándole molestias otra vez. Tras la médula ósea, los principales puntos que la radiación atacaba eran los tejidos blandos de la boca y el aparato intestinal, y uno de los efectos más desagradables de una sobredosis de radiación eran las terribles diarreas de sangre que provocaba.

Cuando la enfermera salió, llevando el recipiente cubierto con respeto, porque lo que había salido del cuerpo de Smin no era solamente desagradable, sino que además estaba contaminado de radiactividad, Sheranchuk preguntó:

—¿Cómo está?

—Creo que dormirá un rato. ¿Y usted? ¿Cómo se encuentra?

—Me encuentro muy bien —respondió Sheranchuk automáticamente.

Era casi cierto, si no contaba los dolores, y los cardenales allí donde le habían clavado agujas. Incluso estaba pensando en ir a visitar a algunos de los otros pacientes, a pesar de que se sentía, como siempre, un poco fatigado.

Ella asintió, sin siquiera escuchar. Después de todo, conocía su estado bastante mejor que él.

—¿Necesita algo?

—Sólo salir de aquí —sonrió el ingeniero—. Preferiblemente vivo.

—Tiene buenas posibilidades —replicó ella con fuerza—. Y en cualquier caso, le visitará un nuevo médico. Cuatro o cinco si cuenta a los americanos, pero estoy segura de que se alegrará de ver a uno en particular.

—¿Y quién es? —preguntó, pero ella solamente sonrió y le dejó.

Sheranchuk cogió una revista y se agitó incómodo en la cama.

—No te dice la verdad, ya sabes —pronunció suavemente una voz al otro lado de la mampara.

—¿Director técnico Smin? —exclamó Sheranchuk—. Pensé que estaba dormido.

—Exactamente, sí. Lo pensabas porque la enfermera te ha dicho que dormiría; pero, ya ves, no duermo.

—Déjeme que aparte el biombo —dijo Sheranchuk ansiosamente, pasando las piernas por encima de la cama.

—¡No, por favor! No te esfuerces. No estoy muy atractivo en este momento, como puedes suponer, y preferiría no exhibir mis miserias. Podemos hablar así perfectamente.

—Claro —dijo Sheranchuk.

Hubo un instante de silencio. Luego la voz de Smin dijo con gravedad:

—Me han contado que te comportaste con gran valentía, camarada fontanero.

Sheranchuk se sonrojó.

—Necesitaban meter hormigón debajo del reactor. Alguien tenía que hacerlo. Sólo espero que haya salido bien.

—Al menos ha empezado bien —dijo Smin, y se detuvo un instante para toser—. Hablé anoche por teléfono con la central. Va bien, te lo aseguro. Decidieron que había que perforar un túnel bajo el núcleo para introducir el hormigón, pero la mezcla era demasiado blanda. Entonces encontraron un ingeniero del metro de Leningrado que les mostró cómo hacerlo. Congelaron la masa con nitrógeno líquido, y ahora el hormigón está allí.

—Así que ha pasado el peligro.

Hubo un largo silencio por parte de Smin.

—Eso espero, camarada fontanero —dijo por fin—. ¿Es ya la hora de la ronda de los médicos? Creo que sí dormiré un poco hasta entonces…

Cuando los médicos llegaron, mantuvieron las mamparas de Smin, y Sheranchuk se sentó al borde de su cama, golpeando irritado con los pies las patas de metal, escuchando. No había mucho que oír. Todos los recursos del Hospital número 6 no lograban que Smin mejorase. Hoy estaba más débil que cuando ingresó. Al moverse los médicos, las mamparas se apartaron un poco, y Sheranchuk pudo ver lo mal que estaba su amigo. Su piel parecía… parecía la de un leproso, decidió Sheranchuk, aunque nunca había visto ninguno. Estaba lleno de ronchas. Bajo los vendajes había llagas abiertas. La parte de su pecho no marcada por la gran quemadura estaba ahora moteada de pequeños sarpullidos de sangre que los médicos llamaban «petequias». Aprensivo, Sheranchuk examinó su propio pecho y sus brazos, pero no descubrió ninguna.

En realidad él no estaba, volvió a decirse, lo bastante enfermo para permanecer en aquel lugar.

Cuando le llegó el turno, los doctores se mostraron más relajados. Sólo fue «Abra la boca por favor» y «Si quiere ser tan amable de bajarse el pantalón del pijama», con lo cual pudieron juguetear con sus testículos. Luego miraron sus papeles un momento.

—Yo no debería estar aquí —les dijo—. Estoy ocupando un espacio que otros necesitan más.

—Tenemos espacio de sobra, Leonid —replicó el médico principal, sonriendo—. También tenemos doctores de sobra. Incluso van a venir más de América, y muy pronto.

Pero lo cierto era que Sheranchuk pensaba ya que había, en efecto, demasiados médicos. Le sobraba especialmente la hematóloga, la doctora Ajsmentova. No le caía bien la mujer, y no le agració que ella se quedara cuando todos los otros médicos se marcharon.

—Sólo unas cuantas gotas más de sangre, camarada Sheranchuk —dijo.

No pidió permiso. Ya le había tendido en la cama y le había cogido el brazo.

—Las enfermeras son más amables que usted —se quejó Sheranchuk, mientras ella volvía a clavarle la aguja en las heridas que habían producido otros pinchazos.

—Las enfermeras tienen más tiempo. Deje de resistirse, por favor.

Él obedeció silenciosamente. Al mirar sus brillantes dientes de acero cuando sacaba la aguja, la doctora agregó:

—Y otra cosa. Cuando le vean los doctores americanos, intente no sonreír. No queremos que tengan un pobre concepto de la ortodoncia soviética.

—Espero que los americanos no lleguen a ver a la doctora Ajsmentova —dijo Smin desde detrás de las mamparas cuando ella se marchó—, porque no queremos que se lleven una pobre opinión de nuestros hematólogos.

Sus palabras eran alegres, pero el tono era tan débil que alarmó a Sheranchuk.

—Por favor, Simyon. No se canse hablando.

—No estoy cansado —protestó Smin—. Débil sí, un poco. —Se agitó, molesto. A través de la separación de las mamparas Sheranchuk pudo verle intentando ajustarse mejor la sábana en torno al cuerpo—. Aunque tal vez tengas razón y debería descansar más —continuó—. Me han dicho que voy a tener visitantes distinguidos, y debo estar alerta y consciente para atenderles.

¡Otra vez la KGB! ¿No podían dejar tranquilo al pobre hombre?

—Entonces descanse, por favor —suplicó Sheranchuk—. E intente comerse el almuerzo cuando se lo traigan. —Captó una nota de ira en su propia voz, y para justificar la amargura de su tono añadió—: Pero es cierto que yo no debería estar aquí.

—Leonid —dijo Smin pacientemente—, estás aquí porque eres un héroe. ¿Crees que alguien ha olvidado lo que hiciste debajo del reactor? Eres una persona preciosa, y todo el mundo quiere asegurarse de que no mueras por hacer una loca heroicidad más. Ahora ve y almuerza.

El comedor de los pacientes estaba a media planta de distancia, y mientras caminaba por los pasillos Sheranchuk fue mirando todas las habitaciones ante las que pasaba. ¡El director técnico le había llamado héroe! Pero todo el mundo en aquel lugar lo era: los bomberos, los operadores que habían permanecido en su puesto, los médicos que habían vuelto una y otra vez para socorrer a las víctimas hasta que ellos mismos se convirtieron en víctimas…, ¡por no mencionar al mismísimo director técnico Simyon Smin! Casi todos ellos estaban mucho peor que Leonid Sheranchuk, quien simplemente había sido lo bastante débil para desmayarse debido al cansancio.

El comedor de los pacientes lo demostraba. No había más de una docena de personas ante las mesas donde podrían haberse sentado muchas más. No se debía a que hubiera escasez de pacientes para llenar la sala. Era simplemente que muchos de ellos estaban demasiado enfermos o demasiado débiles, o simplemente demasiado trabados por pipetas y sondas y tubos y aparatos médicos para poder levantarse e ir al comedor.

Sheranchuk se detuvo en la puerta para oler lo que había. Sopa de pescado, al menos, pensó aprobatoriamente; dijeran lo que dijeran, la comida era mejor aquí que en ningún otro hospital del que hubiera oído hablar. Se dirigió a una de las mesas junto a la ventana y se sorprendió cuando mencionaron su nombre.

Al principio le costó trabajo reconocer al hombre que se había levantado, pero luego vio que era Vladimir Ponomorenko, una de las Cuatro Estaciones del equipo de fútbol.

—¡Otoño! —exclamó Sheranchuk sorprendido—. ¡Tú también!

—Oh, no, camarada Sheranchuk —dijo el futbolista, en tono de disculpa, y Sheranchuk observó que iba vestido con la bata blanca de los visitantes, no con el pijama a rayas rojas de los pacientes—. Las enfermeras me dijeron que podía comer aquí, pero sólo he venido para ver a mis primos, por si pueden usar mi médula ósea.

—¿Tus primos? ¿Los dos? Pero, Otoño, no tenía ni idea. ¿Primavera y Verano, los dos, en este hospital? Espera, déjame que me siente contigo, cuéntame qué es lo que les ha pasado.

Las noticias no eran gratas. Los dos primos de Vladimir, el bombero, Vassili, a quien llamaban «Verano», y el ajustador, Arkady, «Primavera», habían recibido serias dosis de radiación. El pronóstico para ambos era feo. El bombero no solamente sufría radiación. También había resultado con graves quemaduras: un pie, al menos, lo tenía tan destrozado que iba a perderlo casi con seguridad, y estaba tan lleno de morfina que ni siquiera había reconocido a Otoño junto a su cama. Y el ajustador Arkady…, cuando fue a apagar la llama de hidrógeno, pagó el precio.

—Pero es de mi propia sección —dijo Sheranchuk, dolido—. ¡Yo le dejé ir allí! ¡Y ni siquiera sabía que estaba en el hospital!

—Estaba en otra planta —explicó Otoño—. Le trasladaron ayer, cuando una habitación quedó vacante.

Sheranchuk asintió. Sabía cómo quedaban vacantes las habitaciones en aquella ala del Hospital número 6. Aunque comió todo el almuerzo (la sopa de pescado, el shashlik, y la ensalada de pepino, y el pan negro), apenas saboreó nada.

—Volya, ¿has acabado? Entonces vamos a ver a Arkady, por favor. Quiero disculparme por no haber ido antes.

Pero cuando entraron en la habitación del ajustador, Primavera no quiso aceptar disculpas de ningún tipo.

—¿Disculparte por no visitarme? Pero, camarada Sheranchuk, yo al menos sabía que estabas aquí, así que la culpa es mía por no haber ido a verte.

Sonrió, porque la sonda de plástico que introducía sangre en sus venas era evidencia de que no se encontraba en disposición de practicar las relaciones sociales.

—Cuando te sientas mejor, nos visitaremos mutuamente como dos abuelas —prometió Sheranchuk.

Pero sabía que era una promesa que no iban a poder cumplir. El ajustador no volvería a andar. La radiación afecta de manera distinta a personas distintas, y lo que le había hecho a Primavera era colapsar su aparato digestivo. El grande, duro y musculoso Primavera se había vuelto de repente enclenque. Ya no era la llama que ardía en los campos de fútbol. No era tampoco el tímido, dubitativo, preocupado ajustador con quien Sheranchuk había trabajado todos aquellos meses. A medida que su cuerpo se debilitaba, su espíritu se había vuelto casi bullicioso. Gastaba bromas y reía, y les hacía guiños a las enfermeras.

—Así que te gusta estar aquí —dijo Sheranchuk, sintiéndose más como un visitante que como un paciente.

—¿Por qué no? La comida es buena, las enfermeras son bonitas y los fotógrafos vienen a diario para sacarme fotos. La próxima vez querrán que se las firme. Puede que me quede en Moscú. ¡Al Dynamo le hacen falta unos cuantos jugadores buenos!

Pero las enfermeras no les dejaron demorarse mucho, y cuando Sheranchuk salió de la habitación con Otoño, el otro miembro de la familia Pomorenko se mostró solícito… ¡con él!

—No deberías cansarte, ¿sabes? —dijo seriamente—. Déjame que te acompañe de vuelta a tu habitación.

—Me gustaría ver a tu primo —se obstinó Sheranchuk.

—Pero está en la primera planta. Las escaleras…

—Puedo soportar unos cuantos escalones. Además, mi compañero de habitación espera visitas importantes. Es mejor que esté fuera un rato.

Otoño se encogió de hombros.

—Imagínate —continuó Sheranchuk, pensando en el accidente—. Tus dos primos en el hospital a la vez. ¡Qué cosa tan terrible! Pero al menos tu hermano Vyacheslav no está aquí… —Se interrumpió al ver la manera en que el futbolista le miraba—. ¿Qué sucede? ¿También Invierno resultó herido?

—Pensé que lo sabías —dijo Otoño, turbado—. Mi hermano estaba en la sala del reactor número cuatro. Dicen que fue el primero en morir, pero no han podido encontrar su cuerpo. Piensan que todavía sigue allí.

Smin estaba empezando a dormirse cuando advirtió que volvía a tener compañía.

—Espero que no te hayamos despertado —dijo el más alto de los dos hombres que habían separado las mamparas.

—Es un placer comprobar que todavía puedo despertarme —dijo Smin, asintiendo—. Fedor Vassilievich Mishko, Andrei Pavlovich Milaktiev. Me honra ser visitado por dos miembros de las altas jerarquías.

—Por dos viejos amigos, Simyon Mijailovitch —corrigió Mishko—. Si no amigos, al menos hombres con los que has trabajado en el pasado. ¿Te encuentras bien?

—Me siento regular —sonrió Smin—. Me sentiría un poco mejor si supiera si estáis aquí para interesaros por mi salud o para decirme que he caído en desgracia.

—Lamentablemente, para las dos cosas —dijo Milaktiev con dureza.

Era un hombre mayor y apuesto. Tenía barriga, pero su traje, caro y occidental, casi conseguía ocultarla. Su pelo era aún oscuro, al igual que su grueso y ostentoso bigote… Un bigote casi como el de Stalin, pensó Smin.

—Sin embargo —añadió Mishko— también venimos como amigos. Espero que nos creas, Simyon Mijailovitch.

Smin reflexionó cuidadosamente sobre estas últimas palabras. Los hombres habían cerrado las mamparas tras ellos e introducido sendas sillas. Se habían sentado y esperaban pacientemente su respuesta.

—Creo —dijo por fin— que mi madre tenía en la más alta estima a tu padre, Fedor Vassilievitch.

Mishko sonrió. Era más alto que su compañero, y vestía una chaqueta deportiva marrón claro y corbata Paisley.

—De hecho —dijo—, si mi padre no hubiera sido purgado en los años de Stalin, tú y yo podríamos ser ahora hermanastros.

—Eso me ha dicho mi madre —concedió Smin—. Habla a menudo de aquella época.

—Época que, estoy seguro, no quiere ver volver.

Habían conversado hasta entonces en voz baja, pero Mishko la bajó aún más y miró hacia la abertura de las mamparas mientras lo hacía. ¡Así que incluso un miembro del Comité Central se preguntaba en ocasiones quién podría estar escuchando!

—Supongo que no habréis venido para discutir conmigo el culto a la personalidad —dijo Smin—. ¿Os importaría decirme qué es lo que queréis?

Mishko suspiró.

—En realidad tenemos dos motivos. El oficial es hacerte algunas preguntas sobre el accidente.

—La KGB ya me las ha hecho.

—Y sin duda te volverán a hacer más —asintió Mishko—. Los agentes siguen siendo concienzudos. Pero esto es, después de todo, un asunto serio, Simyon Mijailovitch. Supongo que sabes que todos los generadores RBMK de la Unión Soviética han sido desconectados.

Smin se sorprendió.

—No lo sabía.

—Las consecuencias económicas son graves. Hemos perdido la exportación de alimentos porque los extranjeros piensan que nuestros tomates les harán brillar en la oscuridad. La producción se ha venido abajo en las fábricas que requieren energía eléctrica. Y el turismo, por supuesto… Ya no hay turismo. Y ni siquiera estoy hablando de las pérdidas en vidas humanas.

—¿Estoy acusado de sabotaje?

—Simyon —dijo el otro hombre con amabilidad—, no estás acusado de nada. ¿Te importa que fume?

Había carteles Ne kurit por toda la habitación, pero Smin se encogió de hombros.

—Ojalá pudiera hacerlo yo.

Milaktiev encendió el cigarrillo antes de hablar. Consideró un momento lo que iba a decir.

—Cuando el Partido te confió una posición muy elevada esperaba que cumplieras tus responsabilidades. ¿Has dado a tu gente un buen liderazgo?

—Les he dado buena comida, buenas casas, buena paga, buen trato…, lo mejor que he podido, con la Primera Sección resoplándome detrás del cuello. No sé cómo se mide el liderazgo.

—Una forma de medirlo —dijo Milaktiev— es por el número de encargados, ingenieros y otros que desertaron de sus puestos. En la central de Chernobyl hubo ciento cincuenta y ocho.

—Y casi tres mil más se quedaron —replicó Smin.

—¿Qué hay de los materiales defectuosos?

—Había algunos, sí. He informado sobre esto al completo. No estaban en lugares esenciales. Después de que apareciera el artículo en Literaturnaya Ukraina…, creo que los dos sabréis de lo que hablo…

—Oh, sí —sonrió Mishko, respondiendo por los dos.

—… Llevé a cabo una inspección completa de todos los sistemas básicos. Donde encontré defectos, los eliminé. En cualquier caso, si algún fallo causó el accidente es probable que fueran los instrumentos.

—¿Los instrumentos?

—Que fueron importados de Francia y Alemania —señaló Smin—. Id a juzgar a los franceses.

—No estamos hablando de juicios, Simyon Mijailovitch. Estamos hablando de fallos en la dirección de la central. Si me dices «Lo hice todo correctamente», entonces te diré «Pero aún así sucedió».

Smin se encogió de hombros.

—Yo era sólo director técnico.

Mishkov suspiró.

—El director será procesado.

—¿Y yo?

—Espero que no, Simyon Mijailovitch. Por supuesto, es posible que seas despedido de tu puesto. También puede que se te expulse del Partido.

—Por supuesto —dijo Smin amargamente—. Ahora, si me disculpáis, me gustaría vomitar.

Los dos hombres se miraron mutuamente. Entonces Milaktiev, apagando el cigarrillo, se inclinó hacia adelante y habló aún más bajo.

—Si tienes que vomitar, hazlo. Pero ya hemos terminado con la parte oficial de nuestra visita, y hay otro asunto que discutir.

—¿Y qué es? —preguntó Smin, luchando contra la fatiga; porque si había algo más, tenía que saber qué era.

—¿Querrías hacer para nosotros, Simyon Mijailovitch, un informe completo de lo que pasó en Chernobyl? No me refiero al accidente. Me refiero a antes del accidente. Te pedimos que nos describas todo lo que te dificultaba dirigir la central adecuadamente. Directivos que no estaban a la altura de las circunstancias, o que resultaban nocivos. Presiones políticas. El nombramiento de un director incompetente. La corrupción. La embriaguez y el absentismo. La interferencia de la Primera Sección. Todo. ¿Entiendes lo que quiero decir con «todo»? Quiero decir todo.

Smin se sentía ahora muy débil. La cara sobria se difuminó ante él.

—No te sigo —dijo—. Ya he dado toda esa información a los agentes.

—Que pueden pasárnosla a nosotros o no. Lo queremos todo.

—¿Quieres decir que me pedís que ponga en un papel todo lo que se guarda en secreto?

—Exactamente eso, sí.

—Y… —Smin se humedeció los labios—. Y si lo hago, ¿qué uso haréis de ello?

Ellos volvieron a mirarse mutuamente.

—No puedo decirlo. No lo sé —replicó Milaktiev—. Todavía.

Cuando Leonid Sheranchuk regresó finalmente a su habitación, vio que las mamparas del lecho de Smin estaban aún cerradas. Había alguien allí, porque pudo percibir un murmullo de voces casi inaudible. Y cuando tropezó con su cama, una cabeza salió de entre las mamparas para mirarle. Desapareció en un instante, y escuchó que una de las voces decía a la otra: «Smin está casi dormido. Volveremos en otra ocasión.» Pero Sheranchuk pensó que aquella cabeza le era familiar, y cuando su propietario salió con el otro hombre, saludándole amablemente mientras se marchaban, se dijo que la cara del otro hombre también le parecía familiar. No eran amigos. No era tampoco gente con la que se hubiera encontrado en una reunión casual; eran caras que había visto en los periódicos o en la televisión.

Se tumbó en la cama, sopesando la cuestión. En seguida se levantó. Cansado como estaba, se asomó a la ventana abierta y miró al patio.

Unos momentos después aparecieron, la chaqueta deportiva marrón y la gris clásica, bajando las escaleras. Desde el otro extremo del patio, un coche se puso en marcha para acudir a su encuentro.

El coche era un Zil.

Sheranchuk se quedó mirándolo mientras daba la vuelta y el tráfico se apartaba milagrosamente para dejarle paso. Nunca antes había estado en presencia de dos miembros del Politburó.

Ir a la siguiente página

Report Page