Chernobyl

Chernobyl


6. Sábado, 26 de abril.

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—Que el reactor número cuatro ha estallado, por supuesto.

—Pero eso es responsabilidad del ingeniero jefe —comentó Jrenov.

—La última vez que vi al ingeniero jefe, corría con todas sus fuerzas en dirección a Pripyat. Camarada Jrenov, ¿no sería mejor que ayudáramos a combatir el fuego en vez de estar aquí discutiendo?

—Sí, por supuesto —la voz de Jrenov sonó cansada—. Pero, recuerden, sobre todo, que debemos evitar que cunda el pánico.

¿Evitar que cundiera el pánico? Sí, por supuesto, se repetía Sheranchuk una y otra vez. Esto era absolutamente esencial…

Pero también era imposible. Una docena de veces le vino a la memoria una parodia escolar de un poema inglés (¿de Rudyard Kipling?), que decía:

Si puedes mantener la cabeza en su sitio

cuando todos a tu alrededor la pierden,

entonces,

probablemente,

es que no te has enterado de lo que pasa.

El problema de Sheranchuk era que se había enterado demasiado bien de lo que pasaba y le asustaba de una forma que nunca había imaginado. No solamente porque él mismo pudiera estar en peligro, sino porque significaba el final de una época. Mientras colaboraba una vez más en la tarea inacabable de acomodar las bajas en las ambulancias, apenas podía recordar la pacífica noche, escasamente siete horas antes, en que había dejado su apartamento, tranquila y apaciblemente, para acercarse a la central nuclear.

Ahora no había tranquilidad en Chernobyl, ni menos paz. Sheranchuk se sorprendió al saber, cuando pasaba junto a un grupo de bomberos, que habían declarado el fuego oficialmente extinto hacía una hora. Cierto, pequeñas llamas saltaban de vez en cuando, allí donde trozos ardientes del núcleo continuaban prendiendo todo lo que tocaban. Ciertamente, el núcleo mismo no estaba apagado, y parecía como si nunca pudiera estarlo, porque su fulgor blanco incandescente iluminaba las paredes quemadas a su alrededor. Y ciertamente, nada semejaba interrumpir el constante desfile de hombres heridos y enfermos. Seguía habiendo quemaduras, y contusiones, y accidentes peores, ya que los bomberos resbalaban y caían de los reblandecidos tejados, pero otros muchos hombres simplemente estaban exhaustos, sudorosos, y a veces vomitaban incontrolablemente.

Uno de ellos pertenecía a su propio departamento. Era el ajustador a quien llamaban «Primavera».

—Lo siento —se disculpó mientras Sheranchuk le hablaba—. Estoy mareado…, pero les apagué la llama de hidrógeno, Leonid.

—Estaba seguro de que lo harías —dijo Sheranchuk, y le miró pensativo cuando subía a una ambulancia que se lo llevó momentos después.

Otros reclamaban su atención. Un hombre alto y delgado se quejaba mirándose los pies quemados; por un instante Sheranchuk pensó que era el operador Kalychenko, pero resultó ser un bombero llamado Vissgerdis. Cuando se volvía, alguien le cogió por el brazo y le sacudió rudamente. Al principio no reconoció a la mujer.

—¡Loco! —le gritó ella—. ¿Dónde están tus ropas protectoras? ¿Quieres morir por nada?

Había olvidado la radiación por completo.

Y no fue hasta que se puso la capucha que advirtió que la mujer era su propia esposa.

Realmente no era mucho lo que alguien como Leonid Sheranchuk podía hacer —los especialistas se habían hecho cargo de todo—, pero no podía contener su deseo de colaborar en algo, lo que fuere. Cuando hubo suficiente personal médico para atender a los heridos mejor que él, volvió al interior de los edificios, buscando una vez más algún posible lesionado o simplemente alguna persona aturdida que se hubiese quedado en las áreas de almacenamiento o en los talleres. No había nadie. Estaba solo. Era un trabajo duro y difícil, y no desprovisto de riesgo. Exploró el edificio entero del reactor número tres. Estaba oscuro, y pese a la linterna que había conseguido tropezaba constantemente con los escombros. Sólo había una pared entre él y las ruinas del número cuatro, y el reactor fulminado emitía ruidos como si a cada momento pretendiese atravesar la pared y lanzarse contra él. Incluso las paredes resquebrajadas irradiaban calor, pues al otro lado el grafito ardía a 4.000 grados. Miró al techo, donde ya no se veía ningún fuego, aunque sí muchos bomberos que dirigían sus mangueras contra las ascuas, hundidos hasta los tobillos en el alquitrán pegajoso.

Sheranchuk suspiró y volvió sobre sus pasos. Se preguntó si alguien habría dicho a los bomberos que no sólo se enfrentaban al calor, el humo y las quemaduras, sino a la tormenta invisible y letal de radiación que les acometía junto con el humo.

En los cuatro meses que Sheranchuk llevaba en Chernobyl había estudiado diligentemente toda la bibliografía sobre centrales nucleares. Había comprendido los peligros especiales de una fusión del núcleo, una

meltdown, y el riesgo particular de un fuego de grafito en un RBMK; a fin de cuentas había experiencias de ello en el extranjero. Los ingleses conocieron un caso similar, en un lugar llamado Windscale, unas cuantas décadas antes. Pero nada que hubiera leído o imaginado le había preparado para esto. Se le ocurrió que casi deseaba que Smin no le hubiese telefoneado nunca para ofrecerle aquel puesto de trabajo; ciertamente, nada en la vieja central térmica habría producido semejante pesadilla.

Pero no tenía tiempo para estos pensamientos. Nadie tenía tiempo para nada en aquella noche interminable, en la que cada segundo traía una nueva alarma o una nueva misión. Sin embargo, Sheranchuk nunca olvidó que era el «camarada fontanero» de Simyon Smin. Atendió sus propias y específicas obligaciones cada vez que tenía un momento libre de las más urgentes operaciones de rescate. Sus bombas y tuberías y válvulas aún seguían realizando su trabajo como buenamente podían. El agua refrigeradora aún salía del estanque; en los dos reactores que funcionaban, los circuitos aún bombeaban agua a los núcleos.

Combatir el fuego era, después de todo, una cuestión de fontanería. Cuando vio las grandes mangueras que sacaban agua del estanque, casi se preguntó si los bomberos llegarían a secarlo. Pero era sólo un temor imaginario. Las compuertas del río estaban completamente abiertas, y no secarían el Pripyat ni en mil años. Ahora había bomberos de, parecía, cientos de comunidades; Kiev, entre todas, no era la más lejana. Había agentes de policía para reforzar el equipo de seguridad de la central; ambulancias cuya procedencia no pudo deducir llegaban con las sirenas sonando, y sus doctores y asistentes y se marchaban una y otra vez llevándose a los heridos. Camiones cisterna de gasolina recargaban las bombas de las brigadas que combatían el fuego, mientras éstas trabajaban, y el ruido era interminable e indescriptible.

Alguien le puso dos tazas en las manos. Una era de té caliente y concentrado, la otra de vodka puro. Sheranchuk se sentó en el suelo un momento mientras las sorbía las dos, una después de la otra, de un tirón. No se había detenido a mirar qué aspecto tenía la pira, como antes. Era terrible. Una nube de humo rojo salía del reactor destrozado, y sólo se dirigía hacia el nordeste cuando estaba tan alta que casi se perdía de vista. Si había estrellas, el humo las ocultaba. Pero Sheranchuk no tuvo tiempo de ver mucho: alguien le llamaba, haciéndole señas desde la verja de entrada, donde la última hornada de bomberos heridos yacía en el suelo, quejándose. Comprendió que éstos habían estado combatiendo el fuego desde lo alto del edificio de las turbinas, situado junto al reactor destrozado, y habían resultado gravemente dañados por la superficie de alquitrán fundido. Ayudó a llevar a dos hombres con serias quemaduras en los pies, y cuando los depositaba ante un personaje bajo y grueso cubierto por una capucha y un mono protector, el hombre dijo suavemente:

—¡Vaya, camarada fontanero Sheranchuk! Esta vez hemos organizado una buena ¿no?

Y vio que el personaje era Simyon Smin.

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