Champion

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5. Day

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DAY

A estas alturas ya debería estar acostumbrado a las pesadillas.

En esta ocasión sueño con Eden. Nos encontramos en el hospital de San Francisco, donde un médico le prueba un nuevo par de gafas. Aunque vamos al hospital una vez a la semana para que supervisen cómo responden sus ojos a la medicación, esta es la primera ocasión en que el doctor le dirige una sonrisa alentadora a mi hermano. Eso debe de ser una buena señal, ¿no?

Eden se gira hacia mí, sonríe e hincha el pecho de forma exagerada. No puedo evitar reírme.

—¿Qué tal me quedan? —me pregunta jugueteando con sus nuevas gafas.

Sus ojos todavía conservan un extraño color púrpura lechoso y no es capaz de enfocarme, pero noto que puede distinguir las paredes y la luz que entra por la ventana. El corazón me da un brinco. Es un progreso.

—Pareces una lechuza de once años —respondo revolviéndole el pelo.

Él se ríe y me aparta la mano.

El sueño sigue: estamos sentados en una oficina, esperando a que resuelvan el papeleo. Eden dobla pedacitos de papel, muy concentrado. Aunque tiene que encorvarse y ponerse casi bizco para distinguir lo que hace, sus dedos se mueven ágiles y precisos. Típico de él: siempre se trae algo entre manos.

—¿Qué es eso? —le pregunto al cabo de un rato, pero está demasiado concentrado para responderme.

Finalmente hace un pliegue triangular, alza la figura de papel y me dedica una sonrisa alegre.

—Mira —señala una tira de papel que sobresale—. Tira de aquí.

Hago lo que me pide y veo con asombro que el amasijo de dobleces se transforma en una complicada rosa de papel. Le sonrío.

—Impresionante.

En ese instante suena una alarma. Eden deja caer la flor de papel y se pone en pie de un brinco, con los ojos ciegos desorbitados por el terror. Echo un vistazo por las cristaleras del hospital: fuera se apiñan médicos y enfermeros. Sobre el perfil de San Francisco aparece una hilera de dirigibles de las Colonias que se acercan a toda velocidad. Bajo ellos, la ciudad arde: hay al menos una docena de incendios. La alarma es ensordecedora. Agarro la mano de Eden y salimos corriendo.

—¡Date prisa! —grito.

Él tropieza, incapaz de ver por dónde vamos, hasta que lo subo a hombros. La gente corre a nuestro alrededor.

Llego a la escalera, pero un pelotón de soldados de la República nos detiene. Uno de ellos me quita a Eden de la espalda. Él chilla y patalea, luchando contra un enemigo al que no ve. Yo me debato, pero los soldados me aferran. Siento que me hundo en arenas movedizas. «Le necesitamos», me murmura al oído una voz irreconocible. «Puede salvarnos a todos».

Chillo a pleno pulmón, pero nadie me oye. A lo lejos, los dirigibles de las Colonias enfilan el hospital. Las cristaleras se rompen y noto el calor de las llamas. La rosa de papel de Eden está en el suelo, con los bordes ya mordisqueados por el fuego. No veo a mi hermano por ninguna parte.

Se ha ido. Está muerto.

Me despierto con un sobresalto. Los soldados desaparecen, la alarma enmudece y el caos del hospital en llamas se disuelve en nuestra habitación pintada de azul oscuro. Intento tomar aire y busco a Eden a mi alrededor, pero al incorporarme, la cabeza me duele como si me la atravesaran con un punzón. Suelto un grito de dolor y recuerdo de pronto dónde estoy: en un apartamento en Denver. Ayer vi a June. Enfoco cautelosamente la cómoda del dormitorio y veo mi transmisor. Está siempre encendido, sintonizado en una frecuencia que tal vez usen los Patriotas.

—¿Daniel?

Es Eden, que se despereza en la cama de al lado. Una oleada de alivio me embarga a pesar del dolor. Solo era una pesadilla. Como siempre. Solo una pesadilla.

—¿Estás bien?

Tardo un segundo en darme cuenta de que todavía no ha amanecido. La habitación está en penumbra: solo distingo la silueta de mi hermano. Sin decir nada, saco las piernas de la cama y me aprieto la cabeza con las dos manos. Otra sacudida me atraviesa el cerebro.

—Tráeme el medicamento —le murmuro a Eden.

—¿Quieres que llame a Lucy?

—No, no la despiertes —replico; Lucy ya lleva dos noches sin dormir por culpa mía—. El medicamento.

El dolor hace que sea mucho más brusco de lo normal, pero Eden salta de la cama antes de que pueda disculparme y busca a tientas la botella de píldoras verdes que siempre dejo en la mesilla, entre las dos camas. La agarra y me la tiende.

—Gracias —le digo, echándome tres grageas en la mano con dedos temblorosos.

Intento tragármelas, pero tengo la garganta demasiado seca. Me incorporo y camino tambaleante hasta la cocina. Eden me sigue.

—¿Seguro que estás bien? —insiste, pero me duele tanto la cabeza que apenas le oigo. Casi ni veo.

Llego al fregadero, abro el grifo, cojo un poco de agua con la mano y doy un sorbo para tragar las píldoras. Después me dejo caer al suelo y apoyo la espalda contra la fría puerta de la nevera.

No pasa nada, me digo. Mis dolores de cabeza han empeorado desde el año pasado, pero los médicos aseguran que los ataques nunca pasarán de media hora. Aunque también me indicaron que acudiera rápidamente a urgencias si sufría un acceso especialmente agudo.

Cada vez que me ocurre esto, me pregunto si estaré viviendo un día más… o si será el último de mi vida.

Unos minutos después, Eden entra en la cocina con un bastón especial que pita cada vez que se acerca a un obstáculo.

—Deberíamos pedirle a Lucy que llame a un médico —musita.

No sé por qué, pero ver a Eden caminando a ciegas por la cocina me provoca un ataque de risa incontrolable.

—Eden, míranos —mis carcajadas se convierten en un ataque de tos—. Menudo equipo hacemos, ¿eh?

Mi hermano me palpa la cabeza, vacilante, se sienta a mi lado con las piernas cruzadas y me ofrece una sonrisa irónica.

—Entre tu pierna metálica, tu medio cerebro y los cuatro sentidos que me quedan a mí, casi formamos una persona completa —se burla.

Suelto una nueva carcajada que empeora aún más mi migraña.

—¿Desde cuándo eres tan sarcástico, chaval? —le doy un empujón cariñoso.

Nos quedamos callados casi una hora. El dolor de cabeza sigue y sigue. Tengo la camisa empapada en sudor y se me saltan las lágrimas. Eden se queda a mi lado y me aprieta la mano entre sus deditos.

—Intenta no pensar en ello —sugiere en voz baja, achinando sus ojos de un violeta apagado.

Se sube las gafas en el puente de la nariz y de pronto me abruma un retazo de la pesadilla: la imagen de cuando me lo arrancaban de las manos. Sus chillidos. Le aprieto la mano con tanta fuerza que hace una mueca.

—No te olvides de respirar —me dice—. El médico siempre dice que el oxígeno te viene bien, ¿recuerdas? Espira, inspira.

Cierro los ojos e intento seguir las instrucciones de mi hermano, pero me cuesta oírle entre los latidos sordos de mi migraña. El dolor es insoportable, devorador, como un cuchillo al rojo que se me clavara en la nuca. Aspira, inspira. El patrón es siempre el mismo: primero un dolor sordo que me entumece, y luego el pinchazo más agudo que se pueda imaginar, como una lanza que me atravesara el cráneo. El dolor es tan intenso que me quedo rígido. Dura unos tres segundos, y le sigue una fracción de segundo de alivio. Y después se repite una y otra vez.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —jadeo.

Una luz creciente entra por las ventanas. Eden saca un pequeño intercomunicador y presiona el único botón.

—¿Hora? —pregunta.

El dispositivo responde de inmediato: «Cinco treinta». Eden lo guarda frunciendo el ceño.

—Casi una hora —dice—. ¿Alguna vez te había durado tanto?

Me estoy muriendo. Me estoy muriendo de verdad. En momentos como este me alegro de haberme alejado de June. Imaginar que me ve sudoroso en el suelo de la cocina, agarrando la mano de mi hermano pequeño, débil e inútil, lloriqueando de miedo… Me viene a la mente su imagen, con aquel vestido escarlata y el cabello enjoyado. La verdad es que en momentos como este, me alegro incluso de que ni John ni mi madre puedan verme.

Una nueva punzada me arranca un gemido. Eden saca otra vez su intercomunicador y presiona el botón.

—Ya está bien. Voy a llamar a un médico —suena un pitido—. Day necesita una ambulancia —dice, y antes de que yo pueda protestar, grita para llamar a Lucy.

Instantes después la oigo llegar. No enciende la luz; sabe que eso empeora mi dolor de cabeza. Atisbo su corpulenta silueta en la oscuridad.

—¡Day! —exclama—. ¿Cuánto llevas aquí? —se acerca corriendo y me pone una mano regordeta en la mejilla antes de girarse hacia Eden y acariciarle el mentón—. ¿Has llamado al médico?

Eden asiente y Lucy examina mi rostro, preocupada. Chasca la lengua en un gesto de desaprobación y sale corriendo.

El último sitio al que me apetece ir es un hospital de la República; pero Eden ya ha marcado, y la verdad es que prefiero no morirme. Veo borroso y me doy cuenta de que soy incapaz de mantener fija la mirada. Me paso una mano por la cara y sonrío débilmente a Eden.

—Maldita sea, estoy sudando como un cerdo.

Eden intenta devolverme la sonrisa.

—Sí, has tenido días mejores.

—Oye, chaval, ¿recuerdas cuando John te encargó que regaras las plantas que había frente a la puerta de casa?

Eden frunce el ceño y acto seguido una sonrisa ilumina su rostro.

—Es verdad… Lo hice estupendamente, ¿eh?

—Montaste una catapulta en miniatura —cierro los ojos y me dejo llevar por los recuerdos: una distracción momentánea del dolor—. Me acuerdo muy bien… Te dedicaste a lanzar globos de agua a las pobres flores. ¿Les quedaba algún pétalo cuando terminaste? Y John se puso furioso, pero no te castigó…

Por aquel entonces, Eden solamente tenía cuatro años. ¿Cómo iba a castigar a un niñito con aquellos ojazos de bebé?

Eden se echa a reír y yo me estremezco con una nueva oleada de dolor.

—¿Qué era lo que siempre decía mamá de nosotros? —me pregunta, y me doy cuenta de que intenta distraerme. Fuerzo una sonrisa.

—Decía que criar tres chicos era igual que tener un tornado parlante como mascota.

Los dos nos reímos un instante, y luego cierro los ojos de nuevo.

Lucy regresa con un paño húmedo. Me lo pone en la frente y suspiro de alivio ante el frescor. Me toma el pulso y la temperatura.

—Daniel —interviene mi hermano mientras Lucy se ocupa de mí. Sus ojos están fijos en un punto a la derecha de mi cabeza—. Aguanta, ¿me oyes?

—Eden —le regaña Lucy—. Un poco más de optimismo, por favor.

Se me hace un nudo en la garganta. John se ha ido, mi madre ya no está, tampoco mi padre. Contemplo a Eden con el corazón encogido. Durante años confié en que aprendiera de los errores de John y los míos y fuera más afortunado que nosotros: que entrara en la universidad, o que se ganara bien la vida trabajando de mecánico. Siempre creí que nosotros estaríamos a su lado para guiarlo y apoyarlo en los momentos difíciles. Pero ¿y si muero yo también? ¿Y si se queda él solo contra la República?

—Hermano —musito de pronto acercándolo a mí, y él abre los ojos al notar mi tono apremiante—. Escúchame bien: si la gente de la República te pide alguna vez que te vayas con ellos, si yo estoy en el hospital o en cualquier otra parte y de pronto llaman a la puerta, ni se te ocurra acompañarlos. ¿Me entiendes? Primero me llamas a mí, llamas a Lucy, llamas a… —titubeo—. Llamas a June Iparis.

—¿Tu June? ¿La candidata a Prínceps?

—No es mi… —hago una mueca ante un nuevo acceso de dolor—. Tú hazme caso. Llámala. Dile que los detenga.

—No lo entiendo…

—Prométemelo. No vayas con ellos, te digan lo que te digan. ¿De acuerdo?

No puedo seguir hablando: una sacudida hace que me derrumbe en el suelo, hecho un ovillo. Ahogo un grito: es como si me estuvieran abriendo la cabeza en dos. Me llevo una mano temblorosa a la nuca para asegurarme de que no tengo una herida por la que se me está saliendo el cerebro. Por encima de mí, Eden grita. Lucy vuelve a llamar al médico; ahora suena histérica.

—¡Deprisa! —chilla—. ¡Vengan rápido!

Cuando los médicos llegan, apenas estoy consciente. A través de una bruma confusa, noto cómo me levantan del suelo y me sacan del bloque para meterme en una ambulancia camuflada de todoterreno policial. ¿Está nevando? Algunos copos me rozan el rostro, y su frescor me sorprende. Llamo a Eden y a Lucy y los oigo contestarme, pero no los veo.

Y entonces me alejo en la ambulancia.

Solo veo manchurrones de colores, luces borrosas que se mueven a mi alrededor como si contemplara el mundo a través de un cristal esmerilado. Intento reconocer las siluetas. ¿Son personas? Espero que lo sean: si no, debo de estar muerto o flotando en el océano entre los restos de un naufragio. Aunque eso no tiene sentido, a no ser que los médicos hayan decidido lanzarme al océano Pacífico y olvidarse de mí. ¿Dónde está Eden? Se lo han debido de llevar. Igual que en mi pesadilla. Se lo han llevado a un laboratorio… Me cuesta respirar.

Me llevo las manos al cuello, pero alguien grita. Noto un peso en los brazos: me están sujetando. Tengo algo frío en la garganta que me ahoga.

—¡Tranquilízate! Estás bien, intenta tragar.

Obedezco a la voz, pero tragar me resulta muy difícil. Al fin lo consigo, y la cosa fría que tengo en la garganta se desliza hasta mi estómago provocándome un escalofrío.

—Ya está —aprueba la voz, más tranquila ahora—. Esto servirá de ayuda contra futuras migrañas —ya no parece hablar conmigo, y al cabo de unos instantes se oye otra voz.

—Me parece que está funcionando, doctor.

Después de eso supongo que pierdo el conocimiento, porque cuando me despierto el techo es distinto y por la ventana entra la luz tenue del atardecer. Parpadeo y miro alrededor. Ya no me duele la cabeza, y veo con bastante claridad: estoy en un hospital, con el sempiterno retrato de Anden en una pared y una pantalla que retransmite noticias en la pared de enfrente.

Gruño, cierro los ojos y dejo escapar un bufido. Malditos hospitales… Estoy harto de ellos.

—El paciente se ha despertado —me giro hacia el monitor que ha recitado la frase y un segundo después oigo una voz humana por los altavoces.

—¿Señor Wing?

—¿Sí? —murmuro.

—Excelente —responde la voz—. Su hermano entrará pronto a visitarle.

Antes de que suene el chasquido que marca el fin de la comunicación, mi puerta se abre de golpe y Eden entra como un tornado, con dos enfermeros pisándole los talones.

—¡Daniel! —grita—. ¡Por fin estás despierto! Sí que has tardado…

Va tan embalado que tropieza contra el borde de un mueble antes de que pueda avisarle. Los enfermeros lo sostienen y evitan que caiga al suelo.

—Tranquilo, chaval —le digo; mi voz suena agotada, aunque me encuentro despejado y ya no siento ningún dolor—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Dónde está…?

Me quedo callado un instante, confuso. Qué raro. ¿Cómo se llamaba la cuidadora? Me devano los sesos. Lucy.

—¿Dónde está Lucy? —finalizo.

Eden no me responde de inmediato. Los enfermeros le ayudan a avanzar hasta mi cama, y se lanza sobre mí para rodearme el cuello con los brazos. Me quedo perplejo al darme cuenta de que está llorando.

—Eh, chaval —le acaricio la cabeza—. Tranquilízate, estoy bien.

—Creía que no te despertarías —murmura. Pensé que me habías dejado.

—Bueno, pues no ha habido suerte. Estoy aquí, contigo.

Le dejo sollozar un rato con la cabeza enterrada en mi pecho. Las lágrimas humedecen los cristales de sus gafas y mi bata de hospital. Hay un mecanismo que he empezado a utilizar por pura supervivencia, para protegerme: me repliego sobre mí mismo, me alejo y me imagino que no estoy aquí de verdad, que lo veo todo desde la perspectiva de una tercera persona. Eden no es mi hermano. Ni siquiera es real. Nada es real. Todo es una ilusión. Eso me ayuda. Aguardo inexpresivo a que Eden se recomponga y después regreso despacio a mi cuerpo.

Finalmente, cuando se ha secado las lágrimas, se sienta encogido a mi lado.

—Lucy está haciendo el papeleo —dice con la voz aún temblorosa—. Llevas inconsciente unas diez horas. Te tuvieron que sacar del edificio por la puerta principal: no había tiempo para salir con disimulo.

—¿Lo vio alguien?

Él se frota las sienes mientras hace memoria.

—Es posible, no lo sé. No lo recuerdo. No estaba pendiente de eso. Llevo toda la mañana en la sala de espera porque no me dejaban entrar.

—¿Sabes…? —trago saliva—. ¿Has oído algo de lo que decían los médicos?

Eden suspira de alivio.

—No, nada, pero al menos ahora te encuentras bien. Dicen que el medicamento que estabas tomando te provocó una reacción. Te están limpiando el sistema y van a probar con una cosa distinta.

La forma en que lo dice hace que se me acelere el corazón. No parece comprender del todo la cruda realidad: aún piensa que he perdido el conocimiento por culpa de una mala reacción a la medicación, no porque cada vez me encuentre peor. Está claro que prefiere ser optimista, pensar que esto es solo una mala racha. Llevo dos meses tomando esas malditas píldoras, después de que dejaran de hacerme efecto otros dos medicamentos. Me producían pesadillas y náuseas de propina, pero esperaba que al menos estuvieran sirviendo para algo, que redujeran un poco el problema localizado en mi hipocampo. Hipocampo: una palabra muy bonita para designar el fondo de mi cerebro. Al parecer, las pastillas no sirvieron de nada. ¿Y si no hay remedio?

Respiro hondo y le dedico una sonrisa a mi hermano.

—Bueno, al menos ya saben algo más; puede que ahora den con algo que me siente mejor.

Eden esboza una sonrisa dulce e inocente.

—Sí.

Unos minutos después, mi médico entra y Eden regresa a la sala de espera. El doctor enumera en voz baja los tratamientos que van a probar a continuación, y murmura también que tienen pocas probabilidades de éxito. Lo que me temía: esto no ha sido algo pasajero causado por los medicamentos.

—El tratamiento está reduciendo lentamente la zona afectada —indica el médico sin perder su expresión sombría—. Pero el cerebro continúa afectado, y tu cuerpo ha empezado a rechazar el tratamiento, obligándonos a buscar otro. Esto es una carrera contrarreloj, Day: estamos intentando controlar el problema antes de que haga todo el daño que puede hacer.

Le escucho sin alterarme. Oigo su voz como si me encontrara debajo del agua: amortiguada y lejana, sin importancia.

Finalmente, le interrumpo.

—Prefiero que hable a las claras. ¿Cuánto tiempo me queda si no funciona esto?

El médico aprieta los labios, titubea y luego sacude la cabeza con un suspiro.

—Un mes, probablemente —admite—. Tal vez dos. Estamos haciendo todo lo que podemos.

Un mes, tal vez dos. Bueno, ya se han equivocado otras veces: es posible que un mes o dos acaben por convertirse en cuatro o cinco. Aun así… Miro hacia la puerta; seguramente Eden esté pegado a la madera, intentando oír lo que decimos. Me giro hacia el médico, con un nudo en la garganta.

—Dos meses —repito—. ¿Y creen que hay alguna posibilidad de éxito?

—Existen opciones más atrevidas, aunque los efectos secundarios podrían ser letales si tu cuerpo reacciona mal. Si recurriéramos a la cirugía antes de tiempo, tu vida correría un serio peligro —se cruza de brazos. El reflejo de la luz fluorescente en sus gafas le oculta los ojos; parece una máquina—. Day, te sugiero que empieces a poner en orden tus asuntos.

—¿En orden?

—Prepara a tu hermano para la noticia. Y arregla cualquier asunto que tengas pendiente.

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