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La academia Gaiten » 13

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—¡Joder! —exclamó Clay.

En su mente, la palabrota sonó como un grito estentóreo de sorpresa y horror, tal vez incluso teñido de cierta indignación, pero lo que brotó de su garganta no fue más que una suerte de gemido. En parte quizá se debía a que en aquel lugar la música sonaba casi tan fuerte como aquel remoto concierto de AC/DC (si bien Debbie Boone cantando con su vocecilla de colegiala «You Light Up My Life» no se parecía gran cosa a «Hell’s Bells», ni siquiera a todo volumen), pero sobre todo se debía a la más pura estupefacción. Había creído que El Pulso y la consiguiente huida de Boston lo habrían preparado para cualquier cosa, pero estaba equivocado.

Dudaba de que las escuelas privadas como aquélla ofrecieran un deporte tan vulgar (y violento) como el fútbol americano, pero en cambio el fútbol europeo era sin duda el deporte estrella del centro. Las gradas que rodeaban el campo Tonney daban la sensación de poder albergar a unos mil espectadores y aparecían coronadas por hileras de banderines que empezaban a verse maltrechas a causa de las lluvias caídas en los últimos días. En el otro extremo del campo había un sofisticado marcador con una pancarta en la parte superior. Clay no alcanzaba a leer lo que decía a causa de la oscuridad, aunque a buen seguro tampoco se habría fijado a pleno día. Había luz suficiente para ver el campo, y eso era lo único que importaba.

Hasta el último centímetro de hierba estaba cubierto de chiflados telefónicos. Yacían de espaldas como sardinas en una lata, pierna con pierna, cadera con cadera y hombro con hombro, los rostros vueltos hacia el negro cielo de madrugada.

—Jesús, María y José —masculló Tom con voz ahogada porque se había llevado un puño a la boca.

—¡Sujeten a la chica! —advirtió el director—. ¡Está a punto de desmayarse!

—No…, estoy bien —aseguró Alice.

Pero cuando le rodeó el hombro con los brazos, la chica se dejó caer contra él, respirando entrecortadamente. Mantenía los ojos abiertos, pero en ellos se pintaba una expresión fija y aturdida.

—Hay más debajo de las gradas —explicó Jordan.

Hablaba con una serenidad estudiada, casi teatral, que Clay no se tragó ni por un segundo. Era la voz de un chaval intentando convencer a sus amigos de que no le dan asco los gusanos que infestan los ojos de un gato muerto…, justo antes de desplomarse y vomitar hasta la primera papilla.

—Yo y el director creemos que es ahí donde pusieron a los que no van a ponerse bien —prosiguió Jordan.

—El director y yo, Jordan —lo corrigió el anciano.

—Lo siento, señor.

Debbie Boone alcanzó la catarsis poética y enmudeció. Tras un breve silencio, Lawrence Welk y los Champagne Music Makers empezaron a tocar de nuevo «Baby Elephant Walk».

Dodge también lo pasaba bien, pensó Clay.

—¿Cuántas cadenas de música tienen conectadas entre sí? —preguntó al director Ardai—. ¿Y cómo lo han hecho? Si no tienen cerebro, por el amor de Dios. ¡No son más que zombis!

De repente se le ocurrió una idea terrible, ilógica y muy persuasiva a un tiempo.

—¿Lo ha hecho usted? Para mantenerlos callados o…, no sé…

—No ha sido él —murmuró Alice desde la seguridad de los brazos de Clay.

—No, y sus dos suposiciones son incorrectas —añadió el director.

—¿Las dos? Pero si…

—Debe de gustarles mucho la música —intervino Tom—, porque no les gusta entrar en edificios y en cambio es ahí donde están los CDs, ¿no?

—Por no hablar de las cadenas de música —agregó Clay.

—No hay tiempo para explicaciones. Está a punto de amanecer, y…, díselo, Jordan.

—Todos los buenos vampiros deben acostarse antes de que cante el gallo, señor —repuso Jordan obediente, como quien recita una lección que no entiende.

—Exacto, antes de que cante el gallo. De momento, limítense a mirar, nada más. No sabían que existieran lugares como éste, ¿verdad?

—Alice sí —señaló Clay.

De nuevo pasearon la mirada por el campo sembrado de cuerpos, y puesto que, en efecto, la noche empezaba a dar paso a un nuevo día, Clay advirtió que todos aquellos ojos estaban abiertos. Estaba bastante seguro de que no veían; tan solo estaban… abiertos.

Aquí pasa algo malo, pensó.

Lo de ir en rebaño solo era el comienzo.

Ver aquellos cuerpos hacinados y sus rostros vacuos, casi todos ellos blancos, porque a fin de cuentas estaban en Nueva Inglaterra, era de por sí sobrecogedor, pero los ojos abiertos vueltos hacia el cielo nocturno le provocaron una oleada de terror irracional. En algún lugar no demasiado lejano empezó a cantar el primer pájaro del día. No era un gallo, pero el director dio un respingo y luego se tambaleó. En esta ocasión fue Tom quien lo sujetó.

—Vamos —los instó el anciano—. Cheatham Lodge está muy cerca, pero tenemos que ponernos en marcha. La humedad me deja las articulaciones molidas. Cógeme del codo, Jordan.

Alice se separó de Clay y se situó al otro lado del anciano. Éste le dirigió una sonrisa bastante severa y negó con la cabeza.

—Jordan se ocupará de mí. Ahora nos ocupamos el uno del otro, ¿verdad, Jordan?

—Sí, señor.

—Jordan —dijo Tom mientras se acercaban a una enorme y bastante pretenciosa casa estilo Tudor que sin duda era Cheatham Lodge.

—¿Señor?

—La pancarta sobre el marcador… No he podido leerla. ¿Qué decía?

—ANTIGUOS ALUMNOS, BIENVENIDOS A LA FIESTA —repuso Jordan con un atisbo de sonrisa.

Pero al recordar que ese año no habría fiesta de antiguos alumnos y que los banderines ya habían empezado a estropearse sobre las gradas, su semblante volvió a oscurecerse. De no haber estado tan exhausto, quizá habría logrado mantener la compostura, pero era muy tarde, casi amanecía, y mientras se acercaban a la residencia del director, el último alumno de la academia Gaiten, aún vestido de granate y gris, rompió a llorar.

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