Carthage

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Tercera parte El regreso » 17. La hermana

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Imposible corregir tales tergiversaciones. Porque se murmuraban a escondidas, sin llegar nunca a ser del todo audibles. Miradas de desagrado desdibujadas como reflejos en un cristal, en la periferia de la visión.

También Brett se había burlado de mí al final. Como si su cuerpo desfigurado se riera de mí, al igual que su rostro cubierto de cicatrices.

Renuncia. Es una tontería. Sálvate como puedas. No vuelvas la vista atrás.

En el camino de astillas de madera los senderistas dejaban atrás a Cressida, caminando deprisa con piernas musculosas. Quizás la saludaban como hacen con frecuencia los excursionistas en tales circunstancias, pero sin dar la menor sensación de reconocerla.

Después de menos de quinientos metros Cressida se dio la vuelta. Como si hubiera agotado sus energías y tuviera que regresar renqueando hasta nosotras, y al acercarse ya a donde estábamos, de repente rompió a llorar.

¿Se estaba desmayando? ¿Caía de rodillas? Asombradas, vimos cómo mi hermana se arrodillaba de manera impulsiva en la hierba junto al sendero. Oímos su voz ronca:

—Estoy agradecida. Muy agradecida.

Como una penitente se tumbó en el suelo con los brazos abiertos y el rostro —que nosotras no alcanzábamos a ver— sobre la hierba de color verde claro del comienzo de la primavera, y me pareció que besaba la tierra de verdad agradecida por la vida que se le había devuelto.

La tierra que había profanado con su amargura, con su odio. Ahora amaba la tierra con una pasión frenética.

Lo supe. No necesitaba explicarlo.

Has estado rota. Ahora te recompones. Nos curaremos contigo. Te queremos.

De camino a casa, Cressida dijo, Juliet, ¿me perdonas?

Con mucha calma respondí, No hay nada que perdonar.

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