Cartas a un buscador de sí mismo

Cartas a un buscador de sí mismo


Nota de los editores

Página 3 de 11

NOTA DE LOS EDITORES

A Thoreau me gusta imaginarlo en el centro exacto de la laguna de Walden, sentado en su bote, horas después de la medianoche, invisible como el resto de criaturas, escuchando el tenue batir del agua contra la madera del casco, clac, clac, clac, pero atento al chirrido de un ave a la que no es capaz de dar nombre.

O bien siendo el primer hombre que defendió públicamente al capitán John Brown, criminal, forajido y gozne de la Historia, sin el cual quizás nunca se habría abolido la esclavitud en los Estados Unidos.

O bien en su lecho de muerte, cuando una visita le pregunta por su relación con Cristo y Thoreau le responde que le importa mucho más cualquier tormenta de nieve que el Hijo de Dios.

Sin embargo, a Emerson, al maestro, al gran filósofo, al gurú y al padre de toda una generación de pensadores, escritores y poetas, me produce cierta pereza imaginarlo. Y es que aun cuando no podría haber Thoreau sin Emerson ni Walden sin Nature, ¿quién quiere imaginar a Emerson? Emerson afeitado y repeinado, Thoreau barbudo y luciendo remolino; Emerson blanco como una servilleta de hilo, Thoreau pardo como un labriego; Emerson elegante a cualquier hora, Thoreau orgulloso de ser el primer hombre de Concord que vistió gruesos pantalones de pana; Emerson madrugando y aseándose en un aguamanil de porcelana, Thoreau madrugando y bañándose desnudo entre las placas de hielo de la laguna; Emerson durante tanto tiempo pastor de la Iglesia unitaria, Thoreau alejado siempre de todos los templos; Emerson postulando en sus escritos la autonomía individual y el propio juicio por encima de cualquier autoridad, Thoreau durmiendo en la cárcel por negarse a servir a un Estado cruel y asesino; Emerson recorriendo Europa para forjar su carrera como filósofo, Thoreau recorriendo los bosques para ser feliz; Emerson censurando un ensayo de Thoreau: donde ponía «copulación» la historia leyó «matrimonio», Thoreau ya muerto, dejando dos últimas palabras: indio, alce.

No me cuesta trabajo imaginar cómo y por qué Harrison G. O. Blake, el buscador de sí mismo que encontramos en este libro, abandonó la maestría de Emerson e inició una correspondencia espiritual y filosófica con Thoreau que duró más de trece años. Como bien recordó Emerson, su propia relación con Blake duraba ya una década, se escribían con frecuencia, se encontraban, debatían, pero desde el día en que él mismo le presentó a Thoreau, «Blake no tuvo ya ningún interés en volver a pisar mi casa»[1]. No lo olvidemos: el sentido pleno y original de la filosofía no se limita al ejercicio del pensamiento, sino de la voluntad y del ser al completo. La filosofía es un método de progreso espiritual que aspira a provocar una transformación radical del sujeto. No se trata tanto de conocer esto o aquello como de cambiarse a uno mismo, ser mejor, ser más feliz. Al considerar así la filosofía, Blake encontró en Thoreau al maestro que jamás habría tenido en Emerson.

Harrison Blake era un año mayor que Thoreau. Ambos estudiaron en Harvard, sin tener ningún contacto. Blake se licenció en Teología y comenzó una breve carrera sacerdotal que se agotó pronto: uno no puede pasarse sus días discutiendo dogmas. Entonces buscó un trabajo como profesor en una localidad cercana a Boston y tomó la costumbre de visitar Concord siempre que le era posible. Su único interés allí, por supuesto, era Emerson. Ambos hombres habían sido sacerdotes, ambos habían colgado los hábitos y ambos creían que ser hombres era mucho más importante y más valioso que ser sacerdotes. Hablaban de teología, de política, de literatura y los encuentros resultaban muy agradables para ambos. Una de aquellas tardes, hacia finales de 1844 o comienzos de 1845, Blake se encontró con Thoreau en casa de Emerson. Al parecer en aquella ocasión se habló de astronomía. Aunque Thoreau era un buen conocedor de esta materia, no habló demasiado, como era su costumbre. Cuando le preguntaron más directamente, contestó con sinceridad: «Estoy mucho más interesado en los estudios que tienen que ver con este planeta»[2]. Al final de la tarde Thoreau se animó a confesar que estaba pensando en construirse una cabaña en los bosques cercanos a Concord, donde poder vivir algunos años y alejarse de la sociedad. Blake le preguntó si no creía que echaría de menos la compañía de sus amigos. Y Thoreau contestó: «No, yo no soy nada». Blake recordará más tarde que esta respuesta le pareció «memorable, preñada de recursos, capaz de expresar un equilibrio y una fe en el universo casi inconcebibles».

En los años siguientes, Blake volvió a encontrarse con Thoreau en distintas ocasiones y finalmente se encontró con uno de sus textos: un artículo sobre el poeta latino y estoico Aulo Persio Flaco publicado en un viejo número de la revista The Dial cuando Thoreau sumaba veintidós años. Este escrito reavivó la «impresión obsesiva» que Blake tuvo del genio de Thoreau aquella tarde en casa de Emerson. Fue entonces cuando se decidió a escribirle y así nació la correspondencia que el lector tiene en sus manos.

Tres décadas más tarde, muerto primero Thoreau y después su hermana Sophia, Harrison Blake heredó todos los volúmenes del ingente diario de Thoreau (del que se ocupó de preparar y publicar una selección) y su propia correspondencia con él. Si bien se han conservado las cartas escritas por Thoreau a Blake, nada se sabe de aquellas que este último le escribiera al primero. Tan solo se conoce la primera de ellas: es la que abre este volumen. Sí sabemos, sin embargo, que el anciano Blake volvió una y otra vez a aquellas cartas, como si aún estuviera buscando lo que vislumbró por un instante aquella tarde en casa de Emerson, un camino enfangado que parecía llevar a ese lugar tan recóndito, tan bello y tan calmo en el que Thoreau vivía sin mayores dificultades: «Leo y releo sus cartas, no me canso de hacerlo. Busco nuevos significados y encuentro cosas que ahora me llegan con más fuerza que nunca. Y, sin embargo, sé que estas cartas siguen viajando en el correo, que en cierto sentido aún no me han llegado, y probablemente no lo harán mientras viva. De hecho, puede decirse que estas cartas están desde siempre dirigidas a quien mejor pueda leerlas»[3].

Ir a la siguiente página

Report Page