Carta de José Martí a su hermana Amelia
José MartíNueva York, 1880
Querida Amelia:
Tengo delante de mí, mi hermosa Amelia, como una joya rara, y de luz blanda y pura tu cariñosa carta. Ahí está tu alma serena, sin mancha, sin locas impaciencias. Ahí está tu espíritu tierno, que rebosa de tí como la esencia de las primeras flores de Mayo.
Por eso quiero yo que te guardes de vientos violentos y traidores, y te escondas en ti a verlos pasar: que como las aves de rapiña por los aires, andan los vientos por la tierra en busca de la esencia de las flores.
Toda la felicidad de la vida, Amelia, está en no confundir el ansia de amor que se siente a tus años con ese amor soberano, hondo y dominador que no florece en el alma sino después del largo examen, detenidísimo conocimiento, y fiel y prolongada compañía de la criatura en quien el amor ha de ponerse.
Hay en nuestra tierra una desastrosa costumbre de confundir la simpatía amorosa con el cariño decisivo e incambiable que lleva a un matrimonio que no se rompe, ni en las tierras donde esto se puede, sino rompiendo el corazón de los amantes desunidos.
Y en vez de ponerse el hombre y la mujer que se sienten acercados por una simpatía agradable, nacida a veces de la prisa que tiene el alma en flor por darse al viento, y no de que otro nos inspire amor, sino del deseo que tenemos nosotros de sentirlo.
En vez de ponerse doncel y doncella como a prueba, confesándose su mutua simpatía y distinguiéndola del amor –que ha de ser cosa distinta, y viene luego, y a veces no nace, ni tiene ocasión de nacer, sino después del matrimonio– se obligan las dos criaturas desconocidas a un afecto que no puede haber brotado sino de conocerse íntimamente. Empiezan las relaciones de amor en nuestra tierra por donde debieran terminar.
Una mujer de alma severa e inteligencia justa debe distinguir entre el placer íntimo y vivo, que semeja el amor sin serlo, sentido al ver a un hombre que es en apariencia digno de ser estimado, y ese otro amor definitivo y grandioso, que, como es el apegamiento inefable de un espíritu a otro, no puede nacer sino de la seguridad de que el espíritu al que el nuestro se une tiene derecho, por su fidelidad, por su hermosura, por su delicadeza, a esta consagración tierna y valerosa que ha de durar toda la vida.
Ve que yo soy un excelente médico de almas, y te juro, por la cabecita de mi hijo, que eso que te digo es un código de ventura, y que quien olvide mí código no será venturoso.
He visto mucho en lo hondo de los demás; y mucho en lo hondo de mí mismo.
Aprovecha mis lecciones. No creas, mi hermosa Amelia, en que los cariños que se pintan en las novelas vulgares, y apenas hay novela que no lo sea, por escritores que escriben novelas porque no son capaces de escribir cosas más altas -copian realmente la vida, ni son ley de ella.
Una mujer joven que ve escrito que el amor de todas las heroínas de sus libros, o el de sus amigas que los han leído como ella empieza a modo de relámpago, con un poder devastador y eléctrico -supone, cuando siente la primera dulce simpatía amorosa, que le tocó su vez en el juego humano, y que su afecto ha de tener las mismas formas, rapidez e intensidad de esos afectillos de librejos, escritos -créemelo Amelia- por gentes incapaces de poner remedio a las tremendas amarguras que origina su modo convencional e irreflexivo de describir pasiones que no existen, o existen de una manera diferente de aquella con que las describen.
¿Tú ves un árbol? ¿Tú ves cuanto tarda en colgar la naranja dorada, o la granada roja, de la rama gruesa?
Pues, ahondando en la vida, se ve que todo sigue el mismo proceso.
El amor, como el árbol, ha de pasar de semilla, a arbolillo, a flor, y a fruto.
Cuéntame Amelia mía, cuanto pase en tu alma. Y dime de todos los lobos que pasen a tu puerta; y de todos los vientos que anden en busca de perfume.
Y ayúdate de mí para ser venturosa, que yo no puedo ser feliz, pero sé la manera de hacer feliz a los otros.
No creas que aquí acabo mi carta. Es que hacía tiempo que quería decirte eso, y he empezado por decírtelo.
De mí, te hablaré otro jueves. En éste sólo he de decirte que ando como piloto de mí mismo, haciendo frente a todos los vientos de la vida, y sacando a flote un noble y hermoso barco, tan trabajado ya de viajar, que va haciendo agua.
A papá que te explique esto que él es un valeroso marino.
Tú no sabes, Amelia mía, toda la veneración y respeto tiernísimo que merece nuestro padre. Allí donde lo ves, lleno de vejeces y caprichos, es un hombre de una virtud extraordinaria. Ahora que vivo, ahora sé todo el valor de su energía y todos los raros y excelsos méritos de su naturaleza pura y franca.
Piensa en lo que te digo. No se paren en detalles, hechos para ojos pequeños. Ese anciano es una magnífica figura. Endúlcenle la vida. Sonrían de sus vejeces. El nunca ha sido viejo para amar.
Ahora, adiós de veras.
Escríbeme sin tasa y sin estudio, que yo no soy tu censor, ni tu examinador, sino tu hermano. Un pliego de letra desordenada y renglones mal hechos, donde yo sienta palpitar tu corazón y te oiga hablar sin reparos ni miedos -me parecerá más bella que una carta esmerada, escrita con el temor de parecerme mal.
Ve: el cariño es la más correcta y elocuente de todas las gramáticas. Di ¡ternura! y ya eres una mujer elocuentísima.
Nadie te ha dado nunca mejor abrazo que éste que te mando.
¡Que no tarde el tuyo!
Tu hermano
José Martí