Carta 4

Algún lugar alejado del cielo, año MMXX

Volcán

Esta noche nos hemos sido sinceros. Escapé de las murallas de mi anti-prisión y crucé cumbres para alcanzar a llegar antes de que apareciera la luna sobre el baluarte de su alma pero esta noche ni el melancólico satélite ni las siempre aristocráticas estrellas acompañarán a nuestro mundo porque ha llegado la niebla, el viento húmedo y el olor de la tierra mojada.

He confesado que sentí terror ante el abandono y la recuperación de mi libertad cognitiva cuando arañé el atisbo de la despedida de usted y sus ecosistema de neblina. No quise enfrentarme a ninguna batalla hasta estar seguro de que todavía podría contar con su prenda como objeto de suerte y júbilo, por eso estoy aquí.

Junto a usted he descifrado para mis adentros y exteriorizado las interpretaciones que el oráculo hizo de los mensajes ocultos dibujados en el cielo, en el ruido y vaivén del agua de los ríos y en el perfume invernal de las flores precoces que añoran la primavera. Abrí cual canto de montaña el rincón del que emanan mis palabras hacia usted y su fortaleza.

Sin más que agregar a ese llamado de unión, auxilio, necesidad, busqué a tientas y con cautela un poco más de lo que añoraba. Rasguñé un poquito el eterno inalcanzable de usted. Aspiré de a poco la esencia de sus ojos mientras mis latidos se transformaban en tambores de guerra hasta que finalmente y después del gran preámbulo alcancé la cúspide anhelada, sus labios, su boca, la entrada a su solar donde el jardín que cultiva lo riega con agua que hace llover cuando canta.

Y entonces lo supe. Estaba a merced de la noche de lluvia, mojándome con agua que no era fría, que era cálida. Un baño directo de las nubes que estaba dispuesto a recibir con los brazos abiertos pues me devolvían a sentir esa libertad que te aprisiona dentro de un corazón, mientras mis latidos se sincronizaban con los suyos con ganas de pedirle que el momento se fundiera en una fragua eterna que evaporara la lluvia de nuestros cuerpos.

Don Pascual de Cártago

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