Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXVII

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El arrechucho sufragista de Jenny no fue más que un remiendo en su vida interior. No había encontrado ninguna exaltación física en luchar con los guardias, y el interés intelectual que pudiera haber en la controversia seguramente nunca llegaría a interesar a una inteligencia naturalmente indotada para la dialéctica. En condiciones anormales, podía haber estado en franca hostilidad con el otro sexo; pero tan pronto como se encontró en una sociedad en la que la antipatía por los hombres parecía estar fundada en la incapacidad de atracción, todo su sentido común se negó a comprometerse a una actitud tan diabólica. Comprendía que había algo anormal en una empresa tan claramente ineficaz. Ella no tenía nada que ver con el exceso de población femenina sin recursos. No estaba familiarizada con el ascetismo producido por la devoción a la inteligencia. Se daba cuenta, aunque no de manera muy clara, de la ineficacia del movimiento y de su fracaso para que éste pudiera proporcionarle un cauce artificial para sus elementales pasiones.

Jenny era lo suficientemente lista para comprender que dirigentes como la señorita Bailey y la señorita Ragstead estaban lógicamente justificadas al pedir el voto. Comprendía que serían capaces de utilizarlo con algún propósito, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que para la mayoría de las mujeres el voto sería únicamente un estorbo, Jenny veía también que para tener éxito debían contar con la igualdad física, y casi adivinaba que el motivo principal de tal extravagancia dimanaba de la necesidad de la emancipación femenina. Las monjas se desposan con Cristo, pero las sufragistas, con notables excepciones de aquellas capaces de mantener su predominio intelectual, se veían obligadas a continuar siendo viejas solteronas intelectuales. Al preguntarse Jenny; “¿Qué es lo que quieren?”, las habitantes de Macklenburg Square se convirtieron en seres tan irreales como los unicornios, y todo el episodio adquirió la forma de un intermedio de locura inconcebible, de cuyo recuerdo, la figura de la señorita Ragstead se destacaba fría y tranquila, profundamente sensata. A Jenny le habría gustado, en cierto modo, encontrarla de nuevo, pero era demasiado tímida para proponer una entrevista fuera de los dominios de la-Liga. Para evitar todo ello, Jenny empezó a rehuir a Llilli Vergoe; y muy pronto reanudó la amistad con Irene Dale sobre una base más firme que antes.

Habían pasado seis meses desde aquel primero de mayo tan desolador. La obra en que venía trabajando se retiró casi al mismo tiempo de los carteles y el trabajo de ensayar otra nueva ayudó a Jenny a pasar las semanas que siguieron a la deserción de Maurice. Ahora bailaba en otra función por la que se tomaba tan poco interés que no hay necesidad alguna de mencionarla. El dolor del amor ultrajado fue adormecido por el tiempo. Desde un punto de vista superficial, las heridas estaban cicatrizadas, si es que una sorda insensibilidad hacia la causa original puede ser una cura, Jenny no echaba de menos a Maurice en determinadas ocasiones, y habiéndose acostumbrado a su ausencia, no se daba cuenta de que le echaba de menos en un sentido más profundo. Un amor tan apasionado como el de ellos; un amor que vive momentos de éxtasis, era, según el veredicto del promedio de comentarios, una enfermedad; pero el promedio de comentarios no comprendía que, semejante a la escarlatina de la infancia, su maligna influencia se extendería en complicaciones de estados emocionales anómalos. El promedio de comentarios no percibe que las peores tragedias de amores desgraciados no son las que terminan con la muerte o la separación. Ni Jenny podía prever el cortejo de males que vendrían al despertar de este golpe desgraciado sus sentimientos, que podría torcer el curso de su vida.

Con Maurice se había embarcado en el inquieto océano de una existencia vivida a extraordinaria tensión. Había conjurado para su alma ensueños de ventura; fieros ensueños que no Serían satisfechos con vulgares auroras. El tiempo pudo mitigar con su pesadez anodina el íntimo deseo por su amado, pero el tiempo mismo agravaría la necesidad vital de su femineidad. Estos seis meses de marchitas emociones y mustias esperanzas fueron un trance del que despertaría en los límites de la final excitación mental y física.

Se dijo en el último capítulo que de haber sido menos sincera consigo misma la reacción pudo hacerla creerse enamorada del primero con quien topara. Tales corazones son arrastrados únicamente en el camino de la desgracia por no haber caído de grandes alturas. Jenny cayó derecha el primero de mayo, y tan profundamente como un plomo al fondo del océano de la desesperación para permanecer sumergida. Pero para una mujer que había rehusado la muerte, la vida no ofrecía olvido. La vida, con todas sus frías insistencias, la llamaba de nuevo a la superficie, y desde allí se dirigiría a cualquier playa que le deparara la suerte. Jenny, inconsciente de responsabilidad para sus primeras luchas, se asió al sufragismo: un apoyo que la vida jamás había destinado para ella. Sin embargo, la ayudó a llegar a la playa, y ahora, con el cinismo de una aventurera, miraba a su alrededor buscando nuevas conquistas. Su deseo de vengarse de los hombres estaba reemplazado por su ansiedad de descubrir el sabor de la vida. Su instinto se inclinaba ahora menos a herir a los otros que en satisfacerse a sí misma. Un año de abstinencia en la existencia episódica que llevaron ella e Irene antes de que Maurice.creara la ilusión de permanencia, dio a aquella primera época un encanto romántico, y la vuelta a esta vida parecía llena de posibilidades y de mayores sorpresas. Una noche, muy entrado octubre, preguntó casualmente a Irene, como si no hubiera existido intervalo alguno, si iba a salir. A su pregunta contestó la amiga afirmativamente sin dar señales de sorpresa. Era característico en ambas jóvenes esta forma de reanudar su amistad.

Empezó un período que no merece crónica detallada, ya que fue simplemente una repetición de un período ya conocido: una repetición que, por otra parte, como la mayoría de los anacronismos, parecía insípida y chillona. Los jóvenes eran tan jóvenes como en aquellos primeros años; pero Irene y Jenny eran más viejas, y si antes habían encontrado difícil tolerar estos encuentros, ahora lo encontraban más difícil aún. El resultado fue que en vez de un whisky con soda necesitaban ahora tres o cuatro para pasar el rato. Ninguna de las jóvenes era aficionada a beber, pero era una señal de que la juventud pasaba y se pedía whisky para dar acicate a la existencia.

Una noche estaban sentadas en el café de Áfrique, riéndose de las rarezas de dos noruegos que se habían convertido en contertulios por la fuer za de una atrevida presentación a la puerta del teatro. Al detenerse en su risa para coger alguna frase de la canción de la orquesta, Jenny vio a Castleton que se acercaba a su mesa. Se paró como dudando y la miró durante un rato con ojos muy abiertos, muy ansiosos, bajo las cejas arqueadas en una interrogación. Ella le devolvió la mirada, sin hacer el menor gesto de reconocimiento; entonces, Castleton, inclinándose ligeramente, desapareció en la noche. Las puertas se cerraron tras el, y Jenny, encendiendo una cerilla, prendió toda la caja para distraer la atención de Irene del rubor que subió a sus mejillas por el recuerdo.

—¡ Vámonos! —dijo a su amiga.

Las chicas dejaron a los dos noruegos desolados.

Una mañana del invierno siguiente, Irene entró en el cuarto de Jenny, en Stacpole Terrace.

—Danby regresa a Inglaterra esta semanas —anunció—. Y su hermano también.

Jenny se había dicho a menudo, para sus adentros, que Danby era un misterio. Hacía ya cuatro años que a él y a Irene se les consideraba como novios, y, sin embargo, no parecía haber ocurrido nada desde el día en que, por un capricho, hizo vestir a su novia de esperpento. Regresaba de Francia, como lo había hecho repetidas veces, junto con su hermano. Jenny había hecho siempre burla de la perspectiva de encontrarse con este último.

—Bueno, ¿ y qué?

—No te pongas tonta, Jenny. Me gusta que vuelva. Tengo gana de verle.

—Querrás decir los minutos que estéis juntos durante quince días, y después volverá a marcharse por otros seis meses. ¿Por qué no se casa contigo?

—Ya lo hará —afirmó Irene, dando vueltas a la bolita de una de las esquinas de la cama hasta hacerla chirriar—. Pero aún no quiero casarme.

—¡Oh, no!; eso es sólo un decir. Y ¿por qué no? Si yo quisiera a un hombre como tú pretendes querer a Danby, me casaría en seguida.

—Bueno, pero tú no...

—No digas más —dijo Jenny sentándose en la cama—. Ya sé que no lo hice. Pero aquello era otra cosa.

— ¿ Por qué era otra cosa? Danby es un caballero.

—Será cuando duerme. No puede serlo mucho cuando se empeñó en que fueras hecha una visión, haciendo el ridículo. Me gustaría conocer al hombre que hubiera podido convertirme en tal adefesio —exclamó Jenny, indignada al recordar el incidente.

—¡ Oh! Bueno; ahora ya no lo hace —dijo Irene pacíficamente—. ¿No quieres salir con nosotros?

—¿Parece que ya no te inspira temores tu Danby? —prosiguió Jenny burlonamente—. Me acuerdo de cuando siempre estabas temblando no fuera otra cualquiera a birlártelo delante de tus narices. Ahora ya, hasta le dejas ir a cada momento a Francia. Tú sabrás lo que haces.

¡ Jenny no podía resistir la tentación de hacer rabiar a Irene. El hábito estaba tan arraigado, que aunque ahora ya no tenía el sentimiento de ultrajada independencia que en otros tiempos la espoleaba, lo conservaba, porque esta actitud era más fácil de adoptar que la de una afectuosa simpatía.

—Su hermano Jack dice que le gustaría tratarte.

Jenny se rió despreciativa.

—Ya pensé que no me cedías gratis a tu Danby.

Hacia fines de noviembre, lluvioso y cargado de nieblas, Arthur y Jack Danby llegaron de París, y, altos como postes, esperaron a las dos chicas en la parte alta del patio de Jermyn Street. De momento, no le llamó la atención a Jenny que la cita pareciese rebosar intriga, como si se hubiese arreglado en voz baja, lo que hubiera delatado un propósito traicionero por parte de su amiga. Jenny había criticado muchas veces la táctica de la señora Dale, y censurado la manera cómo alentaba a Winnie y a Irene en compañías cuyo provecho siempre era a costa de su moralidad. Pero, en realidad, nunca había comprendido a Irene; buena prueba era de ello su afán de hacerla rabiar. En las aparentes circunstancias de un reencuentro de dos enamorados, aceptó sin sospecha su lugar al lado de Jack Danby; y solamente de manera vaga se dio cuenta de la satisfacción que parecían respirar los dos hermanos y su amiga.

Bajo el brillo deslumbrante del comedor del Trocadero tuvo ocasión de estudiar detenidamente a los dos hombres, y como consecuencia de ello, sintió marcada preferencia por Jack, perdió toda sospecha de una trama y pareció casi gozar con su compañía.

Todos los rasgos fisonómicos de Arthur Danby, incluso Sus dientes, eran excesivamente puntiagudos, y su delgadez y la longitud desmesurada de sus miembros acentuaban este efecto picudo de sus facciones. Conservaba su cutis la frescura de la juventud, pero una vida relajada le había dado un aspecto céreo, y a determinadas luces su rostro presentaba finas arrugas que parecían arañazos trazados sobre una superficie lustrosa. Tenía los párpados hinchados y ligeramente enrojecidos en los bordes, con un rojo que resaltaba aún más por el contraste con el intenso azul claro de los ojos que circundaban. Cierto aspecto enigmáticamente diabólico quitaba al conjunto lo que de otro modo tendría de meramente repulsivo. Jack Danby no era tan alto como su hermano y sus facciones, aunque delineadas con igual energía, no resultaban tan puntiagudas. Sus ojos tenían el mismo color azul, casi cobalto, que contrastaba con la blancura de una piel que daba la impresión de estar empolvada. La mirada del hermano menor conservaba más fuego, y bajo la influencia de una conversación sugestiva parecía iluminarse por dentro de una forma que más de una vez había quitado el aliento a las mujeres. Jenny, si le miraba a la cara, se daba menos cuenta de la existencia de los ojos de él que de los suyos, que sentía encenderse en las chispas ardientes que él hacía brotar de su mirada, y al sentirse abrasada en ese fuego que encanaba del cerebro de otro, notaba cómo sus propios ojos se derretían para ponerse a tono con la líquida dulzura que venía después. Sus labios no estaban nunca muy encarnados, y en el transcurso de la noche iban tomando el tono del resto de su rostro, que de puro pálido se tornaba en la uniforme monotonía de color de los pétalos de una rosa húmeda por la lluvia. Las comisuras de la boca de Danby se curvaban hacia arriba, y cuando reía, lo hacía sólo con un lado de la cara. La primera impresión que producía era la de una profunda laxitud, pero cualquier asunto de velada sensualidad le hacía pasar rápidamente a la actitud de una alarmante concentración.

La reproducción pictórica del grupo hubiera tenido algún valor decorativo. Los dos hermanos habían pedido salmonetes, dispersos en sus platos en trozos de matices mezclados de coralina roja y cobre viejo. Bebían Lacrima Christi, cuyo color era el que, precisamente, armonizaba con ese conjunto. Jenny e Irene bebían champaña, y el ámbar pálido de sus copas centelleaba bajo la araña que colgaba del techo, contrastando y aclarando la gama de tintes metálicos, lo mismo que el cabello rubio de Jenny resaltaba y ganaba simultáneamente en belleza, junto al castaño cobrizo de Irene. Como un grupo de libertinos, los cuatro formaban un buen motivo para un estudio del género, y un observador imaginativo habría deducido, por la posición de los dos hombres, cierta predisposición para hechos románticos al verles indinados, mirando con las cabezas vueltas, mientras extendían sus piernas a todo lo largo. Un observador con más imaginación percibiría en el grupo, algo

faisandé [25], un aire de diversión demasiado deliberado, que parecía implicar un perfecto conocimiento de las limitaciones del placer humano. Estos hombres y estas muchachas no dirigían flecha alguna de alegría para que se clavase en línea recta en el corazón del presente. El aburrimiento les envolvía. Aquella luna envejecida de octubre, que un año antes marcó el final de un amor tranquilo, habría sido una luz apropiada para esta fiesta. Jenny había llegado a alcanzar aquel cinismo, que en los días anteriores a Maurice era debido a la ignorancia, pero que ahora era un cinismo más profundo, basado en la experiencia. Irene había sido siempre escéptica a alturas emocionales; siempre aceptó la vida sensualmente, sin mucho entusiasmo, ni por el éxito o fracaso de sus ambiciones. En cuanto a los dos hombres, habían adelgazado a fuerza de placeres.

—Llenad los vasos, chicas —dijo Arthur.

—Llenadlos —repitió Jack como un eco—. ¿ Hay tiempo para otra botella? —preguntó con mucho empeño.

—Este queso es muy bueno —comentó Arthur.

—Delicioso— asintió el otro.

—No pensáis más que en comer y en beber —dijo Jenny con asco.

—¡Oh, no!; también pensamos en otras cosas, ¿no es verdad, Jack? —replicó el hermano mayor con una especie de glacial satisfacción.

—De seguro —corroboró el más joven, mirando a Jenny de reojo.

—Este invierno vamos a pasarlo bien —anunció Arthur—. No necesitamos ir a París en un mes o dos. Hemos de pasarlo bien en nuestro piso de Victoria Street.

—Londres es una ciudad mucho más divertida que París —dijo Jack dirigiéndose al aire, como si fuera un pontífice del vicio—. Me gustan estas noches de noviembre en que las siluetas de las mujeres aparecen de repente surgiendo de la niebla. Un amigo mío... —al descender a sus recuerdos personales, Jack Danby parecía perder su poder siniestro y se tomaba ordinario y vulgar—. Cuando digo amigo debía decir mejor amigo de negocios, ¿no es verdad, Arthur? —interrogó

, sonriendo por el lado de su cara que estaba más próximo a su hermano—. Bueno, en realidad se trata de un aristócrata —prosiguió con acento de estudiada indiferencia.

—Cuéntales a las chicas algo de él —insistió su hermano, y agregó—: llenad vuestras copas —mientras, retrepándose en la silla, parecía desvanecerse entre nubes de humo, procedentes de un cigarro puro muy largo, delgado y negro.

—Este aristócrata, cuyo nombre me callaré —dijo Jack—, va errante en medio de la niebla hasta que tropieza con una forma que le atrae. Entonces le tiende un antifaz de terciopelo y se la lleva a su casa. ¡Qué imaginación!

—agregó el narrador riéndose entre dientes.

—Pues yo le llamaría un tipo indecente —dijo Jenny.

—¿ Sí? —preguntó Jack, como si le llamara la atención la novedad de tal punto de vista.

En aquel momento estaban apagando las luces. La desaparición de la luz anaranjada y la soledad estéril de las mesas vacías, daban al comedor un aspecto extraño que concordaba bien con la personalidad de ambos hermanos. El grupo se disolvió, y poco después de haber estado sentadas cómodamente alrededor de una mesa ricamente iluminada, las dos jóvenes se encontraron dentro de un oscuro taxi que las llevaba a Camden.

—¿Qué tal te parece Jack Danby? —preguntó Irene.

—Muy bien. Sólo que, no sé; pero que si le hubiera conocido el año pasado me hubiera parecido repugnante. Me debo estar volviendo muy rara. ¿Qué oficio tienen... esos espárragos que tienes por amigos? —agregó después de un pausa—. ¿ Qué hacen en París?

—Editar libros —informó Irene.

—Libros —repitió Jenny como un eco—. ¿Qué clase de libros?

—Libros corrientes, supongo —dijo Irene, algo picada por la despreciativa incredulidad de Jenny.

—Bueno, ¿ y por qué tienen que vivir en París, si se trata de libros corrientes?

—Es allí donde tienen su negocio.

—Vaya un sitio raro para hacer negocio con libros corrientes.

—No veo por qué.

—Bueno; no importa. Pero me extraña, eso es todo. Eres muy complicada, Irene.

—Sí —dijo Irene mirando las ráfagas de luz que entraban por la ventanilla al pasar cada farol. Siempre dices eso, pero no soy tan complicada como tú.

—Sí lo eres, porque yo siempre te he pillado en mentiras; cosa que tú no has podido conseguir conmigo.

—No; porque no soy tan alborotadora.

—Bueno, ahora no te pongas tonta y no te metas en líos —aconsejó Jenny—. Si tienes amigos extraños, no es, realmente, culpa tuya. Yo misma no me comprendo. Creo que son un par de animales y, sin embargo, me gustaría volverlos a ver. En eso es en lo que yo me encuentro extraña a mí misma.

Irene asumió una actitud de altiva indiferencia.

—Si no te gustan, no tienes por qué volverlos a ver. Solamente que le hacen pasar a una un buen rato, y Arthur me ha regalado algunas sortijas estupendas.

—Que tu madre llevó a empeñar —dijo Jenny interrumpiéndola.

—Y va a casarse conmigo —insistió Irene.

—Sí, si consigues que se case después de cenar cuando está borracho.

—Bueno, ¿y qué? No eres tú tan lista como te crees.

—En eso tienes razón —dijo Jenny sumiéndose en un abismo de cavilaciones.

Por las noches, mientras estaba desvelada, aturdida por esas nuevas sensaciones, la imagen de Jack Danby la persiguió como el pálido espectro de una pesadilla febril, al mismo tiempo repulsiva y peligrosamente seductora. Una vez y otra trató de apartarlo de su imaginación, pero apenas lo había logrado, su cara escuálida se le aparecía desde otro ángulo. La miraba por detrás de las cortinas ajadas; tomaba forma en la oscilante sombra gris de la luz de gas que se proyectaba en el techo. Daba vueltas alrededor de los cuadros y tomaba forma material en el montón de ropas echadas sobre la butaca de mimbre contigua a la cama.

Otra imagen hubiera podido apartar a ésta, pero aquélla había sido borrada completamente por el exorcismo de seis meses de dura disciplina mental. Todo lo que quedaba de Maurice era la llama que había encendido; esa llama de pasión, que, dormida desde su deserción, ardía ahora siniestramente en el corazón de Jenny.

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