Carnaval
CAPITULO XXXVI
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En Bochyn, el festín de boda ya estaba puesto en la mesa; la tetera humeaba, la nata se derretía en marfileña riqueza y, entre otros muchos manjares familiares, el pastel de azafrán resaltaba chillón y exótico. Tras los primeros momentos de tímida conversación, Jenny y May se quitaron sus abrigos y dejaron los envoltorios. Luego se sentaron todos, y con él entretenimiento del común apetito se disipó momentáneamente el aire de penosa turbación. La anciana se ofreció con muchas protestas de humildad a ceder a Jenny su puesto a la cabecera de la mesa; pero ella, sobresaltada por tan pródiga exposición de platos nuevos, pasteles de azafrán, bizcochos y grandes jarras de leche, consiguió de la que era superior en edad que pospusiera su abdicación de momento.
La sala de Bochyn era larga, baja y con vigas desnudas, y se extendía a todo lo largo de la casa, excepto en un rincón, a la izquierda de la puerta de entrada, usurpado por un saloncito. La estufa tenía su doble plancha profusamente adornada con embutidos de cobre y mangos de latón. Mirándola detenidamente, hasta la misma reja estaba forjada, reproduciendo un florido paisaje de pagodas, mandarines y dragones. Jenny no podía apartar los ojos de esta ostentosa pieza.
—Bonita plancha, ¿no es verdad? —dijo Trewhella con orgullo.
—¿Plancha?
—Estufa; pero aquí en Cornwall las llamamos planchas.
—Sí que es bonita. Debe de ser muy difícil de limpiar, a mi entender.
—Emily, la criada, se cuida de ella —explicó la vieja.
Jenny volvió sus miradas al resto de la habitación. Al lado de la estufa colgaba una sartén de cobre que reflejaba en miniatura todo el interior de la habitación. También había cucharones y coladores y un fuelle, todo de latón; la caja cuadrada de este último estaba pintada con lazos y carcajes de Cupido. En la parte alta del vasar, encima de la estufa, se veían varios perros de porcelana, grandes y de aspecto asombrado, mezclados con piezas de cerámica burda, de tintes chillones, que representaban a Lord Nelson y a Elias, todo rodeado de un bosque de candelabros. De hecho, el cobre era lo que predominaba en la decoración. En las.paredes relucían tabaqueras, despabiladores, candelabros fijos y bandejas. Muy poco espacio quedaba libre en estas paredes bajas para colgar cuadros, pero una o dos litografías de asuntos populares habían conquistado derecho de exposición en ellas. A todo lo largo de la habitación, en el centro, estaba instalada una larga mesa de roble, montada sobre caballetes, con sillas estilo Chippendale en la parte que ocupaba Jenny y la familia, y bancos en el resto, destinados a la servidumbre de la casa. Las cinco ventanas estaban cubiertas de cortinas de una tela roja traslúcida, y entre las dos situadas más lejos de la puerta había un reloj antiguo sumamente alto, encima de cuya esfera, en un cataclismo marítimo que comprendía la salida del sol, la luna y las estrellas reunidos, un barco se balanceaba lentamente a cada oscilación del péndulo. Una puerta trasera daba acceso a una gran.bóveda resonante, donde estaban los lavaderos, fregaderos, bodegas y despensas, mientras del ángulo situado más allá de la puerta de entrada arrancaba una escalera encajonada, muy oscura, recta y pina; antro cavernoso que iba a parar a corredores desconocidos y a habitaciones lejanas. En cierto modo, la anciana señora Trewhella se adaptaba singularmente a este siniestro camino de escape, pues como era tan coja que no podía andar sin una muleta, el acompasado golpeteo de su marcha era transmitido a través de la oscuridad con una eterna monotonía que producía en el que la oía una sensación de malestar. Tenía cara de gallina, con ojos muy brillantes que a cada momento se ocultaban por el efecto de un continuo parpadeo. Su pelo era escaso, pero casi sin canas, tan charolado y tirante que su cabeza parecía la de una muñeca holandesa. En la cara se le veía algo de bigote y varios lunares vellosos. Su aspecto era más bien el de una bruja solterona que el de una madre de familia.
Así que los recién llegados estuvieron sentados un rato a la mesa acudió la servidumbre en masa. Abría camino Thomas Hosken, con la cara reluciente de limpia, que recordaba mucho más que nunca el aspecto de una naranja, y cuyo andar imitaba el rodar indeciso de esta fruta. Seguía Emily Day, muchachita delgada y morena, de ojos de gacela con largas pestañas demasiado grandes para el resto de su persona. Venía detrás Dicky Rosewarne, muchacho guapote, sanguíneo y desgarbado, de unos veintitrés años, de coyunturas sueltas como las de un potro de un año, que llevaba con su persona un olor de tierra removida, hogueras consumidas y hojas de otoño. Bessie Trevorrow, la chica de la alquería, fresca como una manzana, entró bajándose las mangas de un vestido estampado con motas redondas para tapar unos antebrazos cuyo aspecto sobresaltó a Jenny. Esta no podía reconciliar la irregularidad de las facciones de Bessie: sus ojos ardientes, como almendras; sus labios burdos, y no comprendía cómo unas mejillas tan tostadas por el sol pertenecían a la misma persona que ostentaba tan blanquísimo cuello. Por último llegó el viejo Veal, cuyas obligaciones y condiciones nadie conocía exactamente. Todo este personal se colocó, en silencio, en su puesto correspondiente, dirigiendo al sentarse un vergonzoso saludo de reojo a Jenny y a su hermana, quienes, por su parte, se habrían sentado a cenar con más confianza entre un rebaño de ovejas. Aún quedaba una silla vacía.
—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Trewhella.
—Siempre llega tarde ese vejestorio —murmuró i la viuda de Trewhella—. ¡Qué pesado es tener parientes lejanos y viejos que nunca saben llegar a tiempo a la comida! Ve a buscarlo, Thomas —añadió suspirando.
Thomas se sintió turbado por esa orden y una risa apagada corrió por la parte baja de la mesa cuando Thomas salió, con su andar de fruta que rueda, a buscar a Champion, “el abuelo”.
—Es mi tío —explicó la señora Trewhella a Jenny—. Hombre honrado y cabal que no se puede pedir más, pero nunca llega a tiempo a ningún lado. Creo que es tan viejo que ya no hace caso del tiempo; parece haber llegado a despreciarlo.
—¿Es muy viejo? —preguntó Jenny por decir algo.
—Nadie sabe los años que tiene. Entre las distintas opiniones que se oyen hay una diferencia de veinte años. ¡Pobre hombre! Trabajo, poco da, eso hay que confesarlo; cuando hace sol se pasa el tiempo paseando arriba y abajo en el jardín y cuando llueve se está quieto en su cuarto como podría estarlo un camero viejo.
En aquel momento entró Thomas con noticias positivas.
—El señor Champion no se puede quitar las botas. y por eso no viene.
—¿Que no puede quitarse las botas? Y, ¿cómo no le has ayudado tú?
—Ya traté de hacerlo —dijo Thomas—; pero no me ha querido hacer caso y me ha llamado idiota.
En aquel momento apareció el abuelo Champion en persona y muy sofocado por su victoria sobre las botas. Sus ojos brillaban con un azul claro y diáfano; el cabello blanco encuadraba su cabeza como un campo de nieve.
—Venga, abuelo —le dijo su sobrina.
—¿Han llegado las chicas? —preguntó.
—Sí, sí; están aquí sentadas esperándole..
El señor Champion se adelantó con noble porte y majestuoso aire de bienvenida. Por grande que fuera su timidez, Jenny, al verle, se sintió inclinada a levantarse de su asiento.
—Ven, déjame que te mire —dijo el abuelo apoyando sus manos sobre los hombros de Jenny.
—Cuidado, tío —dijo la señora Trewhella— la vas a azarar.
—Bueno, ¿y qué? —replicó el anciano—. Las chicas están muy guapas coloradas. Enhorabuena, moza bonita —agregó, cogiendo a Jenny de las manos—. Siento no haber estado aquí para darte la bienvenida cuando llegaste.
A Jenny le agradó este viejo, quien en un destierro como aquel, por su edad, dignidad y simpatía llamaba a los ojos lágrimas de añoranza. La cena, que era algo tarde para los criados, siguió su curso con cierta rapidez, porque todos tenían prisa en acostarse, ante la perspectiva del trabajo en un amanecer desapacible de noviembre. Pronto todos desaparecieron por la puerta de entrada, y el abuela, con una vela encendida y un ladrillo caliente envuelto en franela bajo el brazo, subió lentamente a la luz vacilante por la oscura escalera. Los demás se quedaron en silencio. Eran las diez y el fuego palidecía ya bajo las barras estriadas de la estufa.
—Bueno, ¿supongo que querréis iros a la cama? —preguntó la viuda de Trewhella.
May miró ansiosamente a su hermana.
—Sí; supongo que sí —dijo Jenny.
Zachary empezó a silbar la tonada de un himno religioso.
—Primero querréis desempaquetar vuestras cosas —prosiguió la viuda.
—Sí; claro... —replicó Jenny con voz ahogada.
—He puesto a May en el dormitorio contiguo al vuestro. Ven que te lo enseñe.
Zachary permaneció sentado, silbando siempre.
Un pajarillo, invisible detrás de las cortinas de la ventana, se agitó en la jaula. La señora Trewhella encendió tres velas. Recogieron los abrigos, colgándolos del brazo y, en fila india, desaparecieron por la escalera las tres figuras, cada una de ellas provista de su oscilante guía.
—¡Qué pasillo más largo ¡-suspiró Jenny cuando todos estuvieron arriba.
La señora Trewhella abría la marcha hacia la cámara nupcial.
—Aquí tienes donde las esposas de los Trewhella han dormido desde hace muchos años. Después de la habitación alargada de abajo, el dormitorio parecía enorme. El techo, planeado con irregularidad gótica, se alzaba entre sombras y telarañas hasta perderse de vista. Parecía un granero. Una alta cama de dosel, con cortinajes viejos de asuntos de amor y de guerra, estaba acompañada de cómodas de roble y alacenas. El suelo era desigual, en contraste con la alfombra de Bruselas chulonamente nueva, de recargados dibujos de rosas. Todas las ventanas, pequeñas y con postigos, se abrían casi a ras del suelo, pero más arriba, en un saliente del tejado, había una ventana de buhardilla, grande y con cristales emplomados, desprovista de cortinas, negra y siniestra. Dos espejos de luna, muy largos, aumentaban el misterio de la habitación, al duplicar los ángulos oscuros.
—May estará aquí —informó la señora Trewhella indicándole el camino—. El desván empieza inmediatamente después de tu dormitorio, de modo que el techo no resulta tan alto.
A decir verdad, el cuarto de May era muy corriente y hasta tenía buen aspecto con sus cortinas de cretona y su papel pintado de lazos y ramos de nomeolvides. Rodeando el tocador, crujía una cretona de color rosa, drapeada con muselina tiesa.
La viuda de Trewhella contempló detenidamente a Jenny por un momento antes de dejarla sola.
—Estás delgada —dijo—, pero, bueno, yo también lo estaba, y me acuerdo de que, por entonces, todos se preguntaban lo que un hombre podría ver en una moza como yo. A los hombres les gustaban las chicas llenitas por entonces. Buenas noches.
La vieja se marchó por el pasillo; la vela oscilaba bruscamente a cada paso que daba a causa de su cojera.
—Qué sitio más raro —dijo Jenny.
—Vámonos —contestó May con énfasis—. Vámonos ahora mismo.
—No seas tonta. ¿Cómo nos vamos a marchar ahora? Nunca hemos debido venir. ¡Oh!, May, ¡cómo me gustaría dormir contigo aquí!
¿Y por qué no te quedas? —indicó May, que estaba sorprendida de ver el nerviosismo de su hermana, tan indómita por lo general-Hay sitio suficiente, y yo que tu...
Jenny se repuso con un esfuerzo visible.
—No, no puedo seguir durmiendo contigo. A lo hecho, pecho.
Ambas hermanas regresaron a la habitación nupcial como atraídas por un extraño conjuro.
—¡ Qué grande, pero, al mismo tiempo, qué pequeña parece esa vela, ¿verdad? Tengo miedo, May —susurró la novia.
Se oyó un ruido al caer un poco de yeso de la pared, un débil chillido y una huida precipitada.
—¿Qué será eso? —gritó May.
—Me figuro que serán ratones. Este sitio es espantoso —dijo Jenny temblando—. Pero, en fin, hay que hacerlo. Hay que terminarlo algún día. Todo será lo mismo dentro de cien años y, de todos modos, quizá por la mañana no sea tan horrible. ¡ May! —dijo ásperamente.
—¿ Qué?
—Cuando pienso que el segundo número de la función estará ya empezado y estoy yo aquí, empezando a desnudarme en esta casa extraña... Vámonos a tu habitación unos minutos.
Las hermanas buscaron de nuevo la habitación de May, y Jenny tuvo una idea.
—May, si arrimamos tu cama a la pared, pondrías dar unos golpecitos de vez en cuando, y si yo estoy despierta, te oiré. May, no te duermas. Prométeme que no te dormirás.
Empujaron la cama hasta dar con los lazos y nomeolvides de la pared. Después, Jenny, armándose con toda la determinación de que podía disponer y de todo el orgullo, besó a May y corrió a la solitaria habitación gótica, donde la llama de la única vela lucía inmóvil en la noche desolada.
Se desnudó rápidamente. Las sábanas, frías como el hielo, le dieron la sensación de caer en un río, pero era todavía peor estar allí con el pulso acelerado y el corazón palpitante bajo los lazos y cintas de color de rosa. Ya no tardaría mucho. Se sentó en la cama con la intención de llamar en la pared, pero el tapizado de la cabecera apagó el sonido. May, sin embargo, lo oyó y la contestó. “Mañana —pensó Jenny— cortaré con las tijeras estos cortinones para poder llamar con facilidad. ”
Después oyó en el pasillo los pasos de su marido. Seguía silbando la misma musiquilla, más suave, desde luego, pero con una monotonía y repetición exasperantes. Su sombra entró por la puerta antes que él. Jenny se escondió bajo las ropas de la cama, anhelosa como un pájaro atrapado. Oyó los movimientos de Zachary, tardos y pesados, acompañados por el silbido; ese condenado silbido interminable. Entonces se apagó la luz y, como si anduviese sobre terciopelo negro, Trewhella se acercó a la cama.