Carmen

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SEGUNDA PARTE » 29. Segundo nacimiento en El Pardo

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29SEGUNDO NACIMIENTO EN EL PARDO

Me gustaba salir de noche. Siempre he sido noctámbula. Me apetecía más salir a cenar que a almorzar. Siempre conté con mucha ayuda en casa para poder hacerlo.

En marzo del año cincuenta y dos, viajando de nuevo a los Estados Unidos, Carmen volvió a marearse. No quiso pensar en un nuevo embarazo. Era demasiado pronto para volver a traer al mundo a una criatura. Cristóbal quitó importancia al tema.

—No todos los mareos que tengas en tu vida van a ser porque te encuentres en estado. A la vuelta te haré una revisión. A ti los aviones no te sientan nada bien. Se trata de un viaje muy largo y lo acusas.

—Puede que tengas razón. Esperemos que sea una falsa alarma.

Cuando pusieron pie en los Estados Unidos, las relaciones de este país con España estaban muy tensas por culpa del presidente Truman. Después de ir muy avanzadas las conversaciones para la instalación de bases norteamericanas en suelo español, todo se frenó tras las palabras del presidente pronunciadas un mes antes. Reconocía «no haber sentido nunca mucha simpatía hacia España». Esa repulsa a Franco tan explícitamente manifiesta desató un nuevo incidente diplomático que dejaba claro el desprecio de Norteamérica hacia España. También denunció la falta de libertad de expresión y de libertad religiosa. «Los protestantes en España no pueden profesar su fe», manifestó contrariado.

—No entiendo a Truman —afirmó Cristóbal—. Por un lado pone verde a tu padre y por otro concede a España una ayuda por más de cien millones de dólares.

—Totalmente incongruente. Me imagino que le habrá sentado fatal a mi padre. Ahora que creía que estaba mejorando su imagen, debe haber reaccionado mal. Seguro.

—Parece ser que el embajador americano en España, Stanton Griffis, ha defendido a su presidente haciendo hincapié en la necesidad de que sea efectiva la libertad religiosa. Me lo ha contado el embajador español.

—Espero que Lequerica proteste. Es intolerable que nos pongan verde a la mínima.

Al día siguiente, la embajada española en Washington entregaba una nota de queja por las declaraciones de Truman. No se habló de otra cosa durante ese viaje. Todos estaban convencidos de que aunque no les gustara Franco ni su régimen, por la importante posición geoestratégica del país, habría un cambio de posición inmediato para intentar lograr unos pactos económico-militares con España.

En El Pardo, el único momento sin tensión tras las declaraciones de Truman lo protagonizó el doctor Bertolotti. El viejo amigo de la guerra de África pidió audiencia a Franco y este le recibió, a pesar de que no era la mejor semana, para agradecerle los servicios prestados. Lo hizo fuera de protocolos y con un café de por medio. El médico se jubilaba y deseaba despedirse del hombre al que había salvado la vida. Cuando hirieron a Franco en el vientre combatiendo en el Biutz, todos menos él pensaron que su herida era mortal.

—¿Te acuerdas de aquel momento? —preguntó Bertolotti.

—¡Cómo no me voy a acordar! Si por poco no lo cuento. Mira, tengo por aquí la cartuchera del enemigo manchada de sangre, con el orificio de la bala que acabó con su vida cuando a su vez me quiso matar. Me disparó en el vientre como sabes y todavía me tira la cicatriz. —La sacó de una vitrina—. Siempre pienso que uno tiene que poner todos los medios para que una desgracia no ocurra, pero si ocurre, no puedes hacer nada.

—Eres muy providencialista. Siempre lo has sido. De todas formas, la ciencia también dio su explicación. Te pilló la bala en plena inspiración y eso te salvó. Si te llega a rozar el intestino, mueres. Tuviste mucha suerte porque te daban por muerto. Los médicos sabemos que de un tiro en el vientre uno no se salva.

Franco le escuchaba sin parpadear. De pronto rememoró aquel momento.

—Estábamos en Tetuán una nutrida columna de tropas españolas con los regulares. Avanzábamos por la carretera de la costa y llegamos a Dar Riffien al anochecer.

»Nos hacíamos treinta y dos kilómetros sin respirar. ¡Qué tiempos! Hoy doy dos pasos y me canso. Recuerdo que la fuerza española continuó avanzando campo a través —continuó Franco con la mirada perdida—. Al amanecer del 29 de julio de 1916 ya estábamos en posición de asalto.

—Tú estabas al mando de la primera compañía del primer tabor.

—Nos estaban esperando los enemigos atrincherados con ametralladoras. Tres tabores fueron lanzados contra las trincheras. Las órdenes eran tomar las posiciones enemigas al asalto. Mientras morían mandos y soldados a nuestro alrededor, animé a mis soldados a atacar. Ya no era posible la retirada. Ahí me hirieron, pero logramos tomar la posición. Con la cumbre en manos españolas los cabileños se retiraron.

Bertolotti escuchó todo el relato sin intervenir. Veía que a Franco se le transformaba la expresión. No quiso interrumpirle, pero sus piernas le delataban. Se movían sin parar. Se le veía intranquilo, nervioso.

—¿Te pasa algo? —alcanzó a decirle Franco cuando regresó a la realidad.

—Me lo has notado, ¿verdad? Es que necesito fumar.

—¿Qué te impide hacerlo?

—No tengo ni un cigarrillo.

—Eso lo solucionamos ahora mismo.

Llamó a su ayudante y le dijo que trajera un cartón de tabaco. Al rato, el doctor cogía una cajetilla y fumaba con verdadera ansiedad un cigarrillo tras otro mientras Franco hablaba sin parar de África.

—¡Quédate con todo el cartón! Como te iba diciendo, mi vida estuvo pendiente de un hilo.

—Lo cierto es que no tenías ningún órgano dañado después de que el proyectil atravesara la pared del abdomen. Si acaso un poco el hígado. Todos nos quedamos con la boca abierta al ver las radiografías. Fue un caso de verdadera baraka. Lo hemos comentado mil veces durante todos estos años. Solo un caso entre cien se salva. Menudo valor tuviste en el ataque y en pedir a tu ayudante que encañonara al sanitario que no te quería llevar al hospital porque creía que era inútil hacerte nada. No me extraña que te laurearan. Fue una operación de muchos muertos pero todo un éxito para España. Siempre admiramos tu falta de miedo a la muerte.

—Pienso que lo que me tiene que ocurrir, me ocurrirá. No le tengo ningún temor.

—Eso es cierto. Uno no muere un minuto antes ni un minuto después de cuando tiene que morir. Todo está escrito. Pero si la bala hubiera entrado en el mismo punto una fracción de segundo antes o después, no lo estarías contando.

—La Providencia, la Providencia. Tengo que volver al despacho.

—Muchas gracias por el café.

—¡Quédate con el cartón de tabaco!

—Pues muchas gracias por los cigarrillos.

No había mucho más que contar tras rememorar lo ocurrido. Ni Franco era ya el mismo, ni Bertolotti tenía ganas de seguir en activo. Franco ahora se había convertido en Generalísimo y él en un jubilado. Dos mundos que no tenían punto de encuentro, salvo en el recuerdo. Cuando el doctor ya se despedía de Franco, apareció Carmen para saludarle.

—Doctor Bertolotti, qué alegría verte por aquí.

—Carmina, cuánto tiempo sin vernos.

—Es cierto. Estamos muy ocupados, como puedes imaginar. ¿Qué llevas debajo del brazo?

—Un cartón de tabaco que me ha regalado Paco.

—¿Me permites?

—Por supuesto. —Le hizo entrega del cartón.

Carmen extrajo una cajetilla y se la dio al médico quedándose ella con el resto del cartón. Se despidió de él y Bertolotti se quedó sin habla. Franco le acompañó hasta las escaleras del palacio. El episodio de África quedaba así sellado para siempre.

Carmen hizo el viaje de vuelta de los Estados Unidos vomitando en una bolsa de papel que le dieron las azafatas del vuelo. Se puso tan mala que nada más aterriza el avión se fueron al hospital y le hicieron todo tipo de pruebas médicas. Los resultados se los dieron a Cristóbal al día siguiente.

—Enhorabuena, vas a volver a ser padre —le dijo el médico.

—¿Carmen está embarazada? —Cristóbal se quedó callado durante unos segundos.

—Esa es la explicación para que se encuentre tan mal. Procura que tenga reposo unos días hasta que mejore. Yo no haría viajes en avión hasta que nazca el niño. Espero que sea la parejita.

—Se va a llevar poco más de año y medio con Carmen. No sé si a mi mujer saber que está de nuevo embarazada le va a hacer mucha gracia.

—Son buenas noticias. No lo dudes.

Cristóbal llegó a casa con unos bombones que compró en Viena Capellanes y no hizo falta que le diera muchas explicaciones a su mujer.

—Por tu cara sé que no es nada malo, y por los bombones, imagino que se confirma que estoy embarazada.

—Sí, Carmen. Todos tus males se resumen en que estás de nuevo encinta.

—Es que no falla. En cuanto me mareo en un avión ya sé de qué se trata. ¡Qué poco tiempo entre una y… lo que venga! Sabiendo la causa, podremos seguir viajando.

—No, me ha aconsejado tu médico que no cojas aviones y que guardes el mayor reposo posible.

—Un embarazo no es una enfermedad y yo en tierra me encuentro perfectamente. No pienso meterme en la cama.

—Sí, pero deberás estar un tiempo sin hacer grandes viajes hasta que el bebé se asiente. Habrá que decírselo a tus padres. Les va a hacer más ilusión que a ti.

—A mí lo que no me hace ilusión es la lata del embarazo y luego amamantar al niño o a la niña. Eso para mí es insufrible.

—Pues con que le des el pecho tres meses es suficiente. Le evitarás muchas enfermedades.

—Desde luego, te aseguro que seis meses como con Carmen, no. Te lo prometo.

Carmen procuró llevar una vida con menos fiestas nocturnas durante los siguientes nueve meses. Pero en esa primera Semana Santa, tras conocer la noticia, acompañó a sus padres a la casa de la familia materna en la Piniella, cerca de Oviedo. Acudieron al coto Monejo, del río Cares, para pescar salmones. El primero costó a Franco media hora de captura. Después lo intentó Carmen.

—Una vez veas al salmón tomar la mosca, pega un tirón rápido y seco sin perder la tensión de la línea. Si aflojas, se escapará. Tampoco puedes tirar con una fuerza excesiva porque se puede romper el sedal o si el anzuelo está clavado en el lateral de la boca, se la puedes desgarrar.

Les acompañaba Max Borrell, amigo incondicional desde que fue brigada de infantería en 1932. Después de la Guerra Civil habían vuelto a encontrarse gracias a la repentina afición a la pesca de Franco. Un personaje muy curioso también estaba allí: Andrés Zala, que conoció a Franco en Canarias y que vestía con camisas hawaianas anchas para disimular su obesidad. Era el más gracioso del grupo. No paraba de contar aquellos chistes que nadie se hubiera atrevido delante de Franco. Asimismo estaban el doctor Federico Gil y su hijo Vicente, uno médico de la familia Polo y el otro médico de Franco. Se encontraba igualmente el teniente general Iniesta Cano y la «sombra» de Franco desde África y ayudante: Juanito. Este último era quien le ayudaba con sus aparejos de pesca y quien le vestía todas las mañanas. Juanito era el hombre imprescindible, de rostro siempre sonriente y colorado debido a las muchas venitas que tenía en la cara, y siempre dispuesto a ayudar. Junto con Vicente Gil, que cada día le tomaba la presión arterial, le auscultaba y le daba un masaje antes de ponerse de pie, eran las personas de máxima confianza. Cristóbal elevaba la voz y se hacía escuchar ante estos amigos que acompañaban a su suegro. No estaba hecho para permanecer en un segundo plano, tenía una fuerte personalidad y no le gustaba quedar difuminado ante el Caudillo.

—Me gustaría pescar a mí también. Max, ya me podías dar dos o tres lecciones.

—Cuando quieras —le contestó el aludido.

—Para este arte debes tener mucha paciencia y me da la sensación de que careces de esa cualidad —aprovechó para soltar Vicente Gil.

—Vicentón, es cuestión de probar. No digas tonterías —le cortó Franco.

—Tiene razón, a mí solo me preocupa su salud y no lo que hagan o dejen de hacer otros. Por cierto, es más saludable la pesca que la caza. Debería su excelencia pensar en pescar más y en cazar menos.

—Vicentón, eso lo dices porque cuando mi padre va de caza no puedes controlar los menús. Sin embargo, cuando vamos de pesca, sí —intervino Carmen, y todos asintieron.

—Me has puesto una dieta que ni para un monje asceta. Me tienes a raya.

—Si me hace caso, vivirá más.

—La dieta no es suficiente para vaticinar que se vivirá más —comento Cristóbal en voz alta, sin mirar a Vicente Gil.

—Mi misión es que nuestro Caudillo viva muchos años. La tuya, no lo tengo muy claro, la verdad.

—No sé qué insinúa, pero no me gusta —contestó Cristóbal.

—¡Que haya paz! Es hora de ir a misa. Nos está esperando mamá —zanjó la cuestión Carmen.

—¡Pero qué burro eres, Vicentón!

Tras pescar cinco salmones, tuvieron que hacer la vuelta de forma apresurada porque estaba prevista una misa en la gruta de la Santina, con asistencia de Carmen Polo y el gobernador civil de la provincia.

Cuando acabó el servicio, se fueron a comer al restaurante del hotel donde pernoctaban. Carmen y Federico, el padre de Vicente Gil, comenzaron a recordar episodios del pasado.

—Fuiste educada, como las niñas bien de la época, en un convento de clausura. Era tan riguroso y tan estricto que casi todas salían monjas.

—Ingresé con otras veintitrés jóvenes. Solo tres no tomamos los hábitos y nos casamos. Pero es cierto que yo pensé que podría tener vocación.

—Fuiste educada para escuchar misa diaria y ser una buena esposa.

—Doctor, ¿no cree que fue demasiado rígida su formación? —comentó su yerno en voz alta, y a Carmen Polo no le gustó. El médico se encogió de hombros y no contestó—. Hoy dirían que era demasiada beatería y muy chapada a la antigua.

—¡Qué cosas tienes, Cristóbal! Eran otros tiempos —le replicó su mujer—. Además, cada uno hace con su vida lo que le dé la gana. Si mi madre desea rezar a todas horas, no hace ningún mal a nadie. Tú, si no quieres, no lo hagas.

Franco no se enteró de lo que hablaban en el otro extremo de la mesa. Pero a Carmen Polo los comentarios jocosos de su yerno sobre la religión y sobre su vida no le hicieron ninguna gracia. El doctor Federico Gil optó por derivar la conversación hacia otros territorios.

—¿Cómo se encuentran tus hermanas Isabelina y Zita?

—Con Zita tengo poco trato, doctor. Desde que su marido fue destituido nos vemos solo en acontecimientos familiares. Por el contrario, veo mucho a Isabelina. La relación entre nosotras es cercanísima. Suele venir al palacio una vez a la semana. El que está algo pachucho es Roberto Guezala, su marido.

—¿Y tu hermano Felipe?

—Está muy cerca de Paco desde que acabó la guerra. Afortunadamente, todos están bien de salud. La pena que tengo es de no ver más a mi hermana pequeña. Para mí ha sido siempre como una hija, pero Ramón, que tiene mucho carácter, le habrá dicho que no se mueva de casa.

—Hace lo que dicta la madre Iglesia, al lado de su marido. Así fuisteis educadas. Volvemos al rigor del convento.

—Sí, fue así. Sin duda nos marcó.

El segundo embarazo se pasó rápido. Entre medias, Muñoz Grandes fue nombrado nuevo ministro del Ejército y tuvo que viajar por toda España y por el extranjero. Era muy poco favorable a la restauración monárquica y muy pronto concitó las esperanzas de la Falange de ir a la solución de regencia en lugar de la solución dinástica en el supuesto de que Franco se retirara. Otro nuevo ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, controlaba todo lo que se decía y se publicaba. Los censores tenían más trabajo que nunca. Se leían las noticias antes de que salieran a la luz y se tapaban con tinta negra todas las fotos que no parecían decorosas. No se volvió a ver un solo escote en toda la prensa escrita. Con la entrada en Educación de Joaquín Ruiz Giménez se incorporaron intelectuales como Pedro Laín y Antonio Tovar. La prensa americana aplaudió todos estos cambios en la distancia porque consideraba al nuevo gabinete muy «proamericano». Alberto Martín Artajo conservó la importante cartera de Exteriores.

Carmen, embarazada de seis meses, y su marido pasaron la mitad del verano en San Sebastián en el palacio de Aiete y la otra mitad en el pazo de Meirás. Franco se fotografió con su nieta en brazos. Era una imagen que contrastaba con la que se había ido construyendo tras la Guerra Civil. Los meses previos se había recorrido los campos y las ciudades mediterráneas dándose un baño de multitudes. Había que mantener viva la llama de la «cruzada». En plena comida veraniega salió a relucir el libro de un intelectual: Rafael Calvo Serer.

—Me ha comentado Ruiz Giménez que el libro de Teoría de la restauración identifica a España con el catolicismo histórico de los Austrias y la que ha bautizado como Contrarreforma del régimen. Eso es lo que nos hace falta que se escriba de nosotros —comentó Francisco Franco Salgado-Araujo, primo carnal del Caudillo.

—Excelencia, no se fíe de los intelectuales —comentó Cristóbal Martínez-Bordiú—. Este lo mismo le clava un rejón cuando menos se lo espere. Pertenece al círculo del conde de Ruiseñada, Juan Claudio Güell, quien cree que la solución política pasa por el regreso de don Juan. Siempre habla de lo mismo.

—Pues, de momento, tendrá que esperar sentado.

—En la prensa no se debería hablar de ningún Borbón —comentó de nuevo Cristóbal.

—Eso es imposible, Juan Carlos está estudiando en España y se le hacen muchas fotos —añadió Carmen—. Aparece siempre en el pie de foto su apellido.

—Tan fácil como quitarle el apellido —añadió Franco—. Solucionamos el problema.

—Ya son muchos los que dicen que don Juan es masón —comentó el teniente general Franco Salgado-Araujo—. De momento, todos sus movimientos están siendo registrados en los archivos de la Dirección General de Seguridad. De hecho, ahí están recogidas algunas entrevistas que ha concedido a la prensa. Más de una vez ha manifestado que estás en el poder de forma ilegal ya que durante el alzamiento se convino en que solo estuvieras como jefe del Estado durante la guerra.

Franco siguió comiendo y no contestó nada al respecto hasta que concluyó el plato de lacón con grelos.

—Estoy convencido de que es masón —sentenció—. Tiene un verdadero problema porque sus principales enemigos son sus propios consejeros.

—Le está apoyando mucho tu cuñado Ramón.

—Habría que aplicarle un correctivo. Ramón se está pasando de la raya.

—No se resigna a estar en un segundo plano —apostilló Carmen Polo—. ¡Pobre hermana mía!

—Pues sé de buena tinta —comentó Cristóbal— que Jaime de Borbón, que no había puesto ninguna objeción al testamento de su padre y que ratificaba su renuncia al trono, ahora está dando marcha atrás. Ha cambiado varias veces de opinión. Ahora parece ser que se declara pretendiente al trono de España y al de Francia. Ha nombrado delfín a su hijo Alfonso y duque de Aquitania a su hijo Gonzalo. Distribuye cargos y condecoraciones a diestro y siniestro.

Franco no añadió ningún comentario a esta información. Alguien comenzó a hablar de la pesca y derivó la conversación hacia otros derroteros. Los días pasaron rápido en el pazo para todos, menos para Carmen. Estaba cada día más hinchada por su embarazo y llevaba mal el calor. Hacía planes de futuro para su familia.

—Estamos buscando una buena institutriz pero está bastante complicado.

—Las teresianas para mí son las mejores del mundo educando a niños. A excepción de Blanca, que nos salió rana —comentó Carmen Polo.

—Bueno, era una gran persona. Me ayudó muchísimo. Pudo más el amor por el mecánico que su vocación.

—¡Qué disgusto! No me lo recuerdes.

Después de un verano seco y de altas temperaturas, llegaron noticias esperanzadoras de los Estados Unidos. Truman, que había decidido no presentarse a las elecciones norteamericanas, apoyaba al demócrata Stevenson, pero fue desbancado por Eisenhower y Nixon. La prensa española se volcó con la noticia. Daba la sensación de que aquel que había insultado a España y a su régimen había perdido las elecciones, aunque él no fuera el candidato directo. Para Franco era casi como una victoria porque apoyaba a Nixon, que era beligerantemente anticomunista. Todos estaban convencidos de que en los Estados Unidos se inauguraba una nueva era.

Poco antes de dar a luz, Carmen volvió a instalarse en el palacio de El Pardo. Los amigos de Cristóbal, Pepe Parra —segundo del doctor Jiménez Díaz— y el aristócrata Isidro Castillejo —hijo del duque de Montealegre—, eran los que más visitaban al matrimonio. El primero recordaba una y otra vez que había conseguido que Cristóbal estudiara medicina y el segundo conseguía que el yerno de Franco se riera con él de todo lo que acontecía a su alrededor. Se entendían en los chistes y en los chismes de sociedad. Aunque Carmen en su casa tenía cocinera, una doncella para ella y otra para su marido, así como otra para la niña, decidió regresar a El Pardo. Y siguió haciendo vida nocturna hasta poco antes de que llegara el niño.

—Prefiero disfrutar antes de lo que me espera. Son unos meses en los que te pasas el día amamantando. ¡Qué lata! Estoy buscando como loca una buena institutriz.

—En tu caso —le decía la mujer de Parra—, tienes que asegurarte de que no te traicione. Debe ser alguien con muy buenas referencias.

—Básicamente, os tendría que robar a algunas amigas la institutriz que tengáis. No puedo meter a cualquiera en casa.

—Pienso —dijo la mujer del aristócrata— que encontrarás la persona que quieres en el extranjero. Yo me traería a una inglesa. Te aseguras de que no tenga contactos en España y, por otro, que hable con tus hijos en inglés.

—Me parece un buen consejo. ¡Lo tendré en cuenta!

—Igual ocurrirá con el servicio aquí en El Pardo.

—No, aquí el servicio casi todo proviene de la Guardia Civil y el que no, por referencias. No entra nadie que no sepamos quién es. Eso ha sido así y seguirá siendo. Sabemos a qué familia pertenecen y su trayectoria.

—Claro, imagino que aquí no puede entrar cualquiera.

—No. Aquí se conoce la familia de todos, hasta del monaguillo. Tienen contacto directo con todos nosotros.

—Tu padre, en todas las cacerías, cuando Chicote sirve las comidas o los cócteles le dice: «Espero que no me envenenes».

Realmente las personas que dan comidas tienen que vigilar quién manipula los alimentos. No pueden exponerse a que le ocurra nada a la familia de su excelencia —comentó Cristóbal, que guardaba las distancias en el tratamiento de su suegro.

El 18 de noviembre se recibió en El Pardo una buenísima noticia. España salía del aislamiento internacional con el ingreso en la UNESCO, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, con cuarenta y cinco votos a favor, tres en contra y siete abstenciones. No todos los intelectuales españoles en el exilio recibieron bien la noticia. Alguno como Pau Casals retiró su colaboración con el organismo. Al día siguiente, Carmen rompió aguas. Se puso toda la maquinaría en marcha para que el niño llegara al mundo sin ningún problema. Dos horas después se oía en las habitaciones íntimas de El Pardo el llanto de un bebé.

—Por cómo llora será un muchacho —dijo Franco Salgado-Araujo.

—Será un niño seguro —acordaron entre sí los ayudantes de Franco.

Al poco llegó Cristóbal con un bebé en brazos. Venía muy sonriente con la criatura sin llanto alguno.

—Señores, les presento a María de la O. —Había decidido que su nueva hija llevaría el nombre de su madre. Le pareció que los rasgos eran netamente de la abuela.

—¡Otra chica! —manifestaron todos sonrientes—. Habrá que ir a por el muchacho.

—Por Dios, dejen tiempo a la madre. No creo que hoy se le pueda hablar de intentarlo de nuevo. Un parto es un parto.

—¿Cómo está Carmen? —preguntó Franco.

—Su hija, excelencia, está perfectamente.

Uno de los ayudantes descorchó una botella de champán francés y se brindó por la nueva criatura.

En este posparto, Carmen decidió cuidarse más que con Carmen. Le hablaron de practicar gimnasia sueca. Se lo había recomendado su amiga Angelines Martínez-Fuset.

—Te deja como nueva. Nadie notará que has tenido dos hijos.

—No estoy para hacer gimnasia en un tiempo largo.

—En cuanto dejes de dar el pecho a la niña, te irá estupendamente. Todas las madres jóvenes se apuntan a estas clases. La Sección Femenina también las imparte en los colegios. Te encantará.

—Cuando acabe de dar el pecho, ya veremos. Te aseguro que no haré como con Carmen. Ya no soy primeriza.

—Ya eres una madre experimentada.

—Bueno, me han educado para ser madre, y eso es lo que estoy haciendo.

—Dicho así parece una tortura china.

—Algo de eso tiene. Te lo aseguro.

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