Carla

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—A mí. Ayer me cogieron cuando estaba en el chalet, me metieron en la furgoneta y me dejaron encerrada en la cueva. Me he pasado todo el día metida en la cripta de esa iglesia, que está en un subterráneo por detrás del altar y me ataron las manos y me taparon la boca con cinta aislante. Luego me dieron una bebida con chocolate, pero debieron echarlo algo, porque cuando Bruno vino a sacarme yo me estaba cayendo de sueño. Me trajo aquí, pero yo tenía miedo de que me encontrara mi madre, así que me marché para esconderme en la bodega de los camineros. Pensaba ir por el pasadizo hasta allí, pero cuando me metí en él en seguida vi que estaba demasiado oscuro y volví a ver si encontraba en el almacén alguna vela o por lo menos cerillas. Entonces fue cuando me encontrasteis.

—¿Me estás diciendo que fueron capaces de secuestrarte y dejarte encerrada? ¡Por eso sí que se les puede caer el pelo! ¿Y qué pasadizo es ése?

—Uno que hay detrás de la puerta del almacén. Todos saben que está ahí, pero creo que nadie ha entrado. Es bastante largo y acaba en una bodega antigua que debió pertenecer a esa casa en ruinas que está cerca de la carretera vieja.

—¡Chicos, en unos pocos días habéis descubierto muchas más cosas que yo en los años que llevo viviendo por aquí! Yo tampoco sabía la existencia de esa iglesia, sólo del claustro enterrado y del túnel que hay debajo de la caseta de las herramientas.

—Yo he encontrado en un libro de la biblioteca una referencia a la iglesia y al claustro. Dice que lo enterraron los monjes del convento y la gente de los alrededores para refugiarse allí en la época de la guerra contra los soldados de Napoleón.

—O sea que tampoco hace tanto que está así, sólo un par de siglos. Ya ves tú, a veces las cosas están ahí y no hace falta más que investigar un poco. Seguro que los Valdivieso lo encontraron por casualidad al rebajar el terreno para hacer la zona de las piscinas.

—Es que además de ladrones son ruines —opinó Carla—, porque si se hubieran limitado a tapiarlo todo inmediatamente no se habría enterado nadie. Pero quisieron sacarle antes todo el provecho vendiendo las cosas.

—Sí, les cegó la ambición. Esa gente es así. Son capaces de cualquier cosa por unas cuantas ganancias más. Por eso tienen tanto odio por el otro heredero, tu padre. No soportan tener que repartir con él.

—Pero si mi padre es hijo de don Román tiene tantos derechos como ellos ¿no?

—Legalmente sí, pero en realidad tu padre es hijo de don Román, pero sólo adoptivo. Hace años, la familia empleó a una criada de un pueblo cercano, pero cuando se enteraron de que estaba embarazada quisieron echarla. Don Román se opuso a esto y no sólo la permitió que siguiera trabajando allí, sino que le pagó las atenciones del parto y la mantuvo en la casa con su hijo una vez que éste nació.

Les dejó como vivienda una pequeña casita que hay en el jardín y el niño creció en la finca. Don Román se encariñó con él y prometió a la madre que le adoptaría legalmente. Así lo hizo cuando la madre se murió bastante joven, con gran disgusto por parte de sus sobrinos, que no se conformaban con repartir la fortuna con alguien que no era de la familia. En realidad no tenían razón, porque lo que este chico heredaba era la fortuna personal de don Román, la que había hecho como socio de su hermano con el que compartía el negocio de las bodegas. Pero parece que se habían hecho ilusiones de heredar también esa parte, ya que su tío no tenía hijos. Cuando se enteraron de la adopción le montaron una bronca monumental entre todos y le acusaron de ser el padre del bastardo. Él lo negó y les propuso hacer una prueba de sangre, a lo que naturalmente los otros se opusieron, porque si resultaba ser hijo de su tío todavía tenía más derechos, así que tuvieron que aguantarse.

—¿O sea que tampoco mi padre sabía quién era el suyo? Debe ser una maldición familiar.

—A mí don Román me dijo que él no sabía quién era el padre, pero que tenía sospechas de que fuera su hermano José Manuel, el padre de éstos. No estaba seguro, porque la madre nunca se lo quiso decir, pero él se sentía responsable por la familia.

—Total, que sigo sin saber si soy una de ellos o no.

—Aunque no lo fueras de sangre lo eres legalmente como hija de tu padre. También tienes derecho a parte de su dinero.

—¡Yo no quiero su dinero para nada! ¡Y mi madre tampoco! Nos las hemos apañado muy bien sin él durante toda mi vida.

—También tu padre pensaba así, y la prueba es que lleva tantos años sin aparecer por aquí para reclamar nada.

—¿Y la iglesia enterrada? ¿A quién pertenece? —preguntó Bruno.

—Eso es difícil de saber. Parece ser que no está en los terrenos de Valdesa, sino justo en el límite. En cuanto al claustro hasta que no se desentierre del todo no puede saberse si se mete en esos terrenos o no. De cualquier modo, después de haberse descubierto, no se podrán hacer ahí las obras que estaban previstas, porque se ha abierto un expediente para que se catalogue lo encontrado y se tomen medidas. Desde luego no creo que permitan tapiarla y edificar encima. Además también han salido a relucir irregularidades en la calificación de los terrenos, y hay varias protestas de organizaciones ecológicas por la tala de pinos. Si le hacen a Valdesa derribar lo construido el escándalo va a ser mayúsculo, porque hay compradores que ya han dado dinero y se considerará una estafa.

—¡Y todo eso se lo han jugado para vender unas cuantas imágenes y cuadros antiguos! Además de estafadores son tontos.

—¡Sí, tontos! ¡Pero si no llega a ser por Bruno tapian la iglesia con cemento dejándome a mí dentro!

XXVII

-De eso hablaremos luego, quiero que me lo cuentes con detalle. Pero ahora debo hablar con tu madre y supongo que no querrás que se entere ella de eso, por lo menos de momento.

—¡No, por Dios! ¡Le daría un patatús y luego sería capaz de ir a enfrentarse con los secuestradores armada con el hacha de la cocina!

—Bien, vamos a verla ahora.

María estaba haciendo los preparativos para la comida, pero cuando ellos llegaron les pasó al cuarto de al lado y les hizo sentarse alrededor de la mesa. Cuando lo hubieron hecho, el abogado dijo:

—¿Me querrás contar ahora por qué te fuiste de repente, María Carlota?

La cocinera contestó serenamente:

—¿Por qué? Ya te lo puedes imaginar. Es muy clásico. Sus primos me dijeron que él se había ido porque se había enterado de que yo estaba embarazada y quería quitarse de líos.

—¿Y tú los creíste?

—Yo sabía que se tenía que marchar y que estaría una temporada viviendo en el extranjero. Me había propuesto que le acompañara y yo quedé en reunirme con él en cuanto dejara mis cosas arregladas. Eso fue antes de saber que estaba embarazada. Cuando me enteré y quise decírselo ya se había marchado, según su familia había adelantado el viaje para librarse de la papeleta. Sí, me extrañó, pero también era extraño que se fuese de repente y sin despedirse. Los Valdivieso me ofrecieron dinero y me dieron a entender que de todas maneras no tenía ninguna probabilidad de emparentar con ellos. Me di el gusto de tirarles el dinero a la cara, pero también pensé que lo mejor de todo era desaparecer. Escribí a mi amiga Ana que vivía en Londres y estaba casada con un inglés. Ella me buscó trabajo y me tuvo en su casa hasta que encontré una vivienda. Carla nació allí y he estado trabajando desde entonces. Sólo he vuelto por aquí algunos veranos, pero nunca me he quedado cerca, aunque aquí estaban Belén y su padre que son los únicos conocidos que me quedaban. Este año ellos me hablaron del trabajo en la residencia para la temporada de verano, y yo me vine pensando en que había poca probabilidad de encontrarme con alguno de esa familia y de que me reconocieran.

—¿Ni siquiera con él? —preguntó el abogado.

—Sabía por mis amigos que nunca había vuelto a vivir aquí. Supuse que había hecho su vida en otra parte.

—Los Valdivieso te mintieron. A él le dijeron que tú te habías ido de repente sin despedirte de nadie y sin haber dejado señas. Como no tenía más remedio que marcharse me dejó encomendado a mí que te buscara, y yo lo hice, pero sin ningún resultado. Aquí no había nadie que te conociera más que el guarda y su hija, y ésos se callaron. Durante mucho tiempo he estado haciendo averiguaciones, pero no me sirvieron de nada. El seguía en contacto conmigo, exigiéndome desesperado que hiciera todo lo posible por encontrarte. Algún tiempo después yo averigüé que te habías quedado embarazada. No sé cómo lo supieron ellos, pero me imaginé que habrían tenido que ver con tu desaparición. Pero no pude comunicarle que tenía un hijo. Perdí todo contacto con él y hasta ahora sigo sin poder hacerlo. Tampoco le dije nada de esto a su padre. Hubiera significado un gran disgusto para don Román, puesto que él estaba desaparecido, y si llegaba a enterarse de que sus sobrinos habían tenido la culpa, su relación con ellos habría sido aún peor. Y tampoco estaba seguro de que ese hijo hubiera nacido, o de que todo fuera una invención de los hermanos para justificar tu marcha repentina.

Por eso, cuando Carla en el aeropuerto dijo su nombre, pensé que no tenía más remedio que ser hija tuya, aunque para no alarmarla no le pregunté sus señas ni nada de su vida. Se me ocurrió que su padre podía estar con ella y contigo, pero la niña no había dado muestras de conocer el apellido Valdivieso ni de que tuviera que ver nada con él. Le pedí a mi amigo, el policía que me acompañaba en ese momento que le pidiera la documentación y vi en ella que vivía en Londres. Hice las averiguaciones allí, me fue fácil, con ayuda de este amigo, y localicé vuestro domicilio, pero también me dijeron que no estabais en él. Lo que menos podía figurarme es que os tuviera tan cerca.

—Lo que menos podía figurarme yo es que me estabas buscando —dijo María con tristeza—. No volví a saber de Miguel. Sólo que se había ido a Suiza para trabajar en un proyecto de biología en unos laboratorios de allí.

—Mientras estuvo en Suiza yo seguí en contacto con él. Después me dijo que iba a la India y al Tíbet para seguir esos estudios por su cuenta. Y ya no pude localizarle más.

—Si esto fuera un culebrón diría que el destino ha querido separarnos —comentó irónicamente María.

—¡Nada del destino! ¡Os separaron los Valdivieso, que se ve que donde ponen la mano la fastidian! ¡Ahora resulta que también tengo que agradecerles el haber crecido sin padre!

—También ha sido culpa mía —se lamentó su madre—.No debí desaparecer sin haber intentado aclarar las cosas. Siento remordimientos por ti, Carla. No pensé que esto te afectara tanto. Nunca lo dijiste.

—No me afecta tanto por mí como por ti. No es justo que hayas estado sola con todo. Vamos, el todo al que me refiero, es yo.

—Es raro que en tanto tiempo ese señor, Miguel Valdivieso, no se haya puesto en contacto ni siquiera con su familia —metió baza Bruno, al que le parecía que el giro que iba tomando la conversación iba a terminar con la entereza de Carla. Esta opinó:

—Si era una persona decente no querría saber nada de ellos, para que no le involucraran en sus negocios.

—¿Pero ni siquiera con su padre? Aunque no lo fuera verdaderamente le tendría afecto, supongo.

—Sí, se lo tiene, pero algo de razón puede tener Carla —explicó el abogado—. Con sus primos adoptivos no se llevaba bien, y con don Román tuvo diferencias a causa de esto. Miguel le acusaba de ser débil y de dejarse meter por ellos en cosas poco claras. Yo, que le conozco, pienso que quizá su silencio sea una forma de demostrar que no quiere nada de esa familia y mucho menos su dinero.

Interrumpió en ese momento la conversación el administrador de la residencia que entró en la habitación, diciendo muy agitado:

—¡Chicos! ¡Está aquí la televisión! ¡Parece que os habéis hecho famosos, porque quieren entrevistaros! Se han enterado de que fuisteis vosotros los que encontraron la iglesia enterrada.

Carla y Bruno se miraron alarmadísimos.

—¿Qué se han enterado? ¿Cómo?

—Parece ser que hablaron con el guarda de la granja y éste les dijo que el descubrimiento lo habían hecho dos chicos de aquí.

—¡Pero eso no es verdad! ¡Los que lo descubrieron primero fueron los Valdivieso, lo que pasa es que se lo callaron! Nosotros sólo entramos en esa iglesia después de que ellos quitaran la pared que habían hecho para tapiarla. No sé qué es lo que Belén le ha contado a su padre, pero seguro que lo ha entendido mal.

—Bueno, no os preocupéis —intervino José Luis—. Yo voy a hablar con ellos y les voy a decir que vengan esta tarde y que les contaremos todo. Así tendremos tiempo para ponernos de acuerdo en lo que vais a decirles.

Salió y habló con los periodistas. Cuando volvió les dijo que habían aceptado la cita para por la tarde. Después María se fue a su trabajo y ellos se quedaron preparando su entrevista.

Se presentó por la tarde como había convenido. Ya le esperaban Bruno, Carla y María. El abogado les dijo:

—Venid conmigo. La entrevista va a ser en la casa de los Valdivieso, según he quedado con los de la televisión esta mañana. Ya están allí instalando sus aparatos.

—¿Por qué en su casa? —se alarmó María—. Yo no quiero que Carla esté con esa familia. Si es allí yo voy con ella, aunque tampoco quiero verlos ni que me vean.

—No, María, tranquila. Ellos no saben quién es la niña. Creen que está estudiando en la residencia. Quiero que tú vengas también, pero no ahora. En su momento vendrá a buscarte Eladio y te acompañará a donde estamos. Ya le he dado instrucciones.

—Pero yo no quiero... —empezó a decir María. El abogado la interrumpió:

—Confía en mí y hazlo como te digo. Y vosotros también —les dijo a los dos chicos.

Esta vez entraron en la casa por la puerta principal. El mayordomo les condujo hasta el salón que conocían. Cuando iban a entrar en él, Carla y Bruno se pararon un momento, acobardados. Además de los técnicos y periodistas de la televisión estaban allí, acomodados por los divanes y butacas, los Valdivieso en pleno, incluidas las mujeres, todos muy dignos y vestidos de punta en blanco.

—¿Pero no estaban en la cárcel? —preguntó Bruno por lo bajo al abogado.

—No, han salido esta mañana después de que el abogado de la empresa pagara la fianza. Vosotros entrad tranquilamente y sentaos allí como si no los conocierais de nada.

Pasaron al salón como les habían dicho, pero a los dos les hubiera gustado tener a mano una cámara de video para grabar las caras que pusieron los Valdivieso cuando los vieron aparecer.

En cuanto se sentaron, una periodista con un micrófono en la mano empezó a decir, después de hacer las clásicas pruebas de sonido:

—Nos encontramos en la vivienda de la familia Valdivieso propietaria del terreno de la urbanización donde ha aparecido una iglesia medieval, al parecer de gran valor histórico y artístico. Según nos han informado, esta iglesia, construida aprovechando el declive de este terreno, de tal manera que una parte de ella se encuentra bajo tierra, y que había sido posteriormente enterrada del todo, aún no sabemos cuándo, queda justo en el límite donde se había rebajado el nivel del suelo para allanar el solar en donde se están construyendo los chalets. Y gracias a eso ha podido ser encontrada, por pura casualidad, como nos va a contar el portavoz de la familia—. Se dirigió al abogado:

—Señor Ramírez, ¿nos puede explicar en qué circunstancias se produjo el hallazgo?

El abogado contestó en el micrófono:

—En realidad sí fue por casualidad, como usted acaba de decir, pero todo el mérito es de estos dos jóvenes que fueron los que la encontraron.

Entonces la presentadora le pasó el micrófono a Bruno y le preguntó:

—¿Es cierto que tú y tu compañera encontrasteis la iglesia? ¿Me querríais contar cómo fue?

—Estábamos una tarde en la urbanización, habíamos ido allí a patinar, porque las calles son lisas y no hay otro sitio por los alrededores en donde se pueda hacer, y nos fijamos en el montón de yeso que había junto al talud, donde está la valla que limita el terreno —respondió Bruno, ateniéndose a la versión que habían pactado con José Luis Ramírez—. Yo había leído en un libro antiguo de la biblioteca de la residencia que por allí había habido antiguamente unas minas de yeso, y nos entró la curiosidad de pensar que quizá estuvieran debajo. Cogimos unas palas de la caseta de las herramientas y empezamos a quitarlo y entonces descubrimos un boquete en la tierra y una galería que empezaba allí. Nos metimos y encontramos la iglesia.

—Seguramente sería una gran impresión para vosotros —comentó la periodista—. ¿Qué hicisteis entonces?

Para su sorpresa fue el abogado el que agarró el micrófono a continuación y contestó:

—Cuando los chicos le contaron al director de la residencia lo que habían descubierto, éste me lo comunicó a mí, y yo lo puse en conocimiento de los promotores de la urbanización, los señores Valdivieso.

Antes de que Carla o Bruno reaccionaran, la periodista se lanzó micrófono en mano hacia Gabriel Valdivieso y se lo puso delante, preguntándole:

—¿Cuál fue su reacción al enterarse, señor Valdivieso? ¿Pensó que eso podría perjudicar la marcha de las obras?

Gabriel Valdivieso se acomodó en su asiento, adoptando una postura lo más patriarcal posible, se ajustó la corbata y contestó con voz algo engolada:

—Mi mayor temor fue el de que, al quedar la entrada de la iglesia al descubierto y estar aquella zona sin vigilancia porque las obras están momentáneamente suspendidas, pudiera tener lugar algún saqueo o expolio de los objetos que contenía, por eso la primera medida que tomé, de acuerdo con la familia, fue la de tapiar con cemento la pared de la mina que comunicaba con ella. Así lo hicimos en espera de poder poner en conocimiento de las autoridades el descubrimiento.

Carla y Bruno no podían creer lo que estaban oyendo. La chica se levantó y quiso coger el micrófono que sostenía la periodista, pero José Luis se lo impidió haciéndola sentar de nuevo bruscamente.

—¿Pero cómo pueden tener ese...? —estaba empezando a decir, cuando el más joven de los Valdivieso se interpuso fulminándola con una mirada de odio.

—Eso es todo lo que tenemos que decir. El hecho de que este asunto sea motivo de un expediente judicial nos obliga a ser prudentes en nuestras declaraciones. Cuando todo se dé a conocer por las autoridades podremos hablar sobre ello y les atenderemos con mucho gusto.

La periodista iba a contestar, pero el que parecía dirigir aquello le hizo una seña con la mano. La mujer le pasó el micrófono:

—No hemos podido obtener más declaraciones de los dueños de los terrenos, pero ahora vamos a trasladarnos al lugar del hallazgo para intentar ofrecerles más información.

Mientras los técnicos empezaban a recoger algunas cosas, la periodista le indicó al cámara que enfocase a la familia, al abogado y a los dos chicos. Dijo por el micrófono:

—Han podido ver cómo estos dos jóvenes han sido protagonistas de un hallazgo importante. ¿Recordarán Bruno Calleja y Carlota Casariego esto como una aventura que vivieron? ¿Les corresponderá algún beneficio por este descubrimiento? Les seguiremos informando de todo ello cuando las autoridades nos den su dictamen y podamos obtener más datos sobre este caso.

Cuando se fueron los de la televisión, Carla no se pudo contener más y se encaró con el abogado:

—¿Pero qué pasa? ¿Los estás defendiendo? ¡Nos dijiste que confiáramos en ti y ahora resulta que nos has hecho contar lo que te ha parecido para que ellos no quedaran mal! ¡Sabes muy bien que es mentira todo, que habían tapiado la iglesia para que no se enterara nadie y estaban sacando las cosas para venderlas antes de taparlo y hacer encima sus piscinas! Además que no va a servir de nada. Salió en la tele cuando intentaban llevarse todo en su furgoneta. ¿O también les han pagado a los del canal para que lo borren?

Pedro Valdivieso se levantó y se fue a ella como una furia:

—¿Pues qué te habías creído, mocosa entrometida? ¡Si ni siquiera sé qué hacéis vosotros aquí! ¡Anda y vete a contar a la Guardia Civil que tú lo habías visto porque estabas viviendo en uno de los chalets! ¿Sabes cómo se llama eso? ¡Apropiación de una vivienda privada!

Si creyó que iba a intimidar a la chica, se dio cuenta en seguida de que estaba muy equivocado. Carla se revolvió como una serpiente:

—¡Vale, vamos a la Guardia Civil! Y de paso les cuento lo de mi secues...

Pero les interrumpió a todos una voz firme y autoritaria que dijo, sin gritar pero con un tono que no admitía réplica:

—¡Basta! ¡Callaos todos!

Era don Román Valdivieso que se había levantado de su asiento. Se adelantó hasta donde estaban los chicos y cogiendo a Carla de la mano y poniéndola delante de todos, dijo:

—No voy a permitir que tratéis así a esta señorita. Y en cuanto a qué es lo que está haciendo aquí, tiene tanto derecho a estar como cualquiera de vosotros, porque es de la familia. Es mi nieta, la hija de mi hijo Miguel Valdivieso.

XXVIII

Si cuando entraron en la habitación Carla y Bruno habían deseado tener a mano una videocámara para inmortalizar las caras que se les habían quedado a los Valdivieso al verlos, volvieron a lamentar no poder grabar las expresiones de cada uno de los miembros de la familia. Iban reflejando por momentos incredulidad, asombro, rabia y horror. Los rostros de los hermanos parecía que iban a estallar de furia, así como el de la esposa del mayor. En cambio la otra mujer miraba todo con curiosidad y de pronto empezó a reírse.

—¡Cállate! —le gritó su marido, levantándose y haciendo ademán de darle un meneo—. ¡Cállate, estúpida!

—¡Cállate tú! —se impuso la voz de don Román—. ¡Ahora os vais a callar todos y me vais a escuchar a mí!

Todos se sentaron y esperaron. La tensión era tan grande que parecía que se la oyese zumbar en el aire. Don Román siguió:

—Esta niña, a la que vosotros habéis perseguido porque pensabais que os había descubierto, y efectivamente, así lo había hecho, vino aquí para enterarse de cuál de nosotros era su padre. Lo que ella no sabía era que existía otro Valdivieso, el que tuvo relaciones hace años con su madre, María Carlota Casariego, la secretaria que ayudó a Miguel cuando estaba trabajando en su proyecto, y a la que vosotros engañasteis diciendo que él se había marchado cuando se enteró de su embarazo. Es, por tanto, hija de ella y de Miguel y, como es lógico, mi nieta. A partir de este momento tendrá todos los derechos que le corresponden como miembro de esta familia.

—¡Pero esto es el colmo! —saltó al fin Carlos Valdivieso—. ¿Es que también ahora vamos a tener que compartir con ella?

—¡Naturalmente que no! —intervino César—. ¿Qué pruebas tenemos de que sea hija de tu bastardo? ¡Aunque sea hija de esa mujer no nos consta! ¡Esa iba desde el primer momento detrás del dinero de Miguel y ahora quiere volver para colarnos una heredera! ¡A saber de quién será esta chica!

Aquí Carla saltó como una tigresa y se lanzó al que había hablado, y le hubiera sacado los ojos si el abogado no la hubiera agarrado antes. Mientras la sujetaba, la chica se revolvía gritando:

—¡Lávese la boca antes de hablar de mi madre! ¡Y métase su dinero donde le quepa! ¡Mi madre tiene ella sola más decencia que todos ustedes juntos! ¡Yo no quiero para nada formar parte de esta familia de estafadores y criminales! ¡Qué bien les hubiera venido emparedarme junto con la iglesia para tapar sus chanchullos! ¡Y eso que no sabían quién era! ¿Qué me hubieran hecho, además de secuestrarme, si llegan a saberlo?

Hubo entre todos los Valdivieso un movimiento de pánico. Pedro, el más joven, se levantó como un resorte y exclamó:

—¡Eso es mentira! ¡Nadie la ha secuestrado! ¡Se lo está inventando para meternos en un lío!

—No te preocupes —dijo irónicamente César—. Nosotros tenemos el testigo del policía que entró en la iglesia y dijo que allí no había nadie. Salió en la televisión. No tiene ninguna prueba para denunciarnos. Es su palabra contra la nuestra. ¿A quién crees que van a hacer más caso?

—Os equivocáis —contestó a esto don Román—. Sí que tiene pruebas. El agente que entró no vio la entrada a la cripta que es donde estaba encerrada. De allí la sacó este muchacho que conocía la existencia de esa cripta y la encontró maniatada y con la boca tapada. Y además —se dirigió a José Luis Ramírez—, cuéntales lo que has encontrado en esa cripta.

El abogado soltó a Carla, fue a por su cartera y sacó de ella una bolsa de plástico transparente que contenía algo.

—Efectivamente, yo he estado esta mañana en la iglesia. Encontré los restos de cuerda y de cinta aislante que se emplearon. Esta última tiene varias huellas. Unas deben ser del chico que fue el que se la quitó. Pero también estarán ahí las del que se la puso. También recogí esto —y enseñó a través del plástico un tetrabrik de chocolate con leche, abierto y aplastado, y un tazón—. En el tazón quedan restos del batido que si se analizan se comprobará que contienen alguna droga. También en el suelo queda parte del líquido que la niña derramó al estar maniatada.

¡Otra vez lástima de cámaras! Los rostros de los Golfos Apandadores, como les había llamado Carla, habían llegado a adquirir tonos púrpura, de indignación y de miedo. Siguió hablando don Román.

—Con estas pruebas pueden estos chicos ir ahora mismo a denunciar el secuestro. Pero yo voy a pedirles que no lo hagan, sobre todo por ahorrar a sus familias un gran disgusto. Sin embargo voy a guardar lo encontrado en la cripta y no dudaré en presentarlo en el juzgado si llegara el caso. Esto supondría un escándalo y un desprestigio enorme para esta familia, con las consecuencias que se pueden suponer. Por eso no utilizaré estas pruebas, pero con una condición: Que a partir de ahora, la presidencia del consejo de Administración de las empresas Valdivieso quede únicamente en mis manos, teniendo que pasar obligatoriamente por mi supervisión cualquier acuerdo que se tome en él. No estoy dispuesto a involucrarme más en asuntos que no vea completamente claros ni a dejarme manipular por vosotros para que consienta en los que habéis emprendido. Y ahora una cosa más:

Le hizo una seña al abogado que salió un momento de la habitación. Hubo un rato de espera y después volvió a entrar acompañado de María, la madre de Carla. Parecía un poco intimidada, pero tranquila. Bruno, viéndola en aquella habitación ostentosa y recargada, y frente a los Valdivieso y sus mujeres tan arregladas y maquilladas como si fueran a una fiesta, no pudo por menos de pensar en la diferencia que había entre ellos. Y de la comparación salía ganando la cocinera, mucho más elegante en su porte sencillo, más guapa y hasta más joven, a pesar de que debía tener aproximadamente la misma edad que la mujer de Carlos.

Carla se fue a ella y sin decirle nada la agarró de la mano y la puso a su lado, como si tratara de defenderla. Sin embargo no hacía falta. María se dirigió a don Román hablando serena y dignamente y le dijo:

—Buenas tardes, don Román. Eladio ha venido a buscarme para que viniera, pero le ruego que no me entretenga más de lo necesario, porque no puedo faltar a mi trabajo. ¿Qué es lo que quiere decirme? ¿No será que ha tenido alguna noticia de su hijo?

—Por desgracia no, aunque seguimos buscándole. Solamente quería decirte delante de toda la familia que lamento infinitamente el malentendido que te alejó de aquí hace años. Puedes creer que yo no tenía ni idea de tu relación con mi hijo y menos de tu embarazo. Mis sobrinos se cuidaron de ocultármelo. Cuando lo he sabido he comprendido la prolongada ausencia de Miguel y el que no haya querido ponerse en contacto con la familia. Ya sé que todos estos años de soledad que has pasado no pueden compensarse, como a mí nada puede compensarme de la falta de mi hijo. Pero quiero que sepas que en adelante no tienes que preocuparte por tus gastos ni por los de tu hija, porque yo me haré cargo de todo, no sólo porque es mi obligación, sino porque así me lo pide el afecto a mi hijo, aunque ahora esté ausente. También, si quieres, podría hacer los trámites para que la niña lleve mi apellido.

—Mire, señor, yo... empezó a decir María, pero Carla la interrumpió:

—Mamá —dijo—, déjame explicarlo a mí. Se dirigió a don Román:

—Señor, yo sé que no ha sido culpa suya todo esto y le agradezco que nos quiera ayudar. Pero no lo necesitamos. Desde que nací he vivido sólo con lo que mi madre podía darme y, aunque no se lo crea, he vivido muy bien. No hemos tenido una casa enorme como ésta, ni criados, ni patas de elefante —miró con asco la que estaba de adorno en un rincón—.Pero no nos ha faltado lo necesario y además hemos tenido otras cosas que en esta casa nunca las han visto. Al contrario de lo que crean ésos no vamos a quitarles nada de su dinero. Que se lo guarden para seguir haciendo sus chanchullos y que les aproveche.

En ese momento, Matilde, la mujer de Carlos, volvió a reírse y se puso a aplaudir.

—¿Qué haces? —se le echó encima el marido en seguida—. ¿Estás loca?

—No está loca —habló la otra mujer que no había abierto la boca hasta entonces—. Está... pues como siempre.

—¡Qué simpática es mi cuñada! —contestó Matilde—. Pues te equivocas. No he bebido nada hoy porque mi marido no me ha dejado. Tenía miedo de que le organizara un escándalo delante de las cámaras de televisión. Pero te aseguro que hubiera querido estar hasta las cejas de alcohol ahora. No me hubieran entrado tantas ganas de vomitar viendo a la honorable familia Valdivieso robando cuatro cuadros antiguos para sacar un poco más de dinero.

—¡No te atrevas a meterte con la familia! —saltó la mujer de César—. ¿Pero quién te crees que eres tú? ¡Fue a hablar la peluquera que no le hizo ascos al dinero de los Valdivieso cuando atrapó a uno de ellos!

—¡Pues por lo menos no le he puesto los cuernos después! ¿Te crees que no sabemos que Ester se marchó de casa cuando se enteró de que te acostabas con su marido?

A la mujer de César parecía que iba a darle un vahído.

—¿Pero qué está diciendo? ¡Decididamente la ha vuelto loca la bebida! ¡Eso es un delirium tremens!

María puso sus manos en los hombros de los dos chicos.

—Vámonos —dijo—. Nosotros ya no tenemos nada que hacer aquí.

—¡Lástima! —se lamentó Carla—. ¡Ahora que se ponía esto divertido!

Salieron de la habitación y mientras bajaban la escalera seguían oyendo las voces de los Valdivieso que discutían desaforadamente. Carla empezó a reírse sin poderse contener.

—¡Que gente! Hiciste muy bien en irte lejos de ellos, mamá. Son como para tenerlos en la familia.

Dejaron la casa y fueron a la residencia. Cuando María se metió en la cocina, Bruno dijo a Carla:

—Se me está ocurriendo una cosa para que rabien más todavía. Si de ésta no les da un ataque a todos, será un milagro.

Subieron a la habitación y Bruno abrió el armario. Allí, envuelta todavía en el saco que había servido para transportarla, estaba el arca con el tesoro que habían encontrado en la cripta. Lo bajaron hasta el vestíbulo cogiéndolo entre los dos, salieron de la residencia y se encaminaron hasta la entrada de la casa de los Valdivieso. El guarda de la puerta los detuvo, pero ellos dijeron que tenían que hablar con don Román y les dejó pasar. Los había visto hacía un rato entrar con el abogado.

Llamaron a la puerta principal y cuando les abrió Eladio, Bruno preguntó:

—¿Está todavía el señor Ramírez?

—Sí —contestó el criado—, está en la sala hablando con la familia.

Le pidieron por favor que les ayudara con el bulto que llevaban, y mientras les acompañaba escaleras arriba, le dijo a Carla:

—¡Anda que qué bien les has enfrentado y les has dicho que no quieres nada de ellos! ¡Cuántas veces he tenido yo en la punta de la lengua eso de que se metan su dinero por donde quieran! ¡Si no me hiciera falta ya lo creo que se lo hubiera soltado!

Los dos chicos se miraron. Esa evidente que Eladio tenía por costumbre escuchar detrás de las puertas. Cuando se decidiera a escribir su libro sobre la familia iba a tener material de sobra. No les preguntó qué era lo que llevaban en ese paquete tan pesado, seguramente porque estaba seguro de que se iba a enterar dentro de un momento.

Llegaron a la puerta del salón a través de la cual se oían las voces de los Valdivieso, al parecer todavía discutiendo unos con otros. Eladio llamó con los nudillos y acto seguido abrió la puerta diciendo a don Román:

—Señor, estos muchachos quieren hablar con el señor Ramírez.

Este se volvió y tío y sobrinos miraron asombrados a los dos chicos que arrastraban el pesado saco hasta colocarlo delante de donde estaban.

—¿Qué es esto? ¿Qué traéis ahí?

Carla avanzó, dirigiéndose a su recién encontrado abuelo.

—¿Es cierto lo que dijo antes de que yo pertenezco a esta familia con todos los derechos? —le preguntó.

—Naturalmente —contestó don Román Valdivieso—. Eres de la familia y como cualquiera de nosotros para todo.

—Entonces ¿también el señor Ramírez es mi abogado y puede ayudarme para cualquier cosa que necesite?

—Por supuesto —corroboró el señor Ramírez—. Puedo representarte y asesorarte en lo que quieras.

—Pues si es así quiero que sea testigo de que les voy a entregar una cosa que encontramos Bruno y yo.

Y entre los dos retiraron el saco que envolvía el cofre y lo abrieron. Cuando metieron las manos en su contenido para mostrárselo a los Valdivieso, éstos dejaron de dirigirse miradas furiosas entre ellos y estiraron sus cuellos para ver lo que los dos chicos habían sacado. Y sus ojos amenazaron con salírseles de las órbitas. Uno a uno fueron levantándose de sus asientos y se acercaron hasta formar un corro alrededor.

—Esto estaba en la cripta de la iglesia enterrada y nosotros lo sacamos de allí la primera vez que estuvimos —explicó Bruno—. Cuando ellos —indicó con un movimiento al coro de los Valdivieso que seguía fascinado sin decir ni pío— abrieron un agujero en la pared con la que habían tapiado la entrada de la iglesia, nosotros estábamos escondidos en la cueva de la mina y los vimos. Cuando se fueron entramos por el hueco y descubrimos la iglesia y la entrada a la cripta— Allí, entre los sarcófagos estaba esto. Y encontramos la llave para abrirla dentro de una caja con un esqueleto.

—¡Es fabuloso! —dijo al fin el abogado Ramírez—. ¡Esto tiene un valor incalculable! No sólo por las joyas, sino como antigüedad. Esto debió pertenecer al tesoro de alguna diócesis de la que dependiera el convento. No creo que los antiguos monjes tuvieran tantas riquezas.

—Pues como vale tanto —declaró Carla—, quiero que se haga cargo de ello y que haga todo lo necesario para asegurarse de que se lleva a un museo o a donde tenga que estar. Le hago responsable de que no desaparezca nada ni caiga en malas manos—. Terminó con una mirada de triunfo que pareció aplastar a todos los Valdivieso.

—No te preocupes, hija —intervino don Román, llamando por primera vez a Carla con ese cariñoso apelativo—. Todo se hará como tú quieres.

—Yo me pondré en seguida en contacto con el juez que lleva el caso de la iglesia descubierta y pediré que venga un perito que haga un inventario de lo que hay aquí.

Otra vez Matilde empezó a reírse.

—¡Vaya panda de inútiles que estáis todos hechos! ¡Lo que os habéis jugado para robar cuatro antiguallas y después de tanto esfuerzo resulta que os han quitado lo mejor delante de vuestras narices!

Siguió riéndose mientras se dirigía al comedor. —Esto merece un brindis. Nadie me va a impedir esta vez que meta mano a una de esas carísimas botellas que tenéis ahí—. Abrió la puerta y se la siguió oyendo reír en la habitación. Pero, efectivamente, nadie hizo nada por impedírselo. No sólo porque no estaban para reparar en ella, sino porque además en ese momento se oyeron unos golpes en la puerta del pasillo y a continuación entró el mayordomo.

—Señor —dijo dirigiéndose a don Román—, abajo hay un caballero que pregunta por usted.

—¿Por mí? ¿Y quién es? ¿Por qué le ha dejado pasar el portero? Seguramente será alguien de la prensa, porque yo no espero a nadie. Si es un periodista dile que no le recibo. Ahora nos van a marear con este caso.

—No señor, no es un periodista. Dice que se llama Miguel Valdivieso.

XXIX

Toda la tensión acumulada en el recargado salón de los Valdivieso pareció concentrarse aún más. Hubo un momento de estupor en donde nadie reaccionaba. Únicamente Carla que se deslizó sin ruido hasta la puerta del comedor que Matilde había dejado entreabierta, entró por ella y la cerró cuidadosamente. Sólo Bruno se dio cuenta y volvió a abrir para seguirla, pero cuando lo hizo Carla había desaparecido. En el comedor solo estaba la mujer de Carlos que, ajena a todo, se servía licor de una botella en un vaso.

Por la escalera se escucharon los pasos de alguien que subía y en seguida las voces de los Valdivieso que debían estar recibiendo al recién llegado. Cuando oyó que entraban en el salón, Bruno salió al pasillo por la otra puerta y bajó corriendo las escaleras. Atravesó el vestíbulo y fue directamente a la cocina, donde tampoco vio a nadie, pero se fijó en que la puerta del montaplatos estaba abierta. Sin perder tiempo salió al jardín, saltó la verja que lindaba con el patio de la residencia y entró en la habitación de María. No se encontraba allí la cocinera, pero tampoco Carla. Él había pensado que habría ido a buscar a su madre para contarle la noticia. ¿Quizá lo había hecho y habrían salido las dos hacia la finca? No, no era posible, no habían tenido tiempo. Entonces tuvo una idea. Salió a la carretera y se encaminó a toda prisa hacia la urbanización.

Delante de la entrada había varios coches aparcados y frente a la caseta de las herramientas y ante la boca de la mina se veía a grupos de personas que entraban y salían y otros que debían ser simplemente curiosos porque se limitaban a mirar las idas y venidas de los demás desde el límite que les marcaba el cordón policial.

Después de mirar él también, Bruno se alejó con disimulo y fue hacia el chalet de Carla. Entró y la vio allí, sentada en el suelo, con la mirada perdida en algún punto del espacio frente a ella. Cuando le oyó entrar dio un respingo.

—¡Ah, eres tú! —dijo.

—Sí, soy yo, pero igual podía haber entrado alguien. Está eso lleno de gente. ¿Por qué te has ido así? ¿No querías ver a tu padre?

—¡No! Bueno, sí, supongo que tendré que verle. Pero no allí, delante de toda esa gente. Que primero arreglen entre ellos todos sus líos de herencias y después veremos. Lo que tenga que ver ese señor con mi madre y conmigo es cosa nuestra. Ellos son los que son su familia.

—Sin embargo —dijo una voz desde la puerta—, no es por ellos por lo que he venido, sino por vosotras. Por ti y por tu madre.

En el marco se recortó la silueta de un hombre alto al que de momento no pudieron ver muy bien a contraluz. Pero después entró y se sentó en el suelo frente a ellos. Era un hombre de aproximadamente la edad de María, es decir, bastante joven para tener una hija de dieciséis años, y que además, igual que la cocinera, tenía un aspecto juvenil, sencillo, algo así como un estudiante un poco maduro a pesar de su rostro curtido por la intemperie y algunas arrugas que se le notaban alrededor de los ojos.

—No os extrañéis de que haya entrado así, no soy un mago. Cuando he ido a la residencia he visto a Bruno que salía y le he seguido. Me figuré que iba a buscarte.

—¿Eres Miguel Valdivieso, el que los dueños de las bodegas estaban buscando? —acertó a preguntar Bruno.

—Efectivamente, yo soy Miguel Valdivieso. Cuando he llegado a la casa estaba toda la familia reunida, pero yo os quería ver a vosotros. Les pregunté y me dijeron que os acababais de marchar, así que fui a la residencia a encontraros, pero al verte a ti salir he venido hacia acá y no me había equivocado. Carla, ya sé que no me conoces de nada. Tampoco te conozco yo a ti. Sin embargo yo soy tu padre y tú eres mi hija. Comprendo que te sea difícil asimilarlo. Yo mismo no puedo creer aún que te esté viendo delante de mí. Hasta hace unas horas no sabía siquiera que existías.

—¿Y cómo lo has sabido entonces? —preguntó Bruno, porque Carla estaba muda, mirando al recién llegado como hipnotizada.

—Ha sido una casualidad. Estaba en Palencia, en casa de un conocido. He llegado a España hace unos días y fui lo primero de todo a ver a este señor, y él me ha comentado que mi familia estaba saliendo en la televisión, en el canal que tenía puesto que era el regional. He visto parte de la entrevista a mis primos, pero no podía creerlo cuando la periodista ha dicho vuestros nombres. Carlota Casariego no podía ser más que hija de María, a la que yo no había vuelto a ver hace tantos años. Y cuando llegué a la casa mi padre me lo confirmó. Por eso salí corriendo a buscaros.

—¡Nos has visto en la televisión! ¿Y has venido desde Palencia nada más enterarte?

—¡Claro! ¿Qué otra cosa podía hacer? Ya entraba en mis planes presentarme ante mi familia, pero iba a esperar unos días. Pero después de veros he cogido un coche y he venido a toda velocidad.

Carla seguía en silencio. En la habitación no entraba ya mucha luz, pero Bruno observó un brillo sospechoso sobre sus mejillas. De pronto la chica se levantó y sin decir nada salió del chalet. Miguel hizo ademán de levantarse para seguirla, pero Bruno le detuvo.

—Espera —dijo. Déjala un poco sola.

El otro se volvió a sentar y Bruno siguió:

—Es normal que le cueste trabajo hacerse a la idea de haberte encontrado. ¿Sabes? Ella vino aquí para buscarte. Su madre creía que estaba en Londres, pero ella no había cogido el avión. Es una historia complicada y en un par de días de repente se ha precipitado todo.

Y a continuación empezó a contarle su aventura desde el momento en que se encontró a Carla encaramada en la cornisa de la terraza. Le explicó por qué la chica no se había marchado a Londres, su afán por conocer a su padre y cómo entre los dos habían descubierto que los Valdivieso habían encontrado la iglesia enterrada y lo que planeaban hacer con ella y cómo habían perseguido a Carla cuando la encontraron en la caseta de las herramientas.

—Eso que me cuentas me parece como una película. No cabe duda de que es una niña muy valiente y también muy obstinada. Creo que en eso se parece a mí.

—Lo mismo dijo el señor José Luis Ramírez cuando se enteró. Que no le cabía duda de que fuera tu hija—. Y le siguió contando cuando al fin descubrieron quién era su padre en realidad y cómo habían sabido que fueron los hermanos Valdivieso los culpables de que él no se hubiera enterado del embarazo de María y de que ésta creyese que la había abandonado.

—Ese asunto tengo que hablarlo con mi familia. Aunque un daño que ha perjudicado a varias personas durante tanto tiempo ya no se puede remediar. Parece mentira cómo una ambición tan ruin como la de mis primos pueda cambiar por completo la vida de alguien. Pero rectifico lo que he dicho antes. Carla no ha salido a mí en lo valiente, sino a su madre. Ella es la que ha llevado la peor parte de este asunto y sin embargo ha podido salir adelante.

—¿La has visto? —preguntó Bruno—. ¿Has podido hablar con ella?

—No, aún no. Nada más llegar quería ver a Carlota. Para encontrarme con María tengo que serenarme antes. Sé por experiencia que, cuando muchas cosas caen sobre uno de pronto, lo mejor para que no te desborden es afrontarlas de una en una. Quiero hablar con mi hija, que me cuente cómo ha sido la vida de ellas dos hasta ahora, cómo ha asumido el no haber conocido a su padre en tantos años... En fin, acercarme un poco a ella, aunque ya sé que en un momento no se puede rescatar toda una vida.

—¿Por qué no te pusiste en contacto con tu familia en todo este tiempo?

—Al principio por dificultades para la comunicación. Estaba en un sitio del Tíbet, entre montañas. No había teléfonos y mucho menos Internet. Unos compañeros de los que trabajaban conmigo en Suiza habíamos investigado sobre unos hongos y unas plantas endémicos de la India y decidimos trasladarnos allí para seguir el proyecto. De la India pasamos al Tíbet y allí fue donde perdimos la posibilidad de comunicarnos con el exterior. Durante los últimos años las cosas han estado muy complicadas en esa parte del mundo, y los extranjeros teníamos que andar con mucho cuidado para no resultar sospechosos de actividades políticas. Después de muchas aventuras fuimos a parar al norte del país, e incluso estuvimos a punto de ser encerrados en una de aquellas horribles prisiones que existen allí todavía. No te puedes imaginar las cosas que vimos. Como los dirigentes no dejan que intervengan informadores u organizaciones internacionales el mundo no tiene mucha idea de lo que pasa.

—¿Y por eso has estado tantos años sin venir a España?

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