Caperucita Roja: la búsqueda de la identidad sexual

Caperucita Roja: la búsqueda de la identidad sexual

Blanca Álvarez González en La verdadera historia de los cuentos populares

Olvidado el concepto de cuento «correctamente inocente», hallaremos en Caperucita roja mucho más que una «advertencia» para la obediencia de las niñas a los adultos. Incluso podemos ir más allá del testimonio iniciático y antropológico del relato, función ésta esencial para la transmisión de las pautas de socialización a los jóvenes del colectivo.

  Todos los colectivos humanos conceden una importancia de fiesta y ritual a la transformación sexual de los niños: la pervivencia del grupo depende del número de reproductoras y de cazadores. En realidad, el tránsito supone acceder, con pleno derecho, a la vida adulta. Por lo tanto, casi siempre se imponen pruebas que «demuestren» la preparación para tal pertenencia. En el caso de los niños, pruebas que los capaciten como guerreros o cazadores; en el caso de las niñas, una prueba «física», la menarquia, que garantice su poder reproductor. Y siempre se ha rodeado a la mutación de magia y rituales capaces de fijar en el colectivo la trascendencia del cambio.

  Entrar en un mundo nuevo, supone riesgos y peligros; maravillas y dolores; desgracias y felicidad. Por lo tanto, son otros adultos quienes «dirigen» tan delicado evento.

  Lo que tiene de iniciático aún podemos encontrarlo en algunas islas de la Polinesia donde las niñas, cuando sufren su primera menarquia son introducidas tres días en una cueva, preferentemente con forma de animal, de donde salen ya «socialmente» transformadas en mujeres con todas las responsabilidades del resto de las mujeres de la comunidad. En realidad son «devoradas» por un animal totémico que, al engullirlas, devuelve a la comunidad un ser transformado. Como Jonás tras pasar por el vientre de la ballena.

  Pero Caperucita es, con mucho, el relato que mejor define la búsqueda de la identidad sexual y los «peligros» que tales descubrimientos acarrea.

  En el inicio del cuento recogido por los hermanos Grimm, se nos presenta la imagen de una «pequeña y dulce muchachita que en cuanto se la veía se la amaba». Una definición de las niñas en el justo momento en que apunta la mujer que ya promete; y ese «verla y amarla», responde a un canon de deseo muy extendido en la literatura universal en su versión de «lolitas» capaces de enloquecer a los hombres maduros. Es su abuela quien primero reconoce los cambios en su nieta —el papel de mujer en el término de su vida sexual y, quienes jugaban tradicionalmente el papel de iniciadoras, son ellas, las mujeres ancianas quienes aún hoy mutilan a sus nietas en algunos lugares—, «le regaló una caperucita de terciopelo rojo». El símbolo sexual de la pubertad. El rojo, color de la sangre menstrual, es también el color de la pasión, del deseo. Tan perfecto es el símbolo en el relato que nunca se dará el nombre de la niña, sino la adjetivación de su momento sexual.

  Toda mutación conlleva la necesidad de pagar un óbolo por el cambio: «aquí tienes un pedazo de pastel y una botella de vino; llévaselo a la abuela, que está enferma y débil», y se sentirá aliviada con esto. Es el precio que la propia niña llevará a la anciana para que «actúe» en el cambio. El añadido materno sobre buenos modales apoya la tesis de que éste es un relato para iniciar en las buenas costumbres a las niñas: «Y cuando llegues no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a curiosear antes por todas las esquinas». Cierto, el consejo sobre el modo de actuar y también sobre el de evitar la natural curiosidad. Las niñas obedecen sin preguntas, sin «mirar» en exceso. Claro que, en el camino del bosque, Caperucita «abrirá los ojos».

  En este punto comienza el recorrido por el laberinto de la iniciación. «La abuela vivía muy dentro del bosque», es decir, el lugar donde, como mujer, ya había realizado todo su vital recorrido sexual.

  Aquí ha de presentarse «el otro», el desconocido por diferencia sexual, el elemento conturbador y peligroso: el lobo. Aunque, Caperucita «no tuvo miedo de él». Es decir, desconoce su poder porque aún no ha sido iniciada en el temor al otro sexo, tan solo se siente vagamente seducida; seducción que continúa en el diálogo que ambos personajes mantienen tras conocerse.

  Casi un diálogo entre jóvenes que se conocen en el baile y desean conocer algún dato del otro para no perderse.

  El lobo es uno de los animales que, a lo largo de la tradición, oral y escrita, mejor ha descrito el peligro de la seducción. Un animal tan cercano que, en algunos lugares, incluso los hombres sufrían la transformación en lobos siguiendo pautas lunares, es decir, femeninas. Un ser salvaje, libre, hermoso y dueño de una mirada hipnótica. La caperuza roja y los ojos del lobo se sitúan en el relato como dos focos de atención por entre la espesura del bosque, la espesura del deseo; caminan a la par, cada uno agazapado en su identidad bajo esos dos símbolos, incluso buscando lo mismo: uno, el seductor, con total consciencia; otra, la púber, guiada tan solo por un instinto desdibujado por desconocido.

  El seductor manifiesta la fuerza del conocimiento en el juego seductor; la «inocente» mantiene pautas a la vez de niña que no teme y doncella que coquetea con el peligro.

  El lobo, jugando a la perfección la imagen del seductor hambriento que no desdeña ningún bocado, piensa en el modo de doblar su festín: «Esta joven y tierna presa es un dulce bocado y sabrá mucho mejor que la vieja; tengo que hacerlo bien desde el principio para cazar a las dos». La avidez por el más tierno bocado, no anula el deseo por la anciana. En las novelas donde el hombre «se pierde» por los encantos de las adolescentes, el proceso, lógico por otra parte, es inverso: se seduce a la madre para acercarse a la hija. En este caso es el seductor quien se interna en el «bosque prohibido y custodiado» por otra mujer.

  El lobo-cazador, tienta a la neófita con las bellezas del bosque, fuerza su mirada sobre los encantos que ella, en su obediencia ciega, no ha mirado porque recuerda la recomendación materna: «ve con cuidado y no te apartes del sendero». El lobo debe romper la prevención de la niña y convertir el interdicto del bosque en algo maravilloso capaz de invitarla a quedarse en él: «vas como si fueras a la escuela, y aquí, en el bosque, es todo tan divertido…». Como buen embaucador, trata de contraponer la obligación aburrida con el placer. Y parece que lo logra porque la niña abrió los ojos, curiosa expresión del relato para reflejar que, finalmente es el otro, el diferente a ella misma, quien primero le señala las bellezas de ese camino donde se adentra para «saber quién es». Caperucita obedece: «se desvió del sendero, adentrándose en el bosque para coger flores. Cogió una y, pensando que más adentro las habría más hermosas, cada vez se internaba más en el bosque». Movida por el deslumbramiento del recién descubierto mundo, su único deseo es el de profundizar cada vez más en el mismo porque cada paso hacia su interior supondrá un nuevo conocimiento. Una flor aún más deseable.

  Finalmente, recogidas las primeras flores del bosque, Caperucita regresa a la obediencia de llevar comida a la abuela. Pero, internarse en el bosque ha cambiado su mirada, aquel «abrir los ojos», ha variado la pupila de quien entró siendo niña y comienza a descubrir, aún de manera oscura, la disimilitud de cuanto la rodea. El diálogo sobre las diferencias que encuentra en la falsa abuela —el lobo disfrazado— forman parte símbolica de ese nuevo modo de mirar. Caperucita —en ningún momento se da el nombre de la protagonista, tan solo el atributo que la diferencia— descubre un ser que ya no es la abuela, sino la mujer y «pregunta». La entrada en el bosque le ha concedido el permiso para preguntar, al igual que la primera menarquia suponía el permiso para entrar «en el cuarto de las mujeres».

  «El lobo saltó de la cama y se zampó a la pobre Caperucita». En este punto acaba la versión original de la tradición oral. Es decir: la niña había entrado en la cueva, en el estómago del animal, y ya no saldría del mismo; el ser que asomaría de nuevo ya no lo haría como una niña, sino como una mujer.

  Los hermanos Grimm, dan una vuelta de tuerca al final del relato, lo «literaturizan» y terminan, correctamente. La educación iniciada con la niña que ya no vive en una comunidad primitiva, sino en una sociedad compleja regida por normas de comportamiento perfectamente establecidas. Aparece un segundo hombre: el cazador —hasta ese momento, el eje central era un triángulo de mujeres— la versión normalizada del hombre que ha de saber buscar como protector, alejándose de la atracción ejercida por el lobo seductor. Este «hombre adecuado», dispara sobre el lobo, a la vez rival en la seducción y bestia peligrosa. El cazador se lleva la piel, la abuela recupera su merienda y Caperucita la cordura necesaria en el camino de su nuevo ser como mujer: «Ya no te volverás a desviar en toda tu vida del camino si tu madre te lo ha prohibido».

Ha descubierto «las flores» del placer y los ojos del seductor; ha probado el poder de su «caperuza» y el conturbador resultado; ambos conocimientos le han producido dolor, así que decide un comportamiento normalizado, el regulado por la madre, para evitar volver a ser devorada. Incluso se alía con la abuela cuando otro lobo aparece llamando a la puerta de la casa, para que el nuevo seductor termine ahogado en la artesa preparada por ellas.

  Caperucita ha entrado en el mundo de los adultos. Ahora, en otro relato, ya podrá tener nombre de mujer.

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